cinco
1934
Jack recibió un telegrama el 10 de junio:
LA 10634 10.00 AM
LA VIDA DE JOHANN LEHRER SE ACERCA RÁPIDAMENTE A SU FIN PUNTO CADA DÍA ESTÁ MÁS DÉBIL PUNTO SI DESEAS HABLAR CON ÉL MIENTRAS SIGUE VIVO APRESÚRATE A VIAJAR AQUÍ CUANTO ANTES PUNTO
MICKEY
Mickey Sullivan era el factótum de Erich Lear y amigo de toda la vida de Jack.
Al mediodía de la mañana siguiente, Jack se subió a un biplano Cóndor de la American Airlines para volar a Los Ángeles. La ruta era de Boston a Nueva York, Washington, Nashville, Dallas, Douglas, Arizona y Los Ángeles, con una escala en cada ciudad. Como también se volaba por la noche —una reciente y osada novedad en los viajes aéreos—, el aparato estaba provisto de asientos que se convertían en confortables literas. Después de que los diez pasajeros disfrutaron de una sabrosa cena, con licores y vino, fueron invitados a retirarse. En algún punto sobre Virginia o Tennessee se prepararon las literas y los pasajeros se pusieron los pijamas y se acostaron. Al llegar a Dallas se despertó a los que seguían dormidos y se les anunció que ya habían hecho más de la mitad del viaje. Desayunaron, almorzaron y, a media tarde, tras un piscolabis con cócteles, aterrizaron en Los Ángeles a tiempo para cenar allí.
Antes de abandonar el aeropuerto, Jack envió un telegrama a Kimberly.
LA 12634 9.15 PM
LLEGUÉ AQUÍ SANO Y SALVO PUNTO REGRESARÉ EN TREN PUNTO TODO MI AMOR PARA TI Y EL PEQUEÑO JOHN PUNTO
JACK
Mickey Sullivan fue a recibirlo al aeropuerto. Después de enviar Jack su telegrama, Mickey le dijo que había llegado demasiado tarde.
—El viejo murió hace cuatro horas.
—¿Dijo algo de mí?
—No dijo nada de nada ni de nadie. Durante los dos últimos días, tu padre y tu hermano intentaron hablar con él. Sabía que estaban hablándole (los seguía con la mirada), pero no les hizo el menor caso. Así es la muerte, Jack, nada especial. La gente se encierra en sí misma y pasa sus últimas horas perdida en pensamientos íntimos.
Mickey Sullivan era ocho años mayor que Jack. Tenía el pelo rubio rojizo y un rostro cuadrado, anodino y honesto. Mucha gente decía que Erich Lear había acaparado tal cantidad de su tiempo y energías que había arruinado la vida personal de Mickey, cuyo matrimonio había terminado en divorcio.
—Tu padre está furioso —dijo Mickey mientras caminaban hacia el coche.
—Vaya por Dios. Cabreado o cachondo, son los únicos estados que conoce.
—Ya han leído el testamento de tu abuelo. Ha dejado a tu hermano un millón de dólares y a ti medio millón, con la aclaración de que en 1931 te hizo un anticipo de medio millón sobre tu herencia. A tu padre le ha molestado mucho que ninguno de los dos le dijera nada sobre eso.
—El abuelo no quería que se enterase.
—Bueno, pues tu padre lo considera una traición. El resto de la herencia, que es lo que él recibirá, no llega al millón.
—Él ya tiene lo suyo. Es presidente y principal accionista de Desguaces y Rescates Marinos Lear.
—Van a guardar el shivah[3]. ¿Te quedarás?
—No puedo estar aquí tanto tiempo. En realidad, como el viejo ya ha muerto, me dan ganas de pedirte que me lleves a la estación de tren para regresar esta noche.
—No creo que debas hacer eso, Jack —dijo Mickey muy serio.
—Bueno, llévame al Ambassador. Tengo reserva. ¿Querrás quedarte a cenar conmigo? Prefiero dejar para mañana el encuentro con mi padre y mi hermano.
Durante la cena, Jack le habló a Mickey de la casa en la plaza Louisburg y de su hijo. Mickey le informó a Jack sobre cómo les iba a los Lear de California.
—El negocio marcha viento en popa, ya conoces a tu padre. Ha pujado en la subasta para el desguace del Mauritania. Y estoy seguro de que conseguirá ese barco. Logra todo lo que se propone, debería sentirse muy satisfecho. Ha vuelto a las andadas.
—¿Quién es esta vez?
—Una muchacha increíble. Tiene diecinueve años, preciosa, auténticamente preciosa. Lamento decir que yo se la presenté; mi madre no me educó para alcahuete. —Mickey meneó tristemente la cabeza.
—Pero se te da muy bien —sonrió Jack—. Si no tuviera que tomar el tren para Boston dentro de un par de días, te pediría que me presentaras una muchachita.
Mickey le echó un vistazo a su reloj.
—En realidad no es demasiado tarde. Puedo conseguirte a…
—Mañana por la noche no te digo que no.
—De acuerdo. Escucha. El que no está nada contento es tu hermano Bob, y tu cuñada Dorothy lo está aún menos.
—¿Cómo? No me digas que una pareja que acaba de heredar un millón de dólares se siente infeliz.
—Es una cuestión de redaños. Tú los tuviste para separarte de tu viejo, Bob carece de ellos. Pese a que tu hermano tiene su propio negocio, Erich no deja de meter las narices en todo. La Carlton House Productions se montó con dinero de Erich, desde luego. Cada vez que Bob le firma un contrato a una starlette, Erich quiere cepillársela… Y, una vez lo ha hecho, obliga a Bob a darle un papel para el que la chica no está preparada. Incluso lee guiones y lo atosiga para que los convierta en películas. Erich convierte la vida de Bob en una auténtica pesadilla.
—¿Y en qué convierte la tuya?
—Bueno, ya sabes cómo son las cosas.
—¿Cuánto te paga?
—Dieciocho mil.
Jack se pellizcó la barbilla con el pulgar y el índice de la mano derecha.
—¿Aceptarías veinticuatro mil por trasladarte a Boston y meterte en el negocio de la radio?
—¡Claro que sí!
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—Bueno, tendría que darle a Erich los treinta días de preaviso.
—Que se joda. Tú no le debes más de lo que le debo yo. Consíguenos un departamento de coche cama para el miércoles. Ya le enviarás un telegrama desde Chicago.

Johann Lehrer sería enterrado en un ataúd de madera con asideros de cuerda. Ese fue su deseo expreso. En cumplimiento de otra de sus instrucciones, el ataúd fue colocado sobre unos sencillos caballetes de madera. Pero, en lo referente a las flores, sus deseos no fueron tenidos en cuenta. Al fin y al cabo, se trataba del abuelo del jefe de la Carlton House Productions y los de Hollywood habían enviado varios furgones cargados de ofrendas florales.
La capilla solo tenía capacidad para doscientas personas, así que se instalaron altavoces fuera para que los cientos de asistentes que se habían quedado en el exterior de la iglesia pudieran escuchar el elogio y la oración fúnebre.
—Vaya… —murmuró Erich Lear—, mi hijo, el perfecto bostoniano, vestido de punta en blanco. Fíjate en su traje —le dijo a Bob—. Al lado de él parecemos dos desarrapados.
—Por respeto a… —dijo Jack, hizo una pausa y señaló el ataúd con un movimiento de cabeza— no te diré lo que me importan tus opiniones sobre mi ropa y sobre todo lo demás.
Erich miró hacia el ataúd.
—Muy bien. Seamos respetuosos. —Alargó la mano—. En estos momentos solo debemos pensar en él.
—Sí. Profesor de religión revelada y racional, trapero, luego, utilizando la palabra que él usaba, chatarrero. Y, por último, alguien cuyo éxito profesional fue tan grande que pudo instalarte a ti en tu negocio y a mí en el mío. Me enorgullezco de ser su nieto.
Bob frunció el ceño.
—Nos han contado que en Boston tienes una magnífica mansión. No creo que invitases a tu abuelo a verla, ni a tu padre ni a tu hermano tampoco, si vamos a eso.
Bob Lear estaba tan resentido como Mickey Sullivan había dicho. Bob tenía gran capacidad para las pequeñas mezquindades, a diferencia de su padre, cuyas mezquindades nunca eran pequeñas. Totalmente distinto al resto de los Lear, era rubio, grueso y tenía las piernas arqueadas. Su traje gris de chaqueta cruzada con botones blancos no hacía sino resaltar su falta de atractivo.
—Kimberly y yo os daremos la bienvenida… si se os ocurre ir a visitarnos —dijo gélidamente Jack.
Un empleado de la capilla se aproximó a ellos.
—¿Yarmulke, señor? —preguntó a Jack, al tiempo que le ofrecía un bonete negro de seda.
—Sí, claro.
El servicio fue breve. Cuando hubo terminado, cuatro hombres llevaron el ataúd hasta la abierta tumba, situada a cien metros de distancia, y lo bajaron hasta las entrañas de la tierra.
Mientras regresaban caminando hacia la capilla y los coches, Erich le preguntó a Jack cuánto tiempo pensaba quedarse en Los Ángeles.
—Mañana tengo que tomar el tren. Supongo que no hará falta que te diga que mis negocios acaparan todo mi tiempo y toda mi atención.
—¡Señor Lear! —Un fotógrafo que blandía una gran cámara Graflex corría hacia ellos por la pradera—. ¿Una foto del hijo y los dos nietos? —preguntó.
—Claro —dijo Erich—. ¿Por qué no?
Posaron. Erich se colocó en el centro, con un hijo a cada lado. Luego se volvió hacia Jack y le dijo:
—Tengo entendido que no piensas pasar la noche con nosotros.
Jack extendió la mano y Erich se la estrechó.
—Hemos conseguido estar una hora juntos sin decirnos cosas desagradables. Me alegro de haberte visto. Y a ti también, Bob. No tentemos al destino, no vaya a ser que terminemos peleándonos como siempre.
—Como quieras —dijo hoscamente Erich—. Dame el yarmulke. Yo lo devolveré.
—Ah, sí. Toma. —Se despidió de su padre con el tradicional buen deseo judío—: El año que viene en Jerusalén.
Erich y Bob se quedaron mirando a Jack mientras este se dirigía hacia el coche de Mickey Sullivan. Luego Erich hizo seña al fotógrafo para que se acercase.
—Que esas fotos salgan para Boston por correo aéreo lo antes posible —dijo, tendiendo al hombre un billete de cien dólares.

Mickey llevó en el coche a Jack hasta el Ambassador. Subió con él a la suite, lo observó apurar dos whiskies y encender un Camel, que luego se fumó paseando por la habitación.
—Ya sé que todo esto te resulta muy duro —dijo Mickey—. Escucha, te ofrecí presentarte una chica esta noche. Quizá pueda conseguirte algo bueno ahora mismo. Voy a hacer un par de llamadas.
Jack se metió en el baño y, mientras Mickey telefoneaba, se dio una ducha caliente. Cuando regresó a la sala, Mickey le mostró un pulgar vuelto hacia arriba y sonrió.
—La chica estará aquí antes de una hora. No la rechaces al primer vistazo, es estupenda. Volveré más tarde. Cenemos juntos para celebrar nuestra última noche en Los Ángeles.
Jack asintió con la cabeza y se sirvió otro whisky.
La muchacha, que saltaba a la vista que era una adolescente, estaba más bien llenita. No era extraordinariamente atractiva, aunque Jack vio en ella algo erótico que, probablemente, se le hubiese escapado si Mickey no le hubiera dicho que la mirara dos veces. Por su tez morena y sus ojos oscuros, Jack supuso que era de extracción hispanoamericana, probablemente mexicana. Llevaba una blusa blanca de campesina, una falda negra de amplio vuelo decorada con rayas verdes y rojas, medias oscuras y relucientes zapatos de cuero negro.
—¿Señor Lear? Creo que me está esperando.
Él asintió con la cabeza y sonrió de mala gana.
—Sí, supongo que sí. Pasa.
La muchacha entró en el cuarto y miró en torno.
—Qué bonito —se limitó a decir.
Jack escuchó unos pequeños clics mientras ella caminaba por el suelo de parquet. Le miró los zapatos y se dio cuenta de que eran de baile.
—¿Eres bailarina? —preguntó.
—Sí. Si quieres, bailaré para ti primero.
—¿Bailas en un teatro?
—Sí. Nunca has oído mi nombre, pero ya lo oirás.
—Eso espero —dijo Jack—. ¿Cómo te llamas?
—Consetta Lazzara.
—Eres muy joven.
Ella sonrió irónicamente.
—Soy lo bastante mayor para lo que tú necesitas.
—¿Qué crees que necesito?
—El señor Sullivan me dijo que estás triste; hoy han enterrado a tu abuelo.
—Bueno, Consetta… Si bailas para mí, ¿lo harás desnuda?
Ella sonrió ampliamente.
—Sí. Sabía que ibas a pedírmelo.
La muchacha fue hasta el aparato de radio y comenzó a buscar una estación que emitiese la música adecuada. La encontró. Se despojó de la ropa rápidamente y conservó solo el liguero negro, las medias oscuras y los relucientes zapatos. Luego comenzó a bailar, lenta y sinuosamente al principio, después más de prisa, bailando zapateado y girando sobre sí misma.
Jack se alegró de que la muchacha no hubiera llevado unas castañuelas. Quizá tuviera el sentido común suficiente para darse cuenta de que las castañuelas hubieran roto el clima que ella deseaba crear. Su baile, más que sensual era lascivo. Los redondos pechos subían y bajaban, lo mismo que el estómago. Consetta se daba cuenta del erótico efecto que producía al mostrar su pequeño y redondo trasero y, de cuando en cuando, se echaba hacia delante para menearlo y exhibirlo. Poseía el vello púbico más poblado que Jack había visto en su vida. Salvo cuando separaba las piernas al bailar, el vello ocultaba por completo su pequeña hendidura.
Estuvo bailando unos cinco minutos y, luego, con el cuerpo cubierto por una fina película de sudor, se tumbó en el sofá.
—¿Qué quieres ahora, señor Lear? —preguntó burlonamente.
—A ver si lo adivinas.
La condujo al dormitorio y, una vez en él, Consetta se tumbó de espaldas en la cama sin vergüenza ni turbación. Cachondo a más no poder, Jack se despojó de sus ropas con unas prisas que hicieron reír a la muchacha y se ofreció, de nuevo entre risas, a echarle una mano cuando él no atinó a ponerse el condón. Ella se lo enfundó con una destreza que indicaba que en más de una ocasión había hecho lo mismo. Instantes después, incapaz de contenerse, Jack ya la estaba montando. Gruñó cuando la penetró, pero no articuló queja alguna. Cerró los ojos y recibió con agrado sus apasionados envites. Jack no se engañó: sabía que la joven no estaba disfrutando tanto como él.
Cuando él se corrió, la chica lanzó un suspiro, lo rodeó con los brazos y lo atrajo más hacia sí. El peso del hombre no parecía molestarla. Cuando Jack se levantó, ella lo dejó asombrado; le quitó el condón, lo dejó en el cenicero de la mesilla de noche y luego le limpió el pene con los labios y la lengua.
Permanecieron un rato tumbados y en silencio. Ella le susurró que lo recibiría de nuevo con gran agrado. Él dijo que bueno, que dentro de un rato. Encendió un Camel y se lo ofreció. Consetta lo aceptó y encendió otro cigarrillo para él.
—¿Haces esto con frecuencia, Consetta?
—Solo con personas como tú —se limitó a replicar ella.
—¿A qué personas te refieres?
—A las que me pueden ayudar.
Jack asintió, como si entendiese a la perfección a qué se refería la muchacha, pero analizó el significado de esas palabras e, interiormente, lanzó un gruñido. Mickey le había dicho a la muchacha —y puede que también a sus padres, que tal vez supieran a qué se dedicaba su hija— que el hermano de Jack era el jefe de la Carlton House Productions.
—¿Quieres trabajar en el cine?, ¿a eso te refieres?
—Sí. Estoy convencida de que lo único que necesito es una oportunidad.
—¿Por eso haces esto conmigo y, supongo, que con otros también?
—Es lo que hacen todas las chicas que quieren hacer carrera en Hollywood —dijo, como si la cosa fuera del dominio público.
—Bueno, veremos qué clase de mano te puedo echar, Consetta. Pero mi terreno es la radio. ¿Sabes cantar?
—Sé cantar.
—Quizá puedas empezar cantando.
—Pero el cine es lo que más me interesa, ¿comprendes?
—Lo comprendo. ¿Sabes hacerlo con la boca?
—Claro que sí —se limitó a decir ella.
Jack sonrió de oreja a oreja.
—Estupendo.
La muchacha sabía hacerlo con la boca, eso resultó indudable. Aunque se había corrido hacía escasos minutos, Jack volvió a alcanzar el orgasmo con rapidez. Luego la chica corrió al baño para escupir. Cuando regresó, miró la polla, sonrió de nuevo y meneó la cabeza al darse cuenta de que Jack estaba empalmado de nuevo.
Fumaron otros dos cigarrillos.
—¿Cuántos años tienes, Consetta?
—No estoy segura de que te guste saberlo.
—Dímelo.
—Tengo dieciséis años —dijo ella.
—Ah. Bueno, haré lo que pueda por ti. Por cierto, supongo que algo de dinero no te vendrá mal.
—No, no hago esto por dinero. No soy una puta.
—No, claro que no. No pretendía sugerir que lo fueras. Pero… ¿aceptarías un obsequio, digamos cien dólares, por haberme hecho disfrutar más de lo que yo esperaba?
—Pues…
—Entonces, estamos de acuerdo.
Ella se vistió y después dijo:
—¿Hasta dónde crees que debo llegar, Jack?
—¿A qué te refieres, Consetta?
—Bueno, unos me aconsejan que me depile las cejas. Otros quieren subirme el nacimiento del pelo, de modo que la frente me quede más despejada. Me aconsejan que pierda peso. Y alguien me dijo que Consetta Lazzara no era nombre para una triunfadora y que debía cambiármelo.
—¿Por cuál?
—Bueno, me han sugerido varios. Alguien me dijo que debería llamarme Connie Lane. —Pronunció el nombre como si fuera un ensalmo mágico.

—Cambio de planes —le dijo Jack a Mickey durante la cena—. Mañana no podrás tomar conmigo el tren de Boston.
—¿Cambiaste de idea?
—No. Te ofrecí un trato y sigue en pie. Pero tendrás que quedarte por aquí durante un tiempo, un par de semanas como máximo. El tiempo que te haga falta para conseguir una oportunidad en las películas para Consetta Lazzara. Tcht… ya sé. Preséntasela a Mo Morris y dile que yo se la envío. Después de eso, coge el primer tren que salga para Boston.
—¿Cómo? Ah, ya entiendo. Supongo que metí la pata al enviarte a esa chica, ¿no?
—Mickey, quizá vuelva a recurrir a ti para que me consigas un buen polvo. Pero te ruego que recuerdes que mis gustos son más selectos que los de mi padre. Se acabaron las chicas de dieciséis años. Tal vez un hombre pueda hacer esas cosas en California sin que le pase nada, pero en Massachusetts por algo así se termina en chirona.
—Lo siento…
—Tranquilo. Por otra parte, Mick, fueron dos de los mejores polvos que he echado en mi vida.
—Se la presentaré a Mo Morris —dijo Mickey—. Es un agente de primera. Si alguien puede meter a esa chica en el mundo del cine, ese alguien es Mo.

Kimberly fue a recibir a Jack a la estación. El coche, un Duesenberg con chófer, los esperaba fuera.
—Supongo que podría aguardar a llegar a casa para enseñarte esto —dijo ella, tendiéndole un periódico—. Pero… mira en la página cuatro.
En la página cuatro aparecía un modesto titular: «Directivo radiofónico en el funeral de su abuelo.»
Bajo el titular había una foto a tres columnas, la que fue tomada frente a la capilla funeraria. En ella aparecían Erich y sus dos hijos. El pie de foto rezaba:
El magnate californiano de los desguaces Erich Lear posa entre sus dos hijos, el productor cinematográfico Robert Lear, presidente de la Carlton House Productions, y Jack Lear, presidente de la emisora WCHS de Boston, el 13 de junio, en el entierro del patriarca de la familia, Johann Lehrer, que murió el pasado martes en Los Ángeles.
En la foto se veía perfectamente que los tres hombres se cubrían con yarmulkes.
—Tcht, mierda —masculló Jack.
—Lo mismito dije yo —comentó Kimberly.