8. El perro

Salem Alan, nacido en Vermont, había puesto fin a sus vagabundeos estableciéndose en el Ridge, cuando se enamoró de una de las cinco hermanas Bullet. Alto, delgado y lacónico. Alan encubría su estupidez con su mutismo. Por su pereza y su indiferencia hacia la mayor parte de nuestras «virtudes» era despreciado y tenido por ladrón —de lo cual no había pruebas— y por cazador furtivo, de lo cual existían abundantes testimonios. Apenas se conocían sus antecedentes. Carecía de parientes en el vecindario y hablaba muy poco sobre cosa alguna y nada en absoluto acerca de sí mismo. Se había construido una choza en el bosque, sobre North Mountain, y allí vivía de la caza y de lo que le rendían las pieles de los castores que caían en sus manos. Casado ya con Nancy Bullet, siguió viviendo de la caza y en la misma choza. Después tuvo cinco hijos que se alimentaban como podían. Nunca se bañaba y generalmente exhalaba el mismo olor que un oso muerto un mes atrás. Yo fui en cierta ocasión a su cabaña para atender a tres de sus hijos, que se hallaban enfermos. El hedor y las condiciones del lugar eran indescriptibles.

Lo que más quería en el mundo era su fusil Pennsylvania. Se rumoreaba que a causa de él había matado a alguien, huyendo acto seguido a Vermont. Pero lo más probable era que lo hubiese robado, ya que dicha arma valdría unas diez libras esterlinas y Salem Alan jamás había tenido más de diez chelines en la mano o el bolsillo. Lo único que, al parecer, sabía hacer era cazar. Con su rojo setter Duklik, llamado así en honor del cacique indio local del mismo nombre, merodeaba por todas partes en busca de caza. En las épocas propicias mataba ciervos. Pero, en los tiempos difíciles, según me dijeron, alimentaba a su familia con ardillas e, incluso, con ratones, comadrejas y cuervos.

Debo señalar que también sabía amaestrar perros y que Duklik era el mejor perro de caza del Ridge, por lo cual se vio involucrado en el asunto del mercenario. Yo no creo en la casualidad. Por eso pienso que, aunque no hubiese existido Salem Alan, lo mismo hubiese ocurrido lo que ocurrió.

Él y su perro se dieron un día a vagabundear por el bosque. Desde la gran ciénaga ascendieron alrededor de una milla hasta el linde de la granja de Raymond Heather y después siguieron andando a lo largo de la muralla de piedra, que constituía el límite de aquella propiedad. La tierra situada al otro lado del muro había sido un feudo perteneciente a un señor que residía en Inglaterra. Al estallar la guerra pasó a manos de la Commonwealth de Connecticut. De manera que Salem Alan podía cazar en ella sin violar la ley. Más tarde afirmó que su perro estaba siguiendo la pista de un ciervo. Pero ello lo dijo, simplemente, para realzar los méritos de su animal, ya que el perro abandonó el rastro y comenzó a girar en torno de cierto lugar del bosque próximo a la muralla.

Annie, la pequeña hija de Raymond, que apenas tenía cuatro años de edad, había llegado, jugando y, supongo, en forma casual, hasta donde terminaba el césped. Luego de trepar al muro echó a andar, midiendo sus pasos, por la muralla. De pronto vio al hombre y su perro. Alan por su parte vio a la pequeña y supuso que sería una de las hijas de Heather. Al llegar frente a él la niña se detuvo, intrigada por la conducta del perro.

Éste, que al parecer había descubierto una pista, se puso a escarbar. No me explico cómo pudo dar con ella después de la intensa lluvia caída tan recientemente. Pero ocurre que tampoco me explico la capacidad perceptiva del perro en general. Lo cierto es que, Salem Alan desde donde estaba y Annie Heather desde el lado opuesto, vieron cómo el perro hallaba lo que buscaba y tiraba de ello hacia sí: sus dientes apretaban una manga de la chaqueta del mercenario, enterrada allí por Raymond Heather.

No es fácil describir detalladamente lo que ocurrió a partir de entonces. Evidentemente la niña tuvo la impresión de que algo importante estaba sucediendo y no cabe duda de que se asustó terriblemente. Para tener una idea de lo que sintió bastará señalar que la palabra hessiano persistía, tremenda y confusa, como grabada a fuego, en la imaginación de todos los chicos y la mayoría de los adultos de Connecticut. No se trataba de distinguir entre el bien y el mal, para la niña. Simplemente se sintió sacudida por un pánico que la impulsó a saltar fuera de la muralla y a correr por el prado en dirección de su casa.

Salem Alan sostuvo posteriormente —y quizá no faltó a la verdad— que no hizo nada que pudiera asustarla y que ni siquiera la amenazó. También dijo que le gritó:

—¡Eh, nena…!, ¿cómo te llamas? ¿Por qué demonios corres de esa manera?

Salem juró, además, que no azuzó en absoluto a Duklik para que se lanzara sobre la niña… aunque lo cierto es que su perro era muy sensible a su voz y sus deseos. Como un relámpago traspuso el animal el vallado y echó a correr en pos de la niña, devorando en un instante la distancia que mediaba entre ambos.

Salem Alen insistió en que el perro no tenía intención de lastimar a la pequeña, pero que ésta se volvió, aterrorizada, contra el animal. Sea como fuere, su palabra era tan poco digna de crédito como su persona en general. De resultas de ello vi aparecer en mi consultorio a Jacob Heather quien, montado en el caballo de su padre, había recorrido la distancia entre ambas casas para comunicarme, casi sin aliento, que su hermanita había sido mordida por un perro.

—¿Cuándo? —le pregunté.

—Hace un momento… tanto tiempo como el que tardé en llegar hasta aquí.

—¿Por qué no me la trajo tu padre?

—No sé. Creo que hay un lío con Hans Pohl.

Entretanto yo ya le había ordenado a Rodney Stephan que ensillara mi caballo y luego de arrojar mis instrumentos en mi maleta salí corriendo de mi consultorio, sin aguardar el final del relato del muchacho. Cabalgué tan velozmente que creo que apenas transcurrió poco más de media hora entre la llegada de Jacob a mi consultorio y mi arribo a la granja de los Heather. Raymond y Sally se hallaban frente a la casa. Luego de entregarle las riendas a la muchacha, entré en el edificio, detrás de Raymond.

Annie, con uno de sus brazos vendados, estaba tendida sobre la mesa de la cocina. Sarah la había cubierto con una colcha. Completamente consciente la niña tenía los ojos muy abiertos y húmedos, aunque había dejado de llorar. La más pequeña sollozaba, desesperada, en su cuna. Apenas entré Sarah se volvió hacia mí y enteramente trastornada exclamó:

—Oh, gracias a Dios ya está usted aquí… ¡Gracias, Dios mío!

—¿Tiene agua caliente?

Sarah asintió con la cabeza.

—Entonces lave mis instrumentos y envuélvalos en un trapo limpio. Necesito todas las agujas. Rápido… ¿Dónde me lavo las manos?

Ella tenía ya listos un jabón y una palangana con agua, en la que me lavé de inmediato las manos.

La herida del brazo no era grave. Yo había temido hallarme ante un largo y terrible desgarrón, como el que produce todo perro que muerde con intención de matar, pero sólo vi las marcas dejadas por cuatro dientes formidables. Al parecer, el animal había retenido a la niña, en tanto ésta luchaba por desasirse de él, aumentando su presión hasta lastimar su delicada piel. Los dientes habían penetrado un cuarto de pulgada en su carne. La mordedura apenas sangraba.

—¿De quién era el perro? Eso es lo primero que hay que averiguar… Tenemos que dar con el perro.

Pero nadie sabía de quién era. Sobrecogidos de espanto, todos me miraban, sin atinar a hablar.

—Escuchen —les espeté—: no tiene sentido perder la cabeza, ni desesperarse… Nada indica que el perro esté rabioso…

—Y ¿si estuviera rabioso…? —comenzó a decir Sarah con voz ahogada y los ojos llenos de lágrimas.

—¡No! ¡Basta ya! Un perro rabioso clava los dientes y desgarra la carne. Éste simplemente sujetó a la niña por un brazo —y con el escalpelo en la mano, agregué—: Agrandaré un poco los orificios para que sangren. Así se limpiará la herida… Nada más que un poco de sangre… No se asuste. ¿Interrogó a la niña? ¿Averiguó algo?

—Lo único que sé es que el perro desenterró el uniforme del alemán —dijo Raymond.

—¿Qué?

Raymond confirmó, afligido, con la cabeza, sus propias palabras.

—Annie, Annie —le dije suavemente a la niña—. ¿No es cierto que eres una chica valiente?

Annie clavó en mí sus ojos.

—¿Cómo era el perro?

No hubo respuesta.

—¿Ella le dijo lo del uniforme? —le pregunté a Raymond.

—Sí. Eso es todo lo que dijo.

—¿Era blanca la boca del perro? Vamos, Annie, cuéntame —y saqué un chelín de plata de mi bolsillo—. Mira, este chelín será tuyo, enteramente tuyo y podrás comprarte una muñeca en la tienda de Miss Crocus, en Norwalk…, pero no una muñeca de trapo, sino una linda muñeca, vestida de seda y con manos y pies verdaderos… Si eres lista y contestas a mi pregunta, te daré el chelín.

Sus ojos se volvieron hacia la moneda y sonrió.

—¿Lo viste alguna vez a tu papá mientras se afeitaba? —le pregunté.

—Sí —cuchicheó.

—¿Viste la espuma que hace el jabón en su cara…? ¿Entiendes lo que quiero decirte?

—Sí.

—¿Tenía el perro espuma de jabón en la cara…? Vamos, piensa un poco, querida. Si me dices la verdad te daré esta moneda.

La niña se esforzó por recordar y en seguida se puso a llorar. Entonces saqué de mi bolsillo otra moneda.

—Con dos chelines podrás comprar la mejor muñeca de Connecticut —le dije tranquilamente.

—No —murmuró la niña.

—¿Quieres decir que el perro no tenía jabón en la cara?

La niña se sentó y meneó la cabeza.

—¡Oh, espléndido! Eres una chica maravillosa, Annie. Daría cualquier cosa por tener una hijita como tú, te lo aseguro. Bueno, trata de recordar otra vez: ¿tenía jabón en la boca el perro?

—Era un perro colorado.

—¡Magnífico! ¿No le parece que es una chica admirable, Sarah?

—Por supuesto… por supuesto que sí —dijo Sarah, tratando de reprimir sus propias lágrimas.

—Muy bien…, pero ¿tenía jabón en la boca? —insistí—. ¿Goteaba espuma de jabón de su boca?

—No. Era un perro colorado.

—Que me cuelguen si no es el perro de Salem Alen —y puse las dos monedas en la mano de la niña—. Apriétalas con fuerza mientras pincho un poco tu brazo… Oh, un poquito, nada más.

Un instante después, ya restañada la sangre y vendado su brazo, pensé que no valía la pena que regañara a Raymond por haber enterrado el uniforme, en lugar de quemarlo u ocultarlo en su casa. Sarah se había retirado a un rincón de la cocina y lloraba apoyada en la pared. Comprendí su dolor y lo que para ella significaba aquella niña viva y, al parecer, sentenciada a muerte, ya que la mordedura de un perro rabioso es mortal. Volvió en sí cuando, terminada mi faena, le dije a Raymond:

—El animal no estaba rabioso. Lo más probable es que se trate del perro de Salem Alan. Si mi presunción se confirma, ¿cuánto tiempo cree usted que tardarán en llegar? ¿Dónde está el alemán?

—Oculto en lo alto del granero.

—¿Qué? —estallé—. ¿Han perdido el juicio?

—¿En qué otro lugar podría esconderse?

«Estúpidos», pensé. Pero de pronto comprendí que él y Sarah estaban un tanto trastornados porque pensaban que su hijita había sido mordida por un perro rabioso. De modo que su acción era disculpable.

—Está bien. Debemos sacarlo de aquí. Ensille su caballo, Raymond. Guiaré al muchacho hasta Norwalk y durante el trayecto trataré de hallar alguna solución. Ahora no se me ocurre nada. Pero ya daré con alguna salida.

En realidad no tengo idea de cuál podría haber sido la solución. Si lo hubiese llevado a Norwalk, le habría pagado a alguien para que lo condujese a través de Westchester o bien le hubiera encargado a algún botero que lo trasportase a Long Island. Pero, aunque hubiese tenido éxito en mi empresa, quizás el desenlace habría sido el mismo. De todas maneras ya era demasiado tarde. Al abrir Raymond la puerta vi a Sally, la cual miraba, absorta, al squire Hunt y a media docena de milicianos que cabalgaban cuesta arriba, en dirección de la granja.

Respondiendo al mudo y espantoso interrogante que trascendía de su actitud le dije:

—No intentes nada, Sally… De ningún modo debes ir al granero. Te aseguro que no hay nada que hacer, a menos que se produzca un milagro. Sin embargo no quiero que hieran o maten al muchacho. De modo que ninguno de los dos debe moverse mientras converso con Hunt.

Era un mediodía frío y tranquilo: sólo se oía el isócrono golpeteo de los cascos de los caballos… un día suave y soleado de mayo, cuya dulce atmósfera parecía propicia a la tragedia. De pronto recordé un día similar: aquel en que murió mi padre y vi de nuevo el cementerio, bello como un jardín, con sus viejas rosas y su verde y fragante hierba.

Los jinetes se apearon y uno de ellos se hizo cargo de las cabalgaduras. Los demás echaron a andar detrás de Hunt, que a grandes zancadas se acercó a mí para saludarme. Esta vez no trascendía de él cólera alguna: el vencedor se mostraba magnánimo con los derrotados.

—Buenos días, Feversham. ¿Qué le ha traído?

—Un perro mordisqueó a una de las nenas en un brazo.

—¡Cuánto lo siento!

—¿No habrá sido el perro de Salem Alan?

—Puede ser… Él me ha dicho que la mordió apenas, mientras jugaba con ella.

—Salem es un mentiroso hijo de puta —como era él quien se hizo cargo de los caballos, hablé bien fuerte para que me oyera—. ¿Estaba rabioso el perro?

—No, no —replicó Hunt para tranquilizarme y, sin volverse, agregó—: ¿No es cierto que tu perro está completamente sano, Salem?

—No, doctor Feversham… —comenzó a decir Alan, pero yo lo interrumpí:

—¡No quiero hablar con usted, Alan! ¡Cierre su maldita boca!

—Vaya, me agrada su carácter, Feversham. Siempre me gustó.

—¿Qué ha venido a buscar aquí, Hunt?

—¿No le parece que esa pregunta debería formularla él? —me preguntó Hunt, señalando con un dedo a Raymond.

—¿Qué desea usted? —le preguntó Raymond tranquilamente.

—Oh, ¿qué desea usted? —lo imitó, ceceando, uno de los hombres de Hunt.

—Usted sabe muy bien lo que busco —dijo Hunt—. He venido por el mercenario. Sé que está aquí y lo hallaré, aunque tenga que derribar la casa.

—¿Y si yo le dijera que no está aquí…? —intervine.

—No sea tonto, Feversham. Desde hace tiempo sospechaba que podía hallarse en esta casa. Pero ahora tengo la prueba de ello —y se dirigió hacia su caballo, levantó la oreja de la alforja, extrajo de ésta la sucia chaqueta de Hans Pohl y la arrojó a los pies de Raymond, donde quedó durante un momento, rodeada por un grupo de personas inmóviles y mudas. De pronto Sally se apoderó de ella y avanzando hacia Hunt le dijo:

—Tome esto y lárguese de aquí, señor. En nuestra finca no hay lugar para usted.

Hunt asió la guerrera, se la entregó a uno de sus hombres y aprobando la actitud de Sally con un movimiento afirmativo de su cabeza, expresó:

—Muy bien dicho… Pero es inútil. Feversham, ¿quiere hacerme el favor de explicarle que es inútil?

Mientras me dirigía hacia Sally y al mirarme ésta, sacudí, desesperanzado, la cabeza.

—No permita usted que le hagan daño, Evan —cuchicheó la muchacha.

—¿Qué le hará al muchacho? —le pregunté a Hunt.

—Usted sabe muy bien qué haré con él, Feversham. No lo azotaremos, ni torturaremos. Lo encerraremos y, cuando llegue el general Packenham, será sometido a juicio —y acercándose más a mí añadió con voz tranquila—: Escuche: no he venido a provocar a los Heather. Algunos odian a los «amigos», pero yo no. No los quiero, ni los odio. Viven aquí y los acepto. Su manera de vivir es cosa de ellos. No son amigos, ni enemigos nuestros. Por mi parte, me importa un bledo su modo de ser. He venido, simplemente, a buscar al mercenario y nadie podrá impedir que me lo lleve.

Asentí con la cabeza.

—¿Dónde está?

—Estimo, Hunt, que cumplirá su palabra… como corresponde que ocurra entre nosotros, como cumplen la suya dos hombres que se respetan mutuamente.

—Por supuesto.

Me acerqué, entonces, a Sally y, alejándome con ella unos metros le dije:

—Tienes que traerlo aquí, Sally.

—No… oh, no, por favor, Evan.

—No le harán nada. Simplemente lo tendrán encerrado hasta que llegue el momento de juzgarlo. Hicimos lo que pudimos por él. Más no podemos hacer.

—Lo matarán.

—No. Lo juzgará un tribunal. ¿No crees en mi palabra…? No te prometo nada, pero te aseguro que el squire Hunt no le hará daño alguno. De modo que ve por él y hazle comprender que debe entregarse.

—Oh, Dios mío…

—Debes hacerlo, Sally, no hay más remedio…

Durante largo tiempo nos miramos a la cara. Luego Sally giró sobre sí misma y se dirigió hacia el granero.

—¿Adónde va? —me preguntó Hunt.

—En busca del chico… porque no es más que un chico. Por Dios, Hunt, recuerde que es casi un niño.

Hunt no me contestó. Muy próximos, permanecimos a la expectativa. Dentro del edificio la pequeña Joanna había dejado de llorar. De pronto se abrió la puerta y apareció Sarah, otra vez dueña de sí misma. Su claro y bello rostro se destacaba, sereno, bajo la masa de sus cabellos color miel. Al llegar junto a Raymond asió una de sus manos y ya no se apartó de él. Nadie se movía ni hablaba. Por último. Hunt me dijo:

—Oh… sinceramente espero que no me juegue usted una mala pasada, Feversham.

—¿Ve usted el granero? —le respondí señalando aquella dependencia—. Allí entró la joven y allí está el muchacho. ¿Hacia dónde podrían escapar? Tenga paciencia, Hunt, ya dispondrá de él durante largo tiempo.

¿Squire Hunt? —dijo Raymond. Hunt desvió su vista del granero para mirarlo en la cara. No sé qué se proponía el squire en ese momento. Tampoco comprendí jamás el motivo que lo impulsó a capturar al mercenario, ni su aparente odio maligno hacia el muchacho… tan extraña me era su naturaleza. No obstante, en ese momento al volverse hacia Raymond, me pareció que, en cierta medida, se apiadaba de éste. Por otra parte, debo reconocer que nunca planteó la posibilidad de una sanción contra Raymond, ni contra mí… tal vez porque captó nuestra profunda angustia.

—¿Para qué quiere usted al muchacho? —le preguntó Raymond—. El precio ya lo pagaron sus compañeros muertos. Entre ellos su padre, que integraba la compañía. Además, es un muchacho excelente y muy trabajador…

Yo no sé dónde había estado Jacob hasta ese momento. Quizá se habría escondido en alguna parte por temor a Hunt o a lo que éste pudiera hacer. Lo cierto es que apareció súbitamente en las proximidades de la casa y, luego de acercarse a su madre, se mantuvo a su lado. Raymond vaciló un momento, luego inclinó la cabeza para mirar a su hijo y, por último, empezó a acariciar suavemente su cabellera. Yo me sentí profundamente conmovido. Raymond no era un hombre comunicativo. Además no se expresaba bien. Sin duda había tenido que hacer un gran esfuerzo para hablarle de esa manera a Hunt.

—Adelante. Lo escucho —le dijo Hunt en un tono que no era frío, ni cordial.

Nadie se burló ahora de Raymond. Los milicianos, en silencio, se abstenían de mirarlo.

—Me haré cargo de él —le rogó Raymond—. Muchos han comprado prisioneros mercenarios para hacerlos sus esclavos. Yo le daré por él todos mis bienes muebles y una hipoteca sobre mi granja y mis campos. Si desea castigarlo, permítame que yo le aplique el castigo. ¡Pero, por favor, no se lo lleve!

—Imposible —dijo Hunt, con voz un tanto cansada—. No admito discusión alguna al respecto, Heather. Él colgó a Saul Clamberham, que no le había hecho ningún mal.

—¡No fue él! ¡Fue su jefe!

—¡No discutiré sobre ese asunto, Heather!

Ignoro y, quizá, nunca sabré lo que durante ese lapso ocurrió en el granero, entre Hans Pohl y Sally.

En cuanto a mí, he tratado de olvidar la mayor parte de mi juventud, porque, en realidad, no vale la pena que la recuerde. No obstante, jamás olvidaré mi primer amor, que viví cuando no era mayor que aquel joven alemán, ya que fue uno de los pocos momentos de mi vida en que no dudé de la existencia de Dios y en que el mundo me pareció un lugar fascinante. Así pensé cuando vi salir del granero a los dos jóvenes: ella convertida de pronto en una mujer bella y digna, súbitamente parecida a su madre, con la cabeza bien erguida y él a su lado, aprisionando una de sus manos y, también, altivo y digno.

Nadie habló; los milicianos, Raymond, Sarah y sus hijos guardaron un profundo silencio. Sally y Hans se dirigieron hacia donde estaban los milicianos. Uno de estos tomó un trozo de soga y le ató las manos al muchacho en la espalda. Acto seguido lo sentaron sobre un caballo y uno de los nombres se colocó detrás de él en la misma cabalgadura. Una vez que Abraham Hunt y los restantes milicianos montaron en sus caballos, el grupo de jinetes se alejó de la casa.