10. El juicio

Cuando Alice y yo arribamos a la aldea en la mañana del día del proceso, advertimos una gran multitud frente a la taberna que, situada en la Calle Mayor, es el primer edificio importante que uno divisa al entrar en el poblado. Habría allí reunidas de doscientas a trescientas personas, entre las que encontré muchas caras conocidas de Redding, Danbury e, incluso, de Salem, Estado de Nueva York. Estoy seguro de que otras habrían viajado a caballo desde Saugatuck y Norwalk, confiando que tendrían acceso al gran salón del bar, en el cual, a lo sumo, cabrían unas cincuenta personas muy apretadas.

No condeno a aquella gente, ya que rara vez ocurre en el Ridge algo digno de ser calificado de acontecimiento. En rigor, al llegar el invierno, esta región se convierte en el lugar más aislado del mundo. Sólo en la primavera cobra vida y animación. Aquí, en esa hermosa y tardía primavera, se desarrollaría el más terrible de los dramas humanos: la puesta en la balanza de la vida de un hombre, por añadidura perteneciente a la raza más detestada en aquella extraña época, es decir, se juzgaría a un mercenario alemán. Tal vez para desgracia nuestra, la lucha se había desplazado muy lejos de nosotros, ya que, pese a su cruel imbecilidad, la guerra despierta no sólo lo peor, sino también lo mejor de la naturaleza humana. En medio de la pelea la violencia suele alternarse con la compasión. En este caso al enemigo se lo veía encarnado en un hombre, que en puridad no era un hombre en absoluto, sino un pobre y joven huérfano apresado a miles de millas de su casa. Pero, esto no pesaba para nada en la balanza. Por otra parte, el hecho de que apenas habían transcurrido poco más de quince días desde la refriega de la granja de Naham Buskin no contribuía a fomentar la compasión hacia el único enemigo sobreviviente.

No es que aquella gente estuviera sedienta de sangre. Ello no concordaba con su carácter excepto con el de algunos vagabundos similares a los que se encuentran en cualquier comunidad. Por el contrario, se trataba de personas profundamente religiosas, rígidas y reticentes, que veneraban un Dios justo e inexorable y que no sólo leían el Antiguo Testamento, sino que vivían de acuerdo con él. Además, ponían a sus hijos nombres análogos a los habituales en un antiguo pueblo cuyas oraciones recitaban. Por otra parte, sus antepasados, luego de arribar a una región salvaje, que sometieron, expulsaron de ella a los cananeos —en este caso de piel roja— y aplicaron al pie de la letra la justicia que profesaban: ojo por ojo y diente por diente. No eran personas frívolas, ya que para ellas el bien se identificaba con el trabajo y el trabajo era una bendición. Sin embargo, se mostraron, hasta cierto punto, tolerantes, porque estimaban útiles las diferencias entre los hombres. Los cuáqueros convivían con ellos, sin ser hostilizados, y, aunque habían expulsado a los tories, de todas maneras no los habían asesinado. Pese a que el Dios que habitaba en sus iglesias era muy severo y puritano, sus templos acogían a todo el mundo.

Cuando John Dorset advirtió mi presencia, se dirigió hacia mí como si yo fuera el único profano que debía ser persuadido. No obstante, comenzó por excusarse:

—No puedo hacer nada… Esto escapa a mis posibilidades.

Yo no quise tranquilizar su conciencia, ni responder a sus palabras.

—Será un proceso justo… Hablé con Packenham.

—Todos los procesos son justos —convine.

Alice fue al encuentro de Raymond y su hija Sally. Sarah se había quedado en su casa con los más pequeños. Sólo Raymond fue citado como testigo. Según él me dijo, Sally había insistido en acompañarle. Yo entonces le pregunté si sería conveniente que la joven asistiera al juicio.

—Debo estar presente —dijo ella—. Trate de comprender, Evan… No se interponga…

Abraham Hunt se abrió paso entre la arremolinada muchedumbre y se acercó a nosotros, extrañamente amable. Vestía el uniforme de la milicia: chaqueta azul y pantalón blanco, y lucía una peluca y un ancho cinturón del que pendía un espadín que contrastaba con su enorme cuerpo. Era evidente que no se sentía cómodo en su uniforme. Por lo menos un centenar de hombres y muchachos del Ridge habían actuado alguna vez en la guerra, pero todos sin uniforme. Pienso que Hunt tuvo en cuenta tal detalle, en función del desarrollo del proceso. Por otra parte, el uniforme le caía muy mal, ya que, no habiendo un solo sastre en el Ridge, todos los trajes eran de procedencia casera. De repente advertí que el coronel St. August se abría camino en dirección de la puerta de la posada. Alto, delgado y de aspecto juvenil, ostentaba una guerrera color castaño, con adornos amarillos: el uniforme del regimiento de artillería que él mismo había organizado en algún lugar del norte de Connecticut. Se decía que pertenecía a una acaudalada familia y que había adquirido por su cuenta dos cañones de a cinco, pero ignoro si su compañía o sus cañones hicieron otra cosa, fuera de lucirse en los desfiles. Abundaban en las colonias los individuos acaudalados y de alta posición social que entusiastamente diseñaban bellos uniformes y organizaban compañías propias, que rara vez se veían en los campos de batalla.

Hunt saludó a Raymond, no sin cierta gracia, y le preguntó dónde estaba el joven Jacob.

—En casa —le respondió Raymond.

—Pero es que debe actuar como testigo.

—No lo han citado —dijo Raymond.

Éste desconocía su propia situación. Ignoraba si sería castigado, si acompañaría a Hans Pohl en el banquillo de los acusados o si lo condenarían a permanecer en el cepo día y noche, peculiar tortura practicada muchas veces por aquellos singulares puritanos de Nueva Inglaterra contra individuos de su propia religión, en el comienzo de la guerra. A esta altura de los acontecimientos empezaba yo a comprender cuan distinta de la mía era la reacción de Raymond ante aquéllos. Como su coraje no se sustentaba en el odio, ni en la cólera, no experimentaba Raymond el temor íntimo inherente al coraje violento. En el fondo de su ser reinaban una calma y una aceptación de los hechos tan poco agresivas que, con frecuencia, lo hacían aparecer como un cobarde. De cuerpo y huesos pequeños se mantenía, sin embargo, muy digno y dueño de sí mismo, a pesar de los muchos años que había trabajado inclinado sobre su banco de remendón, con su sombría chaqueta de cuáquero que le llegaba a las rodillas, abotonada hasta el cuello. He advertido que los cuáqueros vestían siempre según la moda de diez años atrás. Y bien, teniendo en cuenta que las modas de la ciudad llegaban al Ridge con una demora de una década, no es de extrañar que los cuáqueros resultaran personas muy anticuadas…, tan fuera de época como los judíos que ocasionalmente he visto en Europa, con sus largas chaquetas negras, sus sombreros de anchas alas, sus extrañas barbas y sus rizos a ambos lados de sus rostros, pero muy tiesos y dignos al andar y trascendiendo una especie de sabiduría interior, a la manera de reyes muy seguros de sus prerrogativas y de sí mismos. También los cuáqueros denotaban una íntima suficiencia que a veces resultaba, para los demás, tan irritante como los modales bruscos y la soberbia. Sin embargo, no eran rudos ni arrogantes, sino, más bien, todo lo contrario.

Por lo menos doce cuáqueros estaban agrupados frente a la posada y cerca de Raymond, pero a sus espaldas. Vestidos de idéntica manera, como uniformados, con sus chaquetas abotonadas hasta el cuello, a pesar del calor reinante, no se mostraban hostiles, ni temerosos. Simplemente, hacían acto de presencia allí. Como a ninguno de ellos se le permitió entrar en la posada, permanecieron en ese lugar hasta que se retiraron, en las últimas horas de la tarde. Yo, que estaba seguro de tener acceso a la intimidad de la familia Heather, comprobé entonces que sabía muy poco respecto de ellos, de su estilo de vida, de sus ideas y su religión, y me sorprendí al descubrir que constituían una especie de pueblo dentro de otro pueblo o de isla dentro de otra isla, un grupo de personas que no había venido a este suelo impulsadas por la cólera o un torvo coraje, para arrancárselo, revólver en mano, al salvaje y domeñar el desierto, sino más bien desnudos… y a la manera de un ser embotado que, de pronto, tiene un instante de lucidez, percibí claramente lo que significaba el amor para Sally Heather y me sentí invadido por una melancolía que nunca había experimentado anteriormente.

Tal vez Alice sintió lo mismo, ya que se situó junto a Sally, en tanto Hunt le decía a Raymond:

—Debe usted ir por el muchacho, Heather. Lo siento, pero lo necesitamos aquí.

Raymond asintió con la cabeza y partió en busca de su hijo, quedando Sally con nosotros. Entonces Hunt se abrió camino entre el gentío, en dirección de la posada. La gente se apartó cuando sus compañeros le suplicaron que dejaran un claro como si se tratara de una riña de gallos. A continuación nos introdujimos en el salón del bar, tan atestado, que parecía imposible que cupiera en él una persona más.

Sin embargo, cuatro milicianos que lucían chaquetas azules atravesadas por tiras de cuero blanco, se las arreglaban para mantener a raya al público tras un espacio libre. En un extremo de éste y detrás de una larga mesa estaban sentados el general Packenham, el coronel St. August y Bosley Crippit, actuario y archivero de la ciudad, frente al cual había un tintero, una pluma y un manojo de papeles. En uno de los costados del espacio libre se veían varias sillas, algunas ya ocupadas por Miss Perkins, la maestra, Mr. Saxon, el empresario de pompas fúnebres y Salem Alan. Pensé que el mercenario se hallaría bajo custodia en la cocina o la despensa. Todo estaba dispuesto para el proceso.

Durante un breve lapso continuó la confusión. Por lo menos doce espectadores fueron expulsados y se oían disputas, nombres de personas llamadas a voces y rechiflas… De pronto se produjo una verdadera refriega entre los milicianos y alguien que declaraba a voz en cuello que había viajado expresamente desde New Haven para asistir al espectáculo. Tres periodistas se quejaban respecto de los lugares que les habían asignado, aduciendo que desde ellos no podían ver absolutamente nada. Otros luchaban en procura de una mejor ubicación. Sólo después de quince o veinte minutos de haber entrado nosotros a la posada le fue posible a Packenham imponer cierto orden y silencio, al dejar caer su mazo sobre la mesa.

Hunt nos había ubicado a Alice, a mí y a Sally en un banco, frente a los testigos, claro por medio. La mayoría de los presentes habíanse sentado en el suelo o se recostaban en las paredes y numerosos rostros se asomaban por las ventanas, desde el exterior. La atmósfera era densa y pesada y la iluminación tan escasa, que todo el proceso se realizó en un ambiente crepuscular.

Luego de imponer cierto orden, Packenham pidió a los testigos que se identificaran. No regían en aquellos días normas fijas o definidas en los tribunales militares. Cada presidente establecía a su antojo las pautas a que se ajustaría el proceso que dirigía. Por otra parte, sus decisiones eran inapelables y su atribuciones ilimitadas. A medida que Crippit leía sus nombres, los testigos se identificaban. Al oír mi nombre pensé que se cumplía mi vago vaticinio en tal sentido, aun cuando no había sido citado por escrito. Sally no fue nombrada. Cuando el actuario nombró a Raymond y no hubo respuesta, Packenham, irritado, exclamó:

—¿Por qué no está aquí Raymond Heather? Yo ordené que se lo citara. ¿Por qué no se cumplió mi orden?

—Porque no fue necesaria tal formalidad, ya que estaba aquí… Lo envié en busca de su hijo.

—La formalidad es inherente a la vida militar, squire —dijo Packenham—. ¿Cuándo estará aquí de regreso?

—Con toda seguridad, dentro de una hora.

Crippit entregó un papel a Packenham y éste se quejó de la escasa visibilidad.

—¿Por qué no han traído velas? —dijo St. August—. Esto está oscuro como boca de lobo.

—¿En pleno día? —dijo Oscar Latham, el posadero, provocando la risa de medio auditorio.

—Aquí no es de día, posadero —intervino Packenham—. Traiga una docena de bujías.

Preguntándose en voz baja quién pagaría aquellas velas, Latham se abrió paso a empujones hacia la cocina y volvió poco después con una bujía encendida en una mano y varias sin encender en la otra, a las que prendió y distribuyó de mala gana alrededor de la mesa.

—Con la luz llega la justicia —observó St. August con su voz aflautada y nasal y su acento bostoniano, en parte natural y en parte afectado. Packenham, tolerante y sonriente, golpeteó de nuevo la mesa con su mazo. Sally, muy seria y erguida en su asiento, con las manos en su regazo, aparentemente no prestaba atención a las miradas concentradas en ella y en las muecas y cuchicheos. Los chismosos se habían ensañado con la joven, rápida y cruelmente, y, apenas apareció ante la posada, las miradas fijas en ella denotaron la sutil y miserable connotación inherente a la divulgación de un vínculo pecaminoso entre un joven y una muchacha.

—Se inicia el juicio —anunció Packenham—. Convoco a este tribunal militar en nombre del Soberano Estado de Connecticut y del Congreso Continental.

—Preside el general Jonah Packenham —gritó Crippit—, en representación de la junta militar del Estado, asistido por el coronel Albert S. August. Comienza un procedimiento sumario bajo el estado de guerra. Acusado: Hans Pohl, soldado del ejército del Elector de Hesse, que prestó juramento de fidelidad a la bandera del rey Jorge III de Inglaterra.

Bosley Crippit estaba en la gloria. Lo imaginé durante las horas previas, tratando de hilvanar las ridículas y pomposas frases de la acusación. Era un hombrecillo barrigón, con un cráneo calvo y reluciente, oculto en ese instante bajo una imponente peluca. Ésta, importada de París, constituía una joya y un timbre de honor para él. Nunca se cansaba de repetir que le había sido remitida vía Londres y Filadelfia, al precio de seis guineas. Después de haber pasado su vida estampando y reestampando los detalles de innumerables títulos de propiedad de tierras y documentos de fijación de límites, se le presentaba una gran oportunidad, respecto de la cual se hallaba dispuesto a sacar el mayor provecho posible. Sin embargo, el hecho de que el juicio fuera conducido de esa manera no cambiaba las cosas, ya que se trataba de un caso terriblemente serio e importante.

—Que el prisionero comparezca ante este tribunal —dijo el general Packenham.

La orden fue repetida hasta llegar a la cocina.

—Que el prisionero comparezca ante este tribunal.

Al oír esta orden transmitida en cadena y a gritos, Alice cuchicheó a mi oído:

—No… no puede ser… de ninguna manera, Evan.

—¿Qué importa el procedimiento? —le dije.

De pronto di con los ojos de Hunt, quien me observaba de un modo muy extraño.

Dos milicianos se abrieron camino a empellones, entre la multitud, flanqueando a Hans Pohl. Vestía el muchacho —por propia voluntad, según me dijeron— su sucio uniforme manchado de sangre y tenía las manos atadas a la espalda.

—¡Desátenlo! —ordenó Hunt.

Packenham pareció dispuesto a hablar, pero en seguida prefirió guardar silencio. Los dos milicianos desataron las manos del mercenario, que se mantuvo rígido y alerta frente a la mesa. Desde que entró en el salón Sally no había despegado de él sus ojos. No obstante, Pohl eludió sus miradas y clavó la suya en el general Packenham.

—Comparece usted ante un tribunal militar legalmente constituido de este Estado soberano —dijo Packenham—. ¿Sabe lo que ello significa?

El muchacho asintió con la cabeza.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó el general.

—Hans Pohl.

—¿Regimiento?

—16 de Jagers.

—¿Graduación?

—Soldado raso.

Las respuestas eran suaves, pero firmes y dichas con un acento extranjero apenas discernible. Por su cabello rubio y las nuevas pecas surgidas en su piel durante su reciente permanencia a la intemperie podía haber pasado por un muchacho del Ridge.

—Lea la acusación —le dijo Packenham a Crippit.

El pequeño funcionario, muy emocionado, asió con manos temblonas una gran hoja, tamaño oficio, aclaró su garganta y leyó:

—Tribunal Militar convocado en el municipio de Ridgefield. Acusado: Hans Pohl, soldado raso al servicio del elector de Hesse y del rey de Inglaterra. El mencionado Hans Pohl, soldado raso, es acusado de asesinato premeditado, cruel e injustificable. Cargo: el día dieciséis de mayo del año del Señor de 1781, integraba un destacamento de mercenarios alemanes que realizó una incursión en el territorio del municipio de Ridgefield. En el curso de tal incursión dicho destacamento se topó con un ciudadano, un tal Saul Clamberham, desarmado y vestido de civil. El citado ciudadano no les causó daño alguno, ni obstaculizó su marcha. Sin motivo alguno tomaron prisionero al susodicho civil, Saul Clamberham, y sin justificación ni proceso, lo colgaron del cuello hasta que expiró. Tal el cargo que le hace este tribunal, el que se propone probar que lo antedicho es la verdad y nada más que la verdad. Este tribunal estima que todos los miembros del mencionado destacamento de mercenarios alemanes son culpables de tan cruel e injustificable asesinato y que, por lo tanto, merecen pagar su crimen en la misma moneda, o sea en la horca. ¿Qué tiene que alegar el prisionero, respecto de tal cargo?

El muchacho, al parecer, no comprendió nada. La concurrencia se mantenía muy tranquila; sólo se oía la respiración de los circunstantes hacinados en el salón. Súbitamente se produjo un tumulto de voces y movimientos y los hombres situados junto a la puerta exterior empujaron hacia los costados a la gente para que entraran Raymond y su hijo Jacob. Durante un momento, ambos permanecieron inmóviles en el espacio que se les brindaba, encandilados por el contraste entre la luz de afuera y la de adentro. Luego, al vernos, se dirigieron lentamente hacia donde nos encontrábamos. Sally se puso de pie para ofrecerle su asiento a su padre y a su vez se sentó, con las piernas cruzadas, en el piso. Jacob se ubicó a su lado. Hans Pohl no volvió, siquiera la cabeza y el murmullo suscitado por la aparición de Raymond fue acallado por el mazo de Packenham. St. August abandonó su asiento y le dijo al prisionero:

—¿Tiene algo que alegar, señor? Debe usted dar una respuesta. ¿Se considera culpable, o inocente?

—No entiendo nada —respondió Hans Pohl.

—¿Qué es lo que no entiende? —inquirió, con tono perentorio—. La acusación es simple y evidente. ¿Es o no es usted culpable del asesinato de cierto individuo llamado Saul Clamberham? ¿Qué tiene que decir al respecto?

El muchacho volvió a hacer un movimiento negativo con la cabeza.

—Y bien, ya que no contesta, responderé por usted: su silencio implica que admite su culpabilidad.

—Usted no puede responder por él —grité, poniéndome de pie—. ¡Esto es una infamia! El joven apenas habla un inglés de cocina y no entiende ni la mitad de las palabras de la acusación.

Packenham volvió a golpear con su mano.

—¿Desde cuándo puede un hombre ser declarado culpable antes del proceso? —dije enérgicamente.

—¿Quién es usted, señor? —exclamó St. August—. ¿Cómo se atreve a interferir en el proceso? ¿Quién le dio permiso para hablar?

—¡Una palabra más, Feversham, y lo expulso de aquí! —rugió Packenham—. ¡Se halla usted aquí por una deferencia nuestra! Sí, señor, ¡por mera deferencia…! ¡Si dice una palabra más, lo arrojaré de este lugar!

Hunt se puso de pie y enfrentó a Packenham, que en ese momento golpeaba la mesa con su mazo. Al cesar la algarabía circundante dijo el squire fríamente y con una voz enronquecida por la cólera:

—Me parece que se equivoca usted, coronel St. August. Yo tenía entendido que usted declararía que es inocente. Pienso que no le corresponde a usted hacer otra cosa. El acusado no ha sido aún juzgado, ni escuchado.

—Si se confiesa culpable, es culpable —insistió St. August—. ¿Qué hay de ilegal en ello?

—Entonces, explíqueselo claramente.

St. August aspiró con fuerza y, luego de un breve silencio, dijo:

—Hans Pohl, ¿mató, usted, a Saul Clamberham?

—No —replicó el muchacho—. Yo no matarlo.

—Entonces, se considera inocente.

—Yo no matarlo —repitió Hans Pohl.

Hunt seguía en pie cuando Packenham le dijo:

—Por favor, ¿quiere aproximarse al tribunal, squire?

Hunt avanzó hacia la mesa y se inclinó sobre ésta. Entonces Packenham cuchicheó algo a su oído. El squire negó con la cabeza. Insistió Packenham y otra vez Hunt hizo un movimiento negativo con la cabeza. Por último, Packenham meneó la suya, malhumorado, y Hunt retornó a su asiento.

—Puede llamar al primer testigo —le dijo el general a St. August.

El coronel echó un vistazo a Crippit, el cual, muy ostentosamente, buscó en su montón de papeles la lista de testigos y gritó en seguida con voz cantarina:

—¡Miss Jenny Perkins!

—Aquí estoy, Bosley —replicó Miss Perkins, que se hallaba sentada apenas seis pies más allá de él.

—Póngase de pie y coloque su mano sobre el Libro.

Miss Perkins se dirigió hacia la mesa y dejó caer su mano sobre la Biblia.

—¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Diga: sí juro.

—No diré nada de eso —replicó Miss Perkins—. Yo no acostumbro mentir. Si usted no lo sabe, Bosley Crippit, es un estúpido. Nunca he jurado y tampoco pienso hacerlo ahora, porque es una costumbre anticristiana.

—Esto es otra cosa, Miss Perkins.

—No lo es.

Crippit se volvió hacia el general, que estaba golpeando nuevamente con su mano, para acallar las risas.

—Basta con que ponga su mano sobre el Libro —dijo St. August.

—¿No la tengo ya sobre él? —dijo Miss Perkins.

—Está bien. ¿Su nombre, señora?

—Soy soltera, señor, y me llamo Jenny Perkins. Si hubiera usted prestado atención…

—Por favor, concrétese a responder a mis preguntas.

—Muy bien… Pero haga preguntas sensatas.

—¿Conoció usted a Saul Clamberham?

—Sí.

—¿Desde cuándo lo conocía?

—Desde el tiempo más lejano que soy capaz de recordar.

—¿Conoció a su familia?

—No tenía familia. Fue un niño expósito, abandonado, al pasar, en la casa de la abuela Allison… Gente indigna… Nunca volvieron por él. Pienso que en esa época tendría unos cinco años. La abuela Allison lo cuidó hasta su muerte, cuando el niño tenía once años. Desde entonces vivió como pudo, ya que nadie se preocupó de él… Dios nos perdone a todos.

—¿Por qué dice usted «Dios nos perdone a todos»? —le preguntó St. August intrigado.

—Porque soy cristiana —respondió ella sencillamente.

Hans Pohl volvió su cabeza para mirarla. Fue ése su primer movimiento desde que resolvió permanecer ante la mesa como una estatua. Miss Perkins pareció sorprendida. Posiblemente no lo había mirado hasta entonces, ya que el mundo está lleno de seres y cosas que nunca vemos o bien que no nos molestamos en observar.

—Perdón, creo que no la comprendo, Miss Perkins —dijo St. August. Así le ocurría siempre: debía esforzarse para comprender cualquier cosa.

—Si alguien lo hubiera cuidado o querido, si hubiese tenido un hogar, no habría estado jugando como un tonto en aquel lugar, cuando pasaron por allí los mercenarios, señor.

—¿Quiere usted decir que era un irresponsable?

—Era un imbécil, señor, con una mente huera, un párvulo con un cuerpo de hombre. No asimilaba ninguna idea. No sabía leer, ni escribir las palabras más simples.

—Usted es maestra del Ridge, ¿no?

—Sí.

—¿Trató de enseñarle a Saul Clamberham?

—Lo intenté. Pero todo fue inútil. A veces venía a la escuela pero de pronto, desaparecía y no lo veíamos durante meses enteros. Después reaparecía el día menos pensado…

—¿Por qué, cree usted, que volvía?

—Porque deseaba, con toda su alma, aprender.

—¿Era peligroso?

—¿Cómo iba a ser peligroso? —y Miss Perkins miró a Hans Pohl, esta vez sin ambages y poseída por la idea de la justicia.

Era Miss Perkins una mujer inteligente, reflexiva y de principios… pero Hans Pohl no pertenecía a su comunidad: aunque por sus cabellos rubios pudiera pasar por un muchacho del Ridge, su aspecto externo sólo servía para encubrir al demonio que lo habitaba, puesto que procedía de un país situado a una infinita distancia del Ridge —cinco mil millas— y Miss Perkins jamás se había alejado más de veinte millas de la aldea de Ridgefield. Hans Pohl era el primer alemán que veía y, por otra parte, desde hacía seis años estaba perturbada por los relatos que había escuchado acerca de las atrocidades atribuidas a los mercenarios alemanes. Sola en su casa por las noches había temblado cada vez que crujía alguna madera, temiendo que un mercenario la asesinara mientras dormía.

—Quise decir lo siguiente: ¿molestaba a los niños o trataba de perjudicar a los mayores? —aclaró St. August.

—¿Saul Clamberham?

—Sí, Saul Clamberham.

—Debería usted avergonzarse de sí mismo —replicó Miss Perkins—. Su insinuación es agraviante.

—Sin embargo, debo preguntarle.

—Era incapaz de matar una mosca —y Miss Perkins se frotó los ojos—. Además, tenía muy buenos modales.

—Suficiente, Miss Perkins. Muchas gracias.

La maestra retornó a su asiento y comenzó a llorar sobre su pañuelo.

—Puede usted retirarse si lo desea. Miss Perkins —le dijo el general Packenham.

Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza. Por más aturdida que estuviera, por nada del mundo hubiese cedido a otra persona su privilegiada ubicación.

—Esto es un horno —dijo el general Packenham, que a esa altura traspiraba profusamente—. ¿Por qué no abren alguna ventana? Hay aquí mujeres y niños muy delicados. ¿Aguardaremos a que se desmaye alguno para demostrar que somos corteses?

Varios pies se arrastraron en dirección a las ventanas. Bosley Crippit llamó entonces, a Jacob Heather.

Éste se puso de pie y se dirigió hacia la mesa.

—Pon tu mano sobre el Libro —le dijo Crippit.

Jacob meneó la cabeza.

—¿No has oído, muchacho? Desea que jures que dirás la verdad.

Por segunda vez Jacob meneó la cabeza.

—Nosotros no juramos —dijo el chico, con voz un tanto temblorosa—. No debo jurar.

Esto resultó demasiado para Packenham, quien declaró que si el muchacho se mantenía en sus trece, él lo haría entrar en razón.

—No insista, general —le dijo Hunt fastidiado—. Que diga lo que sepa. ¿Qué importancia tiene el juramento?

—Debe constar en el legajo.

—Vaya… De todas maneras el legajo será incompleto, porque Bosley apenas tiene tiempo de escribir una palabra de cada tres que dicen los testigos. De modo que dejemos las cosas como están y que el chico diga lo que sabe.

St. August suspiró como para dejar sentada la extravagancia de los habitantes del Ridge y le preguntó a Jacob cómo se llamaba.

—Jacob Heather —respondió el muchacho.

—Eres un lindo chico, Jacob. ¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—¿De veras? Bueno, ahora dinos dónde estabas el dieciséis de mayo.

—No sé.

—¿Realmente no sabes? ¿Cómo es posible que no sepas o no recuerdes dónde estuviste el dieciséis de mayo?

—Porque no sé qué día era… —replicó Jacob muy consciente de la presencia del joven alemán a pocos pasos de él.

—Entonces tendré que refrescarte la memoria —dijo St. August—. Se trata del día en que los mercenarios colgaron a Saul Clamberham.

Jacob miró a Hans, pero éste no se movió. Una sombra de dolor ensombreció el rostro del pequeño.

—¿Recuerdas ahora qué día era?

Jacob asintió con la cabeza.

—Tienes que responder claramente sí o no.

—Sí —cuchicheó Jacob.

—¿Dónde estabas cuando viste a los mercenarios?

—Sobre el Hightop.

—Supongo que se tratará de una colina. ¿Qué estabas haciendo allí?

—Estaba escondido —dijo Jacob.

—¿Por qué no te hallabas en la escuela en ese momento?

—Porque era un día de meditación.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que uno se queda en casa y mira dentro de su corazón.

—Sin embargo estabas en el Hightop.

Packenham dejó caer su mazo sobre la mesa para acallar las risas.

—Sí, señor.

—Y… ¿qué viste allí?

—Vi a los mercenarios.

—¿Por qué no huiste al verlos?

—Porque estaba muy asustado.

—¿Estaba Saul Clamberham con los mercenarios?

—Sí… sí, señor —y miró de nuevo a Hans.

—¿Qué hacían ellos con él?

Jacob meneó otra vez la cabeza.

—¿Por qué no huyó Saul?

—Porque tenía una soga alrededor del cuello y las manos atadas.

—Vamos, Jacob, no tengas miedo. Aquí no hay ningún alemán que pueda hacerte daño. Dinos qué le hicieron a Saul Clamberham.

—Lanzaron… Lanzaron… —aunque no lloraba, su rostro reflejaba una intensa zozobra. De pronto se volvió para mirar a su hermana Sally, pero ésta tenía sus ojos clavados en sus propias manos, que descansaban sobre su regazo.

—¿Es necesario esto? —me preguntó Alice.

—Él fue el único testigo del hecho.

—Todo el mundo sabe lo que ocurrió.

—Y todo el mundo desea oírlo de nuevo —murmuré—. La muerte es algo muy singular. Mira con qué interés escuchan.

Nadie chistaba. Tan hondo era el silencio reinante en el salón, que el zumbido de las moscas que chocaban contra los cristales de las ventanas resultaba tan estridente como el de una sierra.

—Vamos, Jacob, compórtate como un hombre… y habla.

Entonces el chico dijo lentamente:

—Lanzaron la soga sobre una rama y después tiraron de ella y lo levantaron en el aire.

—¿A quién levantaron?

—A Saul Clamberham —exclamó, desesperado, Jacob.

—Magnífico, muchacho. Ahora cuéntanos cómo lo hicieron.

—Con la soga.

—Sí, ya sé que lo colgaron con una soga. Pero Saul Clamberham era un hombre muy grande. ¿Un solo mercenario lo levantó hacia la copa del árbol?

Jacob no contestó.

—Vamos, Jacob. Debes responder a mi pregunta. De lo contrario, nunca sabremos la verdad. Escucha: ¿cuántos hombres tiraron de la soga y ahorcaron a Saul Clamberham?

Jacob siguió guardando silencio.

—¿Un hombre? ¿Dos hombres? ¡Responde!

—¿Por qué lo torturan de esa manera? —estalló mi esposa.

Packenham golpeó con su mazo.

—¡No toleraré interrupciones, señora! ¿Está claro?

—¿Tres hombres, cuatro hombres, cinco hombres…? ¿O todo el destacamento tiró de la soga? —y St. August se inclinó sobre el muchacho—. ¿Cuántos eran? ¿Cuántos eran? ¡Responde!

—No me acuerdo —dijo el chico con tono de súplica.

—¡Entonces piensa bien! ¿O es que no quieres recordar?

—No me acuerdo.

—¿No le dijiste al squire Hunt que había allí dieciséis hombres, un tambor y un individuo a caballo?

—No sé… No me acuerdo.

—Sin embargo, eso fue lo que le dijiste al squire Hunt.

—Sí —admitió Jacob.

—¿Cómo lo sabías…?

—No me acuerdo.

—Pero tú le dijiste al squire Hunt que había dieciséis mercenarios y un tambor. ¿Cómo lo sabías entonces?

—Porque los conté.

—¿A todos?

—Sí.

—¡Y no te equivocaste, muchacho! —gritó St. August con aire de triunfo—. ¡Magnífico, muchacho! ¡Qué sangre fría! Estoy seguro de que llegarás a ser un excelente soldado. De modo que había dieciséis infantes mercenarios y un tambor… ¡Exacto! Por supuesto que te asustaste. ¿Quién no se asustaría al verse, de pronto, ante aquellos alemanes que serían capaces de colgarlo a uno de un árbol como colgaron al pobre Saul Clamberham? Sin embargo, no te asustaste demasiado, ni perdiste la cabeza y pudiste contarlos e informar con exactitud al squire Hunt, para que éste organizara su ataque contra tan despreciables individuos. Ahora, escucha, Jacob: ¿te niegas a responder a la otra pregunta porque no quieres admitir que todos los hombres tiraron de la soga con que fue ahorcado Saul Clamberham? ¿No es cierto?

—No —estalló Jacob—. Fueron cuatro hombres…

—Ah… Ahora dices que fueron cuatro hombres… ¿No serían seis… o diez?

—No.

—¿Estás seguro? ¿Jurarías que fueron cuatro?

Jacob meneó la cabeza. Sentíase tan desdichado que comenzó a llorar.

—Deje en paz al muchacho —dijo Hunt—. ¡Al diablo con el número exacto! ¿Qué importancia tiene saber cuántos hombres tiraron de la soga? Lo colgó el destacamento.

—Creo que eso es muy importante —dijo St. August—. A decir verdad, señor, pienso que ello es fundamental y considero que este hombre —y señaló a Hans Pohl— tiró, también, de la soga. Pero debo confirmarlo.

—Entonces llame a otro testigo y deje en paz al muchacho.

—Eso incumbe al tribunal, señor —y se volvió hacia Packenham.

El general, después de un instante, asintió con la cabeza y dijo:

—Que se siente el chico.

Jacob corrió hacia donde se hallaba Sally y dejándose caer sordamente enfrente de ella, apoyó la cabeza en su regazo. Crippit volvió a echar mano de la lista y llamó a Raymond Heather. Mientras éste se ponía de pie, Crippit le dijo a Packenham:

—¿Debo hacerle prestar juramento, excelencia?

—Es el padre de ese chico… ¡Al demonio con el juramento!

—¿Su nombre? —dijo St. August.

—Raymond Heather.

—¿Es usted el padre de Jacob Heather, el chico que acaba de prestar declaración?

—Sí.

—¿Le dijo cuántos hombres tiraron de la soga?

—Sí. Me dijo que fueron cuatro… Que Dios los perdone y les permita descansar en paz.

—No lo llamamos para que pronuncie un sermón, señor, sino para llegar a la verdad.

—Yo le he dicho la verdad.

—Y ¿qué hubiera pasado si su hijo no hubiese afirmado que se trataba de cuatro hombres?

—A pesar de eso seguiría creyendo que fueron cuatro nombres, porque él me dijo que eran cuatro y mi hijo nunca miente.

—Supongo que usted tampoco mentirá… ¿no? —le dijo St. August y, como Raymond no respondió, le preguntó—: ¿su religión le prohíbe categóricamente mentir, o le permite hacerlo en determinadas circunstancias?

—Mi religión me prohíbe mentir —replicó Raymond—, porque cuando miento no hallo refugio en ninguna parte, ni puedo ocultar mi mentira.

—Usted alojó en su casa a este alemán, llamado Hans Pohl, ¿no es así?

—Le di albergue porque estaba enfermo y herido. ¿Cómo iba a echarlo? Además, me estaba prohibido darle la espalda.

—¿Quién se lo prohibió?

—Mi religión.

—De modo que su religión le prohíbe mentir y dar la espalda a un soldado enemigo… Entonces, ¿por qué mintió respecto del mercenario que albergó en su casa?

Otra vez Raymond guardó silencio.

—¿No mintió usted al ocultar a quien todos sus vecinos buscaban? Vive usted en paz y seguridad porque nosotros tomamos las armas para luchar y morir. Sin embargo, cuando su palabra podría significar paz y seguridad para quienes lo protegen… usted prefiere callar. Si eso no es mentir, entonces yo no sé en qué consiste la falsía.

—Tenía yo que escoger entre la vida de un hombre y una mentira. De modo que preferí mentir —admitió Raymond.

—No obstante, espera usted que le creamos cuando afirma que su hijo ha dicho la verdad. ¿Cómo podemos creerle al hijo de un mentiroso?

Sin moverse de su asiento Sally, en cuyo regazo su hermano seguía ocultando su cabeza, dijo serenamente:

—Basta… basta ya, por favor.

Raymond miró a St. August, el cual, seguro ya de su victoria, sólo deseaba consumarla de una vez.

—Puede volver a su asiento, señor —le dijo St. August a Raymond.

El próximo testigo era Hunt. Junto a aquel sombrío gigante el joven mercenario parecía más pequeño de lo que en realidad era.

—¿Se hallaba usted en esta posada cuando llegó aquí Jacob Heather con la noticia referente a los mercenarios?

—Sí, señor.

—¿Le dijo el chico cuántos eran los alemanes?

—Sí. Me dijo que vio dieciséis soldados, un tambor y un oficial. Su cuenta fue exacta.

—¿Le dijo también cuántos hombres tiraron de la soga con la que ahorcaron a Saul Clamberham?

—No.

—¿Por qué no…?

—Porque no se lo pregunté.

—¿No le interesó saberlo, squire Hunt?

—En ese momento no, coronel. Entonces sólo me preocupó la idea de contener a los mercenarios.

—¿Qué hizo usted en esa ocasión?

—Me dirigí a caballo al Hightop con el doctor Feversham, porque tenía la esperanza de que hubieran hecho mal las cosas y, por lo tanto, de encontrar con vida a Saul.

—Pero lo encontró muerto.

—Así es, señor, lo hallé muerto.

—¿No advirtió ningún indicio que le permitiera deducir cuántos hombres tiraron de la soga?

—No, señor.

—¿Cuántos supone, usted, que serían?

—No tengo idea… ¿Qué importancia tiene ese detalle? Lo mataron los alemanes.

—Coincido con usted, squire. Lo mataron los alemanes.

A continuación Salem Alan contó la historia de su perro Duklik, el cual había desenterrado el uniforme, y en seguida fui llamado a declarar.

—¿No consideró usted necesario, doctor Feversham, informar al squire Hunt, respecto del paradero del mercenario?

—Soy médico, no delator.

—¿Médico de nuestros enemigos?

—Médico de cualquier enfermo.

—Tengo entendido que fue usted coronel de nuestro ejército.

—Lo sigo siendo, coronel St. August.

—Tal vez… tal vez no lo será durante mucho tiempo más, señor. ¿Sabe usted cuántos hombres tiraron de la soga?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Cuatro.

—¿Cómo se enteró de ello, doctor Feversham?

—Me lo dijo Jacob Heather, que fue el único testigo del hecho.

—No, señor —dijo St. August, incapaz de contener una risita estúpida—. Se equivoca usted, porque hubo otro testigo.

—¿Quién es? —no pude evitar el preguntarle.

—El alemán Hans Pohl… Y con esto he terminado con usted, doctor.

Hans Pohl se había mantenido rígido todo el tiempo ante la mesa. Su aplomo y su fuerza de voluntad me asombraron.

—No tiene usted que declarar, si no desea hacerlo —le dijo St. August al muchacho—. Como no somos británicos, no rigen aquí los procedimientos de la Star Chamber. En nuestro país no se obliga a la gente a testimoniar contra sí misma. No obstante, si desea hablar y responder a mis preguntas, lo escucharemos con sumo agrado.

—Contestaré a las preguntas. Yo no mato a nadie.

—Aún no le he preguntado nada. Debe usted responder cuando le pregunten…

El muchacho asintió con la cabeza. Sally observaba, ahora, a Hans, en tanto Jacob, sentado en el piso, con la vista clavada en sus propias manos y transido de dolor, no entendía nada y se sentía impotente y marginado en el único mundo que conocía y desamparado en la forma total en que sólo un niño puede encontrarse.

—¿De dónde procedía su destacamento?

—De Nueva York.

—¿Cómo llegaron a Connecticut?

—En una fragata británica.

—¿Cuál era el objetivo militar de dicho viaje? —y como Hans vacilaba, agregó St. August—: Si no entiende mis preguntas, dígame que no ha comprendido. Habla usted bastante bien el inglés. ¿Dónde lo aprendió?

—Llevo tres años en América.

—Comprendo… Usted ha dicho que desembarcó de una fragata británica que se internó en Long Island Sound y yo le pregunto ¿cuál era el objetivo militar de dicho buque de guerra?

—No sé…

—¿Por qué fue desembarcado su destacamento y enviado al Ridge?

—No sé. Esas cosas las deciden otros.

—Sin embargo los soldados suelen conversar y los oficiales, también… Algo tiene que haber oído.

—Nada.

—¿Cómo apresaron a Saul Clamberham?

—De esta manera: él nos sigue… tal vez durante una milla. Nosotros lo vemos entre los árboles y él trata de ocultarse, pero no muy bien, ¿no? Todos hablamos del yanqui que nos sigue y el sargento le pregunta al capitán qué tiene que hacer. El capitán Hauser le dice que avance media milla (mil pasos) y lo capture. El sargento elige seis hombres y les dice que cuando él dé la señal entren en el bosque y apresen al yanqui. Entonces ellos lo capturan.

—¿Luchó Saul Clamberham? ¿Se resistió?

—No.

—¿Qué hicieron ustedes, entonces?

—Esperamos la decisión del capitán.

—¿Cuál fue su decisión?

—Él dice que el yanqui es un espía.

—¿Por qué? ¿Qué pruebas tenía de ello?

—El tal Clamberham tiene un pedazo de… —y se esforzó por encontrar el vocablo exacto—. En la escuela escriben con tiza… Pizarra… En la pizarra hay signos, uno por cada hombre. Eso es información… y el capitán dice que Clamberham se ocupa en informar… y sólo los espías informan.

—¿Entendió Clamberham lo que dijo el capitán? ¿Habló el capitán en alemán o en inglés?

—El capitán Hauser no hace más que… cinco meses que está aquí. No sabe inglés… Mi padre…

—¿Tu padre? ¿Qué tiene que ver tu padre con esto?

—Mi padre es sargento —dijo el muchacho con voz quebrada—. Mi padre habla inglés, pero no muy bien.

St. August hizo una pausa. En ese momento mi mujer me oprimió mi muñeca.

—Mi padre habló con el yanqui.

—¿Y?

—No quería morir —dijo el muchacho, dolorido.

—No, no deseaba morir —repitió St. August—. Ciertamente no deseaba morir.

A esta altura irrumpió Packenham:

—Ha oído usted aquí atestiguar que el tal Saul Clamberham era un imbécil. ¿Está orgulloso de haber colgado a un idiota?

Hans Pohl hizo un ademán con la cabeza.

—¡Hable!

—Nosotros no sabemos que es idiota.

—¿Había números en la pizarra? —le preguntó. St. August.

—Signos.

—¿No le pareció a usted extraño que un hombre grande no supiese escribir números?

—En mi regimiento hay varios hombres… que no saben escribir números. No saben escribirlos, ni leerlos.

—Pero, a usted… a usted, Hans Pohl, ¿no le pareció extraño el estúpido comportamiento del tal Clamberham?

—Sí, me parece un poco extraño.

—¿No se le ocurrió pensar que era un imbécil?

—Sí, creo que es algo chiflado.

—Sin embargo, no hizo nada…

—¿Qué podía yo hacer? —dijo Hans Pohl—. Si le digo al capitán Hauser, éste me castiga.

—Podías habérselo dicho a tu padre.

El muchacho volvió a negar con la cabeza.

—De manera que no hizo nada mientras se consumaba tan atroz crimen. Ni siquiera levantar un dedo para evitarlo.

El muchacho, rígido como una estaca, guardó silencio.

—¿Cómo lo ahorcaron? —le preguntó St. August ásperamente.

—La soga… sobre el árbol —dijo Hans, vacilando.

—¿Cuántos hombres tiraron de la soga, actuando de verdugos?

—Cuatro.

—¿Quiénes eran? ¿Puede nombrarlos?

—El soldado Schwartz, el soldado Messerbaum, el soldado Schimmel… Creo que fueron ellos, pero no estoy seguro.

—¿Y el cuarto?

—No me acuerdo.

—¿No sería usted?

—¡No! —gritó el muchacho.

—¿Es cristiano usted? —le preguntó St. August.

—Sí.

—Entonces sabrá lo que significa prestar juramento y poner en peligro su alma inmortal.

—Lo sé.

—Sin embargo, insiste en afirmar que no actuó de verdugo.

—Yo no soy verdugo.

—Supongamos que el capitán Hauser le hubiera ordenado actuar de verdugo… ¿Qué hubiese hecho usted?

—Yo soy un buen soldado —replicó el muchacho acongojado—, y un buen soldado cumple las órdenes que recibe.