dieciséis
septiembre de 1944

Kimberly alzó la cabeza y sonrió perezosamente a Dodge Hallowell. Este apoyó el pie contra la barbilla de ella y empujó suavemente. Ella, que carecía de equilibrio y de cualquier tipo de control sobre sí misma, cayó de costado. Llevaba puestos dos pares de esposas. Un par unía su muñeca izquierda al tobillo derecho y el otro la muñeca izquierda con su tobillo derecho, a su espalda. La mujer se hallaba inmovilizada en una posición dolorosa e incómoda y acababa de ponerse de rodillas cuando él la empujó y la hizo caer.

—¡No me des patadas, cabrón!

—Eso no ha sido una patada.

—Muy bien, entonces dame una a ver si noto la diferencia.

Él se puso en pie y le dio un puntapié en la cadera.

¡Uff! —exclamó ella y rodó sobre sí misma. La suela del zapato de Dodge le había manchado la cadera, pero no había dejado magulladura—. ¡Me has hecho daño, maldita sea!

—He hecho lo que me has pedido.

—Bueno…

—¿Quieres que te las suelte?

—Quiero que me esposes por delante de modo que el culo me quede en el aire y me puedas follar por detrás.

Dodge sacó una llavecita del bolsillo y le soltó las esposas de los tobillos.

—Tcht, tcht —dijo—. Moratones. ¡Cristo bendito! Cuando llegue Jack todavía se te notarán.

—Ponme las esposas un poco más holgadas.

—En torno a los tobillos no pueden quedar más holgadas. No están pensadas para ponerlas ahí.

—Bueno, yo me ocuparé de Jack. Ahora espósame a una viga.

—Y luego, ¿qué?

—¡Luego, lo que quieras!

Mientras ella permanecía con las manos sujetas por encima de la cabeza, él la tomó por detrás. Ella gimió, extática.

Una vez la hubo soltado, Dodge guardó en su maletín los dos pares de esposas, junto con unos pedazos de cadena y media docena de pequeños candados. Guardó además dos pares de bragas sin entrepierna, un sostén con orificios para que asomasen los pezones y un conjunto de stripper: un sujetador transparente y un tanga.

Kimberly, desnuda, lo observaba desde el sofá.

—No pienso renunciar a estos momentos —se limitó a decir—. Simplemente, tendremos que buscarnos otro sitio.

—No sé qué otro sitio —respondió él, resignado.

—¡Alquila un apartamento, por el amor de Dios! ¿Tan raro es que una pareja tenga su nido de amor? El nuestro ya no puede seguir estando en el ático de esta casa, eso es todo.

—¿Qué haría Jack si se enterase? —preguntó Dodge.

—¿Qué haría yo si me enterase de lo que ha hecho él en Londres durante los últimos dos años y medio?

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La noche de su regreso al hogar fue cuanto Jack podría haber imaginado. La familia se sentó a disfrutar de una cena que fue servida por Kimberly y Joan, ya que habían dado permiso a la cocinera y la doncella. Jack dejó sobre la mesa los regalos de los niños. A John le había llevado un juego de auténticos modelos de identificación de la Fuerza Aérea Estadounidense, pintados de negro y fabricados para ayudar a los pilotos norteamericanos a identificar los aviones alemanes; un surtido de galones y otras insignias de la USAF, la RAF y la Luftwaffe, y una Cruz de Hierro que le habían quitado a un piloto alemán derribado. A Joan le había llevado una pulsera de oro en la que estaban reproducidas la Cruz Victoria y otras condecoraciones británicas y también un pañuelo blanco de seda que le habían quitado a un piloto de caza alemán derribado.

Los dos niños bebieron sorbos de champán y luego de un excelente burdeos que Kimberly había reservado para la fiesta de regreso. Comieron caviar y luego lonchas de rosbif con pudding de Yorkshire.

La única nota triste de la noche se produjo cuando John dijo:

—Háblanos de Cecily, papá.

Jack miró a Kimberly y, luego, frunciendo el ceño, respondió:

—Lo único que puedo deciros es que sucedió en un instante. No sufrió. Pasó de estar viva a… no estarlo. Y no hubo nada que se pudiera hacer para evitarlo. A mí me podría haber ocurrido lo mismo que a ella.

Una hora más tarde, en el dormitorio principal, Kimberly encendió un cigarrillo —el primero que fumaba en varias semanas— y dijo:

—Más vale que lo admitas. Querías a Cecily. La poseíste, incluso cuando trabajaba aquí. Y en Londres te resultó de lo más conveniente. Pero no eres de los hombres que se acuestan con mujeres que no les importan. Tú sentías afecto por Cecily.

Jack colgó el traje de Savile Row que había usado durante la cena y se volvió hacia Kimberly.

—Muy bien. Sentía afecto por ella.

La querías.

Él asintió con la cabeza.

—Estoy dispuesta a olvidar lo ocurrido —dijo ella—. Las circunstancias…

—El destino lo arregló todo muy bien, ¿no es eso? —preguntó él, no sin cierta crispación.

—No pretendía decir eso ni nada parecido.

—No, claro. Desde luego que no. Pero no voy a engañarte. Lloré. Derramé un montón de lágrimas por ella.

—La guerra… —dijo Kimberly—. Ahora lo que debemos hacer es olvidarlo. Bueno, no olvidarlo, sino aprender a vivir con ese recuerdo.

Jack le entregó a Kimberly los regalos que le había traído, un brazalete de esmeraldas y una foto firmada del rey Jorge VI y de la reina.

La noche fue cuanto Jack podría haber imaginado.

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Kimberly insistió en que Jack fuera de uniforme durante la recepción de bienvenida que se dio en su honor en la casa de la plaza Louisburg. Ella parecía mucho más complacida por los uniformes que le habían hecho en Savile Row que con los uniformes apresuradamente confeccionados que Jack había llevado antes de salir para Londres… Aparte, el hecho de que ahora tenía en los hombros estrellas de general en lugar de barras de capitán.

Ciertamente, Kimberly estaba deseosa de presumir de marido. Jack había alcanzado una graduación superior a la de cualquiera de sus amigos o conocidos. Mientras preparaba la fiesta, se sorprendió deseando que su esposo hubiera ganado algún tipo de medalla. Hizo enmarcar la carta que le dirigió el presidente Roosevelt. Él pensaba colgarla en su despacho, pero no podía llevarla con el uniforme. Lo único que Jack tenía era una modesta cinta que indicaba que había servido en Europa. Pero se daba cuenta de que hasta esa pequeña distinción era más de lo que tenían muchos de sus conocidos, que se habían pasado toda la guerra en Boston o en Washington.

—Jack sí tuvo algunas experiencias de primera mano en la guerra —le comentó a una amiga durante la recepción—. Estuvo en Bélgica, supongo que lo recuerdas, y vio cómo ametrallaban a muchos civiles belgas y también fue testigo del cruce del río Mosa en Sedán por los alemanes. Además, la mujer que le hacía de chófer personal murió en Londres debido a una bomba volante.

Dodge Hallowell estrechó con firmeza la mano de Jack y se manifestó encantado de que hubiera regresado sano y salvo.

—Lo cierto es que para mí ha resultado un bochorno haber sido demasiado joven para la anterior guerra y demasiado viejo para esta.

—La guerra es un juego para jóvenes, Dodge —dijo Jack—. Yo tenía demasiados años para participar verdaderamente en ella, salvo en el tipo de trabajo de oficina que realicé.

—Pero, al menos, tú estuviste allí. Y, según tengo entendido, viste algo, experimentaste parte de la tragedia. No puedo decir que te envidie, pero lo cierto es que me da la sensación de haber vivido en la periferia.

—Pues estoy encantado de haber vuelto a la periferia —aseguró Jack. Le dio a Dodge una palmada en el hombro y luego siguió de largo. Acababa de posar la mirada en algo irresistible.

Connie Horan extendió ambas manos y las cerró cálidamente sobre las de Jack.

—¡He estado preocupadísima! Por Dan y por ti. Creo que ya han bombardeado todos los lugares desde los que se lanzaban las bombas volantes, ¿no?

Jack hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Cuándo podré verte a solas, Connie? —preguntó, ansioso.

—No sé si debemos vernos —susurró ella—. No sé si debemos.

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En una reunión con Mickey Sullivan y Herb Morrill, Jack decidió que había llegado el momento de que el mundo se enterase de que Betty —Carolyn Blossom— era negra, siempre y cuando ella estuviera de acuerdo.

Ella no lo estuvo. Aquel año había ganado por cuarta vez el premio de la revista Broadcast como la mejor comediante radiofónica de Norteamérica, un galardón que Gracie Allen había ganado nueve veces. Jack deseaba que Carolyn y su marido asistieran con los Lear y con los Sullivan a la cena en que serían otorgados los premios y que el mundo entero se enterase de que Betty era en realidad Carolyn Blossom.

¡No! —exclamó ella cuando Jack lo propuso—. ¿Y que la gente me llame nigger?[6]. Y, aunque no me lo llamaran, lo pensarían. Hace ya mucho tiempo decidí que me importaba más el dinero que los principios. El momento de los principios fue hace mucho, Jack. Entonces no lo hicimos y no pienso hacerlo ahora. Tú mismo me dijiste una vez que lo más importante es tener una cuenta corriente saneada. Bueno, pues yo la tengo. Mi hombre y yo vamos a vivir en el sur de Francia. Seremos vecinos de Josephine Baker, que es la que nos aconsejó que nos mudáramos allí.

—Bueno, pues lo lamento muchísimo. Debí defender esos principios hace tiempo.

—Me lo he pasado divinamente durante trece años y tú me has pagado con generosidad. Te estoy muy agradecida.

—Soy yo el que te está agradecido a ti. Tú has sido uno de los puntales de nuestra programación. Lamento de veras que…

—Jack… ninguno de los dos tuvo la suficiente talla para defender sus principios. Tú no lo hiciste y yo no insistí en ello. Nos embolsamos una buena cantidad de dólares gracias a nuestra cobardía. Quizá algún día debamos rendir cuentas por ello. Pero, de momento, lo que voy a hacer es largarme a disfrutar de mi dinero.

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Los años de guerra no habían empañado el contagioso entusiasmo de Herb Morrill. Este nunca había logrado convencer a Jack de que Jack Benny era gracioso, pero había convencido a su jefe de un montón de cosas.

—Te juro que esto funcionará —dijo a Jack, a Mickey Sullivan y a Emil Durenberger. Durenberger se había licenciado del ejército y trabajaba para la Lear Broadcasting. Jack llamaba ahora a Durenberger Cap, por la graduación que tenía cuando se conocieron. Se hallaban reunidos en el despacho de Jack a últimos de enero—. No solo será un éxito técnico, sino también comercial.

—¿Adónde hay que ir a verlo? —preguntó Jack.

—A Cambridge. Tienen uno montado en un laboratorio de Harvard. Un profesor llamado Loewenstein es el experto que nos hará la demostración.

Aquella tarde, Herb, Jack y Cap visitaron un oscurecido laboratorio y contemplaron una curiosa botellita que tenía en el fondo una tenue y difusa imagen. Extrañamente, la imagen era un retrato animado de ellos. La cámara que lo producía miraba en su dirección.

Jack se sintió fascinado. Gesticuló y se vio hacerlo en la superficie del tubo de rayos catódicos, que era el nombre que el profesor había dado a la botella. En el interior de la cámara, explicó, había un orticonoscopio. Este convertía la luz en impulsos eléctricos y el tubo de rayos catódicos transformaba de nuevo los impulsos eléctricos en luz.

El doctor Friedrich Loewenstein hablaba con marcado acento alemán. Era un joven alto, rubio y apasionado.

—A lo que voy, señor Sear…

—Lear.

—Oh. Ya. Lo siento. A lo que voy es que la señal de la imagen se puede transmitir por una frecuencia radiofónica, del mismo modo que se puede transmitir una señal sonora.

Jack sonrió.

—Sí, pero eso ocurrirá dentro de cincuenta años.

—No, señor —dijo el doctor Loewenstein—. Ya se ha hecho. En 1939 se retransmitieron imágenes de la Feria Mundial desde los terrenos de exhibición hasta receptores situados en el centro de Manhattan. Y, unos años atrás, también se hizo en Inglaterra. De no ser por la guerra, ya habría emisoras en funcionamiento, transmitiendo imágenes y sonidos. Durante la guerra hemos concentrado toda la investigación científica en cosas como el radar y el sonar. Esta tecnología fue momentáneamente relegada. Todo el mundo está interesado en volver a ella cuanto antes.

—¿Cómo se llama? —preguntó Jack.

—No se sabe con certeza. Como a la transmisión del sonido se le llama radio, quizá esto se llame vídeo.

Jack señaló el receptor. Era una maraña de cables y lámparas que no estaba embutida en ningún tipo de carcasa.

—Supongamos que una familia desease comprar un chisme de estos lo mismo que se compra una radio, ¿cuánto costaría?

—Esto no es más que un cálculo aproximado, señor Lear —dijo el doctor Loewenstein—, pero algunos pensamos que podría fabricarse por menos de mil dólares.

—Costaría más que un coche —señaló Cap Durenberger.

—Y puede que también tuviera más valor —dijo Jack—. Una familia podría sentarse frente a ese chisme y ver las noticias en el momento que sucediesen. Imaginaos una de las «Charlas junto a la chimenea» de Roosevelt, viendo al presidente además de oyéndolo.

—Eso es una clara posibilidad —dijo el doctor Loewenstein.

Cap meneó la cabeza.

—Estamos hablando de un futuro muy distante —dijo.

—Pero esto podría colocamos comercialmente en ese futuro —dijo Jack—. Profesor, voy a proponerle algo. ¿Aceptaría un salario por convertirse en asesor de nuestra compañía y mantenernos informados del desarrollo de esta tecnología, incluyendo en la asesoría los nombres de otras empresas que estén interesadas en ella?

—Tendría que pensarlo —dijo el doctor Loewenstein.

Una semana más tarde, el doctor telefoneó a Jack y le dijo que estaba dispuesto a firmar el contrato como consultor de la Lear Broadcasting.

—Resulta muy difícil decirle que no, señor Lear.

Jack había hablado con Solomon Weisman acerca del doctor Loewenstein. Weisman, que había reclutado a Jack para la B’nai B’rith, conocía a Loewenstein, ya que este era un judío cuya familia había huido de Alemania en 1934, cuando el científico tenía veinte años. Weisman había hablado al profesor de los servicios prestados por Jack a la causa de una mejor comprensión de los peligros del nazismo y de la entrada de Norteamérica en la guerra.

—No pienso invertir demasiado en esto del vídeo —dijo Jack al profesor—. Pero quiero estar plenamente informado de los avances de esa tecnología.

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Miércoles, 14 de febrero de 1945

—Esto es lo que Kimberly me hace —dijo Jack a Connie. El hombre utilizó los índices y los pulgares para pellizcarse los pequeños michelines que se le formaban en la cintura—. ¿Sabes lo que ella ha hecho? Ha dejado de fumar, ha dejado de beber. Se ha puesto a dieta para adelgazar. Ahora pesa casi lo mismo que cuando nos casamos. Yo peso nueve kilos más y, supuestamente, debería sentirme avergonzado.

Se hallaban en el dormitorio de Connie. A media mañana, los hijos de ella estaban en el colegio.

—Estás un poco más grueso que antes, eso sí que es cierto —dijo Connie.

—¿Tú también quieres pellizcarme?

Connie giró sobre sí misma para apretarse contra él.

—Pero eres un hombre de buen trato —dijo. Lanzó un suspiro—, y persuasivo. ¿Qué te parece, Jack? ¿Nos tomamos un trago de whisky mañanero?

—¿Por qué no? ¿Por qué vivir siempre ateniéndonos a las normas?

La mujer se puso una bata, fue al piso de abajo y volvió con una botella de Black & White, dos vasos y un recipiente con hielo.

No necesitó pedirle que se despojase de la bata. La primera vez que se había desnudado le dijo a Jack que deseaba conocer su opinión acerca de su cuerpo. Connie tenía treinta y cuatro años y había ganado algo de peso mientras él estuvo fuera. Sus piernas eran largas y esbeltas como siempre, pero sus pechos habían adquirido una nueva e invitadora exuberancia. Jack consideró que la mujer había mejorado y así se lo dijo.

Cuando dejó de lado su vaso, Connie tomó el pene de su compañero y lo exploró con largos y delicados dedos. Era como si deseara renovar su relación con el miembro. Le levantó el escroto y le frotó suavemente los testículos.

—Voy a pecar contigo, Jack —susurró—. ¡Que Dios me perdone!

—¿Vas a lamerme? Eso era lo que más te gustaba cuando…

—¿Lamerte? ¡He dicho que iba a pecar!

—Por mí, perfecto. Pero no olvides que existe un cierto riesgo.

—Jack… ¿Solo lamerte? No podría conformarme con eso. Ya no. Tú me enseñaste lo agradable que es tener un hombre en mi interior. Antes de ti, yo no sabía que eso podía gustarme. Recuérdalo. No creía que debiera gustarme. Pero ahora, Jack… ¡Llevo año y medio sin saber lo que es un hombre!

Él alargó la mano a su chaqueta y sacó un condón del bolsillo.

—Bueno, más vale que…

—¡No! ¡Oh, no! Hacerlo contigo ya es suficiente pecado, sin necesidad de añadir el uso de una goma.

—Connie, podrías quedarte embarazada.

—No. He contado los días con mucho cuidado. Este es el momento en el que puedo disfrutar sin concebir. Y quiero disfrutar.

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En febrero, Jack adquirió otra emisora en Atlanta. Con esa, la cadena Lear pasó a estar compuesta por once estaciones. Señalando que Lear Broadcasting no era un nombre atractivo, el siempre astuto Cap Durenberger sugirió que llamasen a la cadena de emisoras LNI, por Lear NetWork Incorporated. Jack aceptó la idea y Durenberger contrató a un dibujante para que diseñase un logo para la LNI.

Para Durenberger estaba claro que la cadena necesitaba más que un logo que solo se podía usar en la publicidad impresa; lo que a la LNI le hacía falta era un distintivo sonoro pegadizo, algo parecido a las tres notas musicales de la NBC.

Jack sabía algo acerca de los distintivos sonoros radiofónicos. En todo el mundo, las estaciones de onda corta subvencionadas por los gobiernos de los distintos países abrían sus programas diarios emitiendo repetidamente una frase musical, que solía estar formada por las primeras notas de su himno nacional. En Estados Unidos no se utilizaban las notas iniciales de Barras y estrellas, sino las de Columbia, gema del océano.

Para la LNI, Jack escogió las notas iniciales de Barras y estrellas, interpretadas con un xilófono.

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Cap Durenberger odiaba volar, por eso en marzo se fue en tren a Los Ángeles, donde contrató a la exitosa cómica cinematográfica Sally Allen por cinco años con la LNI. Comprometió a la LNI a pagar a la actriz medio millón de dólares anuales por veinte programas de media hora. Se trataba de una cantidad totalmente inusual para ese número de programas en una cadena de once estaciones. Para su cesión al cine, Sally debería pagar a la LNI el 10 por ciento del salario de las películas que realizara.

Jack y algunos más se mostraron escandalizados por los generosos términos del contrato hasta que alguien encontró tiempo para leer sus cien cláusulas y descubrió que la LNI se reservaba el derecho de aceptar o rechazar los contratos cinematográficos de Sally. Y, lo que era más, la LNI tenía derecho a vender su visto bueno.

—Es algo sumamente simple, jefe —le dijo Durenberger a Jack con un malévolo brillo en los ojos—. Los programas de radio de Sally la convierten en una estrella más que nunca, los estudios de cine claman por un contrato cinematográfico y nosotros lo vendemos al mejor postor, con lo cual recuperaremos la mayor parte de nuestro dinero, si no el medio millón completo.

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Martes, 17 de abril de 1945

A Connie, la dignidad jamás la abandonaba. Ni tampoco el estilo. La mujer estaba deslumbrante cuando se reunió con Jack para almorzar en el comedor de damas del Common Club. Jack seguía opinando que Connie era la única mujer de Boston que podía compararse con Kimberly en belleza y elegancia.

Cuando tuvieron sus bebidas ante ellos y Jack la saludó con su copa, Connie hizo un sencillo y sosegado comentario.

—He hablado con mi médico, Jack. Estoy embarazada.