siete
1936
Curtis Frederick se incorporó a la Lear Broadcasting en 1936. Consiguió inmediatamente prestigio para la cadena de emisoras, pero pasarían años antes de que también obtuviese un aumento en los ingresos.
Frederick se sentía atraído por la comunidad académica y alquiló un apartamento en Cambridge, a menos de un kilómetro de Harvard Yard. Su hermano, Willard Frederick, llegó con él de Nueva York y alquiló un apartamento más pequeño en un edificio situado frente al de Curtis. Willard estaba trabajando en una biografía de William Lloyd Garrison y las bibliotecas de Boston le serían de inmensa ayuda. Willard era un hombre tímido, que se sonrojaba con facilidad. Jack trató en vano de no sentir antipatía hacia él.
A Curtis Frederick no le importó en absoluto que los Lear no incluyeran a Willard en su círculo de amistades.
—Willard —decía— es un hombre muy suyo y no encaja en casi ningún ambiente. Tiene sus propios intereses y se siente muy feliz dedicándose a ellos.
Como había prometido, Kimberly le buscó acompañantes femeninas a Frederick. Él se mostró sumamente gentil con ellas e incluso hizo todo lo posible por cortejarlas y no tardó en convencer a Kimberly de que, probablemente, el rumor acerca de sus tendencias sexuales era un infundio.
Betsy estaba sentada frente a Jack a la mesa de un pub irlandés de Southie. Parecía furiosa.
—¡Muy bien! ¡Tú eres el culpable de que ocurriera, maldita sea!
Jack meneó la cabeza.
—Bets, te juro que no tuve nada que ver. La primera noticia que tuve me la diste tú.
—¿Qué se trae tu mujer entre manos?
—Bets, no creo que Kimberly se traiga nada entre manos. Cuando hablamos de que Curtis se mudase a Boston, ella dijo que le presentaría a algunas mujeres. Tú estás divorciada. Supongo que ella, inocentemente, creyó que vosotros dos podríais…
—¡Ella sabe lo que hay entre tú y yo! Eso es lo que ocurre.
—No. Kimberly no está enterada de lo nuestro. Si lo estuviera…
—¿Lo dices en serio? ¿Kimberly no sabe nada?
—Bets… ni siquiera lo sospecha. De lo contrario, me habría dado cuenta. Kimberly no es tan sutil.
—Bueno, ¿qué quieres que haga?
Jack se encogió de hombros.
—Sal con el tipo. O no salgas, si no te apetece. ¿Qué daño puede hacerte?
—¿Y si intenta conquistarme?
Jack miró en torno y luego cubrió con su mano la de Betsy.
—Sabrás manejarlo, Bets. Y la forma como lo manejes dependerá de lo que te apetezca cuando llegue el momento.
—¿Quieres decir que no te importa que me deje conquistar?
—Yo no puedo casarme contigo, Bets, ya lo sabes. No puedo dejar a John y a Joan. ¡No puedo! Si encuentras a alguien que sea de tu gusto… Bueno, Curtis Frederick es un tipo de primera.
Betsy bajó la mirada.
—Gracias, Jack… Un millón de puñeteras gracias.
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Kimberly sirvió el té. Estaba sentada con Betsy, la señora Otis Emerson, en el salón de la casa de la plaza Louisburg. Llevaba un vestido de lino beige con flores bordadas. En sus movimientos, en su atuendo y en sus modales era el no va más de la elegancia bostoniana, lo que significaba que era espectacularmente hermosa y que mostraba una dignidad y un comedimiento no menos espectaculares.
Betsy, que no era tan bella, pero a la que todos consideraban una mujer sumamente atractiva, iba de negro y se sentía evidentemente incómoda. No estaba segura del motivo por el que Kimberly Lear la había invitado a tomar el té.
—¿Desde cuándo somos amigas, Betsy?
—Desde hace un montón de años —dijo Betsy.
—Somos buenas amigas —dijo Kimberly—, tanto, que voy a pedirte algo que jamás se me ocurriría pedirle a otra mujer.
—Pero Kimberly…
—Quiero que me cuentes un secreto.
—Sí…
Kimberly tendió a Betsy una taza de té. Le ofreció unas pinzas para que cogiera con ellas las galletitas o los pequeños rectángulos de pan con mantequilla.
—Curtis Frederick —dijo—. Quiero que me cuentes algo acerca de Curtis Frederick.
Betsy trató de enmascarar su alivio.
—¿Qué deseas saber? —preguntó.
—Voy a ser completamente sincera contigo —explicó Kimberly— y luego te pediré que muestres la misma sinceridad hacia mí. Y, digamos lo que digamos, nunca se lo repetiremos a nadie. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Bueno… Como sabes, mi marido ha contratado a Curtis Frederick para que dirija los informativos de las emisoras Lear. Pero en la historia de ese hombre puede haber algo escandaloso. ¿Te acuerdas de Brit Taylor, la que se casó con Walter Lowery?
—Claro que la recuerdo. Si no me equivoco, ahora vive en Nueva York.
—Exacto. Su marido estuvo en Yale al mismo tiempo que Curtis Frederick y dice que Curtis era… bueno, ya sabes, rarito.
—¿Rarito? ¿Qué quieres decir?
—Sarasa, homosexual. Como Jack ha depositado una gran confianza en ese hombre, espero que no sea cierto. Y por eso me entrometo en tu vida personal. Desde que te lo presenté lo has visto con mucha frecuencia. Se me ocurre que, a estas alturas, ya debes de conocerlo bien. Perdóname que te lo pregunte, pero se trata de algo muy importante, tanto para Jack como para mí.
Betsy dio un sorbo de té y un mordisco de pan con mantequilla para ganar tiempo y recuperar la compostura.
—Solo existe una forma por la que podría saber eso, ¿no?
Kimberly asintió con la cabeza.
—Sí, y me disculpo por entrometerme.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Betsy—. Hasta un marica puede de cuando en cuando…
—Creo que tú te habrías dado cuenta —dijo Kimberly firmemente.
Betsy dejó su taza.
—Muy bien, amiguita —dijo—. Si quieres una confesión personal, sírveme una ginebra; no pienso hablar de mi vida íntima mientras me tomo una taza de té.
Kimberly le puso a Betsy una ginebra y ella se sirvió un whisky. Las dos bebieron. Luego se miraron.
—¿Qué quieres saber?
Kimberly sonrió a medias y meneó la cabeza.
—Supongo que lo que quiero saber está muy claro. ¿Lo habéis hecho?
Betsy hizo un gesto de asentimiento.
—Sí. Dos veces.
—Y… ¿a él le gusta?
Betsy se echó a reír.
—¡Ja! Creo que le gusta bastante. O sea… una erección no se finge, ¿verdad?
—¿Está… bien dotado?
—No tengo muchos elementos de juicio, Kimberly. Comparado con mi ex marido, Frederick está… bastante bien.
—Y… ¿parece cómodo y a gusto?
—Sí. Hace lo que se supone que los hombres deben hacer, con entusiasmo. Dicho mal y pronto, una vez sobre la silla, cabalga como un cowboy.
—Entonces, a tu juicio él no es…
—Exacto. A mi juicio no lo es. La cuarta vez que salimos a cenar juntos me preguntó si me apetecía que fuéramos a su apartamento para tomar una última copa. Naturalmente, yo comprendí cuál era su intención. Pero me dije… qué demonios. Si iba a continuar con esas cosas, ¿por qué no hacerlo con Curt Frederick? El tipo no tenía nada de malo. Así que fui con él a su apartamento.
—Y él…
—Tomamos una copa y luego Frederick me preguntó con toda franqueza si quería acostarme con él.
—Con toda franqueza.
Betsy sonrió.
—Supongo que Curt había estado pensando en ello y quizá incluso ensayó mentalmente cómo me lo proponía y decidió que lo mejor era ir a las claras. Si hubiera empezado a toquetearme, creo que me habría ofendido. Pero, simplemente, me lo pidió. Lo que me dijo fue: «¿Crees que te gustaría acostarte conmigo?, ¿que disfrutarías tanto como yo?»
—Y tú dijiste que sí.
—Dije que tal vez. Entramos en su dormitorio, él me desnudó y luego se quitó la ropa. Propuso que nos ducháramos juntos. Dijo que era la mejor forma de que dos personas se conozcan. Y tuvo razón. Me enjabonó y lo enjaboné. Después de eso, de pasamos las manos por nuestros cuerpos, cualquier timidez desaparece. Jugué con él y él se corrió. Yo dije «tcht» y él respondió que no me preocupase, que podía hacerlo otra vez. Y así fue. Lo hizo dos veces más. La siguiente ocasión en que estuvimos juntos fue en mi casa. No tengo ducha, pero nos metimos juntos en la bañera. —Betsy sonrió—. Nos excitamos tanto que por poco morimos ahogados.
—¿Y qué hay ahora entre vosotros? —preguntó Kimberly, desconcertada.
—No sé, ya veremos —murmuró Betsy antes de apurar el resto de su ginebra.
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Curtis Frederick retransmitió entrevistas y boletines en vivo desde la Convención Nacional Republicana en Cleveland y desde la Convención Nacional Demócrata en Filadelfia. La NBC también cubrió tales eventos, pero Frederick se concentró en las delegaciones de Nueva Inglaterra y Nueva York, y ofreció a los políticos la posibilidad de que los oyeran por radio en sus ciudades de origen. Los políticos aprovecharon con sumo gusto tal oportunidad. Para obtener su atención, algunos de los políticos le dieron a Frederick informaciones útiles. Como experto periodista, él supo cuándo citar la fuente y cuándo no, cuándo decir «El señor fulano de tal me ha dicho» y cuándo decir «Según fuentes bien informadas…».
Su grave voz, su vocabulario, su comedido tono y su selección de temas lo convirtieron en una voz de sosegada autoridad, en marcado contraste con los casi histéricos parloteos de un comentarista como Walter Winchell. Curtis Frederick no era el locutor más popular de su región, pero sí era el locutor que la gente culta sintonizaba cuando quería información.
Betsy lo acompañó a Filadelfia. A su regreso anunciaron que se proponían casarse inmediatamente después de las elecciones.
El Literary Digest hizo una encuesta por correo y anunció que el gobernador Alfred M. Landon infligiría una abrumadora derrota al presidente Franklin D. Roosevelt. Aunque Curtis Frederick no lo dijo así en antena, le comentó a Jack que seguía seguro de que el resultado sería exactamente el contrario del que indicaba la encuesta. Respetando su juicio, Jack le dijo a Kimberly y al padre de esta, entre otros, que podían esperar un segundo mandato del presidente del New Deal.
La víspera de las elecciones Jack se hallaba en el bar del Common Club en compañía de su suegro, Harrison Wolcott. Habían escuchado el boletín vespertino de Curtis Frederick en la sala de radio, una habitación privada del tercer piso, donde los sonidos de la radio no molestaban a los demás socios. Cuando terminó la transmisión de Frederick se dirigieron al bar. El periodista se reuniría con ellos en cuanto le fuera posible.
—No he perdido totalmente el optimismo —le dijo Wolcott a Jack—. Simplemente, tengo que creer que un hombre que cuenta probablemente con el apoyo del setenta y cinco por ciento de los periódicos de la nación tiene muy buenas posibilidades de resultar elegido.
—El problema —dijo Jack— es que los propios periódicos son grandes empresarios. Sus dueños son capitalistas.
Frederick llegó a los veinte minutos del final de su boletín. Jack y su suegro seguían llevando corbata blanca en el club, aunque la mayoría de los socios vestían ahora trajes, lo mismo que Frederick.
—Este es un bar interesante —dijo el periodista—. Ya me habían invitado a venir… creo que fue en 1928. Me preguntaba si el club habría vuelto a poner el bar abajo tras el final de la Prohibición.
—Nos hemos acostumbrado a que esté en el segundo piso —dijo Wolcott—. Y ya sabe usted lo que ocurre en Boston… en cuanto nos acostumbramos a algo, ese algo se convierte en tradición. Pero dígame, señor Frederick, ¿por qué está tan seguro de que Roosevelt será reelegido? Muchos periodistas de prestigio no creen que vaya a ser así.
Frederick le pidió al barman una ginebra con hielo.
—Bien —le dijo a Wolcott—, creo que todos estamos de acuerdo en que William Allen White es uno de los periodistas más respetados que tenemos. La Alianza Periodística Norteamericana le telegrafió para pedirle que escribiera un artículo que pudieran publicar en el caso de que Landon resultase elegido. La respuesta que les telegrafió White fue: «tienen ustedes un curioso sentido del humor.»
Dos días después de las elecciones, Curtis Frederick se casó con la señora Otis Emerson, que se sintió sumamente feliz de librarse de «tan odioso apelativo». Frederick se instaló en la casa que su esposa poseía en Boston.
Willard se quedó con el apartamento que su hermano tenía en Cambridge.
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1937
La Lear Broadcasting andaba en busca de nuevas emisoras. Surgió una en New Haven y otra en Stanford, Connecticut, pero a Jack no le interesaron porque sus emisoras de Boston, Hartford y White Plains ya cubrían aquella zona.
Durante la visita que hizo a Cleveland para la Convención Republicana, Curtis Frederick había renovado su amistad con los editores y reporteros del Plain Dealer y uno de ellos le dijo que la estación WOER de Cleveland podría estar disponible si alguien hacía la oferta adecuada. Jack corrió a Cleveland, evaluó la oportunidad, le gustó, regresó a Boston y pidió prestado parte del dinero que necesitaba para la adquisición de la emisora. Tuvo ciertas dificultades para contratar la línea telefónica que necesitaba para retransmitir al Medio Oeste los informativos de Curtis Frederick y «El bar de las bellezas, con la actuación estelar de Betty y Los Juglares», pero al fin lo consiguió y después utilizó la línea para transmitir a la costa atlántica la música de la Sinfónica de Cleveland.
A partir de aquel momento, Curtis Frederick solo informó de las historias locales que tuvieran interés nacional.
Sus transmisiones tenían que resultarles tan sugestivas a los oyentes de Cleveland como a las audiencias de Boston y Nueva York.
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Kimberly comenzó a insistir en que Jack se fumara los Camel en boquilla, como hacía el presidente Roosevelt. Al sostener los cigarrillos con los dedos, estos se estaban manchando de amarillo, lo que, según ella, producía gran sensación de zafiedad. Kimberly le frotó los dedos con un cepillo y jabón Fels Naphta hasta que le quitó el tinte amarillo en la piel y luego le regaló una boquilla negra adornada con bandas de plata. Jack se sentía ridículo fumando en boquilla, pero la utilizaba siempre que ella estaba presente. Cuando Kimberly no se hallaba cerca, sostenía el cigarrillo entre el pulgar y el dedo corazón y se lo cambiaba de mano frecuentemente para evitar mancharse los dedos.
Connie Horan se rio de él.
—¡O sea que incluso te está enseñando a fumar! ¿Cuánto tiempo llevas fumando?, ¿quince años? Qué raro que te permita fumar Camel, son unos cigarrillos muy proletarios. Me sorprende que no haya exigido que te pases a los Tareyton o a los Pall Mall.
El hermano de Curt se había ido a pasar una semana a Nueva York, así que Jack y Connie aprovecharon su ausencia para reunirse en su apartamento.
Sentada en un mullido sofá rojo, con un vestido de seda color verde lima que se pegaba a su voluptuosa figura como una segunda piel y fumando un cigarrillo, Connie, como de costumbre, parecía hallarse posando para un fotógrafo.
Jack estaba mirando por la ventana. Había llevado una botella de Johnnie Walker etiqueta negra y los dos sostenían vasos con dos dedos de whisky en ellos.
Jack se apartó de la ventana y se sentó junto a Connie. Aplastó el cigarrillo en el cenicero de la mesita auxiliar.
—Creo que eres la única mujer que realmente he deseado y que… —dijo, pero paró y meneó la cabeza— no he podido…
—Caramba, señor Lear, no trate usted de abusar de mi virtud —dijo Connie, parpadeando mucho e imitando el acento que utilizaba la heroína de la novela que todo el mundo estaba leyendo, Lo que el viento se llevó.
Él pasó un brazo en torno a ella y la besó en el cuello.
—Connie…
—Jack…
Con la mano derecha la obligó a volver el rostro hacia él y la besó ardientemente en la boca. Luego le puso una mano sobre el pecho izquierdo.
—No, Jack, no.
Él lanzó un suspiro.
—Connie… ¿para qué vienes aquí conmigo si luego no me dejas que te toque?
—Me gustas mucho. Pero no podemos llegar… hasta donde tú quieres llegar. Estoy casada y quiero mucho a mi marido. Soy madre de tres hijos y puede que en estos momentos esté embarazada.
—Eso resolvería un problema —comentó él.
—¿Cómo?
—Bueno, si ya estás preñada…
—¡Jack!
—¿Qué dices?
Ella alzó el mentón.
—Me gusta pensar en mí misma como en una persona que posee cierta moral. Soy católica, recuérdalo. Hay ciertas cosas que… ciertas cosas que no hago.
—¿Serviría de algo decirte que estoy enamorado de ti?
Connie meneó negativamente la cabeza.
—No, eso lo empeora. ¿Qué me dices de Kimberly?
—Ella me hace la vida cada vez más y más difícil. Ya sabes lo que ocurre. No le gusta mi forma de fumar, ni mi forma de vestir, ni mi forma de comer, ni mi forma de hablar…
—Y, pese a ello, ¿aún la quieres?
Tras una vacilación, Jack asintió con la cabeza.
—No se puede amar a más de una persona a la vez —dijo Connie.
—¿Quién lo ha dicho? Yo puedo, y lo hago.
Connie sacó la pitillera del bolso, pero Jack alargó la mano y cogió la de ella. Luego la volvió a besar.
—Mi marido nos mataría. Y sabe Dios lo que haría Kimberly.
—No tienen por qué enterarse. Nunca te pediré que corras riesgos.
Ella lanzó un largo suspiro.
—Tendré que pensar en ello. Podemos volver aquí el jueves. Para entonces ya habré tomado una decisión.
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Pese a no estar seguro de cuál sería la decisión de Connie, el jueves siguiente Jack se pasó por el apartamento de Cambridge a primera hora de la mañana y puso un mágnum de champán Piper-Heidsieck en la nevera. Regresó a las dos de la tarde, sin saber a ciencia cierta si Connie acudiría.
Connie acudió.
Estaba bellísima. Llevaba un vestido de punto blanco adornado con finas franjas azul y violeta en el escote, las muñecas y el borde de la falda. Llevaba un pequeño sombrero a juego colocado sobre la coronilla, como un yarmulke.
Cuando entró por la puerta, Jack la abrazó y la besó. La forma como ella se rindió al beso le indicó qué decisión había tomado.
—Te quiero, Connie.
—Yo también te quiero a ti, Jack.
Ella le dejó desvestirla antes de servir el Piper-Heidsieck. Jack se sintió sorprendido. Bajo el corsé que la confinaba y le daba forma, el cuerpo de Connie era más relleno de lo que había imaginado. Su carne era tersa y lozana. Sus pechos, su estómago, sus caderas y su trasero estaban generosamente redondeados. Desnuda, Connie se sentó en el mullido sofá rojo y bebió champán en un vaso de agua.
No hablaron; no tenían nada que decir. Él alzó su vaso en un mudo brindis. Se inclinó para besarle los pechos. Ella respingó cuando él le acarició los pezones con la punta de la lengua. Jack se metió en la boca uno de sus pechos todo lo que pudo y chupó suavemente. Connie gimió.
Jack descubrió para su sorpresa que Connie no se atrevía a tocarle el pene. Cuando él trató de obligarla, ella retiró la mano. Aquella mujer de veintisiete años, madre de tres hijos, actuaba como una virgen. Con tranquila insistencia, él le cogió otra vez la mano, la condujo hasta la parte interior de sus muslos y trató de obligarla a tocarle el miembro.
Ella se resistió.
—Tienes el pene circunciso, ¿verdad? ¿Los hace eso más grandes, Jack? El pene de Dan es muy distinto al tuyo. El suyo es el único que he visto en mi vida y no se parece en nada al tuyo. No me pidas que lo toque.
—Por el amor de Dios, Connie… alguna vez habrás…
—No —susurró ella—. ¿Por qué iba a… tocarlo? Él se ocupa de hacerlo todo.
No obstante, Connie se sentía igualmente fascinada por el miembro de Jack. Finalmente le permitió que le guiase la mano hasta el pene y se lo acarició en toda su longitud. Le levantó el escroto y le miró los testículos. Abrió mucho los ojos. Cerró la mano en torno al pene y apretó suavemente.
—¡Connie! ¡Oh, Dios, Connie…!
Él le metió el dedo corazón en el interior de su pequeña y húmeda hendidura y le estimuló el clítoris.
Ella se echó a llorar.
—No deberíamos…
—¡Connie!
—O estoy cometiendo un gran pecado —dijo ella con voz ronca— o hasta ahora había vivido engañada.
—¿Pretendes decirme que nunca te lo has pasado bien?
Ella meneó negativamente la cabeza.
—Se supone que las mujeres no disfrutan con esto.
—Tonterías —dijo Jack—. ¡A ver si te gusta! —Al tiempo que lo decía pasó el dedo en torno al clítoris—. ¡Siéntelo!
—Oh… ¡Hazlo, Jack! ¡Córrete dentro de mí!
Él sacó un condón y comenzó a desenvolverlo.
—¡No! —murmuró ella—. ¡Lo haré, pero no con eso! ¡No con eso!
Él dejó el condón a un lado.
Ella se tumbó de espaldas, abrió las piernas y susurró:
—¡Métemelo hasta el fondo!