catorce
1944

El general Dwight Eisenhower había llegado a Inglaterra para ponerse al frente de una operación cuyo nombre clave era Overlord. Eisenhower trabajaba larga y esforzadamente. En sus escasos momentos de descanso le encantaba jugar al bridge y buscó oficiales que supieran hacerlo bien. Alguien le dijo que el coronel que estaba al frente del Servicio Norteamericano de Información era un excelente jugador que practicaba en las mejores casas de Londres. El general hizo que incluyeran al coronel Jack Lear en la lista de jugadores que serían bienvenidos a su mesa. En realidad, Jack solo jugó con Eisenhower una vez, pero la invitación permanente del general le hizo acudir con frecuencia al cuartel general norteamericano, donde jugó al bridge con una buena cantidad de distinguidos oficiales, tanto ingleses como norteamericanos.

En enero, Jack recibió la noticia de que lo habían ascendido a general de brigada. Unas cuantas noches más tarde, el general Eisenhower le dirigió una sonrisa y lo felicitó. Más tarde, en torno a una mesa de bridge, otros oficiales brindaron con champán por su ascenso.

Más tarde, en la cama, Cecily le dijo:

—Jamás habría pensado que me metería en la boca el pene de un puñetero general.

Haber encontrado a Cecily fue una gran suerte para Jack. La joven satisfacía con entusiasmo sus deseos masculinos y no le pedía grandes exigencias. Además, era una compañera encantadora, siempre dispuesta a hacer lo que a él le apetecía. Y nunca pronunciaba ni una palabra de crítica.

Las cartas de Kimberly no eran tan agradables:

Un bostoniano que ha regresado de una breve visita a Londres dice que allí tienes fama de ser un gran bebedor de whisky. Si existe un lugar en el mundo en el que un hombre puede reforzar su condición de caballero, ese lugar es Londres. Si aprovechas la oportunidad que se te ofrece, y te haces los amigos adecuados, y por las noches no te dedicas a chupar de una botella de whisky, regresarás a Boston con un nuevo barniz que todo el mundo envidiará.

Tu sastre en Londres ha mandado dos espléndidos trajes. No puedo pasar por alto el hecho de que has engordado más de dos centímetros de cintura. ¡Qué vergüenza, Jack!

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En enero de 1944, Curtis Frederick, que llevaba sin volver por casa desde 1940, pidió permiso para ausentarse. Jack se negó y le dijo que se tomara unas vacaciones, pues de ese modo seguiría cobrando el sueldo.

Cuando Curt llegó a Boston, Betsy lo recibió con todo el entusiasmo que logró reunir. Ella no había cambiado: era su esposa en todos los sentidos, como siempre.

A los pocos días de su regreso, Curt le confesó lo que había ocurrido en septiembre.

—Eso no habría ocurrido si yo hubiese estado contigo —dijo Betsy con toda sencillez.

—Sí que podría haber ocurrido. Voy a ser totalmente sincero. Verás, resulta que Willard…

—Siempre he sabido lo que era Willard —lo interrumpió Betsy—. Siempre. Y también conocía tus… preferencias, desde mucho antes de casarnos.

—Betsy… —susurró él.

—Lo toleré. Supuse que merecías la pena. Cuando Willard se marchó a Londres, comprendí por qué. Te daba miedo arriesgar mi vida en el Blitz, pero estabas dispuesto a arriesgar la de él. Eso me gustó.

—Sí. No fue una elección entre… Tienes toda la razón. No estaba dispuesto a poner en peligro tu vida. —Se interrumpió. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Conocerte ha sido lo mejor que me ha ocurrido, Betsy. Siempre lo he pensado, pero hasta este momento no me había dado cuenta de lo mucho que sabías y tolerabas.

—¿Puedes romper con ese tipo de cosas?

—Sí.

—Si regresas a Londres, yo iré contigo.

Curt lanzó un largo suspiro.

—La verdad es que Jack está enfadado conmigo.

—¿San Jack? Si quiere moralizar, que lo haga con otro. Jack y yo cometimos adulterio antes de que tú aparecieras. Y con Connie también se ha acostado.

—Bueno, entre nosotros, en Londres vive con una amiguita. Lo lamento mucho por Kimberly.

—No tienes por qué. Kimberly se acuesta con Dodge Hallowell. Ella se cree que nadie está enterado, pero la verdad es que todo el mundo lo sabe.

Curt logró sonreír débilmente.

—Diré una cosa a favor de Jack: lo que realmente le sentó mal fue que pudiera hacerte daño, es decir, que pudieras llegar a enterarte. Me dijo que si alguna vez te hacía algo malo, me mataría.

Betsy sonrió, divertida, y luego volvió a ponerse seria.

—Muy bien, y digamos algo en tu favor. Has conseguido una espléndida reputación en todo el país para la compañía radiofónica de Jack. Se ha tratado de un perfecto toma y daca.

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Como llevaba fuera del país desde 1940, Curt no tenía cartilla de racionamiento norteamericana. Sin los necesarios puntos rojos y azules, a Betsy no le era posible comprar la comida extra que necesitaba para los dos. Más aún, a Curt le hacían falta zapatos, pero no podía comprarlos sin los cupones adecuados. Así que un martes por la tarde se pasó por el Consejo de Racionamiento de Guerra para solicitar que se le concediese una cartilla provisional y también cupones. Los empleados del consejo sabían quién era y le facilitaron lo que necesitaba.

Después salió a la calle, con la arrugada gabardina y el deformado sombrero que había llevado en Londres. No vio ningún taxi y decidió volver andando a casa.

—¡Curt!

Frederick se volvió. Quien lo había llamado era Willard.

—Cuánto tiempo sin vernos, amigo mío —dijo Willard, al borde de las lágrimas.

—Sí, mucho tiempo.

—¡Pero ahora ya estás en casa!

—Provisionalmente.

—Bueno… ¿crees que podríamos…?

—No, Willard, no podríamos.

El hombrecillo lanzó un hondo suspiro.

—Cuando no me escribiste comprendí que todo había terminado. Pero… solo una cosa, Curt. A ti te dejaron salir de aquel maldito calabozo. ¿No podrías haber conseguido que a mí también me soltaran?

Curt negó con la cabeza.

—No pude hacer absolutamente nada.

—Me mantuvieron encerrado en aquella fría celda. ¡Y luego me llevaron al aeropuerto esposado!

—Lo siento. De haber podido ayudarte, lo habría hecho.

—Te he echado de menos —dijo Willard lastimeramente.

—¿Estás con alguien ahora?

—¡Pues sí! ¡No iba a morirme de asco!

—No, claro que no. Cuídate, Willard.

El hombrecillo tomó de nuevo la mano de Curt.

—¿Seguimos siendo amigos?

Curt sonrió y asintió con la cabeza.

—Desde luego.

—En recuerdo de los viejos tiempos, ¿podrías prestarme algo de dinero? La verdad es que estoy sin blanca.

Curt le dio cincuenta dólares y le pidió que le anotara la dirección en un papel para mandarle más dinero.

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Una vez que Dodge Hallowell comprendió lo que Kimberly deseaba, los dos se entendieron maravillosamente.

Se hicieron un nidito de amor en el ático de la casa de la plaza Louisburg. En el tercer piso, las paredes estaban sin rematar y el mobiliario consistía en aparatos y cachivaches desdeñados por los anteriores propietarios de la casa. Kimberly y Dodge trabajaron juntos, retirando con un aspirador el polvo acumulado durante décadas, limpiando los muebles primero con un trapo húmedo y luego con otro aceitado, hasta que, a la luz de dos lámparas Tiffany, el viejo sofá y los sillones resplandecieron como en sus mejores tiempos. Pusieron una raída alfombra oriental para cubrir el rústico suelo.

El diván victoriano estaba tapizado en terciopelo rojo y, según Dodge, parecía como si lo hubieran sacado de un burdel de postín. Con viejos paños de terciopelo, cerraron una de las buhardillas, convirtiéndola en un vestidor. Luego taparon con otro paño la ventana de la otra buhardilla, a fin de asegurarse la intimidad, y amueblaron la pieza con dos sillas de madera.

Se accedía al ático por medio de una puerta del corredor del segundo piso. La puerta se podía cerrar mediante un primitivo pestillo, pero Dodge taladró la puerta y el marco e instaló un grueso cerrojo para asegurarse de que nadie los molestaba. También cambió la cerradura para que la puerta solo pudiera ser abierta mediante las llaves que tenían Kimberly y él.

La única que se enteró de que se habían hecho su nido de amor en el ático fue la doncella. Si la institutriz, la señora Gimbel, sospechó algo, se mostró discreta y no dijo nada que sugiriese que estaba al corriente de lo que ocurría.

El ático, que no estaba bien aislado, podía resultar frío en invierno y caluroso en verano, pero durante el resto del año cumplía idealmente su cometido.

Un día de marzo, cuando aún hacía un poco de frío, Dodge hizo entrar en calor a Kimberly con un poco de ejercicio. La mujer estaba totalmente desnuda, salvo por unas esposas de acero que le mantenían las manos a la espalda. Una cuerda con un nudo corredizo le rodeaba el cuello. Dodge estaba en el centro de la estancia, con el otro extremo de la cuerda en la mano izquierda. En la derecha sostenía una fusta de montar. Kimberly trotaba en círculos a su alrededor.

No solo trotaba, sino que lo hacía del modo que él quería, alzando las rodillas al máximo. Sus pechos se estremecían, que era lo que él deseaba. Si ella no alzaba las rodillas lo suficiente, o si lo hacía demasiado despacio, la golpeaba en la espalda con la fusta.

Kimberly siguió dando vueltas y más vueltas, hasta que comenzó a jadear y tuvo todo el cuerpo cubierto de sudor.

La mujer había dejado de fumar. Por mucho que se lavase, no lograba quitarse totalmente del cuerpo el hedor a tabaco, y Dodge tenía un pasmoso sentido del olfato. La flagelaba siempre que le detectaba olor a tabaco en el aliento y el dolor era muy real.

Kimberly había perdido ocho kilos y le había prometido a Dodge que adelgazaría más. Para conseguirlo, tuvo que comer y beber menos. Él la sacaba a dar largas caminatas y paseos a caballo. Dodge había puesto una balanza en el ático y, cada vez que iban allí, ella se desnudaba y se pesaba, sabiendo que utilizaría la fusta contra ella si había ganado un solo gramo. También habían limpiado un viejo espejo y lo habían colocado de forma que ella pudiera ver cuánto había adelgazado. La mujer casi había recuperado la esbelta figura que durante tantos años fue su orgullo.

—Muy bien —dijo Dodge, soltándole las esposas—. Coge una toalla y sécate bien.

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Cuando la primavera comenzaba a calentar Inglaterra, comenzaron a caer las bombas volantes V-l. Estas eran un arma que inspiraba auténtico terror. Los bombarderos alemanes habían tenido sus objetivos señalados, pero las V-l no, y podían caer en cualquier lugar de Londres. Aunque volaban más de prisa que cualquier avión, la RAF había desarrollado una técnica para desviarlas durante el vuelo y mandarlas a zonas rurales. Los cañones antiaéreos alcanzaron a muchas de ellas, pero, pese a ello, eran muchas las bombas volantes que caían sobre la ciudad.

Una noche, mientras Jack y Cecily estaban en la cama, una V-l hizo explosión lo bastante cerca del hotel para romper los cristales de las ventanas del dormitorio. Cecily se estremeció y se apretó más contra Jack.

Al principio, él pensó que ella se le arrimaba porque tenía miedo. Luego Cecily comenzó a hablarle en susurros y comprendió que el motivo era otro.

—Se nos acaba el tiempo, Jack. La guerra no tardará en terminar y tú te marcharás a casa.

Él ya había pensado en eso. ¿Y si regresaba a Boston, ponía fin a su matrimonio con Kimberly con un generoso acuerdo y tomaba a Cecily como nueva esposa?

Se daba cuenta de que eso era imposible. En primer lugar estaba la cuestión de la custodia de los niños. Kimberly se quedaría con ellos. Además, cuando examinaba la situación a la fría y clara luz del día, se daba cuenta de que Cecily no era más que una rolliza y agradable muchacha británica. Ella, sin duda, podría darle hijos —solo tenía treinta y cuatro años— y sería una esposa admirativa y complaciente. Pero no contribuiría en nada a los planes que Jack tenía para el mundo de posguerra. En realidad sería más bien una rémora.

A veces, cuando Cecily estaba dormida, recordaba las noches que había pasado en la cama con Kimberly. En los meses anteriores a su partida hacia Londres, su mujer se había mostrado muy aventurera. Jack no pudo por menos de compararla con la acomodaticia criatura que en aquellos momentos calentaba su cama y roncaba suavemente a su lado. Él le había dicho a Connie que era capaz de amar a más de una persona a la vez. Bien, pues no podía evitar querer a Cecily. Pero también quería a Kimberly.

Kimberly era gruñona y cosas peores. Pero no por ello había dejado de quererla.

¡Qué guerra tan maravillosa!, se dijo sombríamente. Pero la guerra terminaría y tendría que volver a casa.