3. La emboscada
Cuando los mercenarios desaparecieron de su vista, Jacob Heather rompió a llorar. Allá abajo el cuerpo de Saul Clamberham se balanceaba ligeramente, acariciado por un viento suave. Sin apartar de él sus ojos siguió llorando. Por primera vez veía ejecutar o matar de cualquier manera que fuese a un hombre. Nunca, hasta ese momento, había presenciado una escena tan horrenda. Sin embargo, reunió el coraje suficiente para descender al valle y tocar aquel cuerpo.
—¡Saul Clamberham! —gritó, incapaz de hallarle un sentido a la muerte, ya a través de aquel cuerpo, ya en su propia mente. Esforzándose, apenas logró rozar un pie descalzo de Saul, al que pellizcó, en busca de alguna respuesta. Sólo entonces la inmensidad de la muerte lo abrumó hasta causarle terror.
Entonces echó a correr. Deteniéndose de vez en cuando para recobrar el aliento, recorrió las dos millas y media que había de allí hasta la aldea.
Esto ocurrió la misma mañana en que partió el padre Hesselman. Luego de despedirme de él me dirigí a caballo a la aldea para retirar cierta correspondencia que estaba aguardando. Durante todo el trayecto lamenté mis bruscas maneras para con el cordial y pequeño sacerdote y mi incompleta y deshonesta confesión, ya que evidentemente había yo olvidado en ella las cosas más importantes. Pero esto no me sirvió de consuelo, porque ahora las recordaba.
La estafeta se hallaba en la posada, a la que arribé poco después de las nueve de la mañana y donde comprobé que no había llegado nada para mí desde Norwalk. Al entrar en el bar para refrescar mi garganta con un poco de cerveza, vi a Abraham Hunt sentado ante la gran mesa colectiva, cumpliendo sus funciones de juez de paz.
Nunca simpatizamos mucho, sobre todo desde que adquirí mi propiedad en el Ridge. Por otra parte, el hecho de ser yo católico e inglés, más que un motivo racional es un aliciente de su antipatía. Coincidimos únicamente en tratarnos con cierto respeto. Sin embargo admito que, como magistrado, es justo y objetivo. En ese momento se hallaba a punto de aplicar una multa de cinco dólares de plata a Salem Alan, por haber éste cazado furtivamente en las tierras de Isaac Leeds, a pesar de ser Salem Alan su primo y amigo e Isaac Leeds, como cualquiera de los de su clan, una persona insignificante para Hunt. Alan montó en cólera y Hunt, consciente de mi presencia, rugió:
—¡Maldita sea, Salem…! ¡Si sigues hablando así en mi tribunal te romperé el lomo con mis propias manos!
En verdad, podía hacerlo. Abraham Hunt pesaba doscientas veinticuatro libras, era puro músculo y hueso y tenía una enorme espalda y una larga cabeza que, bajando en declive hacía sus quijadas, se asentaba en un cuello tan amplio como uno de mis muslos.
—¿Cómo puedes probar que he cazado en sus tierras? —dijo Salem Alan—. ¿Han encontrado allí pieles o esqueletos?
—Eres un cazador furtivo… —dijo Hunt, en forma categórica—, el más recalcitrante cazador furtivo del Ridge.
—De modo que alguno me ha acusado…
—Técnicamente yo —le interrumpió Leeds.
—¡Silencio, señor! —exclamó Hunt—. Estamos en un tribunal imparcial. He ahí al coronel Feversham, bebiendo su pequeño vaso de cerveza como un buen caballero inglés que es y comparando… comparando, hermano Leeds. ¿Quiere usted que nos considere aún más salvajes de lo que hasta ahora le parece que somos?
—Es usted la personificación de la nobleza, squire Hunt —le dije calmosamente—. Se lo juro por mi alma.
—¿Por su alma de católico?
—Por supuesto, por supuesto —le respondí amigablemente.
Fuera cual fuese su intención esa mañana, yo no deseaba disputar con él… Quizá mi confesión había sido más eficaz de lo que me pareció en el primer momento. Sin embargo, ignoro en qué medida habría yo reaccionado ante la truculencia de Hunt, porque en ese preciso instante irrumpió Jacob Heather en la posada, bañado en lágrimas, sollozando y esforzándose, infructuosamente, por hablar. Había en el bar media docena de parroquianos y seis chicos que, desviándose del trayecto hacia la escuela —donde también él debería haberse encontrado en ese momento—, resolvieron seguir a Jacob. De manera que se reunió allí una verdadera multitud.
Al verme Jacob ocultó su rostro con su chaqueta. En el primer momento pensé que, como de costumbre, los otros chicos lo habían perseguido para intimidarlo, por ser él un integrante de la Sociedad de los Amigos y, en consecuencia, un extraño pecador. De modo que protegí a Jacob con mi cuerpo y los señalé con mi índice acusador:
—Si se trata de otra maldita fanfarronada…
—Ni lo tocamos siquiera, Mr. Feversham.
—¿Juran decir la verdad?
—Lo juramos ante Dios.
—Pasó corriendo delante de nosotros como si lo persiguiera el demonio.
Sus espasmódicos sollozos se atenuaron. Apartándolo de mí le pregunté:
—¿Qué ocurre, Jacob? ¿Qué ocurre?
Entonces logró articular varias palabras:
—Saul Clamberham ha muerto.
Al pronto nadie comprendió. Movidos por la curiosidad, hombres y chicos se apiñaron a su alrededor. Luego de ofrecerle yo un trago de cerveza, logró repetir:
—Saul Clamberham ha muerto.
—¿Dónde? ¿Cómo? Explícate, muchacho —exclamó Hunt, adueñándose, según su costumbre, de la situación—. Deja de lloriquear.
—Eh, Hunt, ¡maldita sea! ¿No ve que se ha quedado sin aliento? Aguarde un momento.
Entonces esperamos hasta que el chico dejó de jadear y pudo, al fin, decir:
—Lo colgaron. Lo colgaron de un árbol.
—¿A quién?
—A Saul Chamberham.
—Vamos, ¿qué está diciendo? —prorrumpieron los que se hallaban a sus espaldas—. ¿A quién colgaron?
—¡A Saul Clamberham! —gritó alguien.
—¡Explícanos! —dijo Hunt más suavemente—. Explícanos, muchacho, qué ocurrió.
—Los mercenarios apresaron a Saul Clamberham y lo ahorcaron.
—Ese chico miente —dijo alguno situado detrás de Jacob.
También desde atrás llegó la voz de Miss Perkins:
—Oh, qué bonito… toda la escuela en la alcoba del diablo… muy bonito.
—Jacob, Jacob —dijo Hunt, sacudiendo al chico suavemente y con una rodilla en el piso, para colocarse a su nivel—, Jacob, ¿qué viste? Ni en el Ridge, ni en todo Connecticut, hay un solo mercenario alemán.
—Yo los vi —insistió Jacob, llorando normalmente ahora—. Yo los vi ahorcar a Saul Clamberham.
—¿Dónde?
—En el gran fresno, frente al Hightop.
—No serían mercenarios —repitió varias veces alguien, detrás de él, en tanto otra persona explicaba a Miss Perkins que si a un chico mentiroso se le dan unos cuantos azotes, no volverá a mentir en el resto de su vida.
—¿De dónde habrían de venir los mercenarios, muchacho?
—No miente —dije—. Frente al Saugatuck, entre las islas, está fondeado un buque de guerra británico. De él descendieron los mercenarios.
—¿Cómo lo sabe usted? —inquirió Hunt.
—Me lo dijo un sacerdote que pernoctó aquí recientemente. Él los vio.
Silencio glacial.
—Un cura católico —y volviéndome hacia Jacob—: ¿De qué color eran sus uniformes?
—Llevaban chaquetas verdes y amarillas y sombreros muy grandes.
—Pertenecen al regimiento de Jagers[5] —dije—. ¿Por qué no escucha al muchacho?
—Está bien, Jacob —dijo Hunt, cambiando de tono y con voz suave y descolorida—. ¿Dónde estabas cuando ocurrió eso?
—Ya se lo dije: tendido en el suelo, en el Hightop.
—¿Los contaste?
—Sí.
—¿Cuántos eran?
—Dieciséis y un muchacho tambor y un hombre a caballo.
—¿Los demás iban a pie?
—Sí, señor.
—Está bien —repitió Hunt y, poniéndose de pie, le dijo a Salem Alan—: Convoca a la milicia. Necesito, por lo menos, treinta hombres a caballo, dentro de una hora. ¿Has entendido?
—¿En qué lugar, squire?
—En la granja de Naham Buskin. Diles que carguen perdigones pesados para tirar a quemarropa —y volviéndose hacia mí—: ¿Qué le parece si va al Hightop, Feversham? Una cosa es colgar a un hombre y otra muy distinta ahorcarlo verdaderamente… Acaso el pobre infeliz esté vivo aún.
Asentí con la cabeza, y montando en nuestros caballos partimos, los dos únicamente, hacia el Hightop. No existe un verdadero camino para llegar allí, fuera de la antigua senda de los indios. No obstante, luego de una recia marcha, arribamos al gran fresno en menos de veinte minutos. El cuerpo de Saul Clamberham se mecía entre las hojas nuevas, sedosas y brillantes del voluminoso árbol.
—Está muerto —dije, antes de tocarlo. Tenía el cuello quebrado y la cara hinchada y congestionada. Luego de apearme, palpé el cuerpo: estaba frío y mortalmente rígido. Entonces, extraje un cortaplumas de uno de mis bolsillos.
—¿Qué se propone? —me preguntó Hunt.
—Cortar la soga.
—Si lo dejamos en el suelo del bosque los animales darán muy pronto cuenta de él.
—Lo llevaremos a la granja de Buskin, que está a sólo dos millas de aquí.
—No hay tiempo.
—Hay tiempo suficiente. Hunt. No podemos dejarlo colgando aquí.
—No hay tiempo… Sea razonable, Feversham… Aquellos mercenarios no van a regresar al buque.
—¿Por qué no?
—Porque yo lo impediré.
—¿Con la milicia…? ¿Habla usted en serio, Hunt?
—Nunca hablé más en serio. ¿Adónde cree usted que se han dirigido?
—Al High Ridge… ¿A qué otro lugar podrían ir?
—¿A qué otro lugar? Aunque les agrade el río, no se quedarán allí… los dieciséis individuos. Seguirán su marcha cuesta abajo y no se detendrán hasta llegar al Sound.
—Eso es una simple conjetura.
—¿Qué demonios le pasa, Feversham? —me dijo, muy acalorado—. Usted sabe muy bien que no se trata de una conjetura… ya que no tienen otra opción. Han ahorcado a un hombre… a uno de los nuestros, y se hallan en el Ridge, en nuestra tierra, donde ni un solo individuo levantará un dedo por ellos. De manera que no descansarán hasta salir de aquí.
—Es posible que ya no estén en este país.
Inclinándose hacia delante Hunt indicó las huellas impresas en el suave fango primaveral.
—¿Y si vuelven por otro camino?
—¿Por cuál? ¿Por el camino real? ¿Por el camino de posta? No son tan estúpidos. Han elegido el antiguo sendero, porque poseen un mapa y conocen el país. En consecuencia, regresarán por la misma senda. ¿Qué le ocurre, Feversham…? ¿Tiene miedo?
Antes de responderle corté la soga y deposité en el suelo el cadáver de Saul. Sin perder la calma, le dije fríamente:
—Si desea usted saberlo, squire, le responderé: Sí…, tengo miedo. He participado en diecisiete batallas: en Francia, España… y, también, aquí, y en todas ellas tuve miedo. Esta guerra ha terminado, squire. Usted lo sabe tan bien como yo. También sabe que los hemos derrotado… Sin embargo, estos alemanes siguen siendo los mejores soldados del mundo. Por eso le aconsejo que los deje ir, que les permita volver a su maldito buque y hacerse a la mar. Después, quizá, podremos vivir, según Dios desea que vivamos.
—Ya que ha mencionado, usted, a Dios, Feversham, le recordaré algunas de sus palabras: ojo por ojo y diente por diente.
—Saul ha muerto. Déjelo usted descansar en paz… y a otra cosa. Ya ha muerto mucha gente —e intenté levantar el cadáver, pero éste era demasiado voluminoso para que pudiera yo levantarlo sin ayuda.
—Suéltelo —dijo Hunt y me apartó con su hombro. Luego se inclinó sobre el cadáver, lo levantó y en seguida lo atravesó sobre la montura de su caballo, con un solo y fácil movimiento—. Monte en su caballo, coronel —me dijo magnánimamente—. Yo me las arreglaré para conducir el mío… Tiene usted razón. Disponemos de tiempo suficiente para dar cristiana sepultura a Saul y para enfrentarnos a esos mercenarios.
Hubiera sido inútil tratar de disuadirlo. Ningún argumento, ninguna apelación a su piedad, lo habrían desviado de su simple determinación de vengarse. Hay momentos en que las circunstancias se tornan implacables y nos hacen pensar que ninguna fuerza, argumento o ruego podrán alterarlas. En tales ocasiones los acontecimientos se suceden tan irracionalmente como las obstinadas huellas de un pesado buey. Eso fue lo que experimenté en aquel momento.
Sin hablar proseguimos nuestra marcha hacia la granja de Naham Buskin, cuyo suelo ascendía hacia el sendero de los indios, tras una larga muralla de piedra. En tanto avanzábamos a lo largo de ésta y del invisible terreno en declive de la granja, comprendía claramente lo que se proponía Abraham Hunt, y lo admiré por su gran visión e imaginación. Entonces ya no lo vi tan distinto de mí y tuve conciencia de los seis hombres que convivían en él como seis hermanos solitarios bajo un mismo caparazón: seis espíritus y seis voluntades desgarrándose bajo la enorme e ilusoria masa humana de Abraham Hunt.
Buskin poseía una gran finca de casi doscientos acres, que era parte de las posesiones de Lord Denny, en litigio durante los últimos veinte años. En ese lapso Hunt había actuado como depositario de los arriendos de dichas tierras y, como Lord Denny nunca visitó sus propiedades americanas, el dinero no fue reclamado y el litigio siguió su curso. Al estallar la guerra la Cámara Legislativa de Connecticut adjudicó los bienes de Denny a sus arrendatarios y los buenos ciudadanos de New Haven emplumaron al abogado de Lord Denny, que huyó a Canadá. El squire Hunt transfirió, entonces, seiscientas libras británicas en efectivo a Naham Buskin, que convirtieron a éste en uno de los hombres más ricos del condado y le hicieron contraer, a la vez, permanente deuda de gratitud con Hunt.
De manera que no había problema alguno, en cuanto a la conformidad de Buskin para que la milicia se concentrara en su granja. Mientras cabalgábamos colina abajo, más allá de la muralla y ascendíamos, después, por otra colina, en dirección de la casa, vimos entrar a los milicianos, aisladamente o en parejas. Varios hombres se apearon y apagaron su sed en la fuente de Buskin. Desplazándose a través de las nueva hierba de los campos de Buskin y enmarcados por el flamante follaje de mayo, los jinetes configuraban un agradable y casi fantástico cuadro. Cuando nos reunimos con ellos contamos treinta y dos milicianos y poco después aparecieron otros cuatro jinetes. La familia Buskin salió al encuentro de tanta excitación. Tenía Buskin tres hijas casadas, que le habían dado once nietos, muy bulliciosos en ese momento… Por supuesto, el propio Buskin y sus yernos estaban ansiosos por unirse a nosotros. Era Buskin el más gran patriota del Ridge… y con razón.
Abraham Hunt subió hasta la fuente, protegida por una estructura cubierta, y comunicó su plan a los hombres, que se agruparon a su alrededor. Yo apenas me enteré de él, porque los acontecimientos se desarrollaban vertiginosamente y porque en ese momento estaba tratando de obtener de Mrs. Buskin vendas y varios cuchillos afilados, que remplazarían a mi instrumental —fuera de mi alcance, entonces, por hallarse en mi casa—, tijeras y las mayores agujas que tuviese, como así también retazos de ropa blanca limpios, ron, algunas jofainas de hojalata y una pequeña sierra.
Entretanto, Hunt explicó su plan, que era simple y directo. Los hombres dejarían sus caballos en la granja, se dirigirían a marchas forzadas hacia el límite de la dehesa y se apostarían detrás de la muralla de piedra. Cubriendo con su fuego los dos extremos de la columna mercenaria, harían caer a ésta en una fatal emboscada. Tan simple y claro, brutal y práctico era el plan, que en menos tiempo del que se necesita para explicarlo, todos los milicianos corrían ya detrás de Hunt, jadeando y ansiosos de participar en la cacería. Yo me demoré varios minutos para completar mi equipo y luego emprendí la marcha en pos de ellos, pero sin correr. Cuando Hunt me vio ascender por la cuesta me indicó con ademanes frenéticos que me agachara. Al llegar yo a su lado me dijo, frío y colérico:
—Supongamos que aparecieran ahora…, su presencia nos delataría, Feversham.
—No puedo correr, ni caminar agachado, squire —le expliqué—. Después de todo se lo debo a una bala mercenaria. Por lo tanto ello sería, hasta cierto punto, un acto de estricta justicia poética, ¿no le parece?
—Que me cuelguen si lo comprendo.
Luego de escoger un lugar entre dos milicianos, apoyé en el muro mi colección rápidamente reunida de vendas e instrumentos quirúrgicos improvisados. Los hombres se alegraron al verme y, aunque hacían muecas, juraban en voz baja e intercambiaban bromas chabacanas, no parecían compartir la absoluta confianza, ni la inconmovible resolución de Hunt. Pese a que mi presencia y el tosco instrumental que había yo recibido de manos de Mrs. Buskin suscitaban en ellos la idea de la muerte, sentíanse, al mismo tiempo, más tranquilos. Aunque eran treinta y siete milicianos, contra dieciséis o diecisiete hessianos, la mayoría de ellos pensaban que se hallaban en desventaja, ya que el grupo estaba integrado por varios granjeros y comerciantes, un herrero y sus dos aprendices, dos carpinteros, un tonelero, el batanero Biddle y Saxon, el empresario de pompas fúnebres, que tenía más de sesenta años. El más joven contaba catorce años y el mayor noventa y uno.
Por otra parte, la palabra hessianos, más que designar hombres calificaba una pesadilla vivida por nosotros durante tanto tiempo, que se había incorporado a nuestra lengua y nuestra cultura, como un símbolo de aquellos individuos de carácter y voluntad de hierro, que funcionaban como máquinas. Supongo que ninguno de los hombres alineados tras la muralla de piedra ponía en duda que seríamos aniquilados por los mercenarios alemanes, con emboscada o sin ella. Hablaba mucho en su favor… o, más bien, en favor de Hunt, el hecho de que todos se mantuvieran en sus posiciones. Desplazándose a lo largo de la fila, Hunt los instó a guardar silencio: si deseaban orar debían hacerlo mentalmente y no estaba permitido hablar, preguntar, ni estornudar siquiera.
—Por Dios, Abraham —dijo Saxon—, pueden tardar varias horas en llegar…
—Callaremos todo el tiempo que sea necesario y éstas serán las últimas palabras dichas por ustedes. Ahora, escuchen: permanecerán agachados junto a la muralla hasta que yo dé la señal, que será ésta —y, metiéndose los meñiques en la boca, silbó suavemente—. Entonces se pondrán en pie y harán fuego. La primera descarga es decisiva. Sin embargo, en seguida volverán a cargar sus armas. Apenas hagan fuego, deberán cargar de nuevo sus armas. Si después de ello siguen con vida, se pondrán de pie y dispararán contra cualquier cosa que se mueva en el camino. Pero recuerden que la primera descarga es decisiva. ¡Qué Dios se apiade de ustedes si malogran el primer tiro! En cada extremo habrá diez hombres, para cercarlos y eliminar a sus jefes y guías. El resto hará fuego contra todo lo que se halle enfrente de su posición. Pero, hagan puntería… no malgasten sus proyectiles. Apunten bien. Distribúyanse cómodamente y apoyen el arma en el hombro, junto al brazo. Así, cuando el arma funcione, no se desviará de su blanco. Ceben sus armas con cuidado y, si no se produce la chispa, no pierdan la cabeza: amartillen de nuevo y vuelvan a disparar. Eso es todo.
Nadie más habló. Sólo se oía nuestra respiración y, de vez en cuando, el rechinamiento o crujido causado por algún hombre que cambiaba de posición. Agachándose tras la muralla, Hunt vino a mi encuentro:
—Y bien, cirujano… ¿ya está listo? —me preguntó un tanto burlonamente.
Tendido al pie de la muralla, tan confortablemente como me era posible estar, lo miré sin responderle.
—Feversham —dijo él—, algún día usted y yo conversaremos largo y tendido y nos libraremos de los gusanos que nos roen por dentro. Aunque nada en usted me atrae, admito que es un valiente.
Seguí guardando silencio, porque ya era demasiado tarde para conversar sobre la demencial escena que preparaba. De esa manera suelen ceder los hombres y rendir su alma y su honor. Hunt estaba equivocado. Yo no era valiente. Sabía demasiado acerca de la guerra para serlo, en tanto él apenas la conocía.
Durante media hora permanecimos tendidos allí, sin que nada aconteciera. Hunt había prevenido a Mrs. Buskin para que retuviera a sus hijos en la casa. Antes de partir la había visto dar caza a sus chillones y díscolos vástagos, obligándolos a permanecer puertas adentro. Ahora lamentaba ya no haber tenido la suficiente presencia de ánimo para ordenar a nuestros hombres que llevaran consigo varios cubos de agua, ya que resulta más difícil trabajar cuando no se lava previamente la herida. No cabía duda de que Hunt armaría un escándalo si le sugería que enviase un hombre en busca de agua.
La idea del agua me hizo reparar en la sequedad exterior de aquellos hombres, que se lamían constantemente sus resecos labios, y en su sequedad interior… aunque tenían las manos húmedas, a causa de su nerviosismo (constantemente las frotaban contra sus breeches) y el sudor perlaba sus frentes y mojaba sus ropas. Sin embargo, se mantenían callados o bien cuchicheaban tan débilmente, que yo no lograba descifrar lo que decían. No es que temieran a Abraham Hunt. (Por lo menos no le temían de un modo consciente). Pero Hunt los dominaba ahora, como los había dominado desde que se convirtió en un ser adulto. Hacía ya más de veinte años que actuaba de juez en el lugar y ellos le obedecían por hábito. La vida, en el prado y en el bosque, parecía languidecer, en tanto los hombres, inmóviles, guardaban un obstinado silencio. Los petirrojos se aproximaron a nosotros y los azules arrendajos se tornaron más osados. Una culebra se deslizó por el muro de piedra y desapareció de improviso y una ardilla se detuvo a observarnos, desde la muralla. El viento de mayo soplaba sobre nuestras cabezas y el ameno y reciente follaje se estremecía y murmuraba como excitado por la primavera.
De pronto, oímos el tambor.
Aquel sonido era la rúbrica de los mercenarios. Apenas lo escuché mi cuero cabelludo se endureció y sentí un escalofrío que me puso la carne de gallina según lo advertí en mis brazos desnudos. El tambor era el símbolo de los mercenarios. Allí estaban, en el corazón de un país enemigo, a quince largas millas de la nave que los había traído y que constituía su única protección. Eran sólo dieciséis soldados, un joven tambor y un oficial y ya habían colgado a uno de nuestros vecinos. Sin embargo, tanta era su confianza en sí mismos y tal su desprecio por los granjeros yanquis de Connecticut, que no les inquietaba meter tanto ruido. El tambor señalaba su presencia, como los anillos de la cola de la serpiente de cascabel anuncian a ésta y atemorizan a otras criaturas cien veces más fuertes que ella. «¡Aquí estamos, maldita sea! ¡Guay del que se meta con nosotros!», decía el tambor.
No los vimos en seguida. Al observar a nuestros hombres, alineados detrás de la muralla, con una rodilla en tierra y el torso inclinado hacia delante, me pareció que estaban petrificados por un temor del que no podría liberarse ninguno de ellos… salvo Hunt, quien, al verme, movió afirmativamente la cabeza, con deliberada frialdad.
El redoble se fue aproximando, firme, acompasado: rataplán-plan-plan, rataplán-plan-plan, una y otra vez. Ahora se escuchaba el crujido de sus botas. El cuadro se grabó nítidamente en mi memoria: el tambor, abriendo la marcha, el oficial a caballo y luego los soldados, de a dos, con sus relucientes sombreros negros balanceándose al compás de su marcha, sus engrasadas coletas sobresaliendo en sus espaldas, sus verdes chaquetas, con llamativos adornos amarillos, las vainas de sus bayonetas chocando contra sus muslos, sus enormes bigotes engomados, de los que se sentían orgullosos…, todo ello surge en mi memoria como rúbrica de una muerte ruidosa. Súbitamente el redoble estalló ante nosotros, tan próximo a nuestros oídos, que casi percibimos la vibración de las ondas sonoras en el aire.
A través de las hendiduras de la muralla veía yo las botas del joven tambor. Entonces miré a Hunt.
En ese momento éste se metía los dedos en la boca. Un instante después su penetrante silbido hendió la atmósfera y los milicianos apostados junto a la muralla se pusieron de pie e hicieron fuego… todos, excepto los mellizos Cutler, de catorce años de edad, que, paralizados por el temor, permanecieron ocultos tras el muro de piedra.
De pie como ellos, en ese momento confuso y explosivo, similar al comienzo de cualquier batalla, asistí a la destrucción del destacamento mercenario. Creo que todos cayeron mortalmente heridos por aquella primera andanada. Los milicianos habían introducido cargas dobles y triples, de perdigones y pólvora en sus armas y dispararon a quemarropa, sobre blancos que se hallaban a pocos metros de distancia. De manera que era muy difícil que erraran. Por otra parte, el arrogante capitán mercenario no había destacado un solo hombre de avanzada. Un proyectil le abrió la cabeza y otro desgarró el pescuezo de su caballo. No obstante, éste traspuso la muralla, arrastrando al oficial, que colgaba de un estribo y, por último, cayó sin vida por el prado. Los demás murieron en el sendero. Entre los caídos, algunos se retorcían y quejaban, pero la mayoría murió instantáneamente. Sin embargo, los milicianos, como enloquecidos, seguían cargando y disparando, una y otra vez. Cuando el humo de la pólvora comenzó a ocultar el camino, los milicianos empezaron a hacer fuego contra la humareda, dando alaridos y chillando con creciente intensidad, a medida que se atenuaban las voces de los mercenarios.
—¡Detenga el fuego! ¿Por qué no da la orden? ¡Ya todo ha terminado! —le grité a Hunt.
Pero nadie prestó oídos a mis palabras. Cojeando tan rápidamente como me lo permitía mi pierna enferma, me dirigí hacia Hunt. Se hallaba éste cargando una vez más su arma, cuando le grité en la cara.
—¡Por Dios, Hunt, detenga el fuego! ¡Puede que algunos estén aún con vida! ¡Esto es una matanza!
Él, sin contestarme, siguió mirando fijamente hacia el prado. Involuntariamente dirigí mis ojos en la misma dirección y entonces vi en el otro extremo del terreno, donde éste se elevaba de nuevo convirtiéndose en una alta colina, a un mercenario que corría cuesta arriba: era el joven tambor. El instrumento, todavía sujeto a su hombro, oscilaba violentamente a sus espaldas. Fuera ya del alcance de los mosquetes se detuvo un instante, volvió la cabeza, se desembarazó del tambor y lo arrojó lejos de sí. Inmediatamente se precipitó en el bosque que cubría las colinas.