seis
1935
El pequeño John le daba tanto trajín a la niñera, que esta, abrumada, le dijo a Kimberly que no estaba segura de poder seguir en aquel trabajo. La mayor queja de la muchacha era que las demandas del pequeño le hacían poco menos que imposible prestar la debida atención a la niñita, Joan Edith.
Joan Edith había nacido dos meses después de que Jack regresase del funeral de su abuelo, y Jack y Kimberly habían querido honrar a Johann Lehrer poniéndole a la pequeña un nombre en su memoria. La esposa de Johann se había llamado Shulamith, pero Jack ni siquiera sugirió que le pusieran tal nombre a su hija. Kimberly señaló que Johann era el equivalente alemán de John y que Joan era la forma femenina de John, así que llamaron a su hija Joan en recuerdo de Johann y Edith en honor a la madre de Kimberly.
Kimberly persuadió a la niñera de que se quedase con la familia, prometiéndole que ella personalmente se ocuparía más de la pequeña.
Jack había trasladado sus oficinas. Necesitaba más espacio, sobre todo desde que Mickey Sullivan llegó de California y fue nombrado vicepresidente de la WCHS Incorporated. Herb Morrill también era vicepresidente.
Como la corporación era ahora propietaria de la WHFD de Hartford, así como de la WCHS de Boston, el nombre de la corporación resultaba inadecuado y Jack lo cambió por el de Lear Broadcasting Incorporated.
Lo mismo que Kimberly, muchas personas de Hartford se sintieron molestas por el hecho de que Jack cambiase la programación de la WHFD. Aunque esta siguió siendo principalmente una emisora de música clásica, Jack programó al pianista Wash Oliver para que tocase media hora cinco noches a la semana. Programó también la radionovela diurna «Nuestra pequeña familia» cinco mañanas a la semana y ofreció a los curanderos de Hartford el mismo espacio que ofrecía a los de Boston. En otras palabras, debían pagar por promocionarse en la radio.
La WHFD había perdido dinero durante años, lo que hizo que Jack pudiera comprarla barata, pero en solo seis meses, la emisora comenzó a dar pequeños beneficios.
La archidiócesis católica de Boston solicitó una hora de la mañana del domingo para emitir sermones y plegarias. Jack les concedió lo que pedían, con horario de nueve a diez. Luego el Consejo de Iglesias exigió una hora para los servicios protestantes. Jack respondió que con mucho gusto les vendería la hora de diez a once y con un descuento ecuménico del 25 por ciento. El consejo se sintió satisfecho y comenzó a radiar los servicios en vivo desde distintas iglesias. Jack no les dijo que la archidiócesis había conseguido el tiempo gratis. Lo que sí hizo fue decirle al obispo que era preferible que no divulgase aquel pequeño secreto.
Tras el reparto de la fortuna de Johann Lehrer, Jack dispuso de otro medio millón de dólares. Lo invirtió en dos cosas. Primero, solicitó una enmienda de la licencia de la WCHS que lo autorizara a aumentar la potencia de transmisión, lo cual convertiría a la emisora en una de las de más alcance de Nueva Inglaterra. Cuando consiguió la autorización, compró el nuevo transmisor. A continuación compró otra emisora de radio, la WHPL de White Plains, Nueva York.
Como había hecho con la emisora de Hartford, Jack convirtió la de White Plains en un centro difusor de la programación que había desarrollado para la WCHS. Con las dos nuevas estaciones, al pianista Wash Oliver se le oyó en toda Nueva Inglaterra y también en la ciudad de Nueva York, donde obtuvo una audiencia sumamente fiel. Jack hizo que Oliver se despidiese del burdel y trabajase a tiempo completo para la Lear Broadcasting. Contrataron a más músicos, un guitarrista y un batería, y luego también a un bajista. El cuarteto de la Lear Broadcasting, con la participación estelar de Wash Oliver, actuó en los clubes y salones de baile de toda Nueva Inglaterra. La gente acudía a escuchar al famoso pianista de jazz que había oído por la radio.
Del mismo modo, las amas de casa de toda la región se convirtieron en adictas a las dramáticas aventuras y al empalagoso optimismo de «Nuestra pequeña familia». Cuando a la mamá original hubo que sustituirla, el cambio se hizo de modo tan impecable que la audiencia pareció no darse cuenta de que era otra actriz la que estaba diciendo frases como «el amor familiar todo lo puede».
Arrepentido de haberles cambiado el nombre a los Hermanos Bronson por el de Los Melódicos, Jack los volvió a bautizar y los llamó Los Juglares. Despidió a Los Chistosos y creó un nuevo programa para Betty y Los Juglares. Un equipo de guionistas profesionales escribía los diálogos y los chistes para Betty.
Algunas de las frases de Betty —seguían llamándola Betty, nadie sugirió jamás ponerle un apellido— alcanzaron gran popularidad, incluso más allá del área que cubrían las emisoras, y la gente de Nueva Inglaterra, en particular los jóvenes, no tardó en repetir sus peculiares dichos.
Kimberly no soportaba escuchar el programa y Jack tampoco, pero «El show de Betty y Los Juglares» resultó ser una mina de dinero y no tardó en convertirse en «El bar de las bellezas, con la actuación estelar de Betty y Los Juglares».
Betty, sin embargo, tenía un oscuro secreto: era negra. Nacida en Huntington, Virginia Occidental, hablaba con acento del valle del Ohio y no había nada en su voz que indicase su auténtica raza. El programa era grabado y emitido desde un estudio cerrado. Ni siquiera Los Juglares habían visto a su estrella. Se contrató a una actriz blanca para que entrara y saliera del estudio y Betty lo hacía con uniforme de camarera.
Jack se solidarizaba totalmente con la situación de Betty, pero no podía hacer nada por ella. Amos y Andy eran populares como blancos que se hacían pasar por negros, pero Estados Unidos no se hallaba preparado para los cómicos auténticamente negros.
Kimberly estaba al corriente del secreto. Invitó a Betty y a su esposo, Charles, a cenar en la casa de la plaza Louisburg. El auténtico nombre de Betty era Carolyn Blossom. Tanto ella como su marido eran nietos de esclavos. A comienzos de los años veinte se trasladaron a Boston, pensando que en la cuna del movimiento abolicionista no podía haber racistas. Se equivocaron.
Carolyn se había abierto camino en la radio grabando discos y enviándolos por correo. En una docena de ocasiones se había entrevistado con empresarios radiofónicos que se habían quedado muy gratamente impresionados por su talento para la comedia. Pero nada más verla, el entusiasmo desaparecía. Los uniformes de camarera que utilizaba para entrar y salir de la WCHS eran de su propiedad; los había usado durante años para trabajar.
Jack adoptó la actitud de que el dinero era más importante que los principios.
—Primero, forrémonos de pasta, muchacha —le decía a Carolyn—. Luego, cuando tu cuenta bancaria esté bien saneada, podrás ocuparte de los principios.
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En junio, Jack viajó a White Plains para revisar la programación y la gestión de la WHPL. Como estaban en verano, hizo que su chófer lo llevara hasta allí en el Duesenberg. Fue una especie de aventura. Viajaron por la U.S.1 y la Boston Post Road, atravesando Providence, New Haven, y las ciudades del litoral de la Costa Dorada de Connecticut.
Como el viaje iba a durar unos cuantos días, Jack decidió hacerlo en agradable compañía, con Betsy Emerson, la bonita y rubia divorciada.
Un grueso panel de cristal separaba el compartimento del chófer del de los pasajeros y, durante la mayor parte del viaje, Jack mantuvo la cortinilla echada, de modo que el chófer no pudiera ver ni oír a Betsy ni a él en el asiento trasero.
Eso le permitió levantarle la falda hasta el borde de las bragas y acariciarle las piernas. La intimidad también hacía posible que ella le acariciase la bragueta. Hablaban de muchas cosas, casi todas sin importancia, pero tras la parada para el almuerzo, Betsy se mostró grave y pensativa.
—Estuve a punto de rechazar tu invitación —dijo muy seria, sin apartar la mano del rígido pene que estaba acariciando a través del pantalón de su compañero.
—Se me ocurre un par de razones para que me hubieras dicho que no. ¿Cuál de ellas es la que te preocupa?
Ella le acarició la mejilla con un ligero beso.
—Kimberly. Lo que le estamos haciendo a Kimberly.
Jack metió los dedos en el interior de las bragas y le acarició la vulva. Betsy estaba húmeda.
—Yo también estuve a punto de no invitarte —dijo—. Y por la misma razón.
—¿Y?
Él sacó la mano de las bragas.
—¿Qué le estoy haciendo a Kimberly? Creo que ha llegado el momento de plantearme qué demonios está haciendo Kimberly por mí.
—Y por eso…
—No, no te invité por eso. Ni tampoco es por eso por lo que trate de estar contigo siempre que puedo. No te estoy usando, Betsy. Te necesito. Necesito estar cerca de una mujer que no considere que yo soy… Ya sabes a qué me refiero.
Ella le pasó la mano por la mejilla y el cuello.
—¿Tan mal está la cosa?
—¿Tú qué crees? Ya lo has visto…
Betsy asintió enfáticamente con la cabeza.
—Claro que lo he visto. Y también lo he oído. ¡Y me cabrea un montón!
—Pues cuando ni nos ves ni nos oyes, cuando estamos solos, la cosa es peor. No soy un Wolcott, no soy un Bayard, soy el nieto de Johann Lehrer, un rabino. Harrison Wolcott lo acepta y no se burla. Pero Kimberly…
Betsy lo interrumpió.
—La otra noche nos dijo a Connie y a mí que temía no lograr nunca enseñarte a doblar el pañuelo de bolsillo como es debido. «Tiene una tendencia natural hacia la zafiedad —nos dijo—. Pese a lo mucho que lo intento, no logro terminar de civilizarlo.» Connie piensa, como yo, que Kimberly debería estar orgullosa de ti. Deberías follarte también a Connie. Si Kimberly se enterase de que te estás cepillando a las dos, quizá eso le daría que pensar.
—¿Por qué se casó Kimberly conmigo, Bets?
—Se me ocurren dos razones. En primer lugar, Kimberly siempre estuvo obsesionada por la posibilidad de que un hombre se casara con ella por su dinero… por el dinero de su padre. Cuando tú apareciste, comprendió que por eso no tenía que preocuparse, pues tú tenías tu propia fortuna. Incluso sabía cuánto dinero tenías, Jack. Al menos, eso aseguraba ella. Me contó que disponías de medio millón y que esperabas recibir más.
—Así que habló de eso, ¿no?
—Pero creo que hubo otra razón para que se casara contigo. No sé cuándo fue la primera vez que vio o tocó el famoso rabo de Jack Lear, pero sospecho que fue antes de la boda. A lo que voy, Jack, es que ella no era virgen. Supongo que no creerías lo contrario.
Jack negó con la cabeza.
—A Kimberly le gustaba hablar de sexo. Las chicas comentan esas cosas, pero ella hablaba con más franqueza de la habitual. Dijo que deseaba conseguir un hombre cuyo rabo le llegase hasta el ombligo.
—Bueno, pues lo consiguió —dijo él, malhumorado—. Eso es lo único en que la satisfago.
—Jack… ¿por qué no te liberas?
—Por el mismo motivo que no se libera la mayor parte de los que están infelizmente casados. Yo… Bets, pensé que era el matrimonio perfecto. Kimberly es bella, es inteligente, es elegante. Quizá, como judío californiano, supuse que si me casaba con Kimberly Bayard Wolcott podría llegar hasta lo alto de la escala social. Y, Cristo… pensé que el gato que se había comido al canario era yo. El problema es que Kimberly piensa que hizo lo mismo.
—Yo estoy divorciada, Jack.
—Ya. Pero yo tengo dos hijos. La viejísima historia, ¿no? Las parejas no deberían tener hijos antes de los cinco años de matrimonio.
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Tomaron una habitación, no una suite, en un hotel de White Plains. Había un altavoz de radio encima de la puerta, y la radio estaba sintonizada con la emisora elegida por la administración del hotel. La primera vez que Betsy la puso, sonó una musiquilla ratonera.
¿Dónde, oh, dónde se habrá metido mi perrito?
¿Dónde, oh, dónde puede estar?
Con su rabo corto y sus largas orejas,
¿dónde, oh, dónde puede estar?
Jack llamó a conserjería y pidió que le mandaran un aparato de radio. Le contestaron que no tenían y él les dijo que salieran a comprar una radio y que luego se la cargasen en la factura. Antes de una hora, el aparato estaba instalado.
Antes de bajar a cenar, Jack y Betsy estuvieron un rato oyendo la WHPL. Luego, mientras él se bañaba, ella sintonizó otras estaciones, tratando de captar lo que se emitía desde Nueva York. Cuando Jack salió del baño, Betsy estaba escuchando una emisión procedente de la ciudad de los rascacielos.
Jack frunció el ceño. Luego su atención fue acaparada por la comedida y bien entonada voz de un locutor de noticias.
—El señor Anthony Eden… ministro inglés de Asuntos de la Sociedad de Naciones… llegó hoy a Roma para celebrar una serie de conversaciones con el signor Mussolini. Se espera que hablen extensamente de la situación en Etiopía… Es bien sabido que el signor Mussolini desea añadir el reino de Etiopía al imperio italiano que quiere formar en África.
»Mientras tanto, en Washington, el presidente Roosevelt instó de nuevo al Congreso a aprobar rápidamente la Ley de Seguridad Social. Calificándola como la ley más importante presentada ante el Congreso, el presidente…
—¡Dios bendito, escucha a ese hombre! —exclamó Jack—. ¿Quién es?
Tuvieron que esperar al final del noticiero y de la publicidad, pero al fin oyeron al locutor decir:
—Les ha hablado Curtis… Frederick, informando desde Nueva York. Buenas… noches.
—¡Cristo, así se dan las noticias! Dios bendito, Bets, comparado con el asno de Walter Winchell, este hombre… ¡posee dignidad! ¡Lo que daría por tenerlo en Boston!
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Jack encargó a Mickey Sullivan que averiguase todo lo posible acerca de Curtis Frederick. Mickey le informó de que Frederick había sido inicialmente periodista de prensa y que había trabajado para el Plain Dealer de Cleveland. Luego se trasladó a Nueva York, donde fue comentarista político para el Herald Tribune. Cuando el periódico decidió transmitir por radio sus principales noticias, confió el trabajo a Frederick debido a su hermosa voz de barítono. Al cabo de seis meses, el periodista se pasó a la emisora del Times, la WQXR, por considerar que esta se tomaba más en serio las noticias. Mickey le dijo a Jack que no parecía imposible convencer a Curtis Frederick de que se trasladase a Boston a trabajar.
Jack concertó una cena con Frederick en una suite del Waldorf. Lo escogió así, en privado, porque sospechaba que al locutor no le agradaría ser visto en público con el propietario de otras emisoras de radio.
Jack llevó a Kimberly a la entrevista. Mickey Sullivan también los acompañó, aunque no estuvo presente durante la cena.
—Quizá yo sepa algo acerca de Curtis Frederick que tú ignoras —dijo Kimberly mientras se vestían.
—¿A qué te refieres?
—Un momento —dijo ella mientras concentraba toda su atención en sujetarse una media al liguero—. Estudió en Yale; se graduó en 1921. El marido de mi amiga Brit Lowery se graduó en 1922. Se me ocurrió que tal vez hubiera conocido al tal Frederick, así que esta tarde le pedí a Brit que me presentase a su marido, Walter Lowery. Resultó que sí, que conocía a Frederick y que todavía lo ve de cuando en cuando.
—No dejas de sorprenderme nunca —dijo secamente Jack.
—Quizá sea porque sorprenderte no resulta tan difícil, cariño. El caso es que Frederick tiene treinta y ocho años, lo que significa que en 1917 tenía justo la edad para ser reclutado por el ejército. Y, efectivamente, así fue.
—Todo eso ya lo sabía.
—Muy bien. Los franceses se sintieron lo bastante satisfechos con él para concederle la Croix de Guerre y los norteamericanos, por su parte, lo condecoraron con la Estrella de Plata. Antes de que lo reclutaran, Frederick había pasado dos años en Yale, así que terminó sus estudios dos años después de ser desmovilizado.
—También lo sabía.
—Entonces te contaré algo que no sabes —dijo Kimberly con voz fría como el hielo—. ¡El señor Curtis Frederick es sarasa!
—Kimberly…
—Ha guardado muy bien su secreto. No creo que haya más de media docena de personas que lo conozcan…
—Es despreciable que alguien diga…
—Los muchachos que comparten dormitorio en los internados se enteran de cosas muy íntimas acerca de sus compañeros.
Jack aspiró una profunda bocanada del Camel que estaba fumando.
—¡Cristo! Dices que solo media docena de personas lo saben, pero si Lowery te lo dijo…
—Le expliqué lo que ocurría, que estabas pensando en contratar a Frederick…
Jack comenzó a pasear de arriba abajo.
—Bueno, ¿qué voy a hacer ahora?
—Si lo quieres, contrátalo.
Se detuvo en el centro de la habitación y miró fijamente a su esposa.
—Si dentro de cinco años se descubre que mi locutor estrella…
—¿Por qué se va a descubrir si en veinte años nadie se ha enterado?
Jack aplastó el cigarrillo en un cenicero.
—Ni siquiera sé qué es lo que hacen los maricas —murmuró.
Kimberly sonrió.
—Y un cuerno que no, no eres tan ingenuo. De todas maneras, hace cinco minutos considerabas que Frederick era el mejor locutor de informativos del mundo.
—No puedo contratarlo sin hacer referencia a lo de su homosexualidad.
—No te preocupes, yo me ocuparé de ello —dijo Kimberly.
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Nada en el aspecto de Curtis Frederick parecía indicar que fuera homosexual. Era un hombre de rostro duro y alargado, cejas negras muy pobladas, mirada decidida, nariz y mentón fuertes y boca grande de labios finos.
Tras rechazar un whisky y pedir en su lugar una ginebra, Frederick se sentó y encendió el Chesterfield que había sacado de una fina pitillera de plata. Su excelente traje a la medida era de chaqueta sencilla, cosa poco habitual, pues aquel año estaban de moda las chaquetas cruzadas y su corbata era negra y fina. El hombre tenía un estilo propio que no era el estilo de 1935.
—Bueno, Frederick —dijo Jack—, ¿quién será elegido presidente de Estados Unidos el año que viene?
Sin vacilar ni un instante, Frederick respondió:
—Franklin D. Roosevelt será reelegido por abrumadora mayoría.
—¿Está usted seguro?
—Totalmente seguro.
—¿Lo conoce usted? —preguntó Kimberly.
Frederick asintió con la cabeza.
—Sí, claro. Me lo presentaron en 1921. Por entonces, yo nunca habría supuesto que Roosevelt llegara a ser algo más que congresista por el valle del Hudson.
—¿Lo conoce usted bien? —preguntó Jack.
—Nadie lo conoce bien —contestó Frederick—. El mayor error que puede cometer un político o un periodista es pensar que conoce a Franklin D. Roosevelt. La clave de su carrera radica en conseguir que nadie lo conozca.
—Supongo que eso quiere decir que a usted no le gusta Roosevelt.
—Me gusta bastante, sobre todo si lo comparo con sus posibles sustitutos. En ese contexto, Roosevelt es un gigante entre pigmeos.
Bebieron otro par de tragos antes de que llegase la cena. Jack había pedido lo mejor del menú, caviar, faisán… Sin embargo, pudo darse cuenta de que Curtis Frederick no se sentía impresionado por el festín. Comió con evidente gusto, pero había sido un error suponer que una buena cena regada con excelentes vinos tendría alguna influencia en su decisión final.
—Mi WCHS emite con más potencia que la WQXR —dijo Jack a mitad de la cena.
—La WLW de Cincinnati, «la emisora de la nación», emite aún con más potencia —comentó Frederick con un encogimiento de hombros—. Pero yo no trabajaría para la WLW ni por un millón de dólares anuales.
—Bien, entonces digámoslo de otro modo. ¿Qué desea usted de una emisora?
Frederick sonrió a Kimberly y luego a Jack.
—Quiero el prestigio de la WQXR y la potencia de la WLW o de la KDKA.
—Yo no puedo ofrecerle tanta potencia —dijo Jack—. Me acerco a ella, pero todavía no la tengo. Por otra parte, estoy montando una corporación. Tengo tres estaciones asociadas y ese número puede aumentar a cinco o seis. En cuanto al prestigio, son los locutores quienes lo obtienen. Usted contribuye al prestigio de la WQXR. También puede contribuir al prestigio de la WCHS y de sus emisoras asociadas. ¿Son prestigiosos los noticieros que usted presenta? ¿Son respetados? Eso es asunto de usted, amigo mío. Si mi emisora tuviera cinco veces la potencia de la WLW pero usted presentase un informativo que fuese una basura, lo único que conseguiríamos sería basura de alta potencia. En el mundo de la radio, la basura es lo que más abunda.
—Ya, pero… ¿una emisora de Boston?
—No somos una simple emisora local. No se nos oye desde Chicago ni desde Atlanta, es cierto. Pero puede usted sintonizar la WCHS en Boston, Providence, New Haven, Hartford, Albany… Incluso tenemos algunos oyentes en la ciudad de Nueva York, y tendremos más. Pienso contratar una línea telefónica, de modo que ciertos programas de la WCHS los emitirá al mismo tiempo la WHPL. Supongo que tiene usted muchos oyentes en Nueva York. Los que poseen buenos receptores lo pueden escuchar desde Boston, pero los que tienen radios baratas lo oirán desde White Plains.
—Ahora mucha gente está instalando radios en los coches —dijo Frederick—. Bastantes hombres de negocios escuchan mi boletín matinal en el coche, mientras van a la oficina.
—White Plains está a cuarenta kilómetros de Manhattan —dijo Jack—. Hasta las radios de los coches pueden sintonizar emisoras situadas a cuarenta kilómetros de distancia.
Curtis Frederick sonrió.
—¿Me está usted presionando? —preguntó con burlona inocencia.
—Intento crear una programación en la que el entretenimiento y la información se mezclen de tal modo que las emisoras ganen dinero y, además, constituyan un servicio público. Cuando lo escuché por primera vez, decidí que es usted el hombre que debe dirigir mi departamento de noticias.
Frederick meneó la cabeza.
—Yo sería un mal jefe de departamento, señor Lear. Soy reportero y locutor. No sería capaz de dirigir ni una confitería.
—Como jefe de mi departamento de noticias, haría usted exactamente lo mismo que hace ahora. Decidiría qué noticias se emiten y luego usted mismo las radiaría.
—Supongo que está al corriente —dijo Frederick— de que la mayor parte de las noticias que se oyen por la radio salen de los periódicos o de los teletipos. Solo muy de tarde en tarde enviamos reporteros para que nos consigan noticias.
Jack miró a Kimberly y luego bebió un sorbo de vino.
—Supongamos que contrato a alguien para que lo ayude. Supongamos que lo mandamos a Washington, que lo enviamos a las convenciones políticas del próximo verano. O, mejor aún, supongamos que lo enviamos a usted a las convenciones de Cleveland y Filadelfia y que retransmite directamente desde esos lugares.
—Así expuesta, la cosa no puede resultar más interesante —respondió Frederick.
—Para usted, esta será una gran decisión —dijo Jack—. Hay detalles que debemos concretar. Deseo que nos conozcamos mejor. Me ha preguntado usted si lo estaba presionando y la respuesta es sí, en el sentido en que una fraternidad presiona a un posible miembro. No quiero presionarlo en el sentido de obligarlo a tomar una decisión apresurada.
—Quizá debiera pasar un fin de semana en Boston… o tal vez dos o tres fines de semana —sugirió Kimberly.
—Sí, tal vez debiera hacerlo.
—Y, naturalmente, lleve usted consigo a la señora Frederick —añadió Kimberly—. Si es que hay una señora Frederick.
Frederick no reparó en la ceñuda mirada que Jack le estaba dirigiendo a Kimberly.
—Lamentablemente, no existe ninguna señora Frederick. Nunca me he casado.
—¡Vaya! —Kimberly se echó a reír—. En Boston será usted el blanco de todas las miradas. Le presentaré a una docena de mujeres encantadoras que estarán deseosas de conocerlo. Naturalmente, solo lo haré si usted no tiene inconveniente.
Frederick se encogió de hombros.
—Ningún inconveniente. Puede resultar una experiencia de lo más interesante.