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1940

El 17 de diciembre de 1939, el averiado acorazado alemán Graf Spee se hallaba anclado en la bahía de Montevideo. Lo habían perseguido hasta allí varios cruceros británicos, que lo aguardaban frente a la costa. El gobierno uruguayo notificó al capitán alemán que si no sacaba el barco de esas aguas neutrales en las cuarenta y ocho horas que señalaba la ley internacional, las baterías costeras uruguayas abrirían fuego.

El mundo entero estaba pendiente de la decisión que tomaría el capitán alemán. Previendo una espectacular batalla naval, grandes masas de público se congregaron en el litoral de Montevideo. Quiso la suerte que allí se hallase un comentarista de radio norteamericano que logró retransmitir en vivo el drama que estaba teniendo lugar.

Llegado el momento, el capitán Lansdorff optó por hundir su barco. El comentarista narró con voz entrecortada el apasionante drama para la audiencia norteamericana. Jack y Kimberly Lear estuvieron entre los millones de norteamericanos que escucharon el relato con apasionado interés.

Hasta que oyó aquella retransmisión, Jack no había sido partidario de mandar a Curtis Frederick a Europa como corresponsal. Le parecía que unos cuantos viajes ocasionales serían suficientes. Dándose cuenta al fin de la enormidad del impacto de las retransmisiones en vivo de acontecimientos dramáticos, autorizó a Curt a montar una oficina de prensa en París y a ir desde ella hasta lo que se esperaba que fuese el frente de guerra, la línea Maginot, para emitir en directo sus impresiones personales con la mayor frecuencia posible.

Curt llegó a París en febrero, justo a tiempo de cubrir lo que no tardaría en llamarse «la guerra de pacotilla» o «el Sitzkrieg». La auténtica guerra estaba en los campos de Noruega y en el frente ruso-finlandés. La única historia un poco dramática que le fue posible retransmitir fue la entrevista entre Hitler y Mussolini en Brenner, el 18 de marzo.

Dado que París no se hallaba en peligro, Curt le pidió a Betsy que se reuniera con él y ambos se instalaron en un piso de la rue Saint Ferdinand.

La pareja estaba disfrutando de un romántico idilio cuando Jack ordenó a Curt que volviera a casa. A la Lear Broadcasting le resultaba excesivamente caro mantenerlo en París, teniendo en cuenta sobre todo el poco interés de las historias que hasta el momento había cubierto.

El lunes 6 de mayo de 1940, Jack tomó en Nueva York el Clipper de la Pan Am para volar hasta Lisboa. Kimberly había insistido en ir con él, pero Jack le dijo que solo estaría en París cuarenta y ocho horas y que no haría más que trabajar. Ella se conformó, aunque diciendo que no toleraría que hiciera un segundo viaje a París sin ella. La próxima vez que fuese, debía arreglarlo para quedarse al menos dos semanas.

Jack llegó a París el jueves 9 de mayo. Curt fue a recibirlo en la estación y lo llevó al Royal Monceau, un enorme y clásico hotel situado a poca distancia del Arco de Triunfo. Este se alzaba, inmenso, por encima de los tejados y las copas de los árboles y era claramente visible desde las ventanas de la habitación de Jack.

Era la primera vez que Jack visitaba Europa. Curt le aseguró que París nunca había sido más encantador y que la primavera era la mejor época para ver la ciudad. Llevaba varias semanas sin llover y el cielo era azul y despejado. Los jardines estaban en flor. Mientras iban en taxi desde la estación hasta el hotel, Jack observó a los parisienses —muchas mujeres eran elegantes, tenían largas piernas y llevaban alegres vestidos primaverales—, disfrutando de la vida en las famosas terrazas de los cafés. Aunque también había hombres y mujeres de uniforme, París no parecía en absoluto la capital de un país en guerra.

—Bueno, Jack —dijo Curt, sentado en el gabinete de la suite de Jack—. Me enviaste un telegrama en el que decías que te gustaría ir al Folies-Bergère como a todos los norteamericanos. Pero resulta que la duquesa de Windsor cenará esta noche en el Ritz. ¿Prefieres verla a ella?

—¿Estará la duquesa igual de desnuda que las coristas? —preguntó Jack con burlona sonrisa.

Curt se echó a reír.

—Entonces decidido. Y luego cenaremos.

—Con Betsy, naturalmente.

Los tres fueron al Folies. A Jack le encantó el espectáculo. Kimberly lo había acostumbrado a pensar en sí mismo como en un hombre sofisticado —ella, probablemente, habría insistido en ir a la ópera—, pero Jack no lo era tanto como para no disfrutar de la música y de los desnudos del escenario del Folies.

Cenaron en un restaurante ruso próximo al hotel. También allí había espectáculo, con música de balalaica, bailes cosacos y danzas del sable. El local era tan ruidoso que a Jack le resultó difícil hablar. Se preguntó si Curt habría escogido aquel lugar precisamente porque sería difícil hablar. Cuando Curt fue al servicio de caballeros, Betsy tomó la mano de Jack y le dijo que era feliz, pero que echaba de menos los viejos tiempos.

Fueron caminando hasta el hotel. Era París después de la medianoche. Como Nueva York, la Ciudad de la Luz nunca dormía. Por un momento, Jack lamentó no haber llevado a Kimberly consigo. Sin embargo…

—Curt… ¿crees que realmente habrá guerra? —preguntó.

—Te aseguro que habrá guerra. Estoy tan seguro de ello que el mes que viene enviaré a Betsy a casa.

Jack separó los brazos, como para abarcar la animación y las risas de la calle.

—No todo el mundo lo cree.

—Sé para qué has venido a París —dijo Curt sombríamente—. Por otra parte, ¿deberíamos haber mandado corresponsales a Helsinki o a Oslo? Lo que se nos ha escapado han sido las atracciones secundarias. El espectáculo principal aún está por empezar.

—No puedo permitirme tener un corresponsal en París, otro en Berlín, otro en Londres y otro en Roma. Tú no eres el problema, Curt. ¡Pero tenemos que encontrar la puñetera guerra!

—Hoy los franceses han remodelado su gobierno. París es la ciudad clave. Puede sufrir bombardeos, como los sufrió Madrid. Eso es lo que más temo y por eso Betsy va a volver a Boston. ¡Imagínate Notre Dame bombardeada! ¡O el Louvre! ¡O la torre Eiffel convertida en un amasijo de chatarra! ¡Aquí habrá tema para grandes reportajes, Jack!

—La cuestión es cuánto tiempo podemos aguardar a que la cosa empiece —dijo Jack preocupado.

—Mañana hablaremos. Te llevaré a la línea Maginot. El mundo nunca había visto nada parecido. ¿Trajiste cámara de fotos?

Mientras caminaba por el suelo de mármol del vestíbulo del Royal Monceau, Jack se fijó en tres mujeres sentadas en unos sillones cerca de los ascensores. Incluso él, un norteamericano en su primera visita a París, adivinaba que eran prostitutas esperando que las llamasen de alguna habitación. Tras echarles un vistazo, decidió que una de ellas, una mujer de aspecto un poco decadente que no debía de tener más de treinta y cinco años, podría hacerle probar las legendarias delicias que solo una prostituta parisiense era capaz de ofrecer. Las otras prostitutas eran más jóvenes y atractivas, pero a él le dio la sensación de que solo con aquella mujer, conspicuamente experimentada, podría sentir algo especial.

La prostituta se presentó como Angélique y lo dijo con una sonrisa ligeramente irónica, como admitiendo que ese no era su verdadero nombre y que, desde luego, no era el más adecuado para ella. Con las tetas caídas, los pezones agrandados, estrías en el estómago y el coño afeitado, la mujer era justo lo que él se había imaginado.

Y, también como había esperado, aprendió varias cosas de ella. Lo primero que notaron era que el francés de él y el inglés de ella eran igualmente rudimentarios. Tumbados en la cama, ella le dio algunas lecciones de francés.

Él le tocó una teta y le preguntó cómo se decía pezón en francés.

Le mot propre ou le mot vulgaire, monsieur? —le preguntó ella con su gutural acento parisiense. ¿La palabra correcta o la palabra vulgar, señor?

Él se echó a reír y respondió:

Oh, le mot vulgaire, mademoiselle, s’il vous plaît!

Ella le enseñó cómo se decía en argot parisiense polla, cojones, coño, tetas, culo, joder, mamar y lo que ella llamaba la manière grecque, el estilo griego, follársela por el culo, algo de lo que también le enseñó a disfrutar.

Angélique era una francesa vulgar y descarada. En Estados Unidos, Jack no hubiera querido saber nada de ella porque, simplemente, necesitaba un baño. Tras la primera penetración, por detrás, él sugirió que se metieran juntos en la bañera y ella se echó a reír. Luego le dijo que le pagaría para que se quedase toda la noche. Después de eso, ella estuvo dispuesta a cualquier cosa, incluso a tomar un baño.

Se pusieron de acuerdo en un generoso precio y ella permaneció toda la noche despierta.

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A la mañana siguiente, el sonido del timbre del teléfono despertó a Jack.

Curt, que no lograba controlar la voz, le anunció entrecortadamente:

—¡Los alemanes han lanzado un ataque masivo! A las ocho y media estaré en tu hotel.

Angélique detectó el tono apremiante de la conversación telefónica.

Les Boches —dijo Jack a la mujer. Ella asintió con la cabeza, se vistió rápidamente y se fue.

Jack ordenó que subieran a la habitación un desayuno para dos. Sabía el francés suficiente para pedir el desayuno, pero no para entender los boletines informativos de la radio. Curt le explicó lo que había oído. Los alemanes habían golpeado con inmensa fuerza. Se repetía la blitzkrieg contra Polonia, solo que multiplicada por diez. Estaban atacando por Luxemburgo y Bélgica, como habían hecho en 1914. Y, además, habían invadido Holanda.

Cuando salieron a la calle, Jack y Curt se encontraron con que París seguía rebosando alegría. La mañana era espléndida y la gente parecía tan animada como el día anterior.

Curt deseaba ir a la Gare du Nord para tomar un tren en dirección a Arrás.

—Quiero acompañarte —dijo Jack.

Curt meneó negativamente la cabeza.

—No es buena idea. El viaje puede ser muy arriesgado. Probablemente, los krauts bombardearán las líneas férreas.

—Quiero ir —insistió Jack.

Curt compró pasajes para Arrás. El tren saldría a la mañana siguiente.

Jack no quiso dejar la suite del Royal Monceau. Dijo en recepción que regresaría antes de una semana y que quería que le reservaran la suite, con su equipaje dentro, de modo que pudiera volver a ocuparla en cualquier momento.

El 11 de mayo fue otro soleado día de primavera. Cuando llegaron a la estación vieron los primeros indicios de la enconada lucha que estaba teniendo lugar en Bélgica. Aturdidos refugiados belgas se apeaban de los trenes procedentes del norte. La estación estaba atestada de torvos soldados que caminaban en columna hacia los trenes que los llevarían a los lugares de los que estaban huyendo los belgas.

Curt había llevado consigo a un francés de mediana edad llamado Jean-Pierre Belleville, un ingeniero de telecomunicaciones que era la otra mitad de la «redacción» en París de la Lear Broadcasting. Su tarea sería la de conseguir las comunicaciones telefónicas necesarias para que Curt Frederick pudiera retransmitir boletines en vivo a Estados Unidos. Curt había descrito a Belleville como un auténtico artista de la improvisación, una característica que, con toda seguridad, les resultaría extraordinariamente útil, por no decir imprescindible. Belleville era un hombre de aspecto tristón, vestido con un traje de chaqueta cruzada color verde oliva y que cargaba un maletín lleno de herramientas.

En el trayecto hacia el norte, Jack, Curt y Jean-Pierre eran los únicos civiles en un vagón lleno de oficiales franceses. Un coronel y un capitán compartían su departamento. Los dos militares se mostraban extrañamente optimistas y parecían convencidos de que los alemanes estaban cometiendo un grave error.

Una vez en Arrás, Jean-Pierre Belleville demostró ser, efectivamente, un consumado improvisador. Encontró dos habitaciones en un pequeño hotel y una mesa en uno de los pocos restaurantes que seguían abiertos.

Poco después del amanecer, el sonido de las sirenas de alarma aérea despertó a Jack. Se asomó a la ventana y buscó los aviones con la mirada. Vio algunos, minúsculas motas que volaban lentamente hacia él. Una batería antiaérea situada en un parque a pocas manzanas del hotel abrió fuego. Aquel fue el bautismo de guerra de Jack.

Cuando los aviones estuvieron más cerca, Jack los reconoció de las fotos. Eran Stukas Junkers-87, bombarderos en picado. Contó seis aparatos. Volaban lentamente sobre la ciudad y no parecían nada intimidados por las negras nubes de humo del fuego antiaéreo. Cuando iniciaron el picado, los pilotos conectaron las infames sirenas cuyo propósito era aterrorizar a la población civil. Jack los perdió de vista cuando quedaron ocultos por los edificios del otro lado de la calle. Escuchó los estampidos de las bombas y vio las columnas de humo amarillento que se alzaban en el despejado cielo matinal. Al fin volvió a divisar a los Stukas, ya a lo lejos, alejándose de la población.

Se vistió rápidamente y bajó al vestíbulo. Vio a Curt en el interior de una cabina telefónica, hablando, muy serio. Al aproximarse Jack a la cabina, Curt alzó una mano para indicarle que no hablase. Jack se detuvo y quedó a la escucha. ¡Curt estaba transmitiendo por radio!

El ubicuo Jean-Pierre se las había arreglado para conseguir comunicación telefónica con Boston y Curt estaba en antena, describiendo la incursión aérea. Había sacado el microteléfono fuera de la cabina para captar el sonido del fuego antiaéreo, los picados de los Stukas y las explosiones de las bombas.

Jean-Pierre había salido a buscar un coche y regresó con un deportivo blanco Mercedes-Benz, que tenía doce años. Aunque una arrugada masa de cuero negro situada en la parte posterior indicaba que se podía alzar una capota, el vehículo era abierto. Los parachoques delanteros giraban con las ruedas. El humo procedente de los seis cilindros salía del motor por un niquelado tubo de escape elegantemente curvado. En la parte posterior llevaba, no una, sino dos ruedas de repuesto. El propietario y conductor era un flamenco de cabello blanco con el que solo Jean-Pierre podía entenderse.

Comieron rápidamente y salieron del hotel antes de que dieran las siete.

Mientras viajaban hacia el este, el chófer le dijo a Jean-Pierre que tendrían que ir por carreteras secundarias, ya que el ejército se había apropiado de las principales. Jean-Pierre se lo explicó a Jack y Curt. El paisaje le pareció a Jack sumamente civilizado, en marcado contraste con el de su California natal. Las cercas eran rectas y bien trazadas, las casas se hallaban en perfecto estado, los campos y las huertas estaban primorosamente cuidados.

Al cabo de hora y media de salir de Arrás, cruzaron la frontera belga y comenzaron a encontrarse con larguísimas filas de refugiados. Espléndidos caballos belgas tiraban de carretas llenas de enseres. Los que no tenían caballos empujaban carretillas. La inmensa mayoría de los refugiados eran mujeres cuyos hombres estaban en el ejército. En las carretas solo viajaban ancianos, mujeres embarazadas y niños pequeños. Los demás, serios y resignados, iban a pie.

De pronto, el conductor flamenco lanzó un grito y señalo hacia el cielo. Sacó el coche de la carretera y lo metió por un campo de trigo. El vehículo traqueteó y dio una buena cantidad de bandazos. El flamenco solo detuvo el Mercedes cuando llegaron a una hilera de álamos situada a cien metros de la carretera. Luego saltó al suelo y trató de meterse bajo el coche.

Jack se acuclilló detrás del vehículo, preguntándose si este sería capaz de parar el fuego de ametralladora. Pensando que quizá el bloque del motor resultase un mejor escudo, gateó hacia delante y se arrimó al coche todo lo que pudo sin tocar los ardientes tubos del escape. En el cielo vio dos bimotores. Antes de escuchar el tableteo de los disparos, vio los amarillentos fogonazos que salían de los cañones de las ametralladoras.

Los dos aviones sobrevolaron la carretera disparando contra los refugiados. Jack vio caballos encabritándose y desplomándose. Luego vio gente correr y caer bajo el fuego de las ametralladoras. Vio sangre y carne volando por los aires. Escuchó alaridos.

Los aviones alemanes hicieron una sola pasada y después desaparecieron.

El chófer se levantó, se sacudió el polvo y le dijo algo a Jean-Pierre. Este habló a Curt, que tradujo:

—Dice que debemos seguir adelante. No nos es posible hacer nada por esa gente.

—¡No podemos dejarlos aquí! —exclamó Jack.

Jean-Pierre tradujo la protesta de Jack y luego la réplica del flamenco.

—No quiere quedarse aquí. Hay demasiados heridos para que podamos ayudarlos. Además, los krauts regresarán. A partir de ahora nos mantendremos lo más alejados posible de las columnas de refugiados; atraen el luego aéreo.

Jack se daba cuenta de que el flamenco tenía razón. Ellos no podían hacer nada por aquellos pobres belgas. No tenían nada con lo que ayudarlos, ni medicinas, ni conocimientos de primeros auxilios. Incluso si trataban de trasladar a algunos hasta un pueblo para que recibieran asistencia médica, no podrían llevar a más de un par de heridos. Y, de todas maneras, el chófer no estaba dispuesto a correr el riesgo.

No podían discutir con el flamenco. Si al hombre se le ocurría irse con el coche…

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Siguieron por la carretera y, un poco más adelante, el flamenco detuvo el coche para montar banderas blancas en el Mercedes. A ambos lados del capó había sendos huecos y metió en ellos unas astas hechas con tacos de billar cortados, a las que agarró un par de trapos blancos.

Siguieron viaje. Los cuatro hombres iban en silencio. Cada uno lidiaba con sus emociones lo mejor que podía. No había nada que decir.

Se divisaban cada vez menos refugiados. Los que vieron, parecían aturdidos y caminaban como autómatas. El flamenco tocaba el claxon para que se apartasen y seguía de largo. En dos ocasiones vieron cadáveres al borde de la carretera.

—Los alemanes están haciendo lo mismo en Polonia —comentó Curt, rompiendo al fin el silencio—. Ametrallan las carreteras secundarias para empujar a los refugiados hacia las principales, donde obstaculizarán el avance de los militares. Lo hacen totalmente a sangre fría.

En un tramo de carretera libre de refugiados, un Stuka los sobrevoló. No disparó contra ellos ni les arrojó una bomba. Nunca llegaron a saber si se debió a que el chófer flamenco saludó con un brazo al piloto, a que el Mercedes-Benz llevaba banderas blancas, a que era un vehículo de fabricación alemana, a que se dirigía hacia el este o, simplemente, a que el piloto no quiso tomarse la molestia.

Bastante antes del mediodía llegaron al río Mosa, en Dinant. Allí se detuvieron a almorzar y Curt se pegó a un aparato de radio para escuchar los boletines de noticias. Los ejércitos francés y belga avanzaban hacia el Mosa y se apostarían en su orilla occidental. Las columnas blindadas alemanas avanzaban rápidamente a través de las Ardenas. Junto al Mosa se librarían las batallas decisivas.

El último boletín que oyó Curt antes de que reanudaran el viaje anunciaba que se habían visto tanques alemanes a solo sesenta y cinco kilómetros hacia el este. Cuando llegaron al puente sobre el Mosa, un oficial belga trató de detenerlos, advirtiéndoles que sería peligroso ir más allá y que, además, podían interferir en las operaciones militares aliadas. Curt le preguntó si los belgas se proponían avanzar hacia el este del río, sabiendo de sobra que no era así. En cuanto al peligro, Jack y él eran neutrales, norteamericanos, y los alemanes no les harían nada, teniendo en cuenta sobre todo que viajaban en un coche que llevaba banderas blancas.

Aquello suscitó un debate. Jean-Pierre Belleville y el chófer flamenco no eran neutrales. Tendrían que quedarse en Dinant. El flamenco no estaba dispuesto a permitir que los dos norteamericanos se llevaran su coche, así que Jack se lo compró, pagándolo en efectivo, en el buen entendimiento de que se lo volvería a vender a su propietario cuando Curt y él regresaran.

El oficial belga les dijo que eran unos locos, pero dejó de intentar detenerlos.

Jack se puso al volante y condujo lentamente, con cuidado de no dar la sensación de que se dirigían con prisas a algún lugar concreto. Tardaron media hora en llegar al pueblo de Rochefort, que estaba prácticamente abandonado. Habían saqueado una tienda y parte de la mercancía yacía tirada en la acera. Un café estaba abierto. Dos hombres yacían en el suelo, borrachos perdidos. Otros tres solo conservaban la verticalidad agarrándose a la barra. Una mujer de aire desesperado, aparentemente una prostituta, estaba sentada a una mesa de un rincón, trasegando vino como si este fuera el último que fuera a beber en su vida.

El propietario se hallaba al otro lado de la barra. También estaba borracho. Alargó la mano hacia un estante y tendió a Jack y Curt dos botellas de vino tinto.

—Se las regalo —dijo—. Hoy, todo es gratis. Mañana ya me habré quedado sin negocio. —Señaló con un movimiento de cabeza hacia la prostituta—. Ella sí tendrá trabajo. Como su madre lo tuvo la última vez que los alemanes nos invadieron.

Aceptaron el vino y se lo llevaron al coche. Allí, en la calle, frente al café, escucharon por primera vez los truenos de la artillería.

Cuando ya estaban saliendo del pueblo, Curt le pidió a Jack que parase.

—Quizá sea mejor que demos media vuelta —dijo—. Tal vez el oficial belga tuviera razón y estemos portándonos como un par de locos.

—El Stuka que nos sobrevoló no nos hizo el más mínimo caso —señaló Jack.

—Puede que el próximo que pase sí nos lo haga.

—Bueno, entonces dime una cosa. Si estuvieras solo, si yo no fuese contigo, ¿seguirías adelante o darías media vuelta?

—Yo soy un corresponsal de guerra —dijo Curt—. Mi obligación es seguir. La tuya, no.

—En otras palabras, yo soy tu jefe y debo mandarte a enfrentarte con el peligro mientras regreso —dijo Jack. Puso el Mercedes en marcha y lo enfiló en dirección noreste por la carretera de Marche.

La carretera principal que iba de Bastogne a Namur atravesaba Marche y, en las afueras de esa población, se encontraron con los alemanes.

Jack dobló una esquina y allí, al borde de la carretera, como si no quisiera bloquear el tráfico, había un tanque alemán. Se trataba de un Panzer IV, como no tardarían en averiguar. Dos hombres con uniformes negros y cubiertos con gorros cuarteleros, con las camisas remangadas debido al sol primaveral, se hallaban sobre el tanque, hablando con dos soldados de infantería que llevaban uniformes grises de campaña y cascos metálicos. Un muchacho que aún llevaba pantalones cortos se hallaba a corta distancia, mirando con curiosidad.

Uno de los hombres uniformados de negro, el comandante del tanque, se volvió a mirar el Mercedes blanco. Por su expresión parecía que acabase de entrar en el entoldado de un circo y tuviera a dos payasos ante sí. Con firme y seco ademán, indicó a Jack que acercara el coche al tanque.

Les habló en alemán. Jack entendió lo suficiente para comprender que les estaban preguntando quiénes eran.

—Somos norteamericanos —dijo Curt en inglés—. Neutrales.

—¿Qué hacen ustedes aquí?

—Somos periodistas, corresponsales de guerra.

El comandante del tanque saltó al suelo y se acercó al coche.

—Pasaportes —dijo bruscamente.

Curt le entregó su pasaporte. El alemán lo examinó con gran minuciosidad y luego le pidió a Jack el suyo.

El comandante del tanque era un musculoso rubio de unos treinta años. Miró con cierto desdén el Mercedes blanco.

—Corresponsales de guerra —murmuró al tiempo que les devolvía los pasaportes—. Aguarden aquí.

Volvió al tanque y se subió a él. Un hombre del interior le entregó un micrófono y el comandante estuvo hablando por radio durante casi un minuto.

Jack y Curt aguardaron. Al cabo de un cuarto de hora apareció un coche y un oficial se apeó.

—Soy el capitán Hans Ritter —dijo—. Abwehr, inteligencia militar alemana. Sabemos quiénes son ustedes, señor Lear y señor Frederick. Usted, señor Lear, salió de París, donde se hallaba alojado en el Royal Monceau, luego viajó hasta Arrás, Dinant y…

—Saben ustedes mucho —dijo Jack.

—Sabemos algo más, señor Lear. Sabemos que es usted judío. Y vamos a demostrarle que no maltratamos a los judíos.

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Jack y Curt cenaron aquella noche en Neufchâteau pan y sopa procedentes de una cocina de campaña y dos botellas de vino tinto. El capitán Ritter y un coronel de la Abwehr llamado Cassell los acompañaban.

Cassell, el arquetipo del militar de carrera teutón, casi no sabía inglés. Jack habló en deficiente alemán con él y le explicó que sus abuelos paternos habían sido alemanes.

Por medio de Ritter, Cassell les dijo:

—Tendrán que disculparme, pero estoy muy ocupado. No necesito decirles lo que va a suceder. En el plazo de las próximas cuarenta y ocho horas, esta gran guerra se ganará o se perderá. Y les aseguro, caballeros, que se ganará. El Reich alemán saldrá sin duda victorioso.

Jack no mencionó los ametrallamientos de refugiados. Tenía otros propósitos y no quería que los alemanes lo considerasen un elemento hostil.

—Nos gustaría presenciar el ataque contra el Mosa y transmitir la narración en vivo a Estados Unidos.

—¿Quieren efectuar la crónica de la batalla? Me ocuparé de que puedan hacerlo.

—Otra cosa —dijo Jack—. En Dinant dejamos a un francés y a un belga. Empleados de la Lear Broadcasting. Le agradecería muchísimo que les concedieran salvoconductos para ir desde Dinant hasta el lugar en que nosotros nos encontremos.

El capitán Ritter sonrió.

—El flamenco que les alquiló el coche está en nuestra nómina. El formidable monsieur Belleville ignora este hecho. Dinant se halla en estos momentos en nuestras manos. Los hombres a los que se refiere se encuentran bajo custodia. Los soltaremos para que se reúnan con ustedes. No hay ningún problema.

Un teniente alemán llamado Huntzinger conducía el Mercedes, en el que ahora ondeaban banderas alemanas. Un coche del Estado Mayor los seguía, con técnicos y equipo de radio. El puesto de transmisión se estableció en una colina al este de Sedán. Desde allí se divisaba el río, la ciudad y las boscosas colinas de más allá de la ciudad donde los franceses aguardaban el ataque alemán.

Los técnicos organizaron la transmisión por una frecuencia militar hasta un repetidor situado en Bastogne, desde donde la señal sería retransmitida a la Norddeutsche Rundfunk de Hamburgo, que a su vez transmitiría a la misma estación receptora de Cape Cod que se había utilizado para radiar la entrevista con Hitler y el discurso del Sportspalast de 1938.

El teniente Huntzinger les explicó lo que estaban viendo. El ataque comenzó con un bombardeo de artillería que duró varias horas, complementado por incesantes ataques de Stukas contra las posiciones francesas, en particular las de artillería, situadas en los bosques de detrás de la población. Cuando las unidades de infantería alemanas comenzaron a cruzar el Mosa en grandes botes de goma, el humo y el polvo de las explosiones sobre la ciudad y el río eran tan densos que los franceses apenas pudieron distinguir los botes y hundieron muy pocos. La infantería alemana atravesó Sedán y siguió hacia las alturas de más allá de la ciudad, donde hicieron huir a los artilleros y los separaron de los cañones que podrían haber salvado a los franceses. Mediada la noche, el ejército alemán ya había cruzado el Mosa por Sedán sin encontrar apenas resistencia.

Curt estaba en antena. Durante horas, los oyentes de las emisoras Lear escucharon los sonidos de la batalla y su voz relatando a los norteamericanos lo que estaba ocurriendo en Francia.

—Aquí, en Sedán, el 2 de septiembre de 1870, el emperador francés Napoleón III se rindió ante el ejército alemán en lo que fue uno de los peores descalabros bélicos de la historia de Francia. Esta noche, 13 de mayo de 1940, parece estar fraguándose un desastre militar de idéntica magnitud.

Para el ejército alemán fue un éxito militar. Para la Lear Broadcasting un éxito periodístico.

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Incluso tras la caída de Francia en manos alemanas, Curt Frederick podría haberse quedado indefinidamente en París. Él y su cadena de emisoras eran considerados por los alemanes como básicamente amistosos. El periodista no había conseguido sacar a Betsy de la ciudad antes de la llegada de los alemanes, pero lo cierto es que en ningún momento se encontraron en peligro. De hecho, en múltiples aspectos, París seguía siendo París durante aquel verano de 1940, al menos para los ciudadanos de las naciones neutrales. No obstante, todas las transmisiones que se hicieran desde allí estarían sometidas a una estricta censura.

Jack ordenó a Curt que trasladase su base de operaciones a Londres. El periodista se llevó consigo a Jean-Pierre Belleville y a su esposa, pero, previendo que los alemanes intentarían invadir las islas británicas, envió a casa a Betsy. La idea era que ella cruzase el Atlántico en un barco de la Cunard Line, pero en su viaje hacia el este, el buque fue hundido por torpedos alemanes. Así que Betsy tuvo que hacer la travesía en un modesto barco norteamericano.

A su regreso a Estados Unidos, Jack habló en más de treinta cenas, describiendo lo que había visto en Bélgica durante el mes de mayo.

—Las vidas de todas aquellas personas no les importaban en absoluto: niños, mujeres embarazadas, ancianos. Para conducirlos hacia las carreteras principales, donde obstaculizarían el avance de las tropas y los abastecimientos aliados hacia el frente, ametrallaron sin clemencia a los refugiados. Yo los vi yaciendo en el suelo. Vi su sangre. Vi su carne desgarrada. Escuché sus gritos. Y en ningún momento percibí el más mínimo remordimiento en los oficiales alemanes que con tanta amabilidad nos ayudaron a transmitir el relato de su victoria.

Los aislacionistas se quejaron de que Jack Lear estaba utilizando su cadena de emisoras para ayudar a Roosevelt a arrastrar la nación hasta la guerra.

La revista Time reprodujo su retrato en una portada y publicó un extenso relato de las aventuras de Jack Lear en Bélgica en mayo de 1940.

Time no sabía que Jack había invitado a Solomon Weisman a visitarlo, ni que el magnate de la radio se había unido al B’nai B’rith.