treinta y
ocho
1972
En la noche del viernes 10 de noviembre de 1972, Jack sufrió un ataque al corazón mientras cenaba con Mary Carson en el Lutèce. Lo llevaron inmediatamente al hospital Presbiteriano de Columbia.
Durante las primeras veinticuatro horas, los médicos no estuvieron seguros de que fuese a sobrevivir. Mary Carson envió un reactor de la LCI a Los Ángeles para recoger a Joni y Sara y un bimotor Beech a Boston para Liz. Los Delfines se hallaban en mitad de una temporada en la que no habían conocido la derrota y LJ envió recado de que volaría a Nueva York en cuanto terminase el partido del domingo.
Durante dos días, Jack permaneció tumbado de espaldas, pálido, bajo sedación, respirando oxígeno por un tubo que le entraba por uno de los orificios nasales. Hasta el domingo no reconoció a Joni y le apretó la mano.
El lunes, 11 de diciembre, lo trasladaron en ambulancia a su casa de Greenwich, donde sería permanentemente atendido por un equipo de enfermeras. Salvo por LJ, que seguía con la triunfal temporada de fútbol, toda la familia acudió.
La fiel Priscilla puso dos árboles de Navidad, uno cortado en el salón y otro vivo junto a la piscina. La mujer se ocupó de que subieran la temperatura del agua de la piscina, ya que el cardiólogo de Jack había recomendado que este flotase en la piscina con un salvavidas e hiciera un moderado ejercicio.
Jack permanecía en el invernadero gran parte del tiempo, observando, feliz, cómo la pequeña Michelle, la hija de Joni, chapoteaba en el agua. Nelly, que tenía quince años, se instaló con el chelo en la piscina e interpretó con el instrumento canciones de Navidad para su abuelo.
Jack había perdido diez kilos y estaba flaco y pálido. Pero el doctor Philip Hagan, su cardiólogo neoyorquino, aseguraba que el enfermo se estaba recuperando bien. La semana anterior a Navidad, el doctor Hagan lo llevó al hospital de Greenwich para que los cardiólogos residentes le hicieran un examen a fondo y todos estuvieron de acuerdo en que había sufrido escasos daños permanentes.
En la piscina, Mary Carson se arrodilló junto a la tumbona de Jack y le besó la mano.
—¡Todavía no, por el amor de Dios! —susurró—. Quiero tu puesto, pero no tan jodidamente pronto.
Jack asintió con la cabeza.
—No, no tan jodidamente pronto, puedes jurarlo.
LJ llegó por Navidad para pasar tres días. Volvió a llevar consigo a Gloria. Liz se burló, pero Jack meneó la cabeza y le dijo a su hija que se alegraba de tener a Gloria en la piscina con su mínimo biquini verde.
—Esa chica me produce una erección —susurró— y me alegra darme cuenta de que todavía soy capaz de tener una.
El doctor Hagan se opuso a la visita anual a Saint Croix. No quería que Jack volase todavía y no confiaba en los hospitales de la zona. Sugirió que Jack viajase en tren a alguna playa de Florida.
El recién retirado Mickey Sullivan conocía una casa en primera línea de playa en Deerfield Beach que se podía alquilar. Como era bastante grande, el también retirado Cap Durenberger y su esposa, Naomi, podían instalarse allí y ser vigilantes compañeros de Jack durante la estancia de este. Más aún, la casa tenía piscina y una habitación para Joni o Sara.
Jack accedió. El 10 de enero salió en un tren Amtrak en dirección a Florida. Linda lo acompañó. El padre de la joven, convertido en almirante Hogan, se reunió con ella en Fort Lauderdale y Linda se fue con él a pasar unos días en Pensacola. Mickey y Cap llevaron en coche a Jack hasta Deerfield Beach.
Jack descansó en la playa como lo había hecho en Saint Croix tras la muerte de Anne, con la mirada perdida en el mar, no llorando su pérdida, sino preguntándose qué le quedaba en la vida. Hemingway había escrito que cuando un hombre pierde su optimismo es que ha llegado su última hora.
Allí en la playa se le acercó un hombre que contribuyó aún más a su pesimismo… o quizá, pensándolo bien, le dio un renovado optimismo.
Junius Grotius, como él mismo se presentó, era un marchito viejo de más de setenta años, que llevaba una singular camisa floreada y pantalones y sombrero de paja. Se sentó en la arena y habló a Jack con extraño y melodioso acento. Fue inmediatamente al grano.
—No le robaré mucho tiempo. Tal vez mi nombre le suene…
—He oído mencionarlo con frecuencia, señor Grotius.
—Entonces ya sabe que soy presidente de la Wyncherly-DeVere Limited.
Jack lo sabía. WDV era un conglomerado multinacional de comunicaciones, que incluía emisoras de televisión y radio, periódicos, revistas, dos agencias de prensa y otras empresas relacionadas con los medios.
—Espero no ser inoportuno viniendo a verlo cuando se está usted reponiendo de su ataque —dijo Grotius—. Pero en momentos como este un hombre no puede por menos de pensar en cambios, quizá en aligerar su carga de responsabilidades y en apartarse de todo para disfrutar mejor de lo que ha ganado.
—Todavía no estoy dispuesto a vender, señor Grotius.
Grotius asintió con la cabeza.
—No esperaba que lo estuviese. Pero… ¿qué tal si nos mantenemos en contacto? Podemos analizar múltiples posibilidades. Quizá encontremos alguna que le resulte a usted atractiva.
Jack sonrió.
—Sí. Mantengámonos en contacto. Pero todavía no estoy listo para pensar en el retiro. Aún no he perdido todo mi optimismo.
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1973
Jack Lear no era el único que había perdido optimismo en el invierno de 1973. Richard Nixon acababa de ser reelegido presidente de Estados Unidos. Para muchos norteamericanos, Nixon y su administración representaban la nueva sordidez que se estaba adueñando de Norteamérica. Muchos políticos de la capital se habían marchado temporalmente de Washington porque no soportaban la idea de participar en las ceremonias de la segunda investidura presidencial.
Una de las que habían salido de la capital era la congresista por Nueva Jersey, Diane Hechler. Era representante del distrito dieciséis, que comprendía una serie de condados suburbanos situados al oeste de la Nueva Jersey metropolitana. Aunque era republicana, la mujer despreciaba a Richard Nixon. Se excusó de asistir a los eventos de la investidura alegando que sufría de bronquitis y el médico le había recomendado que se fuera a algún sitio con sol.
La mujer estaba pasando el mes en la casa de la playa de una familia de su distrito. La casa estaba a unos cien metros de la que Jack había alquilado. Durante sus paseos por la playa, Diane pasó ante Jack una docena de veces sin decir nada, hasta que una mañana se detuvo y lo saludó.
—Es usted Jack Lear, ¿verdad? De la Lear Communications.
Él se puso en pie.
—Sí, y creo que usted es la congresista Diane Hechler.
—Siéntese, por favor. Tranquilo. Para eso estamos en este inmundo lugar, ¿no? Para disfrutar de la tranquilidad.
Él se echó a reír.
—«Inmundo». Gracias a Dios. Parece que no soy el único que piensa así.
Ella se sentó junto a él. Las olas que rompían en la arena le llegaban hasta los dedos de los pies. Jack había estado pensando en echarse un poco hacia atrás, pero supuso que a ella le gustaría que el agua la rodease. Aún antes de detenerse a hablar con él, Jack había creído detectar en ella un espíritu rebelde y aventurero. Se le notaba en la forma de caminar, con los hombros rectos, y en la seguridad con que se movía por la arena.
Diane tenía cuarenta y siete años, era alta y delgada, aunque sus pechos henchían la parte alta de su bañador. Jack supuso que llevaba el cabello cortado y peinado por un profesional. El biquini rojo que llevaba dejaba ver poca piel al sur del ombligo y nada de su trasero.
—Leí lo de su ataque cardíaco y sé por qué se halla usted aquí —dijo—. Creo que, probablemente, sé más de usted que usted mí.
—Bueno, veamos… Sé que está usted en su enésimo período como congresista…
—El cuarto.
—El cuarto. Bueno, ya sabía que no era el primero. Y creo que es usted republicana.
—Una republicana independiente.
—Los independientes son los mejores republicanos. Y… y supongo que hasta aquí llegan mis conocimientos acerca de usted.
—Estoy en la cuarentena —dijo ella—. Nunca me he casado y no tengo hijos. Soy abogada además de política y me gusta el béisbol y el fútbol. Me encanta visitar galerías de arte, pero no soporto permanecer sentada y quieta durante un concierto. No me importa caminar por la playa durante una hora o así, pero me muero de ganas de dormir una buena siesta y que luego alguien me invite a un civilizado cóctel y a una agradable cena.
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Se sentaron a una mesa situada frente a un amplio ventanal desde el que se divisaba el furioso océano golpeando la arena de una de las playas de Fort Lauderdale y lanzando sus olas hacia las pilastras que sostenían el restaurante.
Diane bebió un martini seco de Beefeater y Jack un whisky escocés.
Hablaron de la política de los años setenta. A Jack le sorprendieron algunas de las opiniones de su compañera y se vio obligado a reconocer que nunca había hecho excesivo caso de algunos de los temas que ella sacó a colación. Diane habló de la triunfal temporada de los Delfines y comentó que había visto a LJ por televisión. Jack le dijo que, después de la Super Bowl, LJ iría a visitarlo a Deerfield Beach y Diane se lamentó de que no tendría oportunidad de conocerlo, pues para aquellas fechas ella ya habría regresado a Washington.
Diane dio un último sorbo a su martini e hizo señas al camarero. Llevaba un sencillo vestido blanco con un discreto escote. La chaquetilla que hacía juego con él estaba colgada del respaldo de la silla.
—Jack —dijo—, me gustaría salir de pesca. ¿Quiere acompañarme?
—¿Cómo?
—Podemos alquilar un barco con un capitán y un marinero y adentramos en la corriente del golfo a ver qué pica. Es algo que nunca he hecho y que tal vez mitigue el tedio acumulado durante diez días en Florida.
Jack lanzó un suspiro.
—No creo que mi cardiólogo diera su consentimiento.
—A la mierda su cardiólogo —dijo ella con una amplia sonrisa—. Escuche, Jack, uno debe cuidarse, eso es indiscutible. Pero la vida hay que disfrutarla. No hay que atesorarla como un avaro guarda su dinero. ¿Qué se propone?, ¿dejar de vivir para poder seguir viviendo?
Jack asintió con la cabeza.
—Mi esposa Anne supo durante casi tres años que estaba enferma de muerte. Nos lo ocultó y, hasta casi el final, vivió su vida como si no le ocurriese nada malo.
Jack se calló y encajó las mandíbulas, conteniendo las lágrimas. Diane le tocó la mano.
—¿Cuándo alquilamos ese barco? —susurró él.
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El barco salió de la ensenada a las ocho y media de la mañana siguiente. Diane lo había escogido. Era una embarcación vieja y nada glamurosa, con un capitán sexagenario y un marinero adolescente. Era blanco y azul y la cubierta se hallaba pintada en vez de barnizada. Una nevera estaba llena de cebo y otra de cerveza y bocadillos. Los dos llevaban lo que les habían aconsejado: camisas de algodón de manga larga para ocultar los brazos del sol y sombreros de amplias alas para proteger la frente y el cuello.
El capitán dio a Jack y Diane unas breves instrucciones acerca de lo que debían hacer si picaba un pez. El muchacho puso cebo en los anzuelos y arrojó estos por la borda.
Navegaron durante una hora sin conseguir nada. Luego Jack pescó un bonito que no mediría más de medio metro de largo y que no era una gran presa. El muchacho lo hizo filetes para usarlos como cebo y arrojó el resto del pez al mar.
Diane pescó una caballa, que tampoco era nada del otro mundo. El muchacho la guardó en la nevera de los cebos. Se trataba de un pez comestible y terminaría en la mesa de la familia del marinero o del capitán.
Diane y Jack destaparon sendos botes de cerveza. El capitán cambió de rumbo, persiguiendo algo que le había parecido ver en el agua y que podía ser una buena pesca. A esas alturas, la línea de la costa ya se había perdido de vista.
Jack arrojó su bote de cerveza al mar. Un minuto más tarde, notó un fuerte tirón en la caña. El capitán agarró esta y la sacudió con fuerza para que el anzuelo se enganchase bien.
—Estupendo —dijo el hombre—. Ahora, a trabajar. Señora, recoja su sedal para que el pez no se enrede con él.
Fue un trabajo más fatigoso de lo que Jack había imaginado. La presa oponía una fuerte resistencia y Jack vio un pez espada saltando a lo lejos, resistiéndose al anzuelo que tenía dolorosamente alojado en la boca. El marinero se puso al timón y el capitán permaneció nerviosamente junto a Jack, dándole instrucciones sobre lo que debía hacer para atrapar al pez. Jack tenía que tirar de la caña, acercando su presa unos cuantos palmos y luego recoger sedal, una y otra vez. El hombre comenzó a sudar.
Diane se soltó los arneses que la sujetaban a su silla, fue a colocarse detrás de Jack y le secó con la manga de la camisa el sudor de la frente.
Jack empezaba a jadear.
—Jack, quizá fuese preferible que el capitán cortara el sedal.
Alzó la vista hacia ella. Tenía los ojos muy abiertos.
—Ni hablar —gruñó—. Este hijoputa no va a vencerme.
Bregó con el pez espada durante media hora. Y lo derrotó. Pero el animal también lo derrotó a él. Una vez la presa estuvo a bordo, Jack se levantó no sin dificultad de su silla y se tumbó de espaldas en cubierta, junto al pez. El capitán le gritó al marinero que pusiera rumbo a tierra a toda máquina.
—No —murmuró Jack—. Solo estoy un poco falto de aliento. No pasa nada. Me repondré en un par de minutos. Diane aún no ha pescado nada.
Ella se arrodilló junto a él y lo besó.
En los dos minutos que había predicho, Jack se levantó y volvió a sentarse en su silla.
—Dé media vuelta —ordenó al capitán, señalando hacia alta mar—. ¿Qué pasa? ¿Nunca había visto a un viejo fatigado?
El capitán miró a Diane. Ella asintió con la cabeza. El capitán ordenó al marinero que diera media vuelta. Diane sacó de la nevera cervezas y bocadillos y se sentó en el suelo de la cubierta, junto a la silla de Jack. El capitán examinó el pez espada y anunció que medía dos metros y once centímetros, lo cual no era ningún récord, pero estaba muy bien.
Jack no volvió a echar el sedal. Permaneció en su silla, observando a Diane. Ella pescó otro bonito y luego una barracuda de metro y medio, que se le resistió tenazmente y que también fue una excelente pesca.
A media tarde iniciaron el regreso a tierra. El capitán sugirió que Jack y Diane se quitaran del sol. Ambos entraron en el espartano camarote y se sentaron en una litera, donde, siguiendo un súbito impulso, Jack rodeó a Diane con los brazos y la besó con pasión. Dominada por el mismo impulso, ella se abrazó a él y correspondió al beso.
—Oh, Dios mío… —murmuró Jack al oído de su compañera—, ¿sabes una cosa? Me has devuelto algo que había perdido y que necesitaba imperiosamente.
—¿Qué? —susurró ella.
—El optimismo —dijo Jack—. Tú eres una fuente de optimismo. No tengo palabras para expresarte lo agradecido que te estoy.
Diane había decidido que solo podía seguir en Florida hasta finales de enero. Jack, supuestamente, debía quedarse todo el mes de febrero. El hombre dio orden de que un reactor de la corporación volase hasta el aeropuerto de Fort Lauderdale. El jueves, 1 de febrero, el aparato despegó en dirección a Washington, llevando como pasajeros a Jack y Diane.
Antes de que ella se bajara del avión en Washington, se besaron y él le prometió que volvería a la capital antes de dos semanas.
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Mary Carson convocó una reunión en el Petroleum Club de Houston. Una tarde de marzo, ella, Billy Bob Cotton y Raymond L’Enfant se sentaron alrededor de una mesa.
Una vez les sirvieron las bebidas, charlaron de banalidades por unos minutos y luego Mary hizo una pregunta.
—¿Alguno de vosotros ha visto últimamente a Jack Lear?
—No sé nada de él desde que sufrió el ataque al corazón —dijo Ray.
Billy Bob negó con la cabeza.
—El caso es que ya lleva tres meses alejado de la oficina y del negocio. Cuando murió su mujer estuvo ausente aún más tiempo. Si soy brutalmente sincera, os diré que creo que Jack está acabado. Este año cumplirá los sesenta y siete, ha sufrido un fuerte ataque al corazón y la dama de la guadaña ya le está echando el aliento en la nuca.
—No digas eso —rogó Billy Bob—. Dentro de poco, yo mismo cumpliré los sesenta y cinco.
—Pero tú no has sufrido un ataque al corazón —respondió Mary—. Y lo más grave es que ha perdido el interés. Si hemos de ser sinceros, debemos reconocer que Jack Lear nunca ha estado plenamente dedicado a la LCI. Lo cierto es que siempre ha ocupado una parte excesiva de su tiempo con otras cosas.
—Con la Carlton House —dijo Ray.
—Sí, con la Carlton House y su vida privada —dijo Mary—. Jason Maxwell tenía excelentes motivos para llamarlo Le Maître. ¿Sabéis con quién se está acostando ahora? Con Cathy McCormack, la antigua secretaria de Dick Painter. ¡Cristo, esa mujer tiene sesenta y dos años! ¡Me sorprende que no me haya tirado los tejos a mí!
—¿Decepcionada? —preguntó Ray, sonriente.
—Un poco —dijo ella, también sonriendo—. Pero ahora permanece alejado de la oficina por otro motivo. Se ha echado novia y parece que la cosa va en serio. Ella es una congresista por Nueva Jersey llamada Hechler. Utiliza un avión de la compañía para ir a visitarla en Washington dos veces a la semana.
—¿Por qué estamos hablando de esto, Mary? —preguntó Billy Bob, impaciente—. Tú nos convocaste. Algo debe rondarte la cabeza.
—Así es. Creo que debemos comenzar a pensar en un jefe ejecutivo que no sea Jack.
Billy Bob meneó la cabeza y frunció el ceño.
—¿Propones que le quitemos las riendas de la compañía?
—Que siga presidiendo el consejo de administración, que conserve su despacho y sus prebendas y que otra persona se ocupe de llevar el control operativo.
—«Otra persona» —dijo Ray—. O sea tú.
—Una compañía debe dirigirla alguien que se dedique única y exclusivamente a ella. Un jefe ejecutivo trabaja catorce horas diarias. Jack Lear nunca lo ha hecho, al menos desde que yo tengo relación con la LCI.
—Bueno, para destituirlo tendrás que reunir más votos que él en una reunión de accionistas.
—Cada uno de vosotros posee un cinco por ciento de las acciones —dijo ella—. Mi padre me legó un cinco por ciento y yo, sin que nadie se enterase, he conseguido hacerme con otro trece por ciento. Esas acciones no están a mi nombre, pero las controlo. Puedo votar por un dieciocho por ciento. Vosotros, por otro diez por ciento. Dick Painter aún tiene el uno por ciento que recibió al incorporarse a la compañía, y estará con nosotros. Eso hace un veintinueve por ciento, suficiente para controlar casi cualquier compañía, salvo las que tengan un propietario mayoritario y ese no es el caso.
—No olvides que Jack tiene sus propios aliados. Harrison Wolcott tenía un seis por ciento, que legó a Joni y a Linda. Joni ha comprado un dos por ciento más. Frederick, Durenberger, Morrill y Sullivan recibieron bonificaciones en forma de acciones hace mucho tiempo y siguen teniéndolas, un uno por ciento cada uno, lo cual significa que otro cuatro por ciento votará probablemente con Jack. Sally Allen tiene un dos por ciento y probablemente se considera en deuda con él. Naturalmente, Jack tiene su propio diez por ciento. ¿Has sumado todo eso?
—Pues sí, y constituye un veinticuatro por ciento, que es menos que nuestro veintinueve por ciento. Y, aparte de eso, podremos conseguir otros votos por delegación.
—Y él también y tiene un prestigio endemoniado —recordó Ray a la mujer.
—Permitidme que añada otra variable a la ecuación —dijo Mary—. Pienso que a Jack le importa un bledo la compañía y no creo que vaya a entrar en lucha. Lo único que necesitamos es echarle un hueso para salvar las apariencias. Se encogerá de hombros y se irá por su camino. Podéis contar con ello.
Billy Bob meneó la cabeza.
—Yo no daría nada por hecho, Mary —dijo—. Jack Lear no es de los que se conforman con un hueso. Él forjó la compañía, la creó de la nada. No renunciará a ella fácilmente.
Ray L’Enfant lanzó un sonoro suspiro.
—Sería el fin de una era —dijo, no sin tristeza.
—Todo llega a su fin —dijo Mary—. Lo bueno y también lo malo.