4. La persecución

Yacían los mercenarios en el estrecho sendero de los indios… Todos, excepto su capitán que, con la cabeza medio destrozada, estaba tendido en el prado, junto a su caballo. Testigo, en el curso de mi vida anterior, de numerosas escenas macabras, aquélla era, en cierto sentido, la más horrenda que hasta entonces había yo contemplado. Al avanzar entre los caídos, la sangre, que sobrepasaba la altura de los dedos de mis pies, salpicaba mis botas y producía el terrible sonido de una materia succionada. La estrecha zanja lateral del sendero estaba aún saturada del acre olor de la pólvora. Pero no se oía el más leve ruido. Hasta Abraham Hunt guardaba silencio. Los milicianos, disipados ya su loco miedo y su odio, observaban, inmóviles y horrorizados, el resultado de su faena. Nadie me siguió. En tanto daba yo vuelta a los cuerpos —ya el de un hombre de edad madura, ya el de un jovencito, ora el de un muchacho de ojos azules y cabello rubio, en la flor de la vida—, ningún miliciano se adelantó para ayudarme. Tal vez —Dios los perdone— no hubieran podido hacerlo, aunque hubiesen querido.

De pronto, uno de los mercenarios, trastabillando, logró ponerse de pie. De su boca y nariz manaba sangre. Durante un momento estuvo bamboleándose, pero, al llegar yo a su lado, cayó muerto. Uno de los mellizos de Cutler lanzó un grito de sorpresa y Oscar Latham, nuestro obeso posadero, comenzó a gimotear como un niño. Poco después casi todos los milicianos se volvieron, incapaces de seguir mirando aquello. De repente, di con un mercenario vivo.

—¡Cristo santo! —grité—. ¡Necesito que alguien me traiga mi caja de instrumentos y las vendas!

En seguida Hunt vino con ellas.

—¿Está vivo?

—Sí —le dije secamente, mientras desgarraba la chaqueta del soldado.

Éste abrió sus ojos color castaño y húmedos como los de un ciervo y me miró.

—Sálvelo, Feversham —me rogó Hunt.

—¿Para colgarlo?

—¡Bastardo!

—¡Déme las vendas y cierre el pico! ¡Mande a alguien en busca de agua! ¡Necesito agua! ¿Me ha oído?

El otro mellizo Cutler se aproximó, con una cantimplora, a través de los cadáveres. Pero todo fue inútil: veinte perdigones se habían incrustado en el cuerpo de aquel pobre diablo que tenía además, un boquete en el estómago. Murió mientras me esforzaba por tapar el agujero por el que asomaban sus intestinos. Uno tras otro examiné a los dieciséis hombres que yacían en un pequeño río de sangre, cumpliendo mi obligación. Comprendiendo, ahora, el ruego de Hunt, rogué, a mi vez. «¡Por favor, Dios mío, Todopoderoso, haz que alguno de ellos sobreviva!». Por primera vez, desde hacía largo tiempo, pedía algo a Dios… Le solicitaba, nada menos, que el don de la vida donde ésta ya se había extinguido. Arrojados de repente en el seno de la muerte yacían aquellos cuerpos en el extraño desorden de las cosas violentamente destruidas: éste sobre un matorral, aquél con las piernas y los brazos grotescamente torcidos, más allá alguien acurrucado como una criatura en el útero materno: a un soldado le faltaba una mano, a otro la cara y un individuo estaba con los brazos extendidos. Tuve que palparlos y sacudirlos a todos y cada vez que tocaba una muñeca todavía caliente, rogaba a Dios que en ella latiera la vida. A otros les restañaba la sangre de la cara, para levantar sus párpados, con la esperanza de que éstos seguirían abiertos. Al fin terminé mi cometido.

—¿Todos muertos? —me preguntó Hunt con voz baja.

Los milicianos comenzaron a agruparse. En forma cautelosa se deslizaron a través del gran charco de sangre. Superada la primera reacción, los muertos nos atemorizan menos que los vivos. Algunos hombres se descalzaron: es más fácil quitar la sangre de los pies que de las botas.

—Todos, squire Hunt, todos —repliqué.

—Son soldados, Feversham.

—Soldados muertos.

—Soldados que vinieron a nuestra tierra y colgaron a Saul Clamberham. Cometieron un asesinato.

—¿Qué importa ello ahora, squire? Lo cierto es que están muertos.

—El oficial y su caballo están en el prado.

Me alejé de él y, luego de trasponer la muralla de Buskin, me dirigí hacia donde yacía el oficial. Ya dije que en mis tiempos había yo visto muchas cosas… No obstante, aquella escena —el oficial mercenario tendido allí, con los sesos desparramados fuera de su abierta cabeza— me causó tanto horror que empecé a vomitar. Tosiendo y jadeando me aparté de él y me encontré de pronto, ante Hunt, que me estaba observando.

—Tendremos que enterrar el caballo —dijo y se dirigió hacia el oficial muerto, al que examinó atentamente durante largo tiempo.

—¿Conoce usted las insignias de su grado, Feversham?

—Son de capitán. Corresponden a un regimiento de forestales, a los que ellos llaman Jagers. Son muy eficientes.

—No tanto… ¿Escapó alguno, acaso?

—El joven tambor.

Hunt se inclinó sobre el oficial y registró sus bolsillos. Al erguirse tenía una cartera en sus manos, cuyo interior empezó a escudriñar. De pronto, al ver que yo lo estaba observando, me dijo:

—No acostumbro robar a los muertos. Feversham.

—En ningún momento lo consideré capaz de ello.

—Nadie robará a los muertos, Feversham. Les dije a mis hombres que le rompería el pescuezo al primero que intentara tal cosa.

—Pequeño consuelo.

—¿Qué le pasa, Feversham? Usted ha sido soldado y yo también. Los dos participamos en la gran batalla, en el otro extremo de Ridgefield, donde cayeron diez veces más hombres que aquí. Además, no eran alemanes, sino nuestros propios hijos… ¿Quiere usted que ahora llore por estos soldados?

—No. De todas maneras, sería inútil, ¿no le parece?

—Completamente inútil… —convino él, en tanto seguía registrando la cartera—. ¿Sabe usted alemán, Feversham?

—Un poco.

—Trate de descifrar esto —y me entregó una carta.

Era un bello ejemplo de escritura controlada. Cada vocablo constituía una joya del arte caligráfico. Aunque desconocía muchas de las palabras allí insertas, comprendí lo suficiente para captar el sentido de la carta.

¡Squire, squire! —gritó de pronto, Isaac Leeds—. ¿Qué hacemos con los anillos y el dinero?

—Pónganlos junto a la muralla. Deberá haber allí dieciséis paquetes. ¡Pobre del que toque un solo penique! ¡Lo veré en el infierno!

—Todos tienen anillos de oro… todos estos hijos de sus madres.

—Entonces, deberá haber allí dieciséis anillos de oro, por vida de…

—¿Qué hacemos con la carta? —le pregunté.

—¿Entiende usted lo que dice?

En ese momento se acercó a nosotros Naham Buskin.

Squire… Supongo que no los enterrará aquí… No podría yo dormir durante el resto de mi vida, si los enterrase en mi finca.

—¿Piensa enterrarlos aquí? —le pregunté a Hunt.

Molesto, me contestó:

—¿Qué pasaría si así lo hiciese?

—¡Por Dios! ¡Son cristianos!

—El viejo Biddle tiene náuseas —dijo alguien. El grupo que rodeaba al oficial muerto seguía aumentando, pero todos volvían la cara—. Está vomitando hasta las tripas, doctor. Le dio un ataque y está temblando.

—Denle un vaso de agua.

—De modo, Feversham, que ahora me dará usted una clase de moral —me dijo Hunt.

—Oh… Escuche, squire…, en el cementerio de la iglesia hay lugar suficiente para un centenar…

—Les están rebanando las orejas para llevarse los aros —chilló uno de los mellizos Cutler.

—¡Isaac! —vociferó Hunt—. ¿Enviaste a alguien en busca del pastor Dorset, sí o no? ¿Qué te dije hace un momento? —y en seguida olvidó aquello que incumbía, exclusivamente, al pastor Dorset.

Desde la granja de Buskin venían muchas personas, que en ese momento atravesaban el prado. (El estrépito de las armas de fuego se había oído a muchas millas a la redonda). Abrían la marcha los niños, que corrían delante de las mujeres.

—¡Deténganlos! —gruñó Hunt—. ¿No hay una sola persona aquí con sentido común? Detengan a esos chicos y a esas mujeres. No quiero aquí más que al pastor Dorset. ¡Naham! ¿Dónde diablos te has metido, Naham Buskin?

—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! —exclamó Buskin, que estaba junto a la muralla observando a los muertos.

—¿Puedes facilitarme una carreta para transportar los cadáveres?

—La carreta quedará maldita.

—Eres un necio supersticioso —le dijo Saxon, el empresario de pompas fúnebres—. Si nos niegan la carreta, esas pobres almas se hincharán al sol como salchichas hediondas.

Buskin salió disparado en dirección de su casa.

—¿Qué dice ese papel?

—¿Por qué le interesa tanto?

—Porque habremos de devolver hasta la última partícula de ese oro y ese dinero.

—¿A quién?

—A los ingleses. ¿A quién habría de ser?

—¿Cómo?

—Bonita pregunta me hace usted, precisamente cuando estoy devanándome los sesos para resolver otras cosas más urgentes.

—Está bien —le dije—. Esta carta, que no terminó, era para su esposa… Es de carácter íntimo: le habla de su amor por ella y por sus hijos, que, según creo, son tres.

—Eso no tiene nada que ver con este asunto, Feversham.

—¡Váyase al infierno! —le dije y arrojándole la carta al rostro eché a andar a grandes zancadas.

Una hora después trasponía yo el portón de mi casa y entregaba mi cabalgadura a Rodney Stephan, quien de inmediato comenzó a interrogarme respecto de la batalla. Luego de hacer un movimiento negativo con la cabeza, me dirigí a mi consultorio, para quitarme las botas y las ropas, manchadas de sangre, y lavarme. Mientras me desvestía entró Alice, que lanzó un grito ahogado al ver la pila de ropa tinta en sangre.

—¿Qué ha pasado? —cuchicheó—. Oí los disparos.

Desnudo, bajé la vista hacia mis flacas piernas y observé el gran costurón purpúreo de mi muslo izquierdo.

—Por favor, tráeme la bata —le dije.

Me lavé en la pileta del consultorio y cuando Alice me trajo la bata, me envolví en ésta y me senté, temblando y encogido, en un taburete.

—¿Estás enfermo?

Negué con la cabeza.

Ella me trajo una taza de caldo caliente. Luego de beberlo me sentí mejor. En seguida Alice se llevó mis ropas y mis botas.

—Vístete, Evan —me dijo luego dulcemente—. Sobre la mesa hay un poco de carne y pan. Tienes que comer.

Por primera vez sonreí en ese día que, habiendo empezado tan temprano duraba ya una eternidad, a pesar de que estábamos en el comienzo de la tarde. Subí a mi habitación y, mientras me vestía, oí voces de hombres y ruidos de caballos, provenientes del portón principal. Cuando bajaba por la escalera, comprobé que los jinetes se ponían en marcha. Aunque Alice me aguardaba en el comedor, salí de la casa para preguntarle a Rodney Stephan a qué se debía aquella conmoción.

—Van a cazar. Me pidieron que los acompañara, pero yo les dije que no puedo salir.

—¿Qué van a cazar?

—Al joven mercenario. Han invitado a todo el vecindario. Nunca hubo una cacería tan importante, doctor Feversham.

—¿De modo que no lo han apresado todavía?

—No, señor.

Me senté a la mesa sin apetito, pero bebí ávidamente mi café.

Alice, que me observaba y aguardaba una explicación, me dijo al fin:

—Mejor será que te desahogues, Evan. Eso te aliviará y calmará la agitación de tu mente y de tu corazón.

—¿Cómo sabes que estoy agitado?

—Cualquiera se da cuenta de ello. ¿Por qué no me dices lo que te pasa?

Entonces le conté todo lo ocurrido, desde que, por la mañana, había yo partido hacia el Centro y la taberna y le relaté la matanza acaecida en la granja de Buskin y todo lo demás. Alice reaccionó sobriamente y, sin derramar lágrimas inútiles, me miró pensativa y afectuosamente desde su asiento.

—¿Qué puedo yo decirte, Evan?

En vano hice un movimiento negativo con la cabeza.

—No es posible explicarlo con palabras, ¿no te parece? ¿Recuerdas la muerte de la hijita de Mis. Cartwright…? Tú pensaste que podrías salvarla, pero, de pronto.

Asentí con la cabeza, porque recordaba muy bien el caso.

—¡Qué extraño! —dijo Alice—. Cuando te vi por vez primera pensé que tú y Abe Hunt llegarían a ser muy buenos amigos. Se parecen tanto…

—Entonces, me conoces muy poco —le respondí, molesto.

—No, Evan. No te enojes. Tanto odias al squire, que no lo consideras un hombre…, un ser humano.

—¿Más de lo que él me odia?

—No sé cuál de los dos odia más al otro, pero si sé que el odio engendra odio… Y ello, ¿a qué conduce? ¿Qué decimos en la iglesia todos los domingos…? «Perdónanos, Señor». ¿Qué significan tales palabras?

—Como no concurro a tu iglesia, no tengo tal problema —le recordé, y, tratando de devolverle el golpe—: Sin embargo, sospecho que Dorset citaría unas palabras muy significativas: quien a hierro mata, a hierro muere. ¿No te parece que pueden aplicarse a cualquier circunstancia?

—En realidad, no crees en nada de eso.

—En realidad, no sé en qué creo… Sólo puedo asegurarte que en este momento carezco de doctrina, de fe, de gracia y de todas esas cosas que tan volublemente manejamos para demostrar que el hombre, en cierta medida, difiere del animal.

—Olvidas, Evan, que estaban terriblemente asustados.

—¿Quiénes?

—Nuestros milicianos, nuestro pueblo.

—Tu pueblo.

—Y bien, mi pueblo —dijo ella—. ¿No crees que el squire Hunt sintió miedo? Supongamos que las cosas hubieran ocurrido al revés, es decir, que los mercenarios te hubiesen dejado tendido junto con todos los milicianos sobre tu propia sangre…

—¿Qué diablos quieres decir?

—Sólo trato de hacerte comprender que Abe Hunt no es un asesino. Si lo es, entonces todas las guerras son criminales y ya no sé distinguir el bien del mal… Conozco muy bien a Abe Hunt… Me cortejó antes de que me casara con Alex y, cuando Alex murió, me apoyé en él como una roca —y al ver la expresión de mi rostro—: No, él no es celoso y además está casado y tiene cinco hijos. Sólo deseo hacerte comprender que no es, exactamente, como tú crees que es… sino un hombre honesto y leal a quien la gente considera el mejor juez del oeste de Connecticut. Si él ha dicho que el dinero y las joyas volverán a manos de los ingleses, no te quepa la menor duda de que así será.

Hice un movimiento negativo con la cabeza y me esforcé por seguir el hilo de sus ideas y hasta por aceptar su punto de vista.

—Devolverá el dinero, porque es un hombre justo… Ustedes, los puritanos, son asombrosos. Pero más asombroso aún es su monopolio de la justicia.

—Estás irritado…

—¡En absoluto! ¡Oh, no! De ninguna manera —y no hallando motivo alguno para justificar mi cólera, empujé violentamente mi silla hacia atrás y salí de la habitación, golpeando fuerte con los pies. Ella me siguió con su mirada en la que se reflejaba una extraña expresión de inescrutable paciencia, sólo posible en un rostro femenino.

Esa tarde hube de atender a tres personas: Stickham, el remendón, atacado de salpullido primaveral; Mrs. Elliott, que sufría los trastornos de la menopausia, y Mrs. Curtis, cuyo hijo tenía una mala herida en un pie. En realidad, aquellas tres personas sólo deseaban charlar acerca de la batalla y del mercenario fugitivo. Tanto insistieron en que había que echar el cerrojo a las puertas y cerrar todas las ventanas que, por último, les dije que no quería oír nada más al respecto. Para enterarme de lo que ocurría no necesitaba yo de ellos. Desde nuestra puerta principal podía echar una ojeada a todo el campo circundante, ya que se halla situada sobre una espléndida altura. Desde allí comprobé que la persecución y caza del mercenario obsesionaba a todo el vecindario. Hombres a caballo recorrían los prados y rastreaban los campos, como en los tiempos en que ahuyentaban con sus armas a los viejos tories cazadores de zorros. Se oían gritos y alaridos y estampidos lejanos.

Mientras nos servía la comida Rodney Stephan nos dijo que habían acorralado al mercenario en el Squeehunk Rockface, pero que de alguna manera el muchacho se las ingenió para escalar los ciento cincuenta pies de rocoso acantilado, perdiéndose de vista poco después. (Muy avanzada la noche llegaron a nuestros oídos los distantes ladridos de los sabuesos). Como al caer la tarde empezó a hacer frío, y estaba yo sentado con Alice ante la lumbre, tratando de concentrarme en la lectura de la última edición del Advertiser, cuando empezamos a oír los ladridos de los perros. Alice levantó, finalmente, la vista de su cañamazo y me preguntó qué edad tendría el joven tambor alemán.

—Quince o dieciséis años, tal vez. En los regimientos alemanes pueden alistarse desde los doce años.

—¡Qué espanto!

—¿Por qué? En Monmouth (la nuestra) vi morir a un tambor de doce años… Por otra parte, los mellizos Cutler deben de tener trece o catorce años.

—¿Qué tienen ellos que ver con esto?

—Participaron en la emboscada.

—Oh —y retornó a su labor.

Desde la lejanía llegó hasta nosotros el ladrido de los sabuesos. En general, adoro ese sonido, que me retrotrae a los bellos días de mi juventud. No obstante, aquella noche me resultaba intolerable.

—¿Qué harán con él si lo apresan? —me preguntó Alice.

—¿Vivo?

—Estás muy burlón hoy.

—Lo juzgarán.

—¿Por qué? ¿Por haber huido? ¿Por ser un mercenario alemán?

—Por el asesinato de Saul Clamberham.

—Dices cosas muy viles esta noche. Espero que tendrás conciencia de tu propia vileza.

—Es una noche vil.

—¿No te das cuenta de que la gente está atemorizada?

Volví al Advertiser y me permití opinar en silencio sobre los directores de diarios de las colonias, en tanto ella retornaba a su cañamazo, aunque no por mucho tiempo.

—¿Cómo sabremos qué le ha ocurrido?

—Llama a Rodney Stephan y pregúntale.

—¿Cómo puede él saber?

—Si algo ha pasado, él lo sabrá.

Ella me miró fijamente durante un momento. Luego abandonó su labor y se dirigió hacia la puerta, desde donde llamó a Rodney Stephan. Apenas se oía ahora el ladrido de los perros.

Rodney apareció en el vano de la puerta, con la bandeja de plata que estaba bruñendo. Once piezas de excelente plata era cuanto restaba de mi antigua herencia paterna y él las bruñía constantemente, porque no podía estar nunca con las manos ociosas. Siempre estaba ocupado en alguna labor.

—¿Han capturado al joven alemán? —le preguntó Alice.

—No, señora.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, en primer lugar, señora Feversham, por el ladrido de los perros… No cantarían si no estuviesen sobre la pista.

—Vamos —le dije—, sabes muy bien que un perro de caza abandona cualquier pista cuando se topa con un oso o un ciervo. Por otra parte, en este caso no tenían ningún objeto para orientarlo.

—¿Me permite, doctor…? Tenían el tambor que el muchacho abandonó.

Recordé la escena, pero su argumento no me satisfizo. Era imposible descubrir rastro alguno con los miserables perros del Ridge.

Rodney asintió con la cabeza.

—Insisto: no lo han encontrado. De lo contrario Oscar ya lo sabría y hubiese mandado al muchacho con la noticia. Yo le prometí un bolso de nabos suecos… y ellos no están en muy buena situación después de tan largo invierno —me explicó como excusándose—. Se lo prometí porqué sabía que a usted le interesaría la noticia.

—¿Cree usted que lo apresarán? —le preguntó Alice.

—Tarde o temprano, señora Feversham. ¿Adónde podría ir? No le deseo ningún mal, porque un joven es un joven… Pero ¿adónde podría ir?

—Sin embargo, hay que tener fuerza y coraje para escalar esas rocas.

—Sí… por supuesto, es muy ágil… Si tiene algún olfato se dirigirá a la gran ciénega. De ahí viene la canción… ¡Escuchen!

Desde lejos, y muy débilmente, llegaban hasta nosotros los ladridos de los sabuesos… De pronto, al cesar éstos, nos miramos mutuamente.

—Cuando llegue el muchacho de Latham les avisaré.

Pero nos fuimos a la cama y dormimos toda la noche y llegó la mañana y el muchacho de Oscar Latham no apareció para anunciarnos que el mercenario había sido capturado y para retirar los nabos prometidos. Durante el día mis pacientes me fueron poniendo al tanto de lo ocurrido. Todos coincidían en que habíamos obtenido una grande y gloriosa victoria. Bosley Crippit, el actuario y archivero, que desde hacía medio siglo intentaba vanamente suicidarse con alcohol y que, por consiguiente, sufría indeciblemente al beber agua, me aburrió, durante el curso de su visita, con un análisis comparativo de todas las batallas ocurridas a lo largo de la guerra y me aseguró, con una alegría sólo interrumpida por sus intermitentes ayes de dolor, que, hasta cierto punto, la ya denominada «Batalla de la Granja Buskin» era la más importante de todas.

—Porque, fíjese usted, doctor Feversham, que no hemos sufrido una sola baja, ni un simple arañazo. En cambio, la ira del Señor cayó inexorablemente sobre los mercenarios. La totalidad no puede ser superada.

—¿Qué? —le pregunté.

—He dicho que la totalidad no puede ser superada.

—Creo que oí perfectamente sus palabras… —Benjamin Franklin.

—¿Qué quiere usted decir…? ¿Que pertenecen a Benjamín Franklin?

—Poco más o menos… Es un gran hombre de Filadelfia. Viejo, pero muy activo…, mucho.

—He oído hablar de él.

—Pensé que, siendo usted inglés, no lo conocería.

—Hace once años que vivo en este país, Mr. Crippit, y he oído hablar muchas veces de Mr. Franklin… Nada de ron, ni de cerveza, ni de vino, durante quince días.

Bien sabía yo que aquel pobre diablo echaría en saco roto tales palabras, pero se las dije a manera de pequeña venganza personal.

Terminada mi labor matinal, entró Rodney Stephan en mi consultorio para decirme que el alemán no había sido aún detenido y que Jacob, el hijo de Raymond Heather, deseaba hablar conmigo.

—¿Está enfermo?

—¿El alemán?

—Oh, no, el hijo de Heather.

—Parece muy listo…

—¿Dónde perdieron de vista al mercenario?

—En la gran ciénaga —me respondió Rodney Stephan—. Mientras siga allí no podrán capturarlo… Pero morirá. Estoy seguro de que morirá.

—Veré a ese chico —dije.

Rodney Stephan hizo pasar a mi consultorio a Jacob Heather, un niño pequeño, pecoso y de cabello anaranjado, que, sin hablar, estuvo lamiéndose los labios hasta que le dije a Rodney Stephan que nos dejara solos.

—¿Qué deseas? —le pregunté al muchacho.

—Mire, señor, mi padre me dijo que no le dijera nada delante del otro.

—Y bien, ahora estamos solos, Jacob.

—Gracias, señor. Mi padre dice que tiene que ir en seguida, doctor Feversham, porque es muy urgente…

—¿Quién es el enfermo…? No será tu madre, ¿no?

El chico negó con la cabeza.

—¿La nenita?

—No puedo decírselo.

—¿O no quieres…? Vamos, Jacob —le dije molesto—. Me pides que recorra cuatro largas millas, hasta tu casa, sin saber a qué o por qué debo ir allá.

—Así es, señor.

Lo miré fijamente durante un momento. De pronto comprendí y le dije cordialmente.

—Está bien, muchacho. Espérame afuera.

De inmediato le ordené a Rodney Stephan que preparase el calesín y le dije a mi esposa que debía ir a atender a un enfermo a la casa de Heather.