veinticuatro
1951
Erich Lear se quitó el cigarro de los labios y lo dejó en el cenicero del escritorio. Alzó su vaso y bebió un trago de ginebra. No era su bebida favorita, pero no había otra cosa y no deseaba interrumpir aquel momento mandando a alguien a por otra cosa.
—¿Qué tal? —preguntó la rubia desnuda.
Erich sonrió.
—Sí, eres tan buena como me habían dicho, y más aún.
La rubia alzó la barbilla y echó los pechos hacia delante.
—Soy una actriz de primera, señor Lear —dijo—. ¡Qué demonios! ¡Ahora mismo estoy representando un papel! Pero puedo representar otros. Soy algo más que…
—Un juguete.
—Exacto. Yo puedo jugar a este juego tan bien como la mejor, pero soy algo más que eso. Ayúdame a conseguir el papel adecuado y te sentirás orgulloso de conocerme. Hablo en serio.
—Estoy seguro de que lo que dices es cierto —comentó Erich.
—Y no es que no tenga experiencia. Conseguí excelentes críticas por Ciudad salvaje.
La muchacha se hacía llamar Mónica Dale, aunque su verdadero nombre era Phyllis Dugan o Phyllis Frederickson, dependiendo de a quien se le preguntara. Había tenido breves intervenciones en un par de películas, luego llamó mucho la atención por el papel de mantenida que representó en Ciudad salvaje y ahora estaba esperando un nuevo contrato.
—Lo que no soy es una dama —dijo Mónica. Se sentó en la silla frente a la de Erich, apoyó los talones en el travesaño de la silla y separó las piernas al máximo, mostrando sus relucientes partes sonrosadas—. Estoy dispuesta a pagar el precio.
—Sí, me han dicho que eres muy buena pagadora.
—Señor Lear —dijo ella con una sonrisa ligeramente mordaz—, llegará el día en que me convertiré en una gran estrella y nunca tendré que volver a chupar otra polla. —Ladeó la cabeza—. Salvo la tuya, naturalmente.
—Muy bien. A ver qué sabes hacer, muchacha.
Mónica se arrodilló delante de la silla de Erich, le soltó el cinturón, le abrió los pantalones y le bajó los calzoncillos de modo que le fuera posible sacar el pene y el escroto por encima de la banda elástica de la cintura. Luego se puso a trabajar en él. Lo lamió. De momento no se metió el pene en la boca, simplemente lo lamió acariciadoramente.
Erich lanzó un gruñido.
Mónica alzó la vista y sonrió.
—Eres una chica de cuidado —dijo. Era la famosa frase con la que uno de los personajes de Ciudad salvaje la definía.
Comenzó a besar el pene.
Erich lanzó un gruñido que pareció de sorpresa. Ella alzó la vista. Los ojos del hombre estaban casi desorbitados y la boca abierta de par en par. Respingó y luego se desmoronó en la silla.
A toda prisa, Mónica volvió a meterle las partes íntimas en los calzoncillos y luego se los subió. Le cerró la cremallera de la bragueta y le abrochó el cinturón. Después la joven cogió sus bragas, se las puso y se metió por la cabeza el sencillo vestido blanco que se había quitado hacía unos momentos.
Salió del despacho. Al pasar ante el escritorio de la secretaria, dijo:
—Te aconsejo que llames a un médico cuanto antes. A tu jefe le ha pasado algo.
El doctor llegó en menos de diez minutos. Erich Lear estaba muerto.
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—No sé por qué, pero el caso es que te dejó a ti la mitad de la Carlton House Productions. Yo recibo todo lo demás, incluida la compañía de desguaces. Pero la mitad de la productora es tuya. Tú y yo somos socios, hermano.
—Ni siquiera sabía que el viejo fuera el dueño de la Carlton House —dijo Jack—. Cometí la ingenuidad de creer que la productora era tuya. Bueno, cuéntame una cosa. ¿Quién era la chica que hizo mutis del despacho cuando murió?
Bob Lear sonrió.
—¿Te suena el nombre de Mónica Dale?
—¡Cristo bendito!
Bob miró en torno. Se hallaban en el mausoleo donde estaban recibiendo sepultura los restos de Erich y hablaban en voz baja. Para el entierro, ninguno de los dos se había puesto yarmulke. Casi ninguno de los presentes lo llevaba. Anne estaba allí, con aspecto de reina. Joni estaba allí, con aspecto de princesa. Mickey Sullivan había acudido. Había gran cantidad de estrellas de cine, lo que había hecho que también acudieran numerosos reporteros y fotógrafos.
—Según dicen, de toda la industria, Mónica es la que mejores mamadas hace. Contratamos a una chiquita rubia para que dijera que estaba con él cuando le dio el ataque. Es una lectora de guiones. Aparentemente, la ciudad se ha creído la historia. La secretaria sabe lo que le ocurrió, pero le he dado una buena propina. De todas maneras, la chica apreciaba al viejo y también había tocado su flauta de carne al menos un centenar de veces. Salvo por la curiosidad morbosa, no hay un excesivo interés por averiguar lo que ocurrió. Murió de un ataque al corazón y punto. No puedo por menos de sentir lástima por el viejo sinvergüenza. La mujer más sexy de Hollywood le estaba haciendo una mamada y el pobre va y se muere antes de que ella termine.
—¿Cómo sabes que eso es lo que le estaba haciendo la chica?
—En la polla había huellas de lápiz labial.
—¡Menuda forma de irse al otro barrio! —Jack le puso a Bob una mano en el hombro—. Hermano, tenemos una gran oportunidad ante nosotros. Con mis canales de televisión y con tu… y con nuestra productora cinematográfica podríamos construir un verdadero imperio.
—Y una mierda. Lo único que quieres es quedarte con el negocio. Mejor dicho, con los negocios, incluida la desguazadora.
—Si hubiese querido dejarte sin nada, lo habría hecho hace veinte años. En estos momentos estarías trabajando de botones para mí. El viejo quería que me pusiera al frente de la desguazadora. Pero habría tenido que pagar el precio de haber sido su lacayo desde 1931, cosa que yo no hice, pero tú sí. Y no creas que no te lo agradezco. Pero lo que te propongo es que trabajes conmigo, Bob, no contra mí. De lo contrario te pondré de patitas en la calle.
—¿Crees que podrías hacerlo?
—No tardaría ni seis semanas en conseguirlo. Pero… —Palmeó el hombro de Bob—. ¿Por qué iba a hacerle algo así a mi propio hermano?
—El viejo pensaba que tenías talento —dijo Bob—. Supongo que por eso te dejó la mitad de la productora. En los últimos tiempos era lo que más le interesaba. Dejaba que los subalternos manejasen la empresa de desguaces.
—¿Podemos tener la certeza de que Dale no se irá de la lengua?
La sonrisa de Bob fue amplia y despectiva.
—¡Hermanito, no tienes ni idea de cómo son las cosas en esta ciudad! ¡Lo has entendido todo al revés! ¿Qué demonios nos importa que la chica hable?
—Entonces, ¿por qué contrataste a una rubia para decir que era ella la que había estado con él? ¿Por qué pagaste a la secretaria?
—¡Por la Wolf Productions! Ellos tienen a la Dale bajo contrato. La chica es una valiosa propiedad que podría salir muy perjudicada si se supiera que le estaba haciendo una mamada a Erich Lear cuando murió. Ahora, la Wolf nos debe un favor por haber mantenido oculto el turbio secreto de su mayor estrella. Algunos dicen que la chica será la nueva Jean Harlow.
—Muy bien, así que la Wolf está en deuda con nosotros. ¿Cómo nos pagará?
—Sabe Dios. Por ejemplo, nos podrían prestar alguna de sus estrellas… Bueno, te diré lo que han ofrecido. Yo no lo acepté, pero quizá a ti te interese. Se han ofrecido a enviar a Mónica para que termine el trabajito que le estaba haciendo al viejo.
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Mónica Dale se hallaba en el mismo lugar que había ocupado, desnuda, momentos antes de que Erich Lear muriese.
—No tengo palabras para expresar lo importante que es para mí que lo ocurrido se mantenga en secreto —le dijo a Jack—. Cuando se la chupé a tu padre no sabía que la Wolf estaba a punto de ofrecerme un contrato maravilloso. Yo esperaba conseguir un contrato con la Carlton House. —Se quitó una lágrima del rabillo de un ojo—. En este negocio, todas las chicas que quieren llegar lejos hacen lo mismo que yo.
—Eso no necesitas decírmelo —dijo Jack—. En realidad, mi padre no intervenía en los repartos. No formaba parte de este negocio, pero…
—¿Sabes? Tu padre casi nunca se follaba a nadie. Lo único que deseaba de las chicas era que se la chupasen.
—Y eso le hicieron algunas de las estrellas más rutilantes del negocio —comentó Jack.
Ella parpadeó y asintió con la cabeza.
—Supongo. Y la mayoría de las veces, a cambio de nada. Mira, Jack, están a punto de darme una oportunidad maravillosa. Si corre la voz de que yo… ¡Maldita sea! ¿Por qué tuvo que pasarme a mí? La mitad de las que han ganado el Oscar en los últimos veinte años se la chuparon a Harry Cohn, y ahí las tienes, convertidas en grandes estrellas. Pero si se sabe que yo…
—Nadie sabrá nada, Mónica. Al menos no lo sabrán por la Carlton House. Ahora bien… si deseas mostrarme tu gratitud por ello, no tengo inconveniente…
Jack había decidido no hacer eso con nadie más. Pero… ¡tratándose de Mónica Dale…!
Ella volvió a secarse las lágrimas y luego sonrió.
—Sí, claro, claro, Jack. ¿Por qué no? Le dije a tu padre que la única polla que chuparía en el futuro sería la suya. Muy bien. Tú heredaste el privilegio.
La mujer se quitó el vestido por la cabeza. Tenía un cuerpo espectacular, eso era indiscutible.
Mientras Mónica se afanaba con él, Jack se preguntó cuál habría sido el último pensamiento de su padre. Tal vez se dijo que la chica no lo hacía tan bien. La verdad era que Mónica no deseaba hacer aquello y no lograba ocultar el disgusto que le producía. Estaba haciendo un sacrificio, cumpliendo un deber y su actuación era rígida, acartonada. Probablemente, a algunos hombres les encantaba que se la chupase una muchacha que apenas lograba ocultar las náuseas. Pero ese no era el caso de Jack.
Cuando Mónica se levantó y se puso el vestido, él la abrazó y la besó suavemente.
—Muchas gracias, Mónica. Nunca olvidaré esta tarde. Pero nunca te pediré que lo repitas.
Ella le devolvió el beso.
—Eres todo un caballero, Jack Lear.
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Richard Painter estaba extático.
—¡Es fantástico! Fusionaremos la Carlton House Productions con la Lear Communications y tendremos todo un imperio. —Sonriente, miró a los otros tres directores de la LCI que estaban presentes en la reunión y siguió—: Tú ya eres rico, Jack. Esto te convertirá en…
—No tan de prisa, Dick —lo interrumpió Jack—. Mi hermano no piensa vender. Y es dueño de la mitad del negocio.
Eso no enfrió el entusiasmo de Painter.
—Muy bien. Te compraremos un porcentaje de tu parte y tú votarás con nosotros. Sin nuestro consentimiento, él no podrá hacer nada con la Carlton House.
—Y nosotros tampoco podremos hacer nada sin su consentimiento —apuntó Douglas Humphrey.
—Ya encontraremos el modo de convencerlo —respondió Painter.
—No cuentes con ello —dijo Jack—. Y, de todas maneras, hay otra cosa de la que quiero que hablemos. Algo a lo que mi hermano dará su visto bueno. El principal problema que tenemos con nuestras emisoras de televisión es la programación. Aparte de «El show de Sally Allen», solo tenemos un par de espacios que no sean locales, «Juéguese un dólar» y a Art Merriman corriendo por entre el público del estudio probándose sombreros de mujer. Ambos programas me ponen enfermo, pero consiguen buenas audiencias. Además de eso, nuestros canales solo emiten cinescopios de viejos programas de las grandes cadenas, como «Victoria en el mar» y concursos locales de artistas aficionados. Ahora bien…
—La calidad no es un factor esencial —lo interrumpió Cap Durenberger—. Gran parte de los espectadores de televisión se quedan pegados al aparato durante la emisión de la carta de ajuste. Por eso a la televisión la llaman la caja tonta.
—Pero eso no siempre será así —dijo Jack—. Ahora, escuchad. A lo largo de los años, la Carlton House ha filmado más de un centenar de largometrajes. Cuando la Carlton House adquirió la Domestic, compró también sus archivos, que incluían desde comedias inglesas hasta aventuras de piratas en el Caribe. En 1944 adquirió la Bell, que tenía más de un centenar de películas de vaqueros. La Carlton House tiene más de cuatrocientas películas en sus almacenes. Eso es una inmensa filmoteca. Podemos conseguir un contrato para emitir por televisión todas esas viejas películas. Buena parte de ellas están protagonizadas por grandes estrellas. Algunas ganaron un Oscar o más de uno. Pueden llenar horas y horas de programación y son cosas que el público desea ver.
—¿Y qué nos dices de las películas más recientes? —preguntó Painter—. Como por ejemplo La semilla.
Jack meneó negativamente la cabeza.
—No las emitiremos hasta que deje de existir demanda de ellas en los cines. Pero hay otra cosa que debéis tener en cuenta. La Carlton House tiene contratadas a seis u ocho grandes estrellas. Como mínimo podrían trabajar como invitados especiales en «El show de Sally Allen». Y quizá, solo quizá, podríamos tener un programa dramático en vivo.
—Esas son las cosas que yo pretendía hacer mediante la fusión —dijo Painter.
—Sin la fusión también podemos hacerlas —dijo Jack.
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Cathy McCormack se hallaba a gatas en el suelo de su sala de estar. Salvo por el liguero blanco, las medias negras y los relucientes zapatos de charol, estaba desnuda. Tenía la cabeza y los hombros bajados y las desnudas nalgas apuntando hacia arriba. Sobre la mesita auxiliar, al alcance de la mano, había una gran alcuza llena de aceite de oliva. Bajo la joven, la alfombra se hallaba protegida del aceite por tres capas de toallas de baño.
Dick Painter se puso aceite en la palma de la mano izquierda y utilizó los dedos de la derecha para engrasar a conciencia el surco entre las nalgas de la joven. Luego vertió más aceite y se frotó con él generosamente el pene.
Cathy gruñó cuando él le metió el aceitado miembro en el ano. Ya estaba acostumbrada y la penetración no resultaba tan dolorosa como en las primeras ocasiones. Aun así, un poco sí le dolió. Por muchas veces que hicieran lo mismo, el cuerpo se le cerraba, tratando de rechazar la invasión y, solo cuando él ya la había penetrado y estaba bombeando lentamente, se relajaban los músculos de ella y dejaba de encajar los dientes y de sudar.
—¿Todo bien? —preguntó Painter.
—Sí, cariño. Pero ten cuidado.
Ella se había dejado hacer de todo, y si eso era lo que a él más le gustaba, por ella perfecto.
Se preguntó qué sentiría él y por qué prefería esa manera en vez del modo normal. Notaba cómo su propio cuerpo se relajaba para dejarlo entrar, y luego él comenzó a bombear más a fondo y con mayor fuerza. A ella le volvieron los sudores, ahora en la frente.
Painter se corrió explosivamente. Cathy percibió el violento paroxismo de la eyaculación. Sintió un gran alivio cuando el pene se volvió blando y el hombre se echó para atrás, gimiendo extáticamente.
Dick era un hombre con bastantes rarezas, se dijo Cathy. Ellos nunca habían vivido juntos. Ella jamás había visto el interior de su apartamento. Tenían relaciones sexuales, salían a cenar o cenaban allí mismo y pasaban la velada juntos, pero luego él se iba a su apartamento y dormía solo. Al principio, ella se había preguntado si Dick viviría con otra mujer, quizá con su madre. Pero no era así. Era un hombre de costumbres, que deseaba dormir solo, levantarse para ducharse y afeitarse a su aire, prepararse él mismo el desayuno y leer los periódicos de la mañana sentado a la mesa… solo.
Vivía de acuerdo con las normas que él mismo había fijado. Y también fijaba normas para ella. Él decidía lo que ella debía ponerse: las blusas blancas y las faldas negras que Cathy llevaba todos los días. Cuando tenían relaciones sexuales, ella no debía despojarse del liguero, ni de las medias, ni de los zapatos. Nunca debía llevar bragas. Dick no deseaba verla con pantalones normales ni en vaqueros, solo con faldas. Siempre que estaban juntos y a solas, debía llevar los pechos al aire. Él no se quejaba ni se enfadaba si ella incumplía alguna norma, pero Cathy no veía ninguna razón para no seguirle la corriente. Para ella, aquellas normas no suponían ninguna carga y, como salía sumamente beneficiada por la relación entre ambos, no deseaba poner esta en peligro.
Dick era sumamente celoso y no quería que ella tuviera amigos. Eso a Cathy no le importaba. En la oficina no había nadie de quien quisiera ser amiga.
Su pequeño caniche blanco era el único amigo que necesitaba. Ella lo llamaba Whitey. Era gracioso verlo allí sentado, observando con interés cómo Dick la penetraba por detrás. A veces Whitey ladeaba la cabeza ligeramente, como si así pudiera tener una mejor perspectiva. Cathy imaginaba que trataba de cerciorarse de que el hombre no le estaba haciendo daño a mamá.
Ahora Dick se irguió y alargó la mano hacia una de las toallas. Se limpió él mismo de aceite y de esperma, y luego limpió el trasero de Cathy. La besó en ese punto y eso fue la señal de que la sesión erótica había terminado. Se levantó y se vistió, sin ponerse la corbata ni la chaqueta.
Cathy se puso la media combinación y la falda negra. Dejó la blusa y el sujetador en una silla cercana, quedando con los pechos desnudos, como Dick quería. A ella le alegraba que a él le gustasen, ya que, a su propio juicio, eran los maduros pechos de una cuarentona, demasiado grandes y demasiado fofos.
—¿Una copa? —preguntó Cathy, sabiendo que él aceptaría.
—Bueno —dijo Dick tras un sorbo de whisky—, los condenados Lear se nos van a resistir.
—Tienes un problema, Dick. Ya sabías que ibas a tenerlo.
—Heredar la mitad de la Carlton House le ha dado a ese cabrón su independencia y hoy ha lanzado su manifiesto de emancipación.
—¿Doug también ve las cosas así?
—No tanto como yo, supongo. Pero los dos tenemos la misma intención: apoderarnos de la condenada compañía y dirigirla como mejor nos parezca. Haré que alguien investigue la Carlton House. Es posible que la empresa tenga cargas de las que nosotros no sabemos nada. Espero que así sea. Me gustaría poseer ambas compañías.