9. El general Packenham

—¿Estás despierto? —me preguntó mi esposa, a quien yo creía dormida desde hacía largo tiempo.

Tendido boca arriba, que es un modo de resignarse al insomnio, me pareció que nos hallábamos en la medianoche.

—Así es.

—Ayer pasaste la noche en vela. Trata de dormir.

—Si durmiera, no estaría despierto y si pudiera dormir, dormiría.

—¿Te duele la herida?

Siempre me dolía y ya estaba habituado a ello. Por lo tanto, no era ésa la causa de mi insomnio.

—¿Cuando te desvelas piensas en la muerte, Evan?

—A veces.

—¿Te espanta?

—A veces… sí.

—¿Crees en Dios, Evan?

—En ciertas ocasiones.

—No insistiré en que te bautices en nuestra iglesia…

—Recuerda que ya me bautizaron. Por miserables que sean los católicos, todavía bautizan a sus hijos.

—No lo he dicho en ese sentido, Evan. Aunque usé la palabra bautismo, sabes muy bien lo que quise decir. ¿Por qué eres tan frío y cruel? Sólo traté de animarte… Aunque no sé cómo podría hacerlo.

—Lo siento. Perdóname.

Durante un momento guardó silencio. Entonces, como muchas otras veces me pregunté por qué la hería de esa manera en un mundo ya de por sí henchido de odio y asperezas… y no hallé respuesta a mi propia pregunta. De pronto ella habló:

—Hoy estuve con Abigail.

—Oh, ¿de veras?

—Bueno, a ti no te interesa lo que yo hago.

—Sabía que habías salido. ¿Debo seguirte adondequiera que vayas? —hice una pausa y luego le dije—: Ya no sé estar solo. ¿Sabes que así me siento cuando tú no estás?

—Gracias, Evan —cuchicheó ella.

—¿Qué te dijo Abigail?

—Abigail dice que su esposo no la escucha, que, hasta donde ella es capaz de recordar, nunca prestó oídos a sus palabras.

—Y bien…

—¿Sabes lo que quiso significar?

—Por supuesto que sí. A veces pienso que ahora nadie escucha a nadie.

—Sin embargo le rogué que hablara con él.

—¿Le hablará?

—Abigail me respondió que es una carga para él.

—¿El qué es una carga para él?

—El muchacho alemán.

—¿Ella le llama carga? El hombre se ve obligado… Vaya, puede que sea una carga. El tipo vive en su propio infierno.

—¿Sabes por qué desea ejecutar al muchacho?

—Por supuesto —le respondí—. De otra manera Abraham Hunt no podría sobrevivir. Hay cosas justas y cosas injustas y Hunt es, ante todo, un hombre justo, ¿no es así?

—No sé qué quieres decir.

—Simplemente, que es un hombre justo.

—Entonces, ¿tú también eres justo, Evan? —me preguntó ella luego de un prolongado silencio.

—No, porque ignoro en qué consiste la justicia.

—No hablas en serio…

—Lo digo seriamente.

—Entonces, no comprendo… ¿Sabes lo que deseaba saber Abigail? Me preguntó si se habían acostado juntos.

—¿Quiénes?

—Sally y el muchacho alemán.

—¡Qué prostituta!

—¿Quién?

—Tu amiga Abigail. Es una prostituta.

—¡Qué manera de hablar!

—Digo lo que es…

—Se mostró muy compasiva. Se apiadó de la pobre muchacha. ¿Y si Sally tiene un hijo con el mercenario? ¿Por eso dices que Abigail es una prostituta?

—Sí… Por eso, ¡maldita sea!

—Siempre sucede igual cuando hablamos. Siempre venimos a parar a lo mismo. Por más que me esfuerzo para acercarme a ti, no puedo… no puedo…

No habló más. Yo cerré los ojos y permanecí inmóvil durante cierto tiempo. Poco después sentí que se apoyaba dulcemente en mi cuerpo y en seguida me dormí.

Al día siguiente Raymond Heather vino con Annie a mi consultorio y de inmediato remplacé la venda del brazo de la niña. Un momento antes había yo examinado al perro Duklik, el que, felizmente, no estaba rabioso. Por otra parte, la herida evolucionaba muy favorablemente, como suele ocurrir con los niños.

—¿Cómo está Sally? —le pregunté.

—Sombría, pero serena.

—¿Conversó con ella?

—Sí.

—¿Y?

Él meneó la cabeza.

—¿Lo ahorcarán, doctor Feversham?

—No sé.

Al hacerle yo al día siguiente la misma pregunta a Rodney Stephan, éste me respondió sin vacilar:

—Por supuesto que sí, doctor.

—¿Cómo lo sabes?

Sin duda mi pregunta fue estúpida, ya que Rodney Stephan estaba al tanto de cuanto ocurría en el Ridge y, por otra parte, era incapaz de explicar su propio método cognoscitivo.

—Está en el aire. Es algo que está en el aire.

—¿No están conformes con la carnicería que ya han hecho?

—Sí, fue una carnicería… una espantosa matanza. Pero un mercenario es un mercenario… Además, presenció el asesinato de Saul Clamberham.

—Y, ¿cuándo será el juicio?

También estaba enterado de ello. El general Packenham arribaría en las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas y de inmediato comenzaría el proceso. Yo conocía muy bien a Packenham. En Saratoga había asistido a su reyerta con el coronel Stark. Éste, fuera de sí, estuvo a punto de matarlo, pero, al comprobar que se hallaba ante un cobarde, se conformó con humillarlo. Era Packenham un individuo vano y pomposo, bien proporcionado, imperioso y de cutis lozano, un hombre en el que la Naturaleza y la sobrealimentación se combinaban para darle un aspecto sólido y autoritario. Tenía una cabeza enorme, una nariz ganchuda y una voz áspera y profunda.

Su nombramiento en esa área implicaba que la guerra se había desplazado a otra región. Pero, el hecho de que presidiera el tribunal no me permitía alimentar muchas esperanzas respecto del prisionero. Cuando se lo describí a Alice y le dije lo que podíamos esperar de él, mi esposa me preguntó quién defendería a Hans Pohl.

—No sé —admití—. Según me dijeron, el defensor, que procede de New Haven, vendrá con Packenham.

—Después de lo que me has dicho de Packenham, eso carece de importancia.

Al día siguiente mis enfermos me trajeron varias noticias: el general Packenham y su ayudante, el coronel St. August, habían arribado a la ciudad y se alojaban en la posada. Yo recordaba vagamente aquel apellido —St. August—, al que relacionaba con algún tribunal militar y con la Ayudantía General. Pero no tenía una clara idea de sus personas. Mis pacientes se refirieron, sobre todo, a sus espléndidos uniformes, ya que el mayor despliegue en materia de atuendos militares, en el Ridge, estribaba en las ocho chaquetas azules, con sus respectivos cinturones, que lucían los jefes de nuestras milicias en los desfiles. Si St. August era el defensor, ¿quién actuaría de fiscal? En mi opinión, Abraham Hunt eludiría tal función, no sólo por ser el juez local, sino porque su triunfo carecería de valor si para obtenerlo hacía gravitar su personalidad en el proceso. No obstante, sería uno de los principales testigos, lo cual lo colocaría en una situación un tanto embarazosa.

Por segunda vez Alice me preguntó quién defendería al muchacho.

—No sé. Posiblemente St. August.

—Todo el mundo dice que actuará de fiscal.

Yo meneé la cabeza, desesperanzado.

—¿Tú lo defenderías, Evan?

—¿Quieres que lo defienda? —le pregunté, incrédulo.

—En realidad, no sé lo que quiero, ni sé, tampoco, de parte de qué bando estoy, si es que existen bandos aquí. Además, ignoro quién tiene razón en este caso. Tú le salvaste la vida, ¿no? —me preguntó.

—No. Por supuesto que no.

—¿No curaste su herida?

—La herida se curó por sí misma. Yo sólo la ayudé. Hice lo que pude… Pero, si piensas que puedo ser su defensor… te diré que no… Eso es imposible.

—¿Por qué es imposible?

—Porque no soy abogado, sino médico.

—Eres un coronel del ejército. Todavía tienes ese grado. Fuiste jefe de un regimiento. Por lo tanto eres un par de Mr. St. August. ¿Por qué no puedes defenderlo?

—No —insistí—. No sería correcto. Debe defenderlo un abogado.

—¿Crees que conseguirán un abogado? El juicio comienza mañana… ¿Realmente lo crees posible?

De modo que una hora más tarde llamé a la puerta del squire Hunt. Abigail, al abrirla, se sorprendió y alegró a la vez y me dijo en broma que en la casa todos gozaban de perfecta salud.

—Sin embargo, el squire se alegrará mucho al verlo —agregó—. Sanos o enfermos, siempre lo recibiremos complacidos, Evan.

—¿Está aquí?

—En su escritorio, con el general Packenham.

A través de un gabinete me condujo hasta el escritorio de su esposo. La casa era muy bella y estaba espléndidamente amueblada: chimeneas de mármol de Italia, maderamen abundante en follajes y volutas, sillas importadas de Inglaterra y pisos de madera dura y bien pulida, en lugar del pino utilizado en las otras casas del vecindario. Toda una pared del escritorio estaba ocupada por volúmenes encuadernados en cuero que, leídos o no por el squire, otorgaban al lugar un aire culto y civilizado.

Abigail llamó a la puerta y, al asentir Hunt desde adentro, me introdujo en seguida, como si fuera la cosa más natural del mundo que yo visitara la casa del squire, sin anuncio previo, a la hora del crepúsculo. Los dos hombres se sorprendieron un tanto al verme. Hunt me presentó a Packenham como el coronel Feversham.

—Ah, un colega. Siempre me complace encontrarme con un patriota y me siento honrado por ello, coronel —me dijo Packenham, tendiéndome su mano carnosa y húmeda y mirándome de soslayo—. ¿No nos hemos visto antes?

—En Saratoga, general.

—¿Sí? ¿Actuó allí con Gates?

—No, señor —vacilé. No pude eludir la cuestión. Hunt me observaba atentamente—. A las órdenes de Stark.

El general clavó en mí una fría mirada.

—¿Es usted de Vermont, señor?

—Soy inglés —le respondí—. Mandé el Undécimo Regimiento de Fusileros de Connecticut… o lo que de él restaba, es decir, a treinta y dos hombres. De modo que me pusieron bajo las órdenes de Stark.

El general asintió bruscamente con la cabeza.

—Comprendo.

—Feversham actúa aquí como médico —dijo Hunt, al percibir el tono glacial y malhumorado de Packenham—. Ya le hablé de él: curó la herida del mercenario.

Packenham aclaró su voz:

—Entiendo. En otras palabras, se trata del hombre que dio albergue, curó, ayudó y confortó a un maligno enemigo de nuestra causa.

—Yo no albergué a nadie —le contesté serenamente—. Tampoco he consolado, ni curado a ningún enemigo. En todos los campos de batalla en que actué, procedí de la misma manera y nadie me censuró por ello.

—Entonces, tal vez haya llegado el momento de que ello ocurra, Feversham. La arrogancia tiene su precio, ¿no? El squire me ha dicho que, en tanto nuestros leales milicianos buscaban a ese mercenario, usted se reía para su capote, sabiendo quién era y dónde se ocultaba. Se pasea usted impunemente… Sin embargo, si yo estuviera en su pellejo no dormiría tranquilo. Quién sabe… Tal vez ampliaremos el proceso.

—¿Me amenaza, señor?

—Simplemente le informo…

—Por mi parte, no amenazo, ni informo —le dije muy tranquilo—. No obstante, debo recordarle, general, que he actuado muy cerca del coronel Stark, quien me trata como a un hermano. Además, en mi escritorio guardo una carta personal del general Washington, en la que éste me da las gracias por haber yo reorganizado su servicio médico y me ruega que acuda a él, en caso de necesidad. Podría agregar que todavía integro cierta comisión relacionada con los hospitales, presidida por el doctor Benjamin Rush, un amigo mío que es miembro del Congreso. Cito estos detalles, para que los tenga en cuenta cuando me amenace…

—¡Yo no lo amenazo! —me interrumpió.

—Muy bien. Entonces quede en claro que ambos detestamos las amenazas… Y ahora… ¿puedo hablar del asunto que me ha traído aquí con el squire Hunt?

—Cuando le plazca, señor.

Hunt, que asistía con interés a esta pequeña escena, asintió con la cabeza y dijo:

—Adelante, Feversham. Lo escucho.

Yo no estaba orgulloso, ni satisfecho de mí mismo. En rigor, me había comportado como un mozalbete quisquilloso y no había hecho nada en favor del mercenario. Simplemente, había discutido, quizá más de lo conveniente, con el general Packenham, al recordarle, no sólo su cobardía, sino también su humillación, por parte del coronel Stark. Por lo demás, había impulsado a Hunt, tal vez neutral, a ponerse a la defensiva. Mi referencia al respaldo que me brindaban ciertos personajes famosos era una baladronada, una mera mentira… algo que Packenham nunca podría comprobar pero que, sin embargo, pesaría sobre mi conciencia toda mi vida, como muchas otras pequeñas indignidades cometidas por mí anteriormente. ¿Era yo como un hermano para Stark, porque en el calor de la lucha y en un solo combate había peleado junto a él, durante un momento? Dudo que Stark recordara, siquiera, mi nombre. En cuanto a la carta del general Washington, similar a muchísimas otras escritas por él, carecía de importancia. Por último, mi relación con el doctor Benjamin Rush consistía en lo siguiente: aunque incluido por él en cierta comisión que, por otra parte, nunca llegó a reunirse, jamás había hablado con dicho personaje. El supuesto vínculo que me unía a Rush fue un ardid generado por mi súbito temor de que Packenham convenciera a Hunt de incluirme en el proceso del mercenario. En realidad, tal temor era ridículo. Mi pánico, disimulado bajo una voz lenta y tranquila, me había lanzado en un remolino de falsedades y contraamenazas. Como de ninguna manera estaba conforme conmigo mismo, le dije al general:

—Perdone mis aparatosas palabras.

Hunt me observó atentamente: jamás me había visto excusarme por cosa alguna. Packenham asintió, rígidamente, con la cabeza.

—Como el general aquí presente dispone de amplias facultades para actuar como juez militar y acusador… —comencé a decirle a Hunt.

—El coronel St. August actuará a mi lado, en calidad de fiscal —me interrumpió Packenham.

—En calidad de fiscal… —le dije—, pero ¿quién defenderá al mercenario?

—El tribunal lo defenderá —replicó Packenham.

No era un hecho insólito. Yo mismo había sido testigo de otros casos similares, pero en ninguno de ellos el tribunal se había compuesto de dos oficiales únicamente. De modo que le pregunté qué otras personas integraban el tribunal. ¿Acaso el squire Hunt sería uno de sus miembros?

—Tengo entendido, señor, que Hunt será el principal testigo.

—De manera que usted solamente…

Otra vez me interrumpió:

—No comprendo su preocupación, coronel Feversham. Según los informes que han llegado a mis oídos, nada podrá impedir que la justicia se expida rápida y eficientemente. ¿Duda usted de mi capacidad para presidir un tribunal ecuánime?

—No, señor.

—¿Ha venido aquí para abogar por el mercenario?

—He venido porque estimo necesaria la presencia de un abogado defensor militar.

Packenham se encogió de hombros y Hunt guardó silencio.

—¿Me permitiría usted integrar el tribunal? —le pregunté.

—Usted, señor —me replicó Packenham—, tiene menos que ver en el asunto que el squire Hunt, quien, al menos, es el jefe de la milicia local. Que yo sepa, usted no manda grupo alguno… ¿O estoy mal informado?

—En efecto, no mando grupo alguno.

—Entonces le sugiero, Mr. Feversham —me contestó, olvidando mi grado militar—, que confíe en la causa que represento y en mi investidura.

Me volví, en silencio, hacia Hunt en demanda de auxilio.

—No puedo hacer nada, Feversham.

—¿Me permitirá, por lo menos, hablar con el chico, para orientarlo y ayudarlo a defenderse por sí mismo? —le supliqué a Packenham.

—¿Al chico? ¿A qué chico se refiere? —me preguntó, cada vez más altanero y seguro de sí mismo, a medida que mi situación se tornaba más débil e insostenible.

—Al alemán Hans Pohl. Sólo tiene dieciséis años.

—¿Qué está usted diciendo, señor? ¿No hay chicos de dieciséis, quince y catorce años en nuestras filas…? ¿No los ha visto caer en el campo de batalla, pagando el más alto precio que un joven puede pagar?

—Sin embargo, eso no modifica el hecho…

—El único hecho concreto, para mí, Mr. Feversham, es el siguiente: ese hombre es un alemán que vistió el uniforme alemán y fue pagado por los alemanes, o sea, que se alquiló para matar.

—¡Al diablo con su palabrería! —exclamé—. ¡Todos los soldados que desembarcaron en nuestro suelo han matado por dinero: alemanes, británicos, franceses y escoceses! ¿Qué diferencia existe entre unos y otros? ¡Todos se alquilaron para matar! ¡Sólo le pido que no nos sitúe en el mismo plano, que demuestre que poseemos una pizca de misericordia cristiana!

—¿Misericordia cristiana? —me preguntó Packenham, levantando una ceja—. Curiosas palabras en boca de una persona como usted. Ignoraba que se había convertido a nuestra fe. Tenía entendido que era usted fiel a Roma.

—¡Cobarde y asqueroso hijo de puta! —le dije y, girando sobre mis talones, abandoné la habitación.