dieciocho
1946

Aunque Anne no conocía Estados Unidos, deseaba residir en Nueva York. Jack estuvo de acuerdo. El último lugar donde él deseaba vivir era Boston. Alquilaron una vieja casa en la calle Cincuenta y Cinco Este y unas oficinas para él en el edificio Chrysler.

Mickey Sullivan estaba con él cuando uno de los agentes del arrendador le preguntó a Jack si podía aportar referencias en cuanto a crédito.

—Desde luego —dijo Jack—. Pueden ustedes preguntarle al señor Harrison Wolcott, presidente de la Kettering Arms Incorporated. —Luego miró a Mickey y, con una leve sonrisa, añadió—: Y a Dodge Hallowell, presidente del Boston Common Trust. —Mickey se las vio y se las deseó para no reír.

A Jack no le hizo falta buscar padrino para entrar en un club. Como ex alumno de Harvard, en el club de esa universidad le dieron la bienvenida.

Los programas de Curt se realizarían ahora en un estudio del edificio Chrysler y serían retransmitidos por línea telefónica a las estaciones de la LNI. Curt y Betsy también se mudaron a Nueva York.

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En abril, Anne voló a Londres y desde allí viajó a Berlín. En ambas ciudades, infinidad de hermosas residencias habían sido hechas pedazos por las bombas, pero gran cantidad de espléndidos muebles, objetos de plata e incluso vajillas habían sobrevivido y estaban a la venta. Anne gastó mucho de su dinero y parte del de Jack, sin suponer que su esposo andaba justo de fondos. La mujer envió treinta embalajes llenos de tesoros a Nueva York. Pocos de ellos llegaron antes del otoño, pero cuando lo hicieron y fueron desembalados, la casa de los Lear en la calle Cincuenta y Cinco se convirtió en un espléndido escaparate para sus propietarios.

Los muebles que Anne había enviado a Nueva York eran espléndidas piezas del siglo XVIII, pero no se trataba de piezas de museo, sino de cosas para ser usadas.

—La mayor parte de las piezas proceden de Berlín —explicó la mujer a Jack mientras ambos desembalaban las compras y las distribuían por las habitaciones—. Las compré a precio de ganga. Si te bombardean la casa, salvas lo que puedes y luego lo vendes para comprar comida.

—¿Y no te dan pena los propietarios de estos objetos? —preguntó Jack.

—No me inspiran la más mínima lástima. Ellos empezaron una guerra y la perdieron. Basil y Cecily no fueron más que dos de las muchas maravillosas personas inocentes que murieron por culpa de ellos. Si sus tesoros caen en manos de los vencedores, peor para ellos. Lamento haber tenido que comprarlos. De haber podido, los habría robado.

No toda la casa podía ser amueblada con antigüedades del siglo XVIII. La biblioteca y el dormitorio principal eran dos de las principales excepciones.

Además, mientras Anne estaba en Europa, Jack había contratado los servicios de una firma de fontaneros para que sustituyeran por otras más modernas las tuberías y la grifería de los cuatro cuartos de baño. No le fue posible encontrar una plataforma de ducha de mármol ni una ducha de agujas, pero hizo instalar una plataforma de baldosas lo bastante grande para que dos personas pudieran ducharse juntas.

Antes de salir hacia Europa, Anne le había pedido a Jack que consiguiese una criada; confiaba en su elección. Jack contrató a una negra de treinta años llamada Priscilla Willoughby, que había trabajado para Tallulah Bankhead hasta que las extravagancias de la actriz fueron demasiado para ella.

La mujer tenía excelentes referencias, incluidas unas firmadas por la excéntrica Tallulah.

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Llegado diciembre, los Lear se consideraron suficientemente bien establecidos en su nueva casa para dar una fiesta.

Mandaron invitaciones para una cena que se celebraría en la noche del viernes 13 de diciembre. Se trataría de una pequeña fiesta, nada excesivo, un ensayo general para el gran banquete que tendría lugar en un futuro próximo.

La lista de invitados se limitó a viejos amigos y colegas de negocios: Herb Morrill y su esposa Esther; Mickey Sullivan y su esposa Catherine; Curt y Betsy Frederick, y Cap Durenberger y su novia. A Anne le pareció que esa sería una buena oportunidad para conocer a la familia de Jack. Este no se mostró muy partidario de semejante idea, pero ella insistió. Las invitaciones fueron enviadas y el martes anterior a la fiesta llegó un telegrama de Los Ángeles anunciando que Erich Lear, una amiga y Robert y su esposa se sentirían muy satisfechos y honrados de asistir a la inauguración de la casa de Jack.

Los Lear llegaron y se alojaron en el Waldorf pocas horas antes de la cena, de modo que Jack no pudo presentárselos a su nueva esposa antes de que llegara el resto de los invitados.

—Lo único que puedo decirte, cariño, es que ya te lo advertí. Espero que después de conocer a mi familia sigas queriéndome.

Los invitados comenzaron a llegar al cabo de menos de media hora. Anne le dio un beso a su marido y le enderezó la corbata.

Jack llevaba un smoking de chaqueta sencilla que había llegado sin previo aviso y sin previa petición del taller del sastre de Savile Row, lo mismo que una chaqueta de tweed y dos pares de pantalones. Curt le había explicado a Jack que el sastre consideraba que era su obligación cerciorarse de que aquel caballero estuviera debidamente ataviado en todas las ocasiones. Desde luego, había ayudado a Jack a escribir una carta al sastre, explicándole que no era su propósito montar, cazar ni pescar y que no necesitaría ropas para tales actividades, así como que no acudiría a Inglaterra para las carreras de Ascot y que tampoco se proponía cazar en las tierras altas de Escocia. Curt indicó también que sería inútil solicitar del sastre una factura, ya que el hombre, como había hecho durante la estancia de Jack en Inglaterra, presentaría su cuenta a final de año. Curt aconsejó igualmente a su jefe y amigo que visitara el taller del sastre cada vez que pasase por Londres, de modo que este tuviera siempre sus medidas exactas.

Anne y Jack salieron del dormitorio y echaron un vistazo a la sala y al comedor. Todo estaba listo. Priscilla, que llevaba un uniforme negro y delantal y cofia blancos, recogió del suelo una hoja que se había caído de un tiesto de crisantemos dorados. Como solo serían doce a la mesa, la doncella le había sugerido a Anne que no hacía falta que contratase a un mayordomo para la noche. La cocinera se ocuparía de todo en la cocina y Priscilla atendería el comedor. A esas alturas, Anne tenía la certeza de que la criada podía ocuparse de todo a la perfección.

Curt y Betsy fueron los primeros en llegar.

Anne los esperó en la sala, ante la chimenea. Tras ella, un inmenso espejo semioculto por grandes cortinajes colgaba sobre la repisa. La mujer vestía falda larga de tafetán rosa y suéter negro de cachemir con un amplio escote que le permitía lucir la esmeralda Arthur en su montura de diamantes y oro blanco.

Jack recibió a Curt y a Betsy en el vestíbulo.

—Anne tiene un aspecto… regio, Jack —comentó Curt.

—Me siento muy orgulloso de ella —se limitó a decir Jack.

—¡Dios mío, menuda esmeralda! —exclamó Betsy cuando estrechó la mano de Anne.

—Es la única pieza significativa de la colección de la familia Weldon que he traído conmigo —explicó Anne—. Se trata de un préstamo, por así decirlo. Tengo que devolverla. El rey Jorge III le regaló esta esmeralda a Arthur, el quinto conde de Weldon, que le había prestado su apoyo en no sé qué disputa política. El octavo conde encargó su actual montura con los diamantes.

Jack señaló con un movimiento de cabeza hacia la voluptuosa adolescente desnuda que colgaba de la pared a la derecha de la chimenea.

—No creáis que los condes de Weldon son mezquinos por desear que se les devuelva la esmeralda. Ese cuadro es un Boucher, nos lo regalaron por nuestra boda.

—Nunca había visto un Durero como ese —dijo Betsy, señalando un boceto enmarcado.

Anne explicó:

—A Alberto Durero no le gustaba ir al médico, así que hacía bocetos de sí mismo desnudo, como ese, señalando el lugar en que le dolía, con la esperanza de que el doctor pudiera hacer de ese modo su diagnóstico.

—Esa pintura sobre madera de ahí, la de la Anunciación, es un fragmento de un tríptico pintado por Grünewald —explicó Jack—. Anne se dedicó a saquear Europa.

—Solo saqueé Berlín —dijo Anne con aviesa sonrisa.

Llegaron los Morrill y los Sullivan. Luego hicieron su aparición los Lear de California.

A los sesenta y un años, Erich estaba totalmente calvo y bastante más grueso que la última vez que Jack lo había visto.

Llegó acompañado por una muchacha de diecinueve años, de flameante cabello rojo, grandes ojos azules y boca pintada de rojo.

—Jack —dijo Erich—, te presento a una muchacha que tiene un gran futuro en el cine. La señorita Barbara Tracy.

Barbara Tracy vestía un ceñidísimo vestido negro tachonado de lentejuelas. A Jack le dio la sensación de que la chica se sentía incómoda, aunque no logró adivinar a qué se debía tal incomodidad.

Erich miró hacia el salón y vio a Anne.

—¡Vaya por Dios! Parece que, al menos para algo, tienes un gran talento, Jack. ¡Y encima es condesa!

—Es muy hermosa —dijo Dorothy Lear, la desgarbada cuñada de Jack. Como a Eleanor Roosevelt, le ocurría que no carecía de atractivo, pero daba la sensación de que la ropa se la elegía el enemigo. Lamentablemente, Dorothy carecía por completo de la arrolladora personalidad de la señora Roosevelt.

—Vaya, ¿es un árbol de Navidad lo que estoy viendo? —preguntó Bob—. Y, además, una menorah[7]. Realmente tenemos una mentalidad de lo más abierta.

—Somos eclécticos —dijo Jack.

Anne acogió a sus parientes políticos con experta cordialidad. Si Erich esperaba detectar algún indicio de aprobación, desaprobación o sorpresa quedó defraudado.

—¿Cómo debo llamarla? —preguntó Erich con una sonrisa ligeramente sardónica—, ¿señoría?

—¿Por qué no prueba a llamarme Anne, señor Lear?

Erich sonrió y estrechó con más fuerza la mano de la mujer.

—¡Va a ser usted una gran norteamericana!

—Con el debido respeto, señor, eso es algo que trataré de evitar.

—Claro. Muy bien. Jack no se convirtió en inglés por pasar un tiempo en Inglaterra y usted no se va a convertir en norteamericana.

—Exactamente.

Erich asintió con la cabeza.

—Yo… bueno, la verdad es que nunca había visto una casa decorada con tanta elegancia.

—No es algo que cuadre con todos los gustos, pero sí con el nuestro —dijo Anne.

—Espero que vaya usted pronto a California y conozca el estilo californiano, que tampoco cuadra con todos los gustos.

—Estoy segura de que me encantará, señor Lear.

—Espero que así sea. Todo el mundo me llama Erich. ¿Por qué no hace usted lo mismo?

Anne asintió con la cabeza.

—Erich, me alegro de que al fin nos hayamos conocido.

Un poco más tarde, Jack habló con su padre.

—Menudo bombón te has traído —comentó Jack algo seco.

—No te confundas —dijo Erich—. Lo que ves es puro talento. Esa chica vale muchísimo. Tiene talento natural.

—¿Y también es pelirroja natural? —preguntó Jack con una sonrisa.

Erich se echó a reír.

—¡No es pelirroja!

—¿Bob la tiene contratada?

Erich señaló a Barbara Tracy.

—Si. Yo me las cepillo, él las contrata. Es una obligación familiar. Quizá incluso le dé trabajo en alguna película.

Durante la cena, Curt se sentó junto a Erich.

—¿Cuántas emisoras de radio posee mi hijo? —preguntó Erich a Curt.

—Le resultará difícil creerlo, señor Lear, pero no estoy seguro. Soy periodista y comentarista. Mickey y Herb lo saben. Supongo que la LNI tiene en estos momentos doce emisoras. Creo que tal vez compremos otra en enero y otra más un mes después.

—Jack es un pirata corporativo agresivísimo —dijo Erich con voz grave—. Sé lo que ocurrió con la emisora de Richmond. Jack se dirigió a los accionistas. Sus acciones se cotizaban a 15,25 dólares cada una. Él ofreció 17. Los directores encontraron a otro inversor que estaba dispuesto a pagar 17,25. Jack insistió en los 17 y envió cartas a todos los accionistas. Les dijo que, aunque sus acciones no valían siquiera los 15,25, él había ofrecido 17 porque estaba seguro de que podía lograr que la emisora fuese más rentable y que ellos recibieran dividendos más altos. Cuando los accionistas se reunieron, Jack tenía ya en su poder el 38 por ciento de la empresa. Los propietarios del 14 por ciento votaron por él y Jack se puso al frente de la emisora. Despidió a todos los ejecutivos de la casa como advertencia a cuantos pudieran pensar en oponérsele. ¡Incluso despidió a las puñeteras secretarias! Puso en la calle a dos locutores porque no le gustaban sus voces. Anunció que los acentos sureños eran inaceptables; la emisora debía de sonar como cualquier estación de Washington, Filadelfia o incluso Boston. El congresista local se había estado beneficiando de anuncios políticos gratuitos. Jack le dijo que eso era ilegal y que a partir de ese momento debería pagar su publicidad. El congresista le dijo a Jack que se vería en aprietos con la Comisión Federal de Comunicaciones. Jack lo mandó a paseo. En las elecciones de 1946, el congresista obtuvo menos de setecientos votos. Ahora ya no podrá crearle problemas a nadie. Jack es un digno hijo de su padre.

—Eso me han comentado —dijo Curt sin comprometerse.

—La verdad es que Jack nunca aprendió nada de mí —dijo Erich, a quien comenzaban a notársele las copas que había bebido—. Jamás me hizo caso, nunca pensó que yo supiera algo que a él pudiera servirle. Pero adivine usted qué ocurrió. ¡Lo lleva en la sangre! Es un cabrón tan grande como yo.

—Con un estilo algo distinto, supongo que lo reconocerá.

—Sí, pero el estilo no cuenta. Lo que cuenta son los resultados y mi hijo sabe obtenerlos.

Después de la cena, Barbara Tracy, la pelirroja, habló con Betsy Frederick.

—Erich me ha comentado que Anne es la segunda esposa de Jack y que la primera era tan bella y elegante como esta. Erich dice que la primera esposa… ¿cómo se llamaba?

—Kimberly.

—Erich dice que no le caía bien a Kimberly.

—Creo que la antipatía era mutua —dijo Betsy.

—Me daba la sensación de que padre e hijo estaban enemistados, pero parece que se llevan muy bien.

—El uno mataría con placer al otro —dijo Betsy con mordacidad y una tenue sonrisa en los labios.

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En París, Anne había encontrado dos espléndidos grabados de Mario Tauzin que, aparentemente, pertenecían a una colección y habían sido expertamente enmarcados. Eran diestros dibujos de un chico y una chica adolescentes inocentemente desnudos. En uno de ellos, la muchacha sonreía perezosamente mientras permitía que el muchacho la explorase en la abierta entrepierna con un dedo. En el otro dibujo, el muchacho sonreía mientras ella le cogía el miembro con una mano y los testículos con la otra. Anne había comprado los grabados para el dormitorio, de cuyas paredes colgaban ahora.

Ella y Jack se ducharon juntos y ahora charlaban tumbados en la cama.

—No me gusta decir cosas negativas de Basil —dijo Anne—, pero lo cierto es que no valoraba cosas como los Tauzin. Era un hombre de gustos muy sencillos y ni siquiera habría sabido apreciar algo como esto.

La mujer se refería a lo que ella estaba haciendo: acariciando suavemente el pene de Jack con sus largos y esbeltos dedos.

—Los ingleses poseen muchas cualidades admirables —dijo Jack—. Son espléndidos soldados, pero no espléndidos cocineros ni amantes. Por otra parte, las chicas inglesas…

—¡Sinvergüenza! —Rio Anne. Luego se echó hacia delante y le lamió el glande con la punta de la lengua. Parecía como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza que pudiera hacer algo más y él había decidido dejarla a su aire. Cuando se le ocurriese ya lo haría.

Anne se tumbó de espaldas y abrió las piernas. Se llevó las manos a la ingle y abrió los delicados pliegues de la vulva. Meneó las caderas y sonrió mientras él miraba con fijeza la flor de su feminidad.

Ninguna mujer había hecho eso para Jack. Aquella noche, por primera vez, él se inclinó hacia delante y besó lo que ella le mostraba. No pudo resistir la tentación. Tocó con la punta de la lengua los pliegues y luego el minúsculo clítoris. Ella lanzó un gemido.

—¡Tómame, Jack! ¡Tómame! Te deseo. ¡No! Nada de gomas. ¡Encarguemos un niño! ¡Ya va siendo hora de que lo hagamos!