6. Hans Pohl

Abraham Hunt no era uno de mis pacientes habituales, ya que prefería, en sus infrecuentes dolencias, consultar a Toby Benson, el barbero de la ciudad, quien portaba en sus uñas tierra suficiente para hacer un jardín, abusaba del rapé, usaba tres o cuatro semanas seguidas el mismo pañuelo sin lavarlo y tenía algunas nociones de algo que él denominaba «medicina»…, es decir, era especialista en sangrías y sanguijuelas. Admito que me ensaño con él. No obstante, aquel monstruo local había sangrado, hasta llevarlos prematuramente al sepulcro, a doce ciudadanos e impedido un normal proceso curativo en, por lo menos, cien casos. Por eso el squire Hunt, que no era un hombre torpe, apenas contrajo la gota, vino a consultarme.

Varias horas después de mi regreso de la casa de Raymond Heather y de haber ingerido yo mi desayuno frío ante mi esposa, cada día más irascible, entró Hunt con su pie hinchado en mi consultorio. Tuve que requerir la ayuda de Rodney para quitarle la bota. Cuando le pregunté por qué demonios no había metido aquel pie en una chinela, me miró tan fría y desdeñosamente, que resolví contenerme, para no herir su vanidad.

—¿Gota? —me preguntó. Luego de punzar su pie un poco más de lo necesario, coincidí con su diagnóstico.

—¿Qué puede hacer por mi? —inquirió.

—¿Capturó al mercenario? —le espeté, sin poder contenerme.

—Oh… ya lo apresaremos, ya lo apresaremos, Feversham.

—Quién sabe… Es posible que ya no esté en Ridge y que ahora se halle en Saugatuck. Ha tenido tiempo suficiente para ello, ¿no le parece?

—¿Con una bala en la espalda?

—¿Con una… qué?

—Bala, Feversham. Eh, tú Rodney Stephan —le gritó al mestizo que hacía de jardinero y criado en mi casa y era muy propenso a confundirse—, ¿por qué no le has dicho a tu amo que el mercenario tiene una bala en la espalda?

Rodney Stephan sacudió la cabeza. Como me conocía muy bien estaba seguro de que yo deseaba que el mercenario escapase. Por consiguiente, ¿para qué iba a darme tan mala noticia?

—De modo que ha muerto —le dije a Hunt.

—Oh, no. Yo no he dicho tal cosa, sino, simplemente, que tiene una bala encima. Además, hemos visto mucha sangre… Sabemos que está en la gran ciénaga. Pero tendrá que salir de allí. De lo contrario morirá. Yo puedo esperar. No tengo prisa. Ningún mercenario saldrá vivo de esta serranía… al menos mientras yo esté aquí, Feversham.

Volví a punzar su pie enfermo. Él dio un respingo y me preguntó enérgicamente en qué estaba yo pensando.

—En su pie… ¡Qué lío!

—¿No dijo que es un ataque de gota? Como médico, Feversham, debe usted hacer algo.

—Oh, no. Eso es cosa suya.

—¿Qué?

—Escuche, squire: usted insiste en comer carne tres veces por día (bistés tan crudos como si se alimentara con animales vivos) y llena su barriga de oporto, ron y cerveza… Si sigue así la gota se extenderá a la otra pierna —concluí un tanto satisfecho.

—Soy como soy, Feversham.

—Usted es el producto de lo que come… y lo que usted come produce la gota. Eso no tiene vuelta de hoja. De modo que durante una quincena no probará carne ni bebidas alcohólicas. En cambio comerá sopa y pan dos veces por día y beberá agua fresca. Así mejorará su pie.

—¿Sopa dos veces por día?

—Exactamente: sopa dos veces por día.

Tan mísera venganza me contrarió e hizo que me avergonzara de mí mismo. De repente, levanté los ojos y advertí que Hunt sonreía.

—Me tiene usted en sus manos, Feversham.

—Lo siento, pero es la única forma de curar la gota.

—¡Caramba! Creo que lo siente de verdad —dijo él.

Ese día no fue a ver a los Heather. Entre otras cosas, porque me retuvieron en mi consultorio los seis hijos de Clementine, todos con lombrices, mosquitos y amigdalitis y tres de ellos, además, con pus, a causa de algunas astillas. Eran de Danbury y pobres como ratas y habían viajado medio día para llegar a mi consultorio. No podía yo, por lo tanto, darles la espalda.

Durante el almuerzo Alice se mostró tranquila, ensimismada y melancólica. Como había comprado un gallo y siete gallinas ponedoras, me referí a ese tema, pero ella rechazó todas mis preguntas respecto de las aves de corral. En el primer momento pensé que estaba disgustada por haber yo pernoctado en la casa de los Heather. Pero, cuando intenté explicarle que la mera idea de que existiese algo entre Sarah Heather y yo sólo era posible en una mente afiebrada, me espetó:

—No seas tonto, Evan, ni me tomes por una tonta. Estás enamorado de esa mujer desde que la viste por primera vez.

—Sin embargo, muchas veces me dijiste que no soy capaz de amar a nadie.

—No —replicó y meneó la cabeza—. Dejemos eso.

—Pero, lo cierto es que…

—Oh, basta ya —dijo ella—. Te aseguro que no me perturba en absoluto lo que puedas pensar acerca de Sarah Heather. Por otra parte, sé perfectamente bien que no hay nada entre ustedes. Su cara de santa encubre a una mujer muy cargante. Me gustaría que pasaras una semana con ella para que te aburrieras soberanamente.

—Entonces, ¿a qué se debe tu mal humor?

No me respondió inmediatamente, pero, poco después fue al grano y admitió que había hablado con Abraham Hunt.

—¿Sobre qué?

—Sobre el mercenario.

—No le habrás dicho…

—Te aseguro, Evan, que a veces piensas como un cerdo.

—Lo siento…

Nuevo silencio. Luego ella dijo:

—No, no le dije dónde está el alemán. Sólo le pregunté qué haría con él si lo capturaba.

—¿Y él qué respondió?

—Que lo someterían a juicio y lo ahorcarían.

—¡Magnífico! De modo que no lo enjuiciarían para averiguar de qué es culpable… No. Simplemente lo juzgarán y ahorcarán. El veredicto precede al juicio.

—Evan —me dijo ella, con un tono de voz súbitamente distinto—, trata de comprender. Tú eres europeo y yo nunca he entendido claramente qué idea tienes de las pequeñas aldeas de nuestro continente. Tampoco he descubierto aún qué piensas de nosotros como pueblo. Pero sí sé que durante esta larga guerra dieciocho muchachos de nuestra pequeña ciudad se fueron de aquí para no volver. Por otra parte, no creo que jamás retornen. ¿Te asombra, entonces, que sintamos cierta inquina hacia nuestros enemigos, es decir, hacia los hombres que se alquilan para pelear y matar?

—¿Inquina, o, simplemente, odio?

—Supongo que ambas cosas. ¿Qué tiene ello de extraño?

—Quizá ¿no tenga nada de extraño…?

—No sé. Yo no puedo ser juez…

—¿Crees que me alegra la idea de que ahorquen a ese hombre?

—No es un hombre, es un chico.

—¿No luchan los chicos en la guerra?

Asentí con la cabeza.

—¿Se salvará? —me preguntó.

—Creo que sí… Pienso que se salvará.

A partir de ese momento abandonó el tema y no volvió a referirse a Hunt, ni al mercenario.

A la mañana siguiente le pregunté a Rodney Stephan, que atesora un vasto y curioso caudal de conocimientos, si consideraba posible que el mercenario hubiera burlado a Hunt y huido hacia el Sur.

—¿Hacia el Sur, doctor? ¿Hasta dónde en tal dirección?

—Bueno, supongo que, después de atravesar el Ridge y de arribar al valle del río Hudson, se dirigirá hacia el Sur, hasta York City.

Rodney Stephan pensó un momento y luego, haciendo un movimiento negativo con la cabeza, me contestó:

—No, señor coronel.

Los títulos que solía conferirme eran muy variados e intercambiables.

—¿Por qué no?

—¡Diablos, coronel!, usted sabe tan bien como yo que Westchester es un lugar maldito, el peor del mundo. Allí degüellan a cualquiera por un chelín… Usted lo sabe muy bien. Lo mismo da que sea un tory o patriota… Les importa un comino quién es uno… ¡Diablos, no!

Acepté sus objeciones y, durante un momento, reflexioné sobre lo que acababa de decirme. Pero también pensé que había que mudar el vendaje al herido. Una vez que despedí al último paciente que acudió a mi consultorio esa mañana, le ordené a Rodney Stephan que ensillara mi caballo y poco después partí hacia la casa de los Heather. Cuando llegué allí Raymond, que estaba limpiando el establo, se adelantó para hacerse cargo de mi caballo. Luego de saludarme me preguntó de qué color prefería yo las botas: ¿negras o marrones?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Bueno, algunos las prefieren negras y otros marrones y hay quienes las usan de cualquier color.

—¿A qué se debe tan extraña pregunta, Raymond? Si piensa usted fabricar un par de botas para mí, permítame que le diga que no aceptaré pago alguno, ni en efectivo, ni en especie. ¿No comprende que no es conveniente que me pague por haber yo atendido al mercenario?

—Creo que lo comprendo —asintió Raymond—, pero es que se ha metido en un lío…

—Como ustedes… Entre paréntesis, ¿cómo está el muchacho?

—Muy bien… extraordinariamente bien.

—Bueno, es joven y fuerte… ¿Sigue en la cama de Jacob?

—Sí. Pero no ve la hora de levantarse y huir.

Asentí con la cabeza y lo miré larga y pensativamente, hasta que él se vio constreñido a decir: —¿Hay algún problema conmigo o con mi familia?

—Lo habrá. Por supuesto que lo habrá… Ayer atendí al squire Hunt. Está enfermo de gota. Alice habló con él y se enteró de que, apenas caiga en sus manos el mercenario, lo juzgará y ahorcará. Proceso y veredicto serán simultáneos.

—De modo que está enfermo de gota —dijo Raymond—. Pobre hombre.

—¡Que me ahorquen si comprendo a los cuáqueros y a su estúpida religión! Lo importante, ahora, Raymond, es sacar a ese chico de aquí… en seguida, inmediatamente. Si no me equivoco, tres casas de cuáqueros fueron reducidas a cenizas… Creo que una de ellas en Peaceable Street… ¿no es así?

—Ah… Vamos, doctor Feversham, exagera usted… Eso ocurrió hace tres años, cuando los ánimos estaban muy exaltados… Aquellos pobres diablos que metieron tanta bulla contra los Amigos, no sabían lo que hacían.

—Sabían lo suficiente para incendiar casas.

—Ah, no. Usted exagera. Todos los que viven en el Ridge, al igual que mis vecinos, son buenas personas.

—Son como los demás, exaltados, irreflexivos y muy propuestos a obedecer y ajustarse a las opiniones del squire Hunt.

—¿Cómo podré sacar al muchacho de aquí? ¿Adónde irá?

—Puede volver a la fragata inglesa fondeada en el Sound.

—Ya pensé en ello. Ayer fui a Saugatuck… La fragata ya no se encontraba allí.

—¿Está seguro?

—Lo comprobé con mis propios ojos.

—Estamos metidos en un terrible lío, ¿no le parece?

—No se preocupe, doctor —dijo Raymond—. Dios proveerá en favor del muchacho.

—¿Está seguro?

—Tan seguro como del suelo que ahora piso.

—Lo envidio por su enorme fe, Raymond. Ya hablaremos de eso… Entretanto, permítame que le eche una ojeada al herido.

Cuando me disponía a entrar en la casa, Raymond me tomó de un brazo y me dijo suavemente:

—No debe darle a entender que tememos tenerlo aquí o que es una peligrosa carga para nosotros.

—Por Dios, Raymond, yo no temo que a usted le pase nada y me imagino que usted no tiene miedo… Hunt no le hará a usted mucho daño. En cambio creo que si le echa el guante a ese chico, lo colgará.

En seguida entré en la casa, donde hallé a Sarah amamantando a su bebé junto a la chimenea. Me detuve ante ella, no como médico, sino como un estúpido. Con los ojos fijos en sus blancos pechos, perdí súbitamente el habla. Tan desvalido era mi aspecto, que ella me preguntó:

—¿Se siente mal, Evan?

Negué, desesperadamente, con la cabeza. Entonces ella me entregó la niña, ahora dormida, y abrochó su vestido sobre su pecho, y yo no supe hacer otra cosa que clavar la vista en una húmeda mancha de leche que había en su ropa.

—¿Algún problema doméstico? ¿Está bien Alice?

Con forzada sonrisa le devolví la niña, que ella colocó en la cuna, en tanto me decía:

—Evan Feversham, es usted el hombre más extraño que he conocido. Pero, supongo que el papismo, la medicina y su devoción por ese increíble juego que usted llama ajedrez se combinan en su persona, para que usted sea como es.

—Ha hecho usted un excelente, aunque un tanto superficial, análisis de mi carácter y mis defectos.

Ella meneó la cabeza, como si se sintiera frustrada.

—Se burla usted de mí y eso no está bien.

—¿Cómo voy a burlarme de una persona a la que envidio?

—Vamos, ¿qué tontería está diciendo…? Mi vida consiste en cocinar, lavar, coser y tejer y en amamantar a una criatura y regañar a otros tres hijos. En cambio, usted ha viajado por todo el mundo, ha estado en la guerra, vive en una hermosa casa y tiene una deliciosa mujer de alta alcurnia. No tomo en serio su envidia, porque usted es muy inconstante, Evan Feversham. Sin embargo, lo amo. Pero, no hablemos más de eso. ¿Subirá a ver al muchacho?

—¿Comió algo? —le pregunté, porque no se me ocurrió otra cosa.

—Esta mañana comió una escudilla de harina de trigo, con crema y manteca, dos rebanadas de pan, dos porciones de tocino y una taza de leche caliente con tostadas y miel.

—Vaya… una comida muy nutritiva, ¿no? —le dije con voz débil.

Ella me sonrió y, mientras ascendía por la escalera para dirigirme al cuarto de Jacob, me maldije por haber reaccionado como un idiota. Cuando llegué a la planta alta vi al joven sentado en la cama y a Sally en una silla, junto al lecho. Antes de trasponer la puerta, que se hallaba abierta, oí un fragmento de su conversación:

—¿Nunca tuviste miedo? —le preguntó Sally.

—Jamás tengo miedo cuando toco el tambor. Entonces me siento begeistert[6]… No sé cómo se dice en inglés. Pero, todo se lo debo al tambor. Yo soy…

Se interrumpió, bruscamente alarmado, cuando entré en el cuarto. Tengo seis pies de estatura. De modo que al agacharme, para no rozar el bajo techo de la habitación, debí de parecerle extraordinariamente corpulento. Pero Sally asió mi mano con tal vehemencia, que el espanto del joven desapareció tan instantáneamente como había surgido. De inmediato la joven me presentó.

—El doctor Feversham —repitió el mercenario en un inglés excelente y casi sin acento extranjero—. Ah, sí, siempre pienso en ese asunto… Usted me salvó la vida. De manera que ésta le pertenece.

—Su vida es exclusivamente suya, Hans Pohl. Por otra parte, esta joven y sus padres fueron quienes, realmente, lo salvaron. Pero dejemos eso y veamos cómo está su frente.

Al palparla comprobé que estaba fresca y que no quedaban vestigios de su fiebre anterior. Su cabello había sido lavado y peinado… por Sally, según me enteré luego. Una cinta lo sujetaba en la nuca. Al recobrar las mejillas, en parte, su color natural, el rostro lleno de pecas, en el que se destacaban sus redondos ojos azules y una boca grande y bien dibujada, me pareció bastante agradable.

—Y bien, Hans Pohl —le dije—, por el momento eres muy afortunado. Ya no tienes fiebre. Veamos, ahora, la herida. Si no supura, no habrá motivo alguno para que no te levantes mañana. De modo que quítate la camisa y ponte boca abajo.

Como sus brazos no estaban en muy buenas condiciones, Sally le ayudó a despojarse de la camisa. Actuaba la joven con natural sentido posesivo y sin ningún tipo de inhibición juvenil. Al quitar la venda advertí asombrado que la herida no sólo había dejado de supurar, sino que comenzaba a cerrarse. Resolví, entonces, dejar las suturas como estaban otras veinticuatro horas. No obstante, le dije que podía vestirse y permanecer levantado esa misma tarde.

—Muchas gracias, señor —me dijo el mercenario—. Se lo agradezco de todo corazón.

—¿Está, de veras, mejor? —inquirió Sally.

—Hoy se sentirá débil. Pero mañana podrá hacer lo que sus fuerzas le permitan realizar.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Sally e, inclinándose sobre la cama, besó al muchacho alborozada. Ningún acto de ella era antinatural o afectado y nunca advertí que se sintiera culpable o avergonzada de alguna de sus acciones. Quien se sentía incómodo en ese momento era el muchacho. Pero me imagino que su desconcierto se debía a mi presencia. Cuando miraba a Sally su semblante reflejaba un sentimiento de adoración que jamás he visto retratado en ningún otro rostro humano.

—Doctor Feversham —me dijo el mercenario—, ¿usted es un… «amigo», un cuáquero?

—No.

—Entonces usted…

Sally lo miró, sonriente, y meneó ligeramente la cabeza, pero no habló.

—No. No te entregaré —le respondí sin interés ni entusiasmo—. Te hallas en la casa de Raymond Heather y él es quien debe resolver si te brinda albergue o te lo niega. Yo soy médico y no tengo por qué hablar.

—Nadie te entregará, Hans —dijo Sally.

Mientras me dirigía hacia la puerta, el muchacho me obligó a detenerme con su tono casi suplicante:

—Por favor, doctor, escuche: no tengo a nadie en el mundo, porque mi padre… —se detuvo, sofocado, pero en seguida hizo un esfuerzo para serenarse—, porque mi padre, que era sargento —con tono grave e importante ahora—, murió, como los otros, ante la muralla. Tengo… tengo miedo —prosiguió—. Sé que no es una actitud viril… por supuesto… Pero, en vez de socorrerlo, eché a correr.

—No hubieras podido ayudarlo, porque era demasiado tarde: él había muerto.

Incapaz de agregar una palabra más, el joven asintió con la cabeza. Ya fuera del cuarto, me detuve junto a la puerta, para decirle a Sally que saliera porque tenía que hablar con ella. En la planta baja, atravesamos el hall y nos dirigimos a la habitación de su madre, cuya puerta cerré apenas entramos.

—¿Qué diablos estás tramando, criatura? —le dije enérgicamente.

—¿Me toma usted por una niña, Evan Feversham? Míreme bien. Creo que ya soy una mujer.

—No deseo discutir acerca del grado de pubertad que has alcanzado —le dije, molesto—. Sólo quiero introducir un poco de sentido común en tu linda y necia cabecita. Ustedes, malditos cuáqueros, no entienden en absoluto esta guerra… ni ninguna otra. La guerra no es un juego, ni un problema ético. Tampoco tiene nada que ver con el cristianismo. Simplemente es una cruenta y salvaje locura. Si capturan a ese muchacho aquí, no será el primer alemán apresado por nuestra gente. ¿Tienes idea de lo que es capaz el odio? Bueno, de todas las cosas odiadas por estos rígidos puritanos (y son innumerables las cosas que detestan) el primer lugar corresponde a los mercenarios alemanes. He visto vender a muchos de ellos, como esclavos vitalicios, por treinta dólares. También he visto cómo violaban con fruición a sus mujeres y de qué manera azotaban, hasta dejarlos muertos, a otros mercenarios. ¿Dudas de mis palabras? Bueno, puede ser que tales procedimientos no sean tan insensatos ni crueles como parecen, sino meras aplicaciones de un antiquísimo y hermoso principio: ojo por ojo y diente por diente, ya que los mercenarios han despedazado a la gente de tu país no una, sino diez veces. También han clavado a los muchachos de Connecticut en los troncos de los árboles, como un coleccionista clava mariposas con alfileres. A menudo han despanzurrado a los norteamericanos. ¡Cuántas veces he tenido que coser una barriga vaciada por una bayoneta mercenaria, después de meter las tripas dentro de aquélla! De manera que una atrocidad engendra otra atrocidad, cosa habitual cuando las muy gentiles y civilizadas naciones cristianas deciden resolver sus problemas asesinándose mutuamente. En este caso, los norteamericanos imitarán a los ingleses, ya que suponen que éstos tienen algún derecho, en cuanto a la vigencia de lo que les arrebatamos. De ningún modo procederán como los alemanes. Por consiguiente, si apresan a Hans Pohl, lo colgarán de un árbol y en él lo dejarán hasta que muera. ¿No te parece que tu actitud es pueril y absurda?

—¿Ha terminado, doctor Feversham? —me preguntó ella tranquilamente.

—No tengo nada más que agregar.

—Bien. Según le dije, soy ya una mujer. Por lo tanto, le contestaré como corresponde que una mujer le responda a un hombre, aunque con menos vehemencia, porque lo respeto a usted mucho más de lo que al parecer usted me respeta a mí.

—Por Dios, Sally… —comencé, pero ella prosiguió:

—Por favor, déjeme hablar. Yo no lo interrumpí a usted. En materia de odio parece usted una autoridad… Pero ¿qué sabe acerca del amor? Para usted mi amor es una cosa insignificante. Por nada del mundo me atrevería yo a ofenderlo. ¿Por qué, entonces, me ofende usted a mí?

—No he tenido la intención de ofenderte.

—Estoy segura de que no se propuso ofenderme. Por otra parte, no tomaré a mal lo que ha dicho sobre mi religión, porque no la conoce. Nuestra doctrina es muy simple. Jesucristo dijo: ama a tu prójimo como a ti mismo, y eso es, precisamente, lo que nosotros tratamos de hacer. De modo que no hay misterio alguno en nuestra doctrina. Pero mi amor no es un amor a medias. Desde chica siempre estuve segura de que algún día amaría a un hombre. Este alemán es simple, ingenuo y familiar. ¿Le parece a usted insensato o pecaminoso el amor que siento por él…? Por eso me han ofendido sus palabras.

—Sally, Sally —le supliqué—, yo no menosprecio tus sentimientos… En cuanto a ese muchacho, es un desconocido para mí. No obstante, considero que debemos ayudarlo a huir de aquí, evitando que sus sentimientos perturben nuestra acción.

—¿Cree usted, Evan Feversham, que mis sentimientos perturban su acción? Me subestima usted demasiado. Yo fui quien urgió a mi padre para que fuera a Sangatuck a comprobar si el buque inglés seguía allí. Pero ahora no hay manera de sacarlo de aquí, ¿no le parece? Dígame de qué manera podemos ponerlo a salvo y verá cómo perturbo sus planes.

—Debe de haber alguna manera…

—Cuando la descubra venga a vernos —y diciendo esto salió del cuarto y regresó a la habitación de Jacob, en tanto yo echaba a andar escalera abajo.

En la cocina me topé con la abuela Masterson. A pesar de sus ochenta años tenía ésta un oído y una lengua tan finos como una muchacha de veinte. Cosía retazos y los acolchaba, para fabricar cobertores. Las mujeres de buen corazón, como Sarah Heather, reservaban para ella las plumas pectorales de gansos y gallinas. Apenas me vio, la abuela Masterson me preguntó quién estaba enfermo y cómo y por qué había contraído la enfermedad. Tal vez Sarah había pensado que yo, al escuchar su voz, no bajaría hasta que la anciana se retirase. Pero allí me encontraba y no tuve más remedio que inventar una historia acerca de Sally.

—¡Una hemorragia! —resopló abuela Masterson—. ¿Qué tiene de malo una hemorragia en una muchacha? Eso quiere decir que puede tener hijos.

—Ocurre que una hemorragia puede ser normal o excesiva o insuficiente —le repliqué.

—¿Y ésta cómo es?

—Con todo el respeto que usted me merece, abuela Masterson, le diré que ésta no es una cuestión que debamos discutir usted y yo.

—¿Le parece? Sin embargo, permítame un consejo, señora Heather —expresó la anciana dirigiéndose a Sarah—: si una hija mía tuviera la regla, yo no llamaría a un hombre. ¿Qué saben los hombres de eso? Permítame que llame a una partera. Ella hará lo que haya que hacer. ¿Quiere que me encargue de ese asunto?

—La chica está perfectamente bien —dije.

—¿Cómo puede usted saber, con todas sus ideas paganas, lo que pasa debajo de la falda de una mujer?

Sarah la calmó y tranquilizó, le entregó un manojo de plumas y la acompañó hasta la puerta. Desde la ventana vimos cómo se alejaba trabajosamente a través del campo.

—Ya comenzó el lío —dije—. El muchacho no puede permanecer más tiempo aquí.

—Es una anciana inofensiva.

—Con una lengua afilada como un cuchillo.

—¿Qué quiere usted que haga, Evan? No puedo echarlo.

De regreso en mi casa, le conté lo ocurrido a Alice, porque no era conveniente andar con secretos y misterios con ella. Luego de meditar un rato sobre la frase de Sarah («No puedo echar al muchacho…»), Alice me preguntó:

—¿Cómo es el muchacho?

—Bueno… es un muchacho. En el Ejército he conocido millares de jóvenes idénticos a él, los cuales podrían ser mellizos. Se parece a cualquier muchacho yanqui: estatura mediana, piel blanca y pecosa, ojos azules y pelo color paja. Si me inclinara por cierto tipo de definiciones diría que tiene un rostro honesto. Además, está disconforme de sí mismo, porque el sargento que murió en el combate era su padre.

—¡Oh, pobre chico! —exclamó Alice.

—Bueno… El que a hierro mata, etc., etc.

—No eludas el problema con frases trilladas, Evan. ¿Crees que Sally Heather está, realmente, enamorada de él?

—No sé muy bien lo que significa estar realmente enamorado.

—Yo sí lo sé, Evan: es sentir lo que yo sentí la primera vez que te vi.

—Y ¿qué sentiste entonces?

—Evan… ¡deseé que tú me pidieras!

Siempre ocurría lo mismo. Nos aproximábamos mutuamente cada vez más, hasta llegar a un punto en que percibíamos que todo se convertía en polvo en nuestros dedos. Me sentía culpable de tan enfermiza situación, porque siempre era yo quien cerraba la puerta. Al observar en ese instante su bello rostro pálido, enmarcado por su negra cabellera, su rostro alerta, inteligente y ansioso, experimenté un asco hacia mí mismo que hacía mucho tiempo no sentía con tal intensidad.

—¿Evan?

Su llamada me volvió a la realidad. Nunca insistía demasiado en sus enojos.

Asentí con la cabeza.

—Me gustaría invitar a almorzar a Abraham Hunt y a su esposa.

—Nunca los invitamos a comer.

—Por eso mismo se justificaría la invitación —dijo ella con voz tranquila.

—¿Sabes lo que pienso respecto de él?

—Por supuesto que lo sé.

—¿Y lo que él piensa de mí?

—Evan —dijo ella—, sin duda ya has dado por perdido al joven alemán, ¿no?

—¿Qué quieres significar al decir que lo he dado por perdido?

—Quiero significar que no hay modo de salvarlo, que morirá… Pero yo no deseo que muera, Evan. Si muere, su imagen se interpondrá continuamente entre nosotros. ¿Cómo es posible que no lo comprendas?

Negué con la cabeza.

—Bueno, puede ser que algún día lo comprendas. En cuanto a mí, es algo que siento profundamente. En fin, pienso que si Abraham Hunt viene a visitarnos, podremos conversar sobre esto.

—¿Y le diremos, también, dónde se encuentra el muchacho?

—¡No, no, no…! Por supuesto que no. Ni siquiera debemos insinuarle que está vivo… No me refiero a eso. Simplemente, creo que deberíamos sondearlo.

—¿Sondear a Abraham Hunt? —le pregunté incrédulo.

—Evan, Evan, ¿trataste alguna vez de comprendernos? ¿Cómo podremos, tú y yo, compenetrarnos en ideas y sentimientos, si no haces el menor esfuerzo para conocernos? A veces pienso que nos consideras unos bárbaros. Pero te equivocas, Evan. Somos un pueblo sencillo y cristiano que, perseguido y hostigado durante un siglo, se refugió en este suelo. Si no hubiéramos sido duros, rectos y de mente estrecha, no hubiéramos sobrevivido. Tú eres un médico acaudalado y mi padre, por ejemplo, fue armador. Pero ésta es gente muy pobre y sencilla, Evan. Piensa en la voluntad de hierro que debieron poseer para arrancarle siquiera un magro fruto a este miserable suelo de Connecticut y para construir aquí en el Ridge esa muralla de piedra de centenares de millas de longitud. Si nos juzgaras según lo que fuimos y lo que hemos llegado a ser, no nos considerarías tan rígidos, ni tan fanáticos.

—¿Por eso deseas invitar a Abraham Hunt?

—Sí.

—Está bien —dije—. Haremos la prueba —y asiendo una de sus manos—: Te aseguro, Alice, que haré lo posible…

Más tarde paseamos de la mano por el jardín, fingiendo que todo marchaba perfectamente… o, por lo menos, casi tan bien como lo permitían las circunstancias. Era uno de esos bellos atardeceres que sólo se dan en el mes de mayo. El aire tenía el sabor de la miel y el crepúsculo acumulaba imponentes franjas rosadas, violáceas y doradas. Al construir nuestra casa yo había trazado un jardín con senderos y setos vivos, a la manera inglesa, y, posteriormente, Alice había llenado los arriates de junquillos, azucenas, flores y rosas y sembrado todas las semillas de plantas anuales que pudo comprar u obtener de otras personas. Un pálido festón de capuchinas enmarcaba los tulipanes y junquillos, y las azucenas, aunque sin flores aún, atraían por su lozano aspecto. El jardín le servía de justificación y de refugio y muralla protectora contra mí y el mundo, en general, y su infecundidad, en particular. Esa noche me llevó allí como una amante dispuesta a abrir su corazón a su amado. Tiempo atrás, en cierto depósito de mercancías situado en un muelle de Filadelfia y convertido posteriormente en hospital, había yo descubierto un banco de alabastro. Consignado en Nápoles a un vecino de aquella ciudad, que mucho antes había huido con los ingleses, me fue vendido en cien peniques de cobre por el dueño del almacén, porque entonces era muy difícil conseguir dinero en efectivo. A su debido tiempo me lo envió en una carreta a Connecticut. Aquel banco y un cupido de mármol que yo había adquirido en Madrid varios años atrás, eran los dos más valiosos objetos de su jardín. Creo que los apreciaba más que cualquier joya que yo pudiera regalarle. Cuando nos sentamos en el banco me recordó su historia y agregó:

—¿Sabes, Evan, que siempre deseé retribuirte ambos regalos en especie y que pensé en un caballo de caza, en un zaino de pura sangre árabe, adiestrado para andar a paso rápido, según la escuela inglesa? Y bien, aguardaba para ello el fin de la guerra… Pero, ahora considero que nunca más será posible adquirir un caballo en Inglaterra, a fin de embarcarlo para América.

Como no sabía qué contestarle, guardé silencio. Callados permanecimos en el banco hasta que obscureció. Entonces, cuando nos disponíamos a entrar en la casa, le dije, vacilando, como un chico estúpido:

—Has de saber que jamás toqué a Sarah Heather. Nunca la besé, ni le dirigí una sola palabra afectuosa… ninguna de las palabras que los hombres suelen decir a las mujeres, y te aseguro que jamás haré tal cosa.

—¿Y crees que eso mejorará la situación?

Al día siguiente me dirigí a la casa de los Heather para quitarle los hilos de la herida al mercenario. Hans Pohl estaba sentado frente a la lumbre, en la cocina. Vestía un traje en desuso de Raymond y tenía el cabello corto, a la manera de los cuáqueros. Sally, en tanto batía la manteca, corregía el inglés del muchacho, extraña mezcla de alemán y cockney que Pohl había adquirido de los redcoats, y lo instruía en la pronunciación lenta y gangosa que pasaba por acento norteamericano. Tan lista era la joven en ese sentido, que me detuve a escucharla con interés durante un momento, antes de decirle a Pohl que se quitara la camisa porque deseaba observar su herida.

Ésta había curado enteramente. De manera que cuando corté los hilos y los arranqué de la herida, apenas manó de ella una pizca de pus. Al percibir la frescura de su piel no pude evitar el sentirme orgulloso de mí mismo, como todo cirujano que acaba de derrotar a un proyectil.

—¿Cómo te sientes? —le pregunté.

—Bien… muy bien. Oh, sí, me siento magníficamente…, doctor Feversham —y luego de una pausa, me preguntó—: ¿Puedo trabajar, doctor?

—¿Trabajar?

—Quiere ayudar a mi padre —explicó Sally.

—Para retribuirle… —dijo el mercenario. Lo miré, pensativo.

—Sí, puedes trabajar.

Fuera de la casa me topé con Sarah, que regresaba del gallinero con un cesto de huevos y su hijita más pequeña apoyada en la curvatura de uno de sus brazos. Luego de entregarme el cesto, colocó a la criatura sobre la hierba.

—¿Puedo ofrecerle estos huevos, Evan?

—Sarah, nuestras gallinas ponen una docena por día.

—¡Qué lástima! No sé qué ofrecerle, Evan.

—No tiene que ofrecerme nada…

—¿Vio a Hans?

—Sí. Le quité los hilos de sutura. Se halla perfectamente y desea trabajar.

—Es un buen muchacho, Evan. Nos ha dicho que quiere ganarse el pan que le brindamos… y, en realidad, aquí hay mucho que hacer.

—¿Dónde se alojará?

—Raymond le ha preparado una cama en el pesebre desocupado. En verano no es molesto dormir en el granero.

—De modo que dormirá en el granero y trabajará en el campo —le dije, muy preocupado—. Sarah, usted y Raymond han perdido enteramente la cabeza. ¿Cuánto tiempo podrá durar eso?

—Mentiremos, si es necesario. Si decimos que es sobrino nuestro, ¿quién nos desmentirá?

Hice un movimiento negativo con la cabeza y monté en mi caballo.

—Hagan lo que les parezca… —le respondí—. Pero por lo menos que no aparezca ante ningún visitante.

—Es usted un hombre extraño y adorable —me replicó sonriendo.

A la mañana siguiente me dirigí a Redding, para examinar la pierna rota de un granjero llamado Caleb Winters. Se había caído éste desde lo alto de su granero, hiriéndose gravemente: el golpe había afectado los ligamentos de una de sus rodillas. Tan dolido estaba que tuve que darle de beber media botella de ron. Así pude encajar debidamente el hueso de su pierna. Como caía ya la tarde, regresé por el atajo que atraviesa el bosque y descendí hacia la Norwalk Run, una graciosa y pequeña corriente de agua que nace en la gran ciénaga y, deslizándose hacia el Sur, desemboca en el Sound.

Luego de apearme en la orilla, me tendí en la hierba, en tanto mi caballo apagaba su sed en la corriente. Seguía aún tendido allí cuando vi a Hans Pohl y a Sally Heather al otro lado del curso de agua, avanzando a través de una espesura de espadañas. Tomados de la mano y enteramente absortos en sus comunes pensamientos, sólo tenían ojos para mirarse mutuamente. De pronto cambiando de dirección, echaron a andar cuesta abajo a lo largo de la corriente.

En ese momento mi caballo me rozó ligeramente para recordarme que estábamos lejos de casa. Pero yo no me moví hasta que los dos jóvenes se perdieron de vista.