veinticinco
1952
Recién llegado de Annapolis, John estaba sentado a la mesa del comedor de la casa de la plaza Louisburg. Estudiaba a su madre disimulada pero atentamente y se sentía desolado. Kimberly tenía cuarenta y cinco años, una edad en la que una mujer podía hallarse en su mejor momento, pero ella se estaba deteriorando a ojos vista. Como él solo la veía ocasionalmente, cuando pasaba las vacaciones en casa, los cambios que advertía en ella lo dejaban muy mal impresionado.
Recordaba que, en tiempos, él se había sentido orgulloso de su madre. Recordaba la época en que Kimberly era considerada la mujer más elegante de Boston. Ahora la veía gruesa y estropeada, una caricatura de lo que en tiempos había sido. Fumaba y bebía y se maquillaba más que nunca, sin que esto último le sirviera para disimular las arrugas en torno a los ojos y las dos profundas líneas curvas que se le marcaban en las comisuras de los labios. Llevaba el pelo teñido, más oscuro de lo natural y cardado hasta la exageración. Lucía gruesas pulseras de cuentas que se le movían y no terminaban de ocultar los moratones de sus muñecas, que, según Joni, se debían a las esposas que llevaba cuando se encerraba con Dodge en el ático. Joni decía que su madre tenía también cicatrices blancas en la espalda de los latigazos. Cuando iban a la playa en Cape Cod, Kimberly ya no podía lucir maillot de baño.
Dodge llevaba bien los años. Se mostraba plácido y calmado. Era afectuoso y besaba y acariciaba a Kimberly en presencia de los hijos de ella y del servicio.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en casa este verano, John? —preguntó Dodge.
—Me temo que no mucho. Este verano me lo pasaré navegando. Recuerda que ya soy guardiamarina.
—¿Sabes ya a bordo de qué barco irás?
—Bueno, pedí que fuese en un portaaviones. Me gustaría familiarizarme con ese tipo de barco.
—¿Y por qué tiene que ser un portaaviones? —preguntó Kimberly—. ¿Sigues con la obsesión de volar?
—Bueno, mamá, más vale que lo sepas. Me he matriculado en el programa aéreo de la marina. Voy a volar.
Kimberly bufó desdeñosamente.
—Eso es una obsesión infantil. La primera vez que te subas en un avión, vomitarás. Ojalá madurases de una vez.
John miró por un momento a Joni.
—No vomitaré —dijo—. Ya sé pilotar un avión. Tengo la licencia de piloto.
—¿Y quién te la pagó…? ¡Ah, mierda! ¡Fue tu padre!
—John es un piloto muy experto —dijo Joni.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Sus instructores lo dicen. Además, he volado con él y nunca he sentido el más mínimo miedo.
Kimberly clavó la mirada en Dodge.
—Mis dos hijos —dijo, conteniendo apenas la furia—. Podría haberlos perdido a los dos. ¡Jack es un perfecto cretino!
—No, no lo es —protestó Joni.
—¿Ah, no? Bueno, pues no vas a volverlo a ver. ¡Este verano no irás a Greenwich!
—En agosto cumpliré dieciocho años, mamá. Pasaré el verano con papá… te guste… o no te guste.
—Entonces, ¿por qué no te vas de una vez? ¡Haz las maletas y vete con tu padre! ¡Ya! ¡Esta misma noche!
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John conducía el coche de Joni, el Buick descapotable que su padre le había regalado hacía un año. En el trayecto entre Boston y Greenwich, Joni le había hecho a John dos mamadas. Según le dijo a su hermano, había pasado demasiado tiempo desde la última vez que tuvo oportunidad de hacerlo y lo extrañaba terriblemente. Él admitió que también lo había echado de menos. Llegaron a Greenwich a las dos de la mañana. Habían telefoneado desde la plaza Louisburg, así que Jack y Arme estaban despiertos, esperándolos.
—Mamá ha perdido la cabeza. —Fueron las primeras palabras que John le dijo a Jack—. Por teléfono no quise decirlo porque sospechaba que estaba escuchando por un supletorio. Pero ha perdido la cabeza. Joni no puede seguir viviendo con ella.
—Bueno, si no quiere, no tiene que hacerlo —dijo Anne.
—Wellesley… —comenzó a decir Jack.
—No quiero ir a Wellesley. Estaría demasiado cerca de mamá y ella no dejaría de atosigarme.
—Pero ya te han admitido —dijo Jack—. Probablemente, ya es demasiado tarde para que te puedas meter en otra universidad.
—En ese caso, me pasaré un año trabajando.
—¿Haciendo qué?
—¡Si es necesario, trabajaré de camarera, papá!
—No debemos tratar de tomar decisiones en mitad de la noche —intervino Anne—. Podéis quedaros con nosotros el tiempo que queráis. Ya se nos ocurrirá algo. Nos vendrá bien el que estemos construyendo una casa aquí en Greenwich. Esa será nuestra residencia principal, aunque no vamos a dejar la casa de Nueva York. Así que aquí habrá sitio para vosotros, y si no, lo habrá en Nueva York. De un modo u otro, todo irá bien, Joni.
—A no ser que te vuelvas a quedar embarazada —rio Jack, dándole a su hija una palmadita en el hombro.
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1952-1953
Joni decidió que trabajaría durante un año antes de ir a la universidad. Dijo estar demasiado desorganizada para seguir un programa de estudios y quería disponer de un año para reflexionar.
La muchacha lloró desconsoladamente cuando se fue John. A Anne eso le pareció curioso, pero no alcanzó a adivinar el motivo. Trató de implicar a la muchacha en los planes para la nueva casa. Joni se manifestó muy entusiasta, pero saltaba a la vista que se sentía sumamente trastornada. Comenzó a buscar trabajo.
Encontrarlo no fue fácil. No tenía la formación necesaria para ser secretaria y, además, tampoco quería un puesto de ese tipo. Jack se ofreció a buscarle un trabajo en la compañía. «¿Y qué voy a hacer?», fue la brusca respuesta de la muchacha. Durante algún tiempo recorrió en su coche Greenwich, Stamford y White Plains, respondiendo a los anuncios de trabajo que publicaba la prensa local. En agosto, cuando cumplió los dieciocho, se fue a Nueva York y se instaló en la casa de su padre. Solo iba a Greenwich los fines de semana. Jack le pasaba un dinero todos los meses, pero a ella le resultaba incómodo aceptarlo.
Al fin, en octubre, la muchacha anunció a Jack y Anne que tenía un trabajo y les preguntó si podía seguir viviendo indefinidamente en la casa de Nueva York. Le dijeron que sí y le preguntaron qué trabajo tenía. De modelo, respondió ella. Para los almacenes Macy’s. La fotografiarían llevando las ropas que la tienda deseaba anunciar en el New York Times y en otros periódicos.
Al cabo de poco tiempo, Jack y Anne comenzaron a ver a Joni en los anuncios del Times. La joven estuvo un tiempo posando con vestidos y abrigos, luego comenzó a aparecer en sujetador y bragas.
Poco antes de Navidad llegó un telegrama procedente de Boston.
PROFUNDAMENTE HUMILLADA POR LAS FOTOS DEL TIMES DE JONI EN ROPA INTERIOR PUNTO SUPONGO QUE TE SENTIRÁS MUY SATISFECHO DE HABER CONVERTIDO A NUESTRA HIJA EN UNA PUTA Y QUE ELLA SE SENTIRÁ MUY FELIZ SIÉNDOLO PUNTO
SEÑORA DE DODGE HALLOWELL
Jack y Anne no enseñaron a Joni el telegrama. No les hizo falta. Joni también había recibido el suyo.
HAS HUMILLADO TERRIBLEMENTE A TUS ABUELOS ASÍ COMO A DODGE Y A MÍ AL APARECER PRÁCTICAMENTE DESNUDA EN LOS PERIÓDICOS PUNTO TE RECOMIENDO QUE NO VUELVAS A VENIR POR ESTA CIUDAD PUNTO
SEÑORA DE DODGE HALLOWELL
Joni no enseñó el telegrama a Jack y a Anne. La joven contestó a su madre con el siguiente telegrama:
VETE AL INFIERNO PUNTO
JONI
El telegrama de su madre solo sirvió para reafirmar a Joni en el propósito de alcanzar el éxito en el trabajo que había elegido. Cuando llegó el momento de matricularse en la universidad, no lo hizo. En vez de ello, se preparó un álbum de fotos y comenzó a visitar agencias de modelos.
En abril de 1953 fue admitida en la agencia Rodman-Hubbel. A partir de entonces, sus trabajos se hicieron más variados y sus fotos aparecieron en revistas de categoría en vez de en los anuncios de grandes almacenes que se publicaban en los diarios.
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Octubre de 1953
Jack y Anne tenían dos hijos: Little Jack, de seis años, y Anne Elizabeth, de cuatro. Jack tenía cuarenta y siete años y Anne cuarenta. Hablaron de tener más hijos y decidieron que no.
En primavera, Anne fue a su ginecólogo para que le pusiera un diafragma. A ella le resultó incómodo y Jack lo notaba cuando la penetraba y no le hacía gracia. En vez del diafragma utilizaron condones, pero a ambos les molestaba notar la goma entre ellos.
Una noche, acostados en la casa de Manhattan, a la que habían ido tras una cena de etiqueta en honor de Curt Frederick, hablaron de lo que ya habían llegado a considerar como un problema.
—Te quiero tanto, Jack —le susurró Anne, en la cama junto a él—. Quiero hacer el amor contigo todo el tiempo. Yo… he estado pensando que tal vez debería hacerme una ligadura de trompas. Es una operación sin importancia y…
—Se me ocurre una idea mejor —dijo él—. La operación a la que yo me puedo someter es mucho más sencilla.
—¡Pero cariño…!
—Es mucho más sencilla. No resulta dolorosa. Y en lo que respecta a sentir, no cambia nada. Curt se la hizo cuando tenía cincuenta años y Betsy cuarenta y siete. Según él, no se nota la más mínima diferencia. Se lo pasa tan bien como siempre.
—¿No te daría la sensación de que…? No sé cómo decirlo.
—¿De que soy menos hombre? Al revés, me sentiría más hombre por haber hecho algo… responsable. ¿Por qué tendrías que pasar por el quirófano cuando yo puedo hacerme lo mío en una simple sala de curas?
Diez días más tarde, Jack se sometió a una vasectomía en la consulta de un cirujano. La cosa no fue indolora, pero tampoco constituyó una operación de envergadura. La incomodidad desapareció antes de una semana.
En tres ocasiones, Anne utilizó el método manual para hacer que su esposo eyaculara en un vaso y lo acompañó cuando Jack llevó la muestra a un laboratorio, donde sería examinada bajo el microscopio. A la tercera vez, el laboratorio no encontró células de esperma en su semen.
Él y Anne hicieron el amor con una nueva libertad. Ella se le ofreció más libremente, como si deseara compensarlo por haberse sometido a la operación. Anne nunca le había negado nada, pero ahora lo acogió con renovado fervor.
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El doctor Loewenstein había estado en lo cierto. No todas las emisoras de televisión tenían que ser entidades separadas. Una estación podía conectarse por cable con emisoras satélite. Y, más aún, se podían insertar anuncios locales en las pausas de un programa. Durante los intervalos publicitarios de una película de la Carlton House, los comerciantes locales podían anunciar sus productos y servicios.
A finales de 1953, la Lear Communications Incorporated comenzó a transmitir la señal de sus principales emisoras a las estaciones satélite por medio de transmisores de microondas. Un transmisor de microondas solo enviaba su señal en línea recta y no llegaba más allá del horizonte. Aun así, repetidores de microondas estratégicamente situados podían abarcar con su señal un radio de cuarenta o cincuenta kilómetros. Una serie de repetidores podían enviar el programa de una emisora principal a una serie de estaciones satélite, a una fracción del costo del alquiler de líneas telefónicas.
Las concesiones de frecuencia eran otro problema. Los canales de VHF asequibles no eran más que doce y estaban enormemente disputados. Durante algún tiempo se hizo caso omiso de los setenta canales de UHF. Las emisoras de televisión independientes y públicas los usaron. Lo mismo hizo la LCI.
En muchas zonas, sobre todo rurales, la gente podía ver a Milton Berle en su «Show de shows» por el VHF, pero solo conocían de oídas el interesante y picante «El show de Sally Allen». Querían verlo. Compraron aparatos provistos de UHF y colocaron las pequeñas antenas adicionales necesarias para captar las estaciones que emitían en UHF.
Hacia finales de 1953, la Lear NetWork Incorporated comenzó a ser llamada la cuarta cadena. Este fue un nombre que Jack nunca utilizó, pero se sentía muy satisfecho de los resultados de su incursión en la televisión.
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Durante el otoño de 1953, Jack y Anne regresaron a Londres. Pasaron una semana yendo al teatro y de compras y luego se dirigieron a Weldon Abbey para efectuar una visita de tres días. Llevaban regalos y también fotos de la casa que se estaban construyendo en Connecticut. La condesa las colocó en el dormitorio en el que habían pasado la noche de bodas.
En la chimenea ardía un gran fuego de leños que esta vez sí lograba calentar la habitación.
—Aquella noche, la chimenea no nos sirvió de mucho, ¿verdad? —comentó Jack—. Nos habían calentado la cama, pero la habitación era una auténtica nevera.
—Yo había pensado ponerme el negligé blanco —dijo Anne—. ¿Lo recuerdas? Lo compré para nuestra noche de bodas. Pero esta habitación estaba tan fría que no nos atrevimos a salir de debajo de las mantas.
—So pena de congelación —bromeó él.
Anne sonrió.
—De todas maneras, fue una noche fantástica, ¿verdad? La cama estaba caliente, pero aunque no lo hubiera estado, tú me habrías hecho entrar en calor.
—No te pudiste poner el negligé hasta que llegamos a Mallorca. Ojalá lo tuviéramos ahora.
—Lo tenemos —dijo ella con burlona sonrisa—. Me lo he traído. Dame un minuto y me lo pongo.
El negligé blanco consistía en una falda transparente plisada y un pequeño corpiño de encaje que le llegaba por debajo de los pechos, dejando estos al descubierto. Estaba sostenido por finas tiras de seda que le pasaban por debajo de las axilas y por encima de los hombros. Anne lo paseó para su marido, como había hecho en Mallorca. Los pliegues se agitaban a cada paso, dejando ver atisbos de todo lo que cubría la falda.
Anne se sentó en el sofá del siglo XVIII que había frente a la chimenea. Mientras Jack se quitaba la ropa y se ponía un quimono negro que le llegaba por las rodillas, ella sirvió coñac en dos copas. Su marido se sentó junto a ella y, antes de dar el primer trago de brandy, él la besó, primero en la boca y luego en los pezones. Luego se humedeció la lengua con coñac y transfirió unas gotas a los labios de su esposa y una gota a cada pezón, donde sabía que le produciría un leve escozor.
Anne se humedeció la lengua en el brandy y transfirió unas gotas a la punta del pene de Jack.
Los dos se echaron a reír.
—¿Seré alguna vez capaz de demostrarte lo muchísimo que te quiero? —preguntó él.
—Quizá con palabras no —contestó ella—. De todas maneras, no te hace falta demostrarlo. Lo sé. Lo noto.
Se metieron en la cama. En un aspecto, Anne era una mujer que no se parecía a ninguna de las que él había conocido. Siempre estaba húmeda. A veces, con otras, había tenido que usar saliva o incluso vaselina para penetrarlas con suavidad. Con Anne jamás le ocurrió. Ella se humedecía en cuanto él comenzaba a besarla. Penetrarla jamás le había resultado difícil, ella estaba lista y lubrificada en cuanto Jack se le acercaba.
La única dificultad sexual que experimentaban era de muy poca monta. Pese a lo bien dotado que estaba, a Jack parecía resultarle imposible penetrar a Anne hasta el fondo. Ella podía darse por satisfecha sin una penetración profunda, pero le encantaba sentir a su marido tan adentro como pudiera alcanzar. Conseguían la máxima penetración cuando él permanecía boca arriba y ella lo montaba. Anne separaba las piernas al máximo y se empalaba en el pene de su marido. En broma, solía decir:
—¡Oh, cariño! ¡Te noto en la campanilla!
Mientras lo montaba a horcajadas, Anne murmuró:
—No te pusiste así en nuestra noche de bodas, con el maldito frío y los condenados edredones. —Comenzó a cabalgarlo—. ¡Hmmm!
Él alzó la vista y la estudió de cerca. Anne mantenía la barbilla alta y los ojos cerrados y se mordía el labio inferior. Mientras subía y bajaba, gruñía y en ocasiones gemía, metiéndose el miembro de Jack hasta el fondo. Los pechos se le movían y su grácil cuerpo comenzó a perlarse de sudor. ¿Quién podría haber supuesto algo así de la digna y aristocrática condesa de Weldon? Nadie, se dijo Jack.
Aparte de sus otras múltiples virtudes, Anne era un animal carnal.
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En los mismos momentos en que su padre y su madrastra estaban reconstruyendo su noche de bodas en la Inglaterra rural, el exultante guardiamarina John Lear estaba pasando por una de las experiencias más memorables de su vida. Tenso pero alerta, se hallaba al timón del venerable portaaviones Essex. En California eran las cuatro de la tarde y el Essex surcaba las aguas frente a San Diego, lanzando y recuperando reactores Panther F9F. Mientras los pilotos hacían prácticas de vuelo desde un portaaviones, los guardiamarinas estaban teniendo su primera experiencia en el mar.
Pendiente de la brújula para que el enorme barco no se saliera de su rumbo, John no podía observar las operaciones aéreas, aunque estas eran lo que más le interesaba. Los reactores salían lanzados por las catapultas de vapor. Regresar a la cubierta de aterrizaje exigía de cada piloto el máximo de pericia y sangre fría. Sin duda, se trataba de la forma de vuelo más difícil.
El viento estaba cambiando.
—Ponga el barco en un rumbo de doscientos ochenta y cinco grados.
—Doscientos ochenta y cinco grados, sí, señor.
John hizo girar el volante.
—Con girar el timón veinte grados a estribor será suficiente —murmuró el timonel—. Luego diez a babor cuando el barco se haya salido cinco grados de su curso para detener el giro.
Observando cómo la brújula giraba y notando cómo el inmenso barco obedecía los movimientos del timón, John tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar de euforia.
Su turno al timón solo duró media hora, pero John era consciente de que jamás olvidaría aquella experiencia. Al salir del puente de mando pudo remolonear unos momentos en un punto de observación privilegiado, desde donde podía ver las operaciones de la cubierta de vuelos. No le cabía la menor duda de que dentro de tres años, él estaría despegando y aterrizando en un portaaviones.