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1932
Los estudios y el equipo transmisor de la WCHS no se hallaban junto al río Charles, como sugería el membrete de las cartas comerciales de la emisora, sino en Southie. Jack Lear no estaba dispuesto a desplazarse a Southie todos los días, así que sus oficinas ejecutivas se hallaban en unas habitaciones situadas sobre un teatro, al sureste del parque Common.
Oficinas ejecutivas era en realidad un término demasiado ampuloso para las habitaciones desde las que se dirigía la emisora de radio. Su nómina de ejecutivos constaba únicamente de dos personas, el propio Jack y Herb Morrill, cuyo cometido era vender publicidad. Jack había heredado a Herb. Este llevaba desde 1928 empleado en la WCHS, lo que le convertía en un veterano no solo de la emisora, sino también del negocio de la radio. Vendía anuncios, pero también se le ocurrían excelentes ideas.
En realidad, fue idea de Herb y no de Jack efectuar la encuesta de audiencia. Cuando llegaron los resultados y no fueron favorables, Jack decidió falsificarlos y luego airearlos con tal frecuencia y durante tanto tiempo que, pese a los esfuerzos de las otras emisoras por desmentirlos, lo de que la WCHS era la estación de radio favorita de Boston se convirtió en un dogma de fe.
Una mañana del mes de febrero, Herb llevó a la oficina a un trío de cantantes y Jack, de mala gana, se prestó a oírlo.
Herb Morrill poseía un entusiasmo contagioso. De él se contaba que había sido un exitoso contrabandista de alcohol, que abandonó el negocio cuando, atinadamente, previó el fin de la Ley Seca. Lo cierto era que sentía auténtica fascinación por la radio desde que, siendo solo un muchacho, utilizó su radio de galena para sintonizar la emisora KDKA, que emitía desde Pittsburgh. Su padre era zapatero y enseñó a su hijo el oficio. Durante un tiempo, Herb se dedicó a poner medias suelas y tacones. Pero en cuanto terminaba el trabajo, corría a su casa, engullía rápidamente la cena y se colocaba los auriculares para escuchar emisoras de puntos tan distantes como Kansas City y Chicago. En 1928 abandonó el oficio para entrar a trabajar en la WCHS. Deseaba ser ingeniero, pero le faltaba formación para ello, así que se conformó con vender anuncios.
Herb solo era dos años mayor que Jack, pero parecía sacarle una década completa. Compartía con Jack la tendencia a la calvicie, pero la suya estaba mucho más avanzada. Llevaba gafas redondas de montura dorada que le daban un aspecto entre tímido y pedantón. Su apariencia era engañosa, ya que se trataba de un hombre agresivo y que no tenía pelos en la lengua.
—¡Ya verás cuando oigas a estos tipos! ¡Ya verás!
Jack estaba acostumbrado a la exuberancia de Herb. Encendió un cigarrillo y miró con escepticismo al trío. Los tres componentes vestían trajes marrones de chaqueta cruzada.
—¡Escucha!
El trío comenzó entonando.
—Hmmmmmmmm.
Jack se tapó los ojos.
—No hagáis eso. Cantad algo.
Ellos obedecieron:
Soy el cigarrillo Geraldo y todos los hombres dicen
que soy el mejor cigarrillo que hoy se encuentra en el mercado.
Con mi tabaco de selección os daré plena satisfacción,
no encontraréis nada mejor, tenéis mi palabra de honor.
Si queréis los mejores cigarrillos del mercado,
comprad un paquete de Geraldo y daos el gran gustazo.
—¡Cristo bendito! ¡Herb! ¿Qué mal te he hecho para que te vengues de mí de este modo?
—No te gusta, ¿verdad? A mí tampoco. Al público que lo oiga tampoco le gustará. ¡Pero recordará el mensaje! ¡Los cigarrillos Geraldo son los mejores! Recordarán el puñetero mensaje. ¡Al éxito mediante la exasperación, Jack!
—Exasperación… ¿Te has vuelto loco? ¿Quieres que tus clientes potenciales se cabreen contigo?
Herb sonrió.
—A los hermanos Levy les gusta, comprenden de qué va la cosa. Tal vez los compradores potenciales se sientan irritados por el mensaje, pero de lo que no cabe duda es que lo recordarán. Los Levy están dispuestos a firmar un contrato de seis meses como patrocinadores de «La hora de los cigarrillos Geraldo». Nuestro trío cantará el jingle, cantarán otro par de canciones en cada programa y podemos meter de relleno una orquesta y a Los Chistosos, o a Betty o a alguien así.
—¡Seis…! Bueno, ¿y cómo llamas a esa ocurrencia? Me refiero a lo de cantar el anuncio. ¿Cómo lo llamas?
Herb se encogió de hombros.
—Mensajes musicales, por ejemplo. ¿Por qué vamos a conformarnos con que un melífluo locutor recite el anuncio cuando podemos tener…?
—¡Vale, vale! ¿Has contratado a esos tipos?
—Por cincuenta dólares a la semana.
—Muy bien.
—Por barba.
—¿Por barba?
—Cantarán para nosotros. Anuncios, canciones, lo que sea. No solo actuarán en el programa de los cigarrillos Geraldo.
—¿Cómo se llaman?
—Los Hermanos Bronson.
—¡Cristo! —exclamó Jack—. A partir de ahora serán… Los Armónicos, Los Hermanos Canoros, Los Melódicos… Algo así. Los Melódicos. ¿Qué os parece, muchachos?
Los Hermanos Bronson asintieron solemnemente con la cabeza.
—Muy bien. Y poned el «hmmmmmmmm» al principio. Si vamos a ser memorables, seámoslo del todo.
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Seis semanas antes de la fecha prevista del parto, el vientre de Kimberly aumentó y la joven comenzó a tener aspecto de embarazada. Su madre pasaba cada vez más tiempo en la casa. Y contrataron a una niñera, a una muchacha inglesa de Lambeth llamada Cecily Camden. Se instaló en la habitación que los Lear prepararon para ella en el tercer piso de la casa.
Desgraciadamente, la casa solo tenía un cuarto de baño en el segundo piso, más un retrete situado junto a la cocina. Cecily utilizaría el retrete para todo salvo para bañarse, lo que solo podría hacer en el baño del segundo piso. La muchacha llevaba en la casa menos de una semana cuando Jack entró accidentalmente en el baño y la sorprendió en la bañera. Ella sonrió y cogió una toalla para cubrirse, pero no gritó y Jack se disculpó y salió del cuarto sin mucha prisa.
—Esta semana tendré que ir a Nueva York —le dijo a Kimberly, aquella misma noche, mientras cenaban—. De no ser por tu avanzado estado, te llevaría conmigo.
—¿A qué vas?
—Bueno, ya sabes lo fácilmente que se entusiasma Herb. Su último descubrimiento es un cómico de revista que trabaja en Las Vanidades de Earl Carroll. Cree que deberíamos intentar contratarlo para que venga a Boston a hacer un programa de radio. Media hora de chistes y pequeñas escenas. El tipo no es nada barato y no pienso contratarlo hasta haberlo visto en acción.
Kimberly se encogió de hombros.
—Ya tienes a Los Chistosos. ¿Cuántos cómicos más necesitas?
—Herb dice que, comparados con este tipo, Los Chistosos son unos aficionados.
—¿Y por qué iba a abandonar un hombre así Las Vanidades de Earl Carroll para venir a trabajar a una emisora de radio de Boston?
—Trabajar en Las Vanidades resulta fantástico. Pero no es un trabajo fijo. El tipo se gana la vida en la revista, pero el cine y la radio casi han terminado con la revista. Como muchos otros cómicos, se muere por probar suerte en la radio.
—¿Crees que realmente merece la pena viajar hasta Nueva York para ver su número? —preguntó Kimberly con escepticismo.
—Le prometí a Herb que lo haría.
—¿Y cómo se llama ese cómico?
—Jack Benny.
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Kimberly insistió en que Jack se llevara la corbata blanca y el frac, aparte de su sombrero de copa plegadizo, para asistir al teatro en Nueva York. Una vez en la ciudad, donde ella no podía verlo, Jack fue a ver Las Vanidades con traje oscuro de chaqueta cruzada.
Herb fue con él. Había comprado dos butacas de primera fila.
Benny era el principal comediante. Aparecía en varias escenas y luego hacía un monólogo.
—Herb —dijo Jack mientras caminaban pasillo arriba hacia la salida—, ese hombre no tiene gracia.
—No estoy de acuerdo contigo, Jack. Creo que es el tipo más gracioso que he escuchado en mucho tiempo.
—¿No sería posible saltarnos la cena con él?
—No creo, resultaría muy violento.
Cuarenta y cinco minutos más tarde se sentaban a una mesa del Stork Club junto a Jack Benny.
Benny acababa de celebrar su trigésimo séptimo cumpleaños. Jack encontraba un cierto atractivo en el rostro inocente y abierto del hombre y en su forma inexpresiva y vacilante de contar chistes, pero a él, simplemente, no le hacía gracia.
—Los dos os llamáis Jack —comentó Herb—. Eso hace la conversación un poco incómoda, ¿no?
—Podéis llamarme Ben —dijo Jack Benny—. Mi verdadero nombre es Benjamín Kubelsky.
El Stork Club era un bar clandestino. El propietario, su anfitrión, era un ex convicto llamado Sherman Billingsley, que había cumplido condena en una prisión de Oklahoma antes de ir a Nueva York y convertirse en el contrabandista de alcohol de la alta sociedad. Conocía a Jack Benny y se acercó a la mesa para saludarlo a él y a sus acompañantes.
—Me alegro mucho de verte por aquí, Jack —dijo Billingsley—. Y también de verlos a ustedes, señor Lear, señor Morrill. —Señaló con un movimiento de cabeza la botella de Johnnie Walker que tenían en la mesa—. Cortesía de la casa, señores.
—Gracias, Sherm —dijo Jack Benny—. ¿Hay alguien interesante en el local esta noche?
—Tal vez le interese ese caballero —dijo Billingsley, señalando con un discreto ademán de cabeza hacia una mesa a la que se sentaba un hombre alto y de aspecto distinguido que fumaba un cigarrillo y charlaba animadamente con una diminuta muchacha.
—¿Quién es? —preguntó Benny.
—El general Douglas MacArthur, jefe de Estado Mayor del ejército norteamericano. La muchacha es su amante. Es filipina.
Jack Benny se encogió de hombros. Aparentemente, el general MacArthur no le interesaba.
—No se les ocurra volverse a mirar —dijo Billingsley—, pero el tipo moreno sentado dos mesas más atrás, el que tiene ojos de lobo, es Lucky Luciano.
—¿Quién es Lucky Luciano? —preguntó Jack Lear.
Billingsley enarcó las cejas, como si le costase creer que hubiera alguien que no conociera a Lucky Luciano.
—Es el jefe de todos los gánsteres de Estados Unidos. Él y sus muchachos tomaron el poder no hace mucho. Simplemente, liquidaron a todos sus rivales.
Jack Benny no se volvió a mirar a Luciano. El gánster no parecía llamarle la atención más que el general MacArthur. Su único interés era la gente de la farándula y todo lo demás lo dejaba indiferente.
—Mire a su izquierda, Jack —dijo Billingsley—. Esa es Lucille LeSueur, que últimamente se hace llamar Joan Crawford.
—Ajá —dijo Benny y se volvió a mirar a la actriz.
—No está nada mal —dijo Jack Lear.
—Quiero preguntarle algo, señor Lear —dijo Jack Benny—, respecto a la radio. Tuve problemas con un chiste. ¿Qué ocurriría si lo contase por su emisora de radio? Aparezco en escena llevando una chica en brazos. Le digo a un tipo vestido con mono de trabajo: «Señor McDonald, su hija se cayó al río, pero no se preocupe, la hice revivir.» Y el granjero contesta: «¡Qué demonios, si la ha revivido, tendrá que casarse con ella!»
Jack rio entre dientes.
—Los de la Legión de la Decencia pondrían el grito en el cielo. Pero extraoficialmente le diré lo que pienso acerca de la Legión de la Decencia: que les den por culo.
—Decir «que les den por culo» y salir luego de rositas son cosas distintas —dijo Herb—. En este país, los Babbitt son los que mandan.
—No estoy seguro de que sea así —comentó Billingsley—. Estoy seguro de que la Prohibición será abolida antes de dos años.
—¿Y qué será de usted entonces, Sherm? —preguntó Jack Benny.
—Me convertiré en una persona respetable —dijo Billingsley—. Bueno, amigos, los dejo. Ah… Si alguno de ustedes necesita una chica limpia y de lujo, no tienen más que decirlo.
Mientras salían del club, Jack meneó la cabeza.
—Quizá hubiese debido hacer caso de la oferta de Billingsley. Así el viaje a Nueva York no hubiera sido una pérdida de tiempo total.
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A mediados de abril, Herb entró en el despacho de Jack, sonriendo, feliz.
—Mira esto —dijo. Tendió a Jack un ejemplar de Variety. Uno de los titulares rezaba: «Benny será el cómico estrella en “La hora de Cañada Dry”. Otro cómico de revista se pasa a la caja pequeña.»
Jack le echó un vistazo al artículo.
—No me importa, Herb; ese tipo no tiene gracia, ninguna en absoluto. No me gustan nada los cómicos que empiezan un chiste diciendo que es graciosísimo. Yo…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Contestó.
—¿Algo importante…? —preguntó Herb.
—Voy a ser padre. Tengo que ir al hospital.
Kimberly dio a luz un muchacho. Aunque le pusieron el nombre de su padre, lo llamaron John, no Jack: John Wolcott Lear.