2. Los hessianos

El padre de Raymond Heather fue uno de aquellos cuáqueros que huyendo de Massachusetts se dirigieron a Rhode Island, en busca de seguridad religiosa. Cuando Raymond se casó instalose en el Ridge, donde adquirió una finca de cincuenta acres de tierra pedregosa. Aunque llevaba allí diecisiete años, remendando zapatos durante el invierno y criando ovejas en verano, seguía siendo un extraño en la región, un beneficiario de la dudosa gracia que a regañadientes concedía Connecticut a cuáqueros, papistas, judíos y otros réprobos. Entretanto había criado numerosas ovejas, a una hija de dieciséis años, llamada Sally, un chico de doce, Jacob, una niña de cuatro años, llamada Annie, y una criatura de doce meses que hacía pinitos: Joanna. Su esposa Sarah, una fuerte y alegre mujer, perteneciente a la familia Otis de Boston, no sólo contribuyó con su apellido a alegrar su vida, sino también a brindarle cierta reputación entre los mojigatos locales. Fue Raymond uno de mis primeros pacientes, cuando comencé a ejercer la profesión médica, luego de haber sido dado de baja. Como sabía jugar al ajedrez —aunque lo hacía bastante mal—, nos reuníamos frente al tablero de vez en cuando, hacia el atardecer, en los meses invernales.

Su hijo Jacob vio lo ocurrido entre el imbécil Saul Clamberham y los mercenarios alemanes. Él y Hans Pohl fueron los únicos testigos del suceso. Por otra parte, nada de lo que refirió Hans Pohl posteriormente contradijo la historia de Jacob… y no había motivo alguno para poner en tela de juicio lo relatado por el muchacho.

No cabe duda de que el destacamento de mercenarios desembarcó de la fragata. Numerosos testigos del desembarco coincidieron con el cura, al describir sus uniformes. Por qué fueron escogidos aquellos dos pelotones —dieciséis hombres en total y un joven tambor y un oficial— para marchar sobre el High Ridge, es algo que aún sigo ignorando. No obstante, alguien explicó que otro buque de guerra británico había navegado aguas arriba, por el río Hudson. De modo que era posible que los mercenarios tuvieran la intención de localizarlo o de entrar en contacto con él, ya que, desde ciertos lugares del High Ridge, se abarcan simultáneamente el río Hudson y Long Island Sound.

Afirmo que no existen mejores soldados en el ejército real que los mercenarios alemanes. Por consiguiente, no les costó mucho trepar por el Ridge con sus dieciséis mosquetes. El primer día de marcha —el mismo en que el cura se alojó en mi casa— se desplazaron tranquila y cautelosamente, lejos del camino de posta de Danbury, supongo que, principalmente, por el viejo sendero de los indios, acampando, al caer la noche, junto al río Saugatuck. Nadie los vio ese día o, si alguien advirtió su presencia, guardó silencio respecto de ello y del motivo que lo impulsó a no dar la alarma. Ningún individuo en su sano juicio desea encender la guerra en la trasera de su casa, y como la lucha se desarrollaba ahora en Virginia, sólo un tonto de remate hubiese actuado para que se extendiese a Connecticut. Muy distinta había sido la situación cuatro años antes. Pero en el tiempo de que hablo todos estaban ahítos de muertes, incendios y acusaciones y existía una especie de acuerdo tácito, en el sentido de vivir y dejar vivir.

De manera que nadie molestó a los mercenarios, ni habló de ellos. Incluso Jacob Heather los hubiera contemplado como a unos lindos soldados de juguete, de no haber ocurrido aquello justo delante de su nariz. Había salido el chico a pescar antes del amanecer y, cuando ascendía por el Hightop bajo los primeros rayos del sol que asomaba por oriente, vio subir a los mercenarios por el sendero de los indios, desde la caleta. Al ver entre ellos a Saul Clamberham, con una soga al cuello, el chico se dejó caer sobre los helechos nuevos y las hojas secas, para observar la escena. Sólo eran visibles sus ojos y su nariz. De pronto, ocurrió aquello, a no más de cincuenta yardas del sitio en que él se encontraba. Los mercenarios ahorcaron a Saul Clamberham.

La noche y el día significaban muy poco para Saul Clamberham. Sin hogar y sin albergue propio, carecía, también, de parientes y amistades. A veces dormía en el templo cuáquero y, en las noches frías, siempre hallaba un rincón, junto a alguna lumbre, donde se enroscaba como un enorme perro… porque era inofensivo y apacible y no más exigente que un vulgar can. Cuando hacía calor, como ese día de mediados de mayo, solía tenderse en la hierba o sobre algún montón de hojas muertas, en pleno bosque. Así habría hecho en esa ocasión, pero el redoble del tambor convocando a los mercenarios, sin duda lo había despertado. Lo imagino con el fragmento de pizarra y el trozo de tiza que le dio Miss Perkins, dispuesto a contar, para entretenerse con los mercenarios.

Éstos comienzan su marcha, y él avanza paralelamente a ellos, a través del bosque, esforzándose por registrar a cada hombre en su pizarra. ¡Sólo Dios sabe qué anota en ésta, qué signos, qué jerigonza! Para Saul se trata de un juego.

Por eso, intenta también, marchar como ellos. Tal vez piensa que pueden verlo, ya que el bosque está desnudo en mayo. Quizá se siente seguro en su tonto mundo, porque todos saben que es un imbécil. Además, lo peor que jamás le ocurrió fue recibir algún golpe en la cabeza o la espalda. Sea como fuere, lo descubrieron y el comandante de los mercenarios —el capitán Wolfgang Hauser— ordenó a su sargento que, a un millar de pasos de allí, fuera con un pelotón a apresar al espía (que eso era para ellos). Sin mucho esfuerzo se apoderaron de Saul, que ni siquiera intentó huir. Simplemente, sonrió como un tonto y, cuando los soldados examinaron su pizarra, asintió, muy orgullosamente, con la cabeza.

Sin duda habrán notado algo anormal en él: sus labios colgantes, su bamboleo, el caminar, sus pies descalzos y sus ropas de desecho. Pero en la guerra los hombres no obran normalmente y no piensan, ni reaccionan, como los seres normales. Por el contrario, se muestran duros y se dejan arrastrar por el temor y la cólera. Por otra parte, aquel destacamento se hallaba en un país enemigo. Sin embargo, debemos ser ecuánimes y reconocer que Hauser, el oficial alemán, no actuó precipitadamente: después de colocar una soga en torno del cuello de Saul, le hizo marchar con ellos otras dos millas, en tanto daba vueltas al asunto en su cabeza. Hans Pohl, el joven tambor, declaró más tarde que, al presentir la decisión del capitán, experimentó una enorme angustia, quizá compartida por varios compañeros suyos. Al cabo de dos millas de marcha el capitán Hauser llegó a la conclusión de que Saul Clamberham era un espía que merecía la horca. En ese momento se hallaban exactamente al pie del Hightop, donde se había ocultado Jacob Heather.

Hauser detuvo su caballo frente a un árbol y dijo en forma tajante a su sargento:

—Éste servirá. Cuélguelo de ese árbol —e indicó el gran fresno, de amplia copa, que se erguía junto a la carretera—. Arroje el extremo de la soga sobre una rama y termine de una vez con este asunto.

Aunque habló en alemán, cuando el sargento lanzó la soga por encima de la rama, Saul comprendió todo y, cayendo de hinojos, comenzó a gimotear.

En tanto el sargento trataba de explicarle en su inglés chapurreado que era un espía y que, según las leyes de la guerra, todo espía debe morir, Saul le rogó por su vida.

Hauser, a caballo frente a ellos, se mantuvo en calma y formal, esforzándose por actuar correctamente. Más tarde, al preguntarle a Jacob si Hauser se había encolerizado, el chico me respondió que a él le pareció que no. Supongo que durante varias fútiles horas estuve conjeturando qué clase de hombre debía de ser Hauser: un soldado capaz y eficiente, muy apegado a la letra de los reglamentos, pero con muy poca imaginación. Posteriormente supimos que en su casa de Alemania tenía una esposa y tres hijos y yo descubrí una carta inconclusa, dirigida a ellos, impregnada de nostalgia y buenos sentimientos. Pero los sentimientos tienen muy poco que ver con las necesidades prácticas. El oficial mercenario tenía en su poder un prisionero al que no podía poner en libertad, ni llevar consigo, porque estorbaría su marcha. De acuerdo con su formación militar sólo había una solución. El sargento indicó a cuatro hombres que tiraran de la soga y Saul Clamberham se elevó en el aire y murió estrangulado.

No era aquélla una escena muy agradable para un testigo de doce años. Jacob Heather permaneció petrificado en su lecho de hojas y helechos hasta la partida de los mercenarios, mientras el cuerpo del pobre Saul oscilaba bajo el árbol.