cuatro
1933
A Jack y a Kimberly les encantaba la casa de la calle Chestnut, pero su reducido tamaño les imponía una serie de limitaciones. Su capacidad para recibir visitas estaba severamente menoscabada por la falta de cuartos de baño. Cecily, la niñera, ocupaba el único cuarto de servicio que tenía la casa. Kimberly había contratado a una doncella y a una cocinera, pero ninguna de las dos podía ser interna, motivo por el cual en la casa desaparecía el servicio a primera hora de la tarde, cuando la doncella se marchaba a su casa de Southie. Además, la casa carecía de garaje.
En el otoño de 1933 encontraron una casa mucho mayor, situada en la plaza Louisburg. Tras hacer balance de su situación financiera, Jack decidió que podían comprarla. Vendió la casa de la calle Chestnut por 67.500 dólares y obtuvo de la inversión un beneficio de 7500 dólares. Se negó a tratar con agentes inmobiliarios, insistió en negociar directamente con el vendedor y compró la casa por 135.000 dólares.
La nueva casa no era ni tan vieja ni tan elegante como la anterior, pero era más acorde con sus necesidades. Desde el vestíbulo, los invitados podían pasar a la sala o bien a la biblioteca situada a la derecha. Había un amplio comedor formal y la cocina era grande y estaba perfectamente equipada. Además, en el primer piso también había un bonito baño de invitados.
En el segundo piso había cuatro dormitorios. El principal disponía de un gabinete y un baño. Otro baño adicional daba servicio a los otros dormitorios. En el tercer piso había tres pequeños cuartos de servicio, una salita para los criados y otro baño.
El baño del dormitorio principal disponía de una inmensa bañera con patas como garras de león. Jack solía decir en broma que era tan grande que temía ahogarse en ella. El rasgo más interesante del baño, que Jack y Kimberly gustaban de mostrar a sus amigos de confianza, era un cuarto de ducha con paredes de mármol que tenía tamaño suficiente para que cinco personas se ducharan juntas. La alcachofa de la ducha era niquelada, tenía el tamaño de un plato hondo y estaba tan alta que quedaba fuera del alcance de quien se estuviera duchando. Tres de las paredes de la ducha estaban surcadas por tuberías niqueladas que tenían pequeños agujeros, formando lo que se llamaba una ducha de agujas. Al utilizar la ducha de agujas se recibía el impacto de pequeños chorritos de agua a presión que estimulaban la piel hasta casi hacer daño. También había un bidé con un surtidor que lanzaba un chorro de agua hacia arriba.
La primera noche que pasaron en la nueva casa, Jack y Kimberly se ducharon juntos. Después de eso, decidieron que dejarían de usar los baños de bañera y solo utilizarían la ducha, casi siempre los dos al mismo tiempo.
Al cabo de dos semanas de haberse instalado, Jack invitó a Cecily a ducharse con él. La muchacha lanzó muchos «ah» y muchos «oh» al recibir los aguijonazos del agua y no ofreció la menor resistencia cuando él la abrazó por detrás y la penetró. Al terminar, Jack la ayudó a usar el bidé para lavarse, con la esperanza de que aquel rudimentario sistema anticonceptivo fuera suficiente.
Cecily era la típica muchacha inglesa. Tenía la piel muy blanca, las mejillas como manzanas, grandes ojos azules y cabello rojizo. Bromeando, Kimberly decía que la muchacha tenía la complexión de un ama de cría: sus pechos eran enormes, su vientre prominente y sus caderas amplias, con una pelvis como una enorme palangana.
Cecily había pasado algo más de un año en una universidad cercana a Londres, estaba bien educada y tenía acento de Oxford, no del East End. El viaje a Estados Unidos había representado una gran oportunidad para ella y la joven afirmaba que deseaba quedarse en el país y adquirir la ciudadanía norteamericana. Les había dicho a los Lear que les agradecía que la hubieran contratado como niñera, pero que albergaba la esperanza de que, con el tiempo, conseguiría un trabajo mejor.
Después de aquella primera ocasión en la ducha, Jack la poseía de cuando en cuando, quizá una vez a la semana, usando siempre un condón. Ella no parecía darle importancia al asunto, como si considerase que hacer el amor con el patrono formaba parte de su trabajo. Él no podía acostarse con Cecily en el dormitorio de ella ni tampoco, salvo en raras ocasiones, en el de él. Lo típico era que, cuando Kimberly se ausentaba, la muchacha se dirigiese a la biblioteca, se bajase las bragas, se subiera la falda y se sentase en las piernas de Jack, vuelta hacia él.
Era algo sencillo y agradable. Lo único que le preocupaba a Jack era que, mientras él la penetraba, ella le cubría el rostro de fuertes y húmedos besos, algo cuyo significado él desconocía.
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El hecho de que Jack pudiera comprarse la gran casa de la plaza Louisburg era un buen indicador de cómo le iba en los negocios.
La WCHS no había perdido dinero tras su primer año en el aire. Jack Lear y Harrison Wolcott habían comprado una emisora que estaba obteniendo modestos beneficios. Al cabo de poco tiempo de comenzar a dirigirla Jack, los beneficios se hicieron algo más que modestos. Aunque podía equivocarse, como le había pasado con Jack Benny, no dejaba de crear nuevos programas y los que no funcionaban los eliminaba sin pensarlo dos veces. Alcanzó fama de ser práctico y duro.
Wash Oliver era un pianista que cantaba un poco al tiempo que tocaba. Alguien comentó que parecía un pianista de burdel, un comentario sumamente acertado, ya que era, efectivamente, un pianista de burdel. Siguió trabajando en una casa de mala nota del East Boston, incluso tras llegar al acuerdo de tocar durante media hora cinco noches a la semana en la WCHS. A Jack Lear no le preocupaba; le gustaba Oliver y su música y eso era lo único que tenía importancia.
En Southie y sus inmediaciones, Herb Morrill encontró el personal para «La hora del trébol»: Paddy McClanahan, un comediante especializado en chistes étnicos irlandeses; un tenor irlandés llamado Dennis Curran; Colleen, una cantante que no usaba su apellido, y un cuarteto que tocaba y cantaba armoniosas baladas irlandesas.
Jack afilió la WCHS con la UBS, la Universal Broadcasting System. No se trataba de una cadena de emisoras, sino de una compañía de grabaciones. Las estaciones afiliadas se suscribían a programas que eran grabados en otras ciudades y luego las grabaciones se enviaban a las estaciones suscriptoras. Durante breve tiempo, antes de convertirse en un programa de la cadena NBC, «Amos y Andy» fue distribuido de ese modo y Jack lo tomó para su emisora de Boston. El programa, interpretado por actores que se hacían pasar por negros, alcanzó una gran popularidad, y cuando desapareció de la WCHS para ser emitido por la NBC, el programa dejó un enorme hueco en la programación de la WCHS.
Utilizando principalmente actores contratados en cuadros teatrales universitarios, Jack inició un espacio dramático matinal, que bautizó con el nombre de «Nuestra pequeña familia». El programa solo tenía dos personajes fijos, Mamá y Papá. En la realidad, Mamá era una alcohólica que protagonizaba en su vida privada dramas tan terribles como los que escribían los guionistas; sin embargo, los oyentes, que no sabían nada de eso, la imaginaban como una buena y agobiada madre de una familia que no la sabía apreciar debidamente. Para todas las situaciones tenía un refrán: «Una puntada a tiempo ahorra ciento», «A piedra movediza nunca moho le cobija», «Antes de casarte mira lo que haces», «A mal tiempo, buena cara» y, al final de cada episodio, siempre decía: «Bien está lo que bien acaba.»
Jack desarrolló la idea de lo que él llamaba «la hora del hipocondríaco», un programa diurno en el que una sucesión de curanderos y charlatanes daban consejos médicos. Los enfermos escribían cartas en las que describían sus síntomas y un alópata, un homeópata, un hidrópata, un naturópata, un quiropráctico o cualquier otro «especialista» leía las cartas en antena y recomendaba una cura, que por lo general solía ser «vaya a verme a mi consulta en la calle tal».
El programa de los curanderos no tenía publicidad, lo cual daba a entender que aquellos valiosos consejos médicos constituían un servicio público. La realidad era que Jack cobraba una cantidad sustancial a cada charlatán y ellos pagaban muy a gusto el privilegio de anunciar por radio sus remedios y así conseguían clientes.
Cada vez más anunciantes se sintieron atraídos por la emisora y por sus populares programas. Hacia finales de 1932, la WCHS obtenía ya significativos ingresos de los fabricantes de automóviles, alimentos para el desayuno, jabones («¡Solo Lifebuoy elimina el olor corporal!»), lociones para el cabello, desodorantes y una amplia variedad de especialidades medicinales.
Jack Lear y Herb Morrill habían dado con la fórmula para conseguir beneficios de la radio. Aunque los Wolcott, padre e hijo, lo deploraban, la emisora ganaba dinero haciendo lo que Kimberly llamaba desdeñosamente «bajar el nivel»; es decir, eliminando buena parte de la programación de música clásica y emitiendo cosas más del agrado del público.
A Kimberly le agradaba el éxito de Jack, pero los medios que utilizaba para conseguirlo la hacían sentir incómoda.
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1934
Harrison Wolcott pasaba la mitad de la semana en Connecticut, en su despacho de Kettering Arms Incorporated, y la otra mitad en el de Boston, donde se ocupaba del resto de sus negocios. Su despacho de Boston era una enorme oficina de paredes revestidas de nogal, con muebles tapizados en cuero negro.
Su escritorio estaba fabricado con madera procedente de alguna de las múltiples restauraciones de la fragata Constitution. Wolcott se sentaba orgullosamente a la mesa, vestido con un traje de lana negra. Se puso en pie cuando Jack entró en la habitación.
—Me alegro de echarte la vista encima, jovencito —dijo—. Tu trabajo te tiene tan absorto que apenas nos vemos.
Jack estrechó la mano de su suegro y se sentó.
—Me planteo el negocio más en términos de conseguir que algo funcione que en términos de superar la oposición de la gente que no quiere que las cosas funcionen.
El hombre de más edad sonrió.
—Dos caras de una misma moneda —dijo—. ¿Un whisky?
Jack asintió con la cabeza. Wolcott dejó su puro en un cenicero y sacó del cajón una botella de whisky escocés. Sirvió dos vasos, sin agua ni hielo. Tras un mudo brindis, los dos hombres bebieron. Luego Wolcott preguntó:
—¿Te ha comentado Kimberly que en Hartford hay una emisora en venta? ¿Te ha dicho que le gustaría que la WCHS Incorporated la comprase?
—Esa emisora pierde dinero —afirmó Jack.
Wolcott recogió su cigarro.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó.
—No, en absoluto. Pero, antes de decidirme a comprar una emisora que pierde dinero, me gusta estar seguro de que el negocio tiene posibilidades.
—A Kimberly le gusta su programación.
—Ya lo sé. Me lo ha dicho. Música clásica e información. Y tu hija llega al extremo de decir que le incomoda estar casada con el presidente de la WCHS. Dice que mis gustos son demasiado similares a los de mi padre.
—¿Eso te ha dicho? Bueno, no te lo tomes demasiado en serio. Las mujeres, en especial las jóvenes…
—Ya lo sé, no me preocupo. Supongo que sabes que Kimberly vuelve a estar embarazada.
—Os felicito. Estáis formando una maravillosa familia.
—Sí. John es un muchacho espléndido. Yo… bueno, he venido aquí para hablarte de algo.
—Ya lo imaginaba. ¿Qué puedo hacer por ti, Jack?
Jack echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó la billetera. De ella extrajo un cheque conformado por valor de 300.000 dólares y se lo tendió a su suegro. Aquella cantidad representaba casi todo lo que le quedaba del dinero que le había regalado su abuelo.
—¿Qué es esto?
—Quiero ejercitar mi opción y comprar tres mil acciones más de la WCHS Incorporated.
Harrison Wolcott contempló el cheque durante largo rato.
Wolcott había formado la WCHS Incorporated en 1931 para comprar la emisora de radio y les entregó a Jack y Kimberly dos mil de las diez mil acciones como regalo de bodas. Les había dado una opción para comprar las acciones restantes al precio de mercado de 1931. En marzo de 1932, Jack había hecho uso de esa opción y comprado otras mil acciones. Ahora quería comprar otras tres mil, con lo que conseguiría el 60 por ciento de la empresa y dispondría de pleno control. Harrison Wolcott, ignorante del dinero que el abuelo de Jack le había regalado a este, había pensado que Jack tardaría un mínimo de diez años, quizá incluso quince o veinte, en hacerse con el control de la corporación.
—¿Has pedido un crédito para conseguir el dinero?
—No, mi abuelo me lo regaló. Quería que tuviese mi propio negocio.
Wolcott sonrió, aunque no sin cierta ironía.
—Bueno, pues ya tienes tu propio negocio.
—Espero que no te ofenda.
—No me ofende en absoluto. He procurado no interferir en la forma en que diriges la empresa.
—Lo sé. Sin embargo, me doy cuenta de que tienes un montón de capital inmovilizado en la WCHS y me siento en la obligación de ayudarte a liberarlo.
Jack dijo aquello sin darse cuenta de que era una torpeza. Harrison Wolcott tardaría menos de cinco minutos en darse cuenta de que hacía mucho tiempo que disponía del dinero necesario para ejercitar su opción y de que solo lo había hecho cuando ya estaba seguro de que el negocio era un éxito.
Trató de enmendar su error:
—Naturalmente, no quise invertir todo el dinero que me regaló mi abuelo hasta tener una cierta seguridad de que no lo perdería.
—¿Quieres hacer algún cambio respecto a los componentes del Consejo de Administración? —preguntó Wolcott.
Jack negó con la cabeza.
—Si no tienes inconveniente, me gustaría que siguieras presidiendo el consejo.
—Muy bien. Te felicito. Solo hay una cosa en todo esto que no termina de satisfacerme. Yo…
—¿De qué se trata? —lo interrumpió Jack, nervioso.
El hombre de más edad hizo girar una y otra vez el cheque que tenía entre las manos.
—Cuando tú y yo hagamos negocios, Jack, no me entregues cheques conformados ni esperes recibirlos de mí. Sea cual sea la cantidad, aceptaré tus cheques personales y espero que tú hagas lo mismo con los míos.
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Hasta la primavera de 1934, la casa de la plaza Louisburg no estuvo lista para que se celebrasen en ella reuniones de auténtica gala.
Aunque Jack había puesto a disposición de Kimberly unos generosos fondos para redecorar la casa, el dinero no resultó suficiente y la joven había aceptado generosos regalos de su padre y su madre. La señora Wolcott la acompañaba cuando ella iba a comprar alfombras y muebles y solía ocurrir que era la madre la que pagaba las compras.
Kimberly estaba decidida a convertir la casa en un escaparate del éxito familiar. Hizo lijar y pulir los suelos de las habitaciones principales. Luego compró alfombras orientales y las colocó de forma que resaltasen los ricos suelos de roble. Para la sala compró una alfombra persa Bajtari, tejida hacía treinta años con unos atrevidos dibujos geométricos de brillantes colores. En el comedor puso una alfombra Laver Kerman de colores más oscuros y diseño más elaborado. En el centro de la biblioteca colocó una alfombra india de menor tamaño. Como esta última no había sido hecha por musulmanes, en ella aparecían tigres acechando, elefantes a la carrera y cazadores en carrozas, todo ello en un estilizado entorno de fantástico follaje.
Casi todos los muebles de la anterior casa fueron trasladados a la plaza Louisburg, pero la mayoría de ellos fueron colocados en los dormitorios. Para el salón y el comedor, Kimberly tuvo que comprar otros nuevos. Escogió sillas reina Ana y una cómoda alta Guillermo y María. En realidad, ninguna de las piezas procedía de aquellos reinados, pero eran excelentes antigüedades fabricadas durante el largo período en que ambos estilos estuvieron en boga.
Particularmente de su agrado era una cómoda japonesa, cuyo frente de cajones estaba adornado con dibujos de hombres y mujeres, camellos y pájaros.
Retiró la lámpara de araña del vestíbulo de entrada y la sustituyó por otras de pie que daban una luz indirecta.
Una noche de comienzos de abril, la casa fue abierta e iluminada para recibir a cincuenta invitados. Como el comedor no podía acoger a tanta gente, en aquella fiesta inaugural solo se sirvieron canapés y bebidas.
Como ya le había sucedido durante los primeros meses de su primer embarazo, a Kimberly apenas se le notaba la preñez. Estaba flaca y esbelta como una muchacha de veinte años. Para la fiesta se había recogido el cabello tras las orejas, dejando ver los pendientes de brillantes. Se maquilló con cuidado y precisión, y lucía una gargantilla de perlas y una pulsera formada por tres sartas también de perlas.
Todavía no se había puesto el vestido. Quería que Jack la ayudase a hacerlo. El vestido, de brocado de seda rosa, era muy ceñido y tenía un amplio escote. Como no quería arriesgarse a que le asomaran los tirantes, no llevaría sujetador; tampoco lo necesitaba. De modo similar, como no quería que se le marcase bajo la falda el contorno del portaligas, se había puesto unas ligas de seda negra para sujetar las finas medias oscuras. Mientras esperaba a que Jack saliera del baño, Kimberly se sentó a su tocador y, llevando por toda indumentaria las bragas de seda y las medias, procedió a verificar el buen estado de su peinado y su maquillaje.
—Esta noche pareces una reina —dijo Jack cuando salió del cuarto de baño.
Kimberly se volvió, le dirigió una mirada y suspiró.
—Deja que te arregle la corbata. ¿Es que nunca vas a aprender a ponértela derecha?
La fiesta era de corbata negra. Jack llevaba un smoking cruzado.
—Recuerda —dijo Kimberly—, no cojas los canapés de las mesas ni de las bandejas. Tienen que servírtelos en un plato. Debes usar un plato.
—Sí, señora —respondió él con jovialidad.
—Lo digo en serio, Jack. Esto no es California.
—Lo que en realidad quieres pedirme es que no debo comportarme como un judío californiano.
—Por el amor de Dios, lo único que pido es que no nos hagas avergonzarnos. Ayúdame, por favor. —Se puso el vestido por la cabeza y retorció el cuerpo para enfundárselo. Él le subió la cremallera de la espalda y le cerró los corchetes—. No digas nada del divorcio de Betty Emerson —continuó Kimberly—. Si alguien te lo menciona, di que no sabías nada. Te la presentarán como la señora de Otis Emerson. Esa es la forma adecuada. Su apellido de soltera era Otis. Su nombre de pila es Elizabeth y, a la segunda o tercera vez que hables con ella, te pedirá que la llames Betsy.
—Muy bien. ¿Bajamos a aseguramos de que todo esté listo?
—Sí. Y no olvides que los Horan son católicos. Serán los únicos católicos de la fiesta. Connie es una de mis mejores amigas.
—Nunca cuento chistes de católicos —la tranquilizó Jack.
—Ya lo sé. Pero hay maneras y maneras de decir las cosas. A lo que voy es que hay ciertas cosas que es mejor no decir.
—¡Cristo bendito, Kimberly! ¿Acaso crees que no sé nada de nada?
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Cuando la casa estuvo llena de gente y cuando ya nadie se fijaba demasiado en quién hablaba con quién, Jack fue a situarse junto a la señora Otis Emerson, que estaba poniendo en su plato unos canapés de caviar, y murmuró:
—Hola, Betsy.
Con ojos refulgentes, ella susurró:
—¡Cabrón! ¿Dónde te habías metido?
—He estado ocupadísimo.
—Y una mierda. Soy una mujer caída, Jack, y necesito que alguien me consuele. ¿Fuiste tú el que lo arregló para que me invitarais?
Él negó con la cabeza.
—Fue cosa de Kimberly.
—Me han borrado de la mitad de las listas de invitados de la ciudad.
—¿De veras?
—Claro que sí. En la sociedad de Boston, el divorcio sigue siendo un gran escándalo.
—Aunque el muy cabrón te moliera a palos.
—Aunque el muy cabrón me moliera a palos. Atiende. Mi familia trató de disuadirme del divorcio. Mi abogado trató de disuadirme del divorcio. Hasta el juez trató de disuadirme del divorcio. Todos dijeron lo mismo, «más vale un mal marido que ningún marido».
Betsy, una atractiva rubia de treinta y dos o treinta y tres años, no era tan bella como Kimberly. Tenía la nariz ligeramente larga y afilada, y su boca era más bien grande y un poco dentona. Lo que Jack encontraba más atractivo en ella era la seguridad en sí misma que rezumaba.
—Lo lamento —dijo Jack con toda seriedad—. Trataré de encontrar un hueco para verte cuanto antes.
—Que sea pronto. —Betsy hablaba en voz baja, pues se había dado cuenta de que Kimberly avanzaba hacia ellos—. Todas las mujeres que han tocado la polla Lear, quieren volver a hacerlo.
Un momento después, Kimberly llegaba a su lado.
—Veo que ya os conocéis.
Jack asintió con la cabeza.
—Y ya me ha pedido que la llame Betsy.
Kimberly hizo caso omiso de la pequeña pulla de Jack.
—Como eres una especie de experta en arte oriental, me gustaría que me dijeras qué opinas de mi nueva cómoda japonesa —dijo—. ¿Te has fijado en ella?
—¿Jack qué dice? —preguntó Betsy.
—Mi marido no tiene ni idea de arte oriental. No lo distingue de una pieza de Duncan Phyfe. Esa es una de las cosas que tengo que enseñarle. Quizá tú me puedas ayudar.
Betsy miró fijamente a los ojos de Jack.
—Me encantará probar —dijo.
Dan Horan era un hombre fácil de conocer. Bastante más viejo que su esposa Connie, que era íntima amiga de Kimberly, Dan era un hombre corpulento, con bastantes kilos de más pero aún musculoso y atlético. Tenía el pelo rizado y llevaba gafas de montura dorada. No tenía ningún motivo especial para tratar de ser amigo de nadie y, sin embargo, parecía estar permanentemente buscando amigos, como un bibliófilo que colecciona libros que luego no lee.
—Te felicito por la casa —le dijo a Jack—. Tuviste suerte de encontrar una por esta parte.
—Es cuestión de esperar a que surja la oportunidad.
—Bueno, pues no cabe duda de que supiste hacerlo. Y Kimberly, como decoradora, se ha lucido.
—Necesito una copa —dijo Jack—. ¿Vamos al bar?
Kimberly había contratado para la fiesta a dos camareras que debían ir y venir por la casa con delantales y gorros blancos, pero lo único que llevaban en las bandejas eran copas de champán y canapés. La cocinera, una fornida irlandesa, estaba atendiendo con gran pericia el bar instalado en la biblioteca.
—Connie me ha dicho que vas a comprar la WHFD de Hartford.
—Eso le ha dicho Kimberly a Connie, y eso es lo que ella me dice a mí. Aún no lo he decidido. Kimberly la quiere porque solo emite música clásica. Se avergüenza un poco de la WCHS.
—Es la emisora más interesante de Boston —afirmó Dan Horan.
Jack se echó a reír.
—Gracias por la cuidadosa elección de las palabras. También es la más rentable, según las últimas cifras.
Se apartaron del bar con sus bebidas y en el foyer entre la biblioteca y la sala se encontraron con Kimberly y Connie.
Jack había llegado a la conclusión de que, entre todas las mujeres que había visto, Constance Horan era la única que podía rivalizar con Kimberly en elegancia y belleza. Pero el estilo de Connie era totalmente distinto. Era más alta que Kimberly, tenía las piernas largas y esbeltas y era rubia. Su boca era más suave, pero ella la endurecía con ayuda del lápiz labial rojo. La principal diferencia entre las dos era que Connie se comportaba siempre con una exagerada dignidad, rayana casi en la arrogancia.
Además, jugaba mejor al bridge que Kimberly. Ella y Jack eran frecuentemente emparejados en las partidas, ya que constituían un formidable equipo.
Aquella noche, Connie llevaba un vestido de seda blanca con escote en pico, sin mangas y falda suelta, que resaltaba sus esbeltas caderas y sus gráciles piernas. Jack se sintió excitado nada más echarle la vista encima.
—Jack, querido… ¿cuántos whiskies te has tomado esta noche? —preguntó Kimberly con una sonrisita.
—No he llevado la cuenta, ¿tú sí?
—No, la verdad es que no. Pero espero que el que tienes en la mano sea el último.
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Poco antes de medianoche, en el gabinete adjunto a su dormitorio, Jack arrojó la chaqueta al suelo.
—¡Maldita sea! ¡Basta ya! ¡Estoy hasta las narices de que me saques defectos!
Kimberly se había bajado la cremallera y soltado los corchetes del vestido y se encaminaba hacia el dormitorio.
—Estás de un humor de perros —dijo desde lejos.
—¿Cómo no voy a estarlo? No has hecho más que humillarme.
—¿Y se puede saber cómo te he humillado? —preguntó ella con exasperante calma.
—Dijiste que no distingo el arte oriental de una pieza de Duncan Phyfe…
—¿Y lo distingues?
—Pues sí. Supongo que no siempre reconocería una pieza de Duncan Phyfe, pero sé lo que es el arte oriental. No me queda otro remedio: me he gastado mucho dinero en él.
Kimberly regresó, anudándose el cinto de su bata de seda azul.
—¿Qué otras quejas tienes? —preguntó.
Jack había ido tirando sus ropas al suelo según hablaba y ahora se encontraba desnudo ante su mujer, exhibiendo el pene.
—Barbara me dio un canapé de su plato y yo lo tomé y me lo comí. No tenías por qué preguntarme dónde estaba mi plato. ¿Qué pretendías que hiciese, coger el canapé de su plato y ponerlo en el mío antes de comérmelo? ¿Es eso lo que querías que hiciera?
—Ni siquiera tenías servilleta.
—Bueno, sostenía un vaso en la otra mano, ¿no? Y delante de los Horan me preguntaste cuántos whiskies me había tomado y me aconsejaste que no bebiera más.
—E hice muy bien, ¿no crees? No tienes más que oírte hablar.
—¡No estoy borracho, Kimberly!
—Si tú lo dices, lo creo. Pero pensaba que esperabas de mí que te convirtiera en un caballero. Eso fue parte de nuestro acuerdo. Me lo pediste. Y aún estás muy lejos de…
—¡Pero no en público, Kimberly! ¡No delante de otras personas!
—Ah, comprendo la diferencia. Hoy he querido lucir a mi marido. He exhibido a un hombre que se puede permitir una casa en la plaza Louisburg, decorada como lo está, que sabe vestirse y ser un perfecto anfitrión y conversar con los invitados… cosas todas ellas que no sabía hace tres años. He exhibido a un hombre que tal vez no sepa quién era Duncan Phyfe, pero que reconoce el arte oriental y las distintas clases de alfombras que poseemos… y que tiene el dinero para comprar todo ello. Esta noche te he presentado a la sociedad de Boston y has salido del trance bastante bien, Jack. Francamente, dudaba de que pudieras hacerlo. El agradecimiento que recibo es una serie de mezquinas quejas de un hombre que si no está borracho, poco le falta. Sí, te aconsejé que aquel whisky —el cuarto, o el quinto, o el que fuese— fuera el último, e hice muy bien, porque podrías haber destruido todo aquello por lo que hemos luchado. Me voy a la cama. —Hizo una pausa y luego añadió—: Tengo una sugerencia más. Te aconsejo que, antes de venirte a la cama, te duches y te cepilles los dientes. Aunque no valgas para otra cosa, al menos sabes utilizar como es debido esa polla circuncisa que te cuelga entre las piernas.