1. El sacerdote
El cura apareció a mediados de mayo, a eso de las cuatro de la tarde, y el asunto comenzó al día siguiente. Él fue quien me informó del barco fondeado en el Sound.
Venía subiendo por el camino de Norwalk, montado en un asno tan pequeño, que los pies del jinete casi rozaban el suelo, a pesar de que el cura era un hombrecillo de no más de cinco pies y tres pulgadas de estatura. Se trataba de un individuo de alrededor de cuarenta y cinco años de edad, con un pequeño y protuberante abdomen y un rostro de luna llena, sonrosado y sudoroso, desde el cual sus fatigados ojos celestes, inyectados en sangre, contemplaban el mundo sin optimismo, pero sin desesperanza. De pronto, el calor de aquel verano había convertido, momentáneamente, el flamante verdor de la primavera en algo antiguo y polvoriento. En alguna parte había perdido el cura su sombrero y el sol estaba dando a su calva el color de una manzana madura.
Junto a Mrs. Feversham me hallaba en nuestro herboso huerto instruyendo a Rodney Stephan acerca de la mejor manera de podar la parra del cenador —aunque no tiene sentido hablar de parras en un suelo tan miserable como el de Connecticut—, cuando divisé al sacerdote sobre su asno, en lo alto de la pendiente, y lo vi descender, en seguida, en dirección de nuestra casa. Mi esposa, indicando su figura, me preguntó quién sería y yo le respondí que, al parecer, se trataba de un cura sobre un borrico. —¿Un clérigo?
—En cierto modo, sí… Supongo que ese pobre diablo es un sacerdote católico. Pero no podría asegurar qué extraño capricho del destino lo ha traído a esta sagrada madriguera protestante. Sea como fuere, pronto lo sabremos.
Atravesando el huerto me dirigí hacia el camino y allí aguardé en silencio al viajero. Éste detuvo su asno, se deslizó fuera de su improvisada silla de paja, enjugose el rostro y la frente con un sucio pañuelo y, luego de santiguarse, murmuró algunas palabras de gratitud, no hacia mí, sino hacia Dios. A continuación sus ojos azules respondieron a mi curiosidad.
—¿Feversham?
—Feversham —respondí.
—¿El doctor Feversham?
—Si así desea llamarme…
—Yo soy el padre Hesselman —me informó—, sacerdote católico romano… si así desea llamarme… —y sonrió ligeramente—. Tengo una sed tremenda y mis asentaderas están sufriendo los tormentos de un réprobo… Mis asentaderas, señor, no mi asno[1]. Estoy lleno de malditos forúnculos.
Asentí con la cabeza, pensativa y comprensivamente, en tanto mi esposa, menos pensativa y comprensiva, pero más práctica, nos hizo llegar, por intermedio de Rodney, un cubilete de arcilla lleno de agua fresca recién traída de la fuente. El sacerdote bebió todo el líquido, que ascendía a un cuarto de litro. El hombrecillo estaba sediento.
Ya en mi consultorio, tendido en él boca abajo, lavé con ron sus nalgas. Mientras yo punzaba y drenaba sus forúnculos, me explicó su dolor al sentirse repudiado. Era un hombrecillo muy sensible, con pasta de mártir humilde. Temblé al pensar en su dolorosa y prolongada cabalgata, apoyado en aquellos forúnculos.
—¿Por qué demonios no fue a ver al doctor Phillips, en Norwalk?
—Consulté al doctor Cutler —me respondió, excusándose.
—Cutler podría haberlos punzado.
—Me dijo que yo era un viajero del infierno… ¡Oh, cómo me duele ése…! Creo que tales fueron sus palabras. Más o menos me dijo que estos forúnculos son un justo castigo que me ha enviado el Todopoderoso.
—¿Castigo? ¿Por qué? No se mueva —le previne.
—Por ser yo sacerdote.
—¿Qué?
Mi cólera me hizo punzar más de lo que hubiera deseado y el pobre hombre se quejó débilmente.
—Perdón, padre. ¿Eso dijo Cutler?
—Poco más o menos.
—¡Qué sucio e infame leproso!
—Es usted muy severo con él, Mr. Feversham. Hay que tener en cuenta el ambiente…
—Dejemos nuestra compasión para más adelante.
—… acaso estos forúnculos sean un signo del disgusto divino…
—Más probable es que sean signos de agua sucia y mala comida. ¿Cómo dio usted conmigo, padre Hesselman?
—Ya ve usted… He ahí algo que habla en favor del doctor Cutler. No sólo me dijo que había un médico católico en el Ridge, sino que, además, me indicó cómo podía llegar hasta aquí.
—Lo cual le abre las puertas del cielo, ¿no es así…? Ahora, escuche, padre: ¿no puede pasar un día o dos fuera del lomo de su asno? He drenado y vendado sus forúnculos, pero creo que merecen un descanso.
—Tengo los pies débiles —se excusó.
Yo asentí cordialmente con la cabeza y le pedí que se quedara a cenar. Vestía una limpia sotana y, después de haberse lavado y afeitado, me pareció un hombre muy agradable. Luego de bendecir nuestra comida, devoró su pierna asada, como si hiciera quince días que no probara alimento alguno, cosa que tal vez había ocurrido, en realidad.
En honor do nuestro huésped, el primer sacerdote católico que yo veía en mucho tiempo, puse sobre la mesa una botella de buen vino francés, que él saboreó muy complacidamente. Me agradó ver revivir a aquel hombrecillo, que empezó a alabar y admirar todo lo que da un ligero toque de civilización al High Ridge de Connecticut: nuestra vajilla de plata, nuestra ropa blanca, nuestras porcelanas y nuestra comida. Con la barriga llena y el alma satisfecha, luego de recostarse en el respaldo de su silla, se aventuró a preguntarme si seguía yo siendo católico.
—Pienso que el Padre Santo debe tener más altas preocupaciones que la idea de mi excomunión.
—He ahí una respuesta que no aclara nada.
—Bueno, padre Hesselman —le dije—, no me confieso desde hace más de cinco años y, durante ese lapso, no he rezado una sola vez con el corazón puro y he odiado continuamente, sin sentir remordimiento alguno por ello y, por supuesto, hace mucho tiempo que no piso un templo católico. Además, estoy casado con una mujer protestante… —e indiqué con la cabeza a mi esposa— muy encantadora. No obstante, tengo la conciencia tranquila, ya que tampoco visito las iglesias protestantes. Durante tres años luché, al frente de un regimiento, contra los británicos, no por amor a las colonias, sino porque detesto a los malditos ingleses desde que mataron a mi padre, simplemente, porque era católico. De modo que, aunque estuviese harto del catolicismo, seguiría siendo católico, para llevarle la contraria a los británicos. Ésa es mi respuesta.
—Tan compleja, que su sentido se me escapa —dijo el padre Hasselman.
—Supongo que sí.
—Brusco, pero cordial, como todos los médicos… Ya es un hábito en él —intervino mi esposa Alice.
—No soy cordial —dije ásperamente.
—¿Por qué abandonó el Ejército? ¿Se enojó con ellos?
—¿No será usted el que se enojó? ¿O es usted un maldito tory?
—¡Evan! —exclamó mi esposa. El padre Hesselman me observó sin rencor y me informó que su iglesia era utilizada como hospital desde hacía más de tres años.
—Lo siento mucho, señor. Dispénseme. El cura sonrió y yo comprendí que la media botella de vino que acababa de beber lo había relajado agradablemente, achispándolo un tanto.
—¿Dónde está su iglesia? —le pregunté.
—En Baltimore, donde los católicos son casi tan numerosos como los protestantes.
—Y ¿hacia dónde se dirige usted… si me permite la pregunta?
—Hacia Rhode Island, donde nueve familias católicas han solicitado un sacerdote, para dicha mía y, tal vez, desgracia de ellas.
—De ninguna manera —dijo Alice—. Pienso que son muy afortunadas.
—Ojalá sea como usted dice, mi querida señora —replicó el padre Hesselman.
—Pero ¿qué hace usted aquí, en el Ridge? ¿Por qué no tomó el barco? Se hubiese ahorrado tan miserable viaje sobre esa estúpida bestia.
—Mi asno y yo nos apreciamos mucho… Trato de ser un compañero, en vez de una carga, para él.
—Ni un santo amaría a Uña bestia semejante.
—Eres imposible —me dijo mi esposa—. ¿Qué pensará el buen padre?
—Creo que sé muy bien lo que piensa. Si viviese en esta decorosa madriguera y entre tantas narices estiradas, pensaría como yo. Entretanto me considera como un ateo insolente, vulgar e irascible… quizá con razón… Sí, me enojé con ellos… —Y dirigiéndose al cura—: Pero no vine aquí por eso. Tengo el derecho de vivir donde me plazca. Soy médico y ejerzo aquí mi profesión. Me hirieron en una pierna y cojeo, según habrá usted advertido.
—Lo he advertido —dijo el cura tristemente.
—Evan, Evan —exclamó Alice—. No estamos en una reunión de comité, sino a la mesa, comiendo.
—Hablando de otra cosa: si partió usted de Nueva York, ¿por qué no se embarcó en un paquebote? —le pregunté al sacerdote.
—Porque había una fragata inglesa en el Sound.
—¡Ah!
—La vi con mis propios ojos, doctor Feversham.
—¿Dónde?
—Anclada en la boca del río… ¿Cómo lo llaman ahora? ¿Salituk?
—Saugatuck.
—Eso es. Allí la vi inmóvil, mientras los botes del barco iban y venían… Estaban matando animales, protegidos por un círculo de soldados.
—¿Redcoats[2]?
—Oh, no… no.
—¿A qué distancia estaba usted de ellos?
—Los observé desde el camino real…, tal vez una distancia de doscientos pasos. Pero tengo muy buena vista. Lucían chaquetas verdes, con cuellos, puños y adornos amarillos, botas negras y calzones cortos y blancos…
—Sí…, hessianos[3] —añadí, tratando de mostrarme amable—. En realidad, me interesan muy poco esos mercenarios, padre Hesselman, como así también esta guerra, que debería haber terminado y que no concluye nunca… Bueno, ya me ha respondido usted por qué ha venido al Ridge a lomo de asno.
Él se sintió un tanto ofendido y rechazado y mi esposa me dirigió una mirada acusadora. Pero, al cobrar ánimo, luego de ingerir su flan y su café, el hombrecillo me preguntó, siempre modestamente, qué era, realmente, lo que más me interesaba.
—Mi alma inmortal… si es que tengo alma.
Él me tranquilizó.
—Es usted un buen tipo —le dije—. No he hecho más que insultarlo y mostrarme grosero, para hacerle olvidar su buena naturaleza…
—En absoluto —protestó—. Ni el padre del hijo pródigo se hubiera mostrado más generoso; curó usted mis heridas, me confortó y dio de comer y supongo que me ofrecerá un lecho. De modo que rezaré por usted y su buena esposa, para retribuirles todo su amor y su bondad hacia mí.
Al día siguiente me desperté media hora antes del amanecer y fui a echar una ojeada al sacerdote. Se hallaba éste orando junto a la pequeña fuente del huerto. En seguida nos sentamos en un banco de madera, donde él escuchó mi confesión. Cuando aclaró enteramente, reanudó su marcha, luego de asir un cesto con pan y carne que Alice le entregó, y se fue rebotando sobre el lomo de su asno, echando así a perder cuanto yo había hecho para aliviarlo de sus forúnculos.
De esta manera entró el padre Hesselman en mi vida y desapareció de ella… ya que nunca más volví a verlo. Sin embargo, en cierto sentido obró como un catalizador en mi existencia. Por otra parte, en ningún momento, durante los terribles sucesos posteriores, logré ahuyentar de mi memoria su figura y su tonta y dulce sonrisa, ya que fue él quien me informó sobre la presencia de la fragata británica en el Sound.
De aquella nave desembarcó el destacamento de hessianos… Nunca sabré el motivo de su marcha de quince millas en dirección del Ridge. Si pudiera yo describir el caso a la manera de una historia, ésta sería de una sola pieza, pero resulta que mi argumento está lleno de lagunas, baches e interrogantes que nunca hallaron respuesta. Como la mayor parte de las personas del Ridge, hilvané mi relato uniendo trozos dispersos, aun cuando, según comprobará el lector más adelante, estaba yo más al tanto de lo ocurrido que cualquier otro individuo del lugar. Por lo demás, hasta cierto punto yo fui el culpable de lo ocurrido, ya que, entre otras cosas, persuadí a Jenny Perkins, la maestra de Ridgefield, en el sentido de que Saul Clamberham era capaz de aprender. Había éste ingresado en su escuela, donde, por su estatura, sobresalía entre todos los chicos. Los que lo conocían sabían que era inofensivo, pero otros alumnos se asustaban ante aquel enorme idiota que baboseaba y decía cosas incoherentes.
Yo les aconsejé: «Mándenlo a la escuela y siéntenlo en el fondo de la clase. Así aprenderá». Eso les dije cuando me plantearon el asunto como una enfermedad que yo podría diagnosticar y curar.
—Como todo ser humano, tiene el derecho de aprender. Dios nos dotó de inteligencia y nos puso sobre la tierra para aprender. No es un bruto, sino un poco tonto. Por otra parte, ¿qué daño hará en el fondo de su clase?
—¿En mi escuela?
—La escuela no es suya, ni mía…, tal como no es suya ni es mía la iglesia, Miss Perkins. ¿Qué derecho tiene usted sobre ella?
—Reclamo para mí el derecho de enseñar. ¿Cómo podré ejercerlo, teniendo en mi clase a Saul Clamberham? Es un idiota grotesco. Sea como fuere, asusta a los niños. ¿O es que éstos no tienen ningún derecho? ¿No debe estar la escuela al servicio de los niños?
La maestra había venido con el squire[4] Abraham Hunt. ¿Qué podía yo decir contra el squire Hunt, excepto que me irritaba su manera de ser? Era un individuo imperioso… y supongo que no me agradan los hombres imperiosos que saben discernir exactamente el bien del mal. Él era un patriota y yo un soldado, un cirujano y, también, un patriota, aunque según la más objetiva de las definiciones. Hunt adoptaba decisiones y las llevaba a la práctica. Yo, por mi parte, sustentaba la secreta sospecha de que todas las decisiones —o, al menos, la mayoría de ellas— incumben a Dios, no a los hombres. En aquella ocasión él había dispuesto que Saul Clamberham fuera examinado por un médico, que después lo despacharía al manicomio de Boston. Ésa era la única razón de su visita… Me imagino que consideraría una maldición el hecho de que Ridgefiel no contara con un médico propio, es decir, con un facultativo protestante, que le hubiese ahorrado la consulta a un diabólico papista.
—Es inofensivo —dije—. Este mundo es ya de por sí un estercolero. ¿Por qué hacerlo más hediondo, al ensañarnos contra un pobre tonto?
—Entonces, ¿debo cerrar la escuela? —dijo Miss Perkins.
—No… Yo no creo que sea necesario. ¿Qué desea Saul?
—Leer. Desea leer el Libro…, es decir, la Biblia… para que usted me entienda, Mr. Feversham.
—Estoy perfectamente enterado de que a la Biblia se la denomina el Libro, Miss Perkins. De modo que no es tanta mi católica ignorancia.
—Basta de impertinencias —dijo abruptamente el squire Hunt.
—Ahora me enseña usted buenas maneras. Muchas gracias… Sin duda no aprenderá a leer jamás, Miss Perkins, pero pienso que podría usted enseñarle a sumar pequeñas cantidades: uno más dos, más tres. Si me concede usted cinco o diez minutos, después de las horas de clase, trataré de que no la interrumpa en la escuela.
—¿Por qué no le enseña usted mismo, coronel, ya que lo quiere tanto? —me dijo Hunt, regodeándose en la mención de mi grado militar, porque no ignoraba que yo lo había desechado.
—Lo haría con mucho gusto, al igual que mi esposa… Pero ocurre que Saul no cree en lo que le enseñan fuera de la escuela. Si Miss Perkins le diese un viejo trozo de pizarra y una pizca de tiza no molestaría más a nadie.
Miss Perkins accedió y así fue como Saul Clamberham obtuvo un trozo de pizarra y empezó a realizar pequeñas sumas. De modo que la cosa comenzó con el cura, la fragata británica fondeada en el Sound y Saul Clamberham, un poco tonto, pero tan desprovisto de odio, resentimiento e inquina, que a veces pensé que era el mejor de todos. Así comenzó todo.