12. La horca
Una hora antes del anochecer llegué, finalmente, a mi casa. Cuando Rodney Stephan tomó las riendas de mi caballo estaba yo tan cansado, que apenas podía caminar. Alice se hallaba en el jardín entrelazando los sarmientos de la parra en la armazón del cenador construido por Rodney Stephan. Desde hacía dos semanas nos preocupaba ese problema. Fascinados por la idea de poseer un grande y ameno cenador, a la manera de los que abundan en Inglaterra, pero que yo nunca había visto en el Ridge, desde dos años atrás veníamos estimulando el crecimiento de dos vides silvestres surgidas casualmente en un lugar apropiado. Sus frutos, pequeños, purpúreos y agrios eran, al parecer, característicos de esa zona de Connecticut… aunque no estoy muy seguro de que existieran vides en Nueva Inglaterra antes de la llegada del hombre blanco, pese a la historia según la cual los vikingos, al descubrir esta tierra, la denominaron Vinlandia. Las uvas no eran comestibles y producían un vino muy malo, pero sus pámpanos, anchos y hermosos, habían ya convertido al cenador en un lugar agradable, que invitaba a sentarse en él.
Ubicado en el banco que había en su interior estiré, complacido, las piernas. Era un caluroso atardecer de junio en el que apenas soplaba una ligera brisa. Alice siguió trabajando en tanto me observaba. De pronto me preguntó por los Heather.
—¿Lo tomaron muy a pecho?
—Temo que sí.
—¿Y Sally?
—No sé —le respondí—. El veredicto no la sorprendió… Según ya sabes, ellos estuvieron presentes, pero luego se retiraron. Sally parece muy ensimismada… No entiendo a esa gente. Pensé que la comprendía, pero me equivoqué…
—Rodney Stephan me dijo que Packenham y St. August, que en ningún momento pusieron en tela de juicio el veredicto, permanecieron todo el tiempo hartándose de comida en sus habitaciones de la posada.
—A Rodney Stephan no se le escapa nada… ¿Te dijo, también, que hablé con ellos?
—Me dijo que les pediste clemencia y, también, que discutiste ásperamente con Abraham Hunt.
—No discutí, ni hablé ásperamente con él.
Alice me miró extrañada como si le hubiera revelado, involuntariamente, algún secreto.
—Él es como es —le repliqué, encogiéndome de hombros.
Mi esposa suspendió su labor y, sentándose a mi lado, colocó una de sus manos sobre la mía.
—No te enfades conmigo, Evan.
—¿Por qué habría de enojarme…?
—Por lo que digo. Pero es que estoy saturada de muertes y harta de todo esto.
—Que me cuelguen si entiendo lo que quieres decir.
—Tal vez ni yo misma lo sé. Cuando le dijiste a Sally Heather que lo condenaron a muerte, ¿lloró ella?
—No.
—¿Qué hizo?
—Se dirigió a su padre y lo abrazó —le respondí, en tanto pensaba en aquella extraña y curiosa familia de cuáqueros congregada en la cocina y unida por algo que yo no lograba identificar. Tan desesperadamente me esforzaba por asir aquel elemento desconocido, que me dolía todo el cuerpo.
—Evan… —dijo Alice.
—¿Qué?
—Por favor, dime: si hubieras conocido a Sarah Heather dieciocho años atrás, antes de su matrimonio, ¿te habrías casado con ella?
—Alice, hace dieciocho años yo ni siquiera vivía en América.
—Pero ¿si hubieras estado aquí…?
—¿No te parece que es una pregunta muy estúpida?
—Te ruego que me contestes.
—Entonces te respondo: no. No me hubiese casado con ella.
—¿Por qué?
—Porque no basta con amar y ser amado. Es necesario compartir zozobras y yo creo que ella jamás hubiese captado mi agonía… indescifrable para cualquier cuáquero.
—Pero no para mí.
—No para ti…
Ella se puso a llorar.
—Vamos a dormir… Nos abrazaremos fuertemente durante largo tiempo.
—¿Sin pensar en nada?
—En nada, ni en nadie… Ya ni sé lo que quiero.
A la mañana siguiente, por ser domingo, Alice fue a la iglesia. Por mi parte, como no atiendo en mi consultorio los días festivos, me puse un traje viejo y me dediqué a la jardinería con Rodney Stephan. Cuando desarrollamos alguna actividad juntos Rodney suele hablarme de caballos, porque es un perito en la materia y porque sabe que soy muy aficionado a ellos. Sin embargo, ese día su conversación giró en torno de otro tema. De pronto me preguntó si en su templo los cuáqueros le contarían a Dios todo lo referente al juicio y el veredicto.
—Supongo que Dios se hallará al tanto de lo ocurrido.
—Ojalá… Pero ¿no le parece que debería ser informado?
—Escucha, Rodney, ¿recibiste el bautismo?
—No, doctor —me respondió en su curioso lenguaje—, porque ellos mataron al pueblo antiguo y el Dios cristiano no quiso saber nada conmigo.
—Pero eso pasó hace muchos años… —Según el tiempo cristiano, sí. Pero en el gran tiempo no hay más que presente… y mi pueblo vivió en el gran tiempo.
No insistí, porque hubiera sido inútil que le pidiese que me explicara sus palabras. Estábamos trasplantando retoños de habichuelas. Durante un rato trabajamos en silencio. Súbitamente le pregunté por qué consideraba que Dios debía ser informado. Entonces volvió hacia mí su seco y rugoso rostro, me miró de soslayo, con aire pensativo, durante un momento y, por último, me dijo:
—Perdón, doctor, pero, usted no ser cristiano, ¿no?
—¿Quién demonios te metió esa idea en la cabeza?
—Los domingos he pensado en eso…
Como su respuesta me pareció razonable, le pedí que me aclarara su idea.
—Bueno —me dijo—, es difícil que un cristiano comprenda… Yo ser un cazador justo. Por eso, al apuntar a un ciervo, primero le suplico y después le explico la situación. Para el pueblo antiguo el ciervo era lo que es Dios para los cristianos… aunque no enteramente lo mismo.
—¿Qué demonios quieres decir?
Él meneó la cabeza. Siempre se desconcertaba cuando, después de hablar como acababa de hacerlo, yo inquiría qué quería significar, porque supongo que carecía de palabras para aclarar el sentido de tales frases.
—¿Qué le explicas al ciervo?
—El ciervo está hambriento, pero yo tener más apetito que él. Si el ciervo vive, yo muero. Entonces él debe morir para que yo viva… y él lo sabe.
—¿Cómo lo sabe?
—Yo le explico —y, luego de reflexionar un instante, agregó—: El ciervo nunca se enoja conmigo.
—Supongamos que se enojara —le dije, impaciente y fastidiado por tanta estupidez—. ¿Qué daño podría causarte un ciervo muerto?
—Me llenaría de enfermedad… Entonces yo me dejaría estar hasta morir.
—¡Qué idiotez! —exclamé—. ¿Cómo puede enfermarte un ciervo?
—Yo ser el ciervo y el ciervo ser mí —dijo Stephan gravemente.
—De lo que estás lleno es de estúpidas supersticiones, Rodney Stephan. Me asombra que hayas cambiado tan poco después de trabajar tantos años en mi casa.
Durante el almuerzo Alice se refirió al sermón pronunciado por Dorset. Su tema había sido: No «juzgues, si no quieres ser juzgado».
—Fue un espléndido sermón. Lamento que no lo hayas oído, Evan.
—¡Qué pueblo increíble el de ustedes! —le respondí—. El más asombroso que ha existido sobre la tierra. ¿No sabes que mañana ahorcarán al alemán?
—¿De modo que está mal que vaya a la iglesia y llore interiormente?
—Yo no hablo de lo que está bien, ni de lo que está mal, Alice. Dios mío Todopoderoso, si existe un hombre incapaz de discernir el bien del mal, ese hombre se halla ante ti.
—He oído decir que en tu país ahorcan al que roba un portamonedas.
—Sí —convine—. También a quien roba un trozo de pan. Existen en Inglaterra trescientos ochenta y dos motivos por los cuales un hombre puede ser ahorcado… pero Inglaterra no es mi país. Nunca comprenderás que mi patria se halla aquí, y que esta pobre y miserable tierra llamada Connecticut es el único lugar del mundo que siempre he amado y donde he pasado los pocos años tranquilos y felices que ha habido en mi vida.
Ella guardó silencio un momento y luego me preguntó:
—¿Atenderás en tu consultorio mañana?
—No.
—¿Qué les diré a los que vengan?
—Diles que es un día de penitencia y que el doctor Feversham fue a ver colgar a un hombre.
—No… ¿Por qué tienes que ir?
—Porque necesito estar presente.
—A mí no me agradaría ver eso.
—Tampoco a mí me gusta, pero debo ir.
Me desperté muy temprano, antes de la salida del sol. Luego de echar mano de mis ropas, bajé sigilosamente por la escalera, en dirección a mi consultorio, donde me vestí. Después fui a la cocina para beber un poco de agua. La mera idea de la comida me disgustaba, a causa de mi acedia. En el granero me encontré con Rodney Stephan. El sol asomaba ya sobre las colinas, derramando un delicioso y cálido matiz rosado por los valles sumergidos en la niebla. Los cuervos comenzaron a graznar y despertaron a los gallos. Súbitamente nos rozaron los primeros rayos del sol. Durante varios minutos permanecimos en silencio hasta que, por fin, Rodney Stephan me preguntó qué caballo deseaba montar.
—La yegua baya.
Era un animal inteligente y manso, que adivinaba mis menores deseos. Apenas me senté en la silla echó a andar en dirección de la ciudad, como si hubiera leído mis pensamientos. La dejé avanzar a su manera, fácil y cómoda y así, como en un sueño, me condujo, a través de la niebla, hasta más allá de los interminables muros de piedra que bordeaban la carretera.
Cuando llegué a la ciudad los hermanos Benton, los mejores carpinteros de Ridgefield, estaban construyendo el patíbulo. El estruendo de su martilleo estremecía el aire. Levantada ya la plataforma de unos cinco pies de altura, en el centro del common[8], comenzaron a poner en pie, con la ayuda de varios chicos que durante su trayecto a la escuela se habían detenido a observar la operación, el poste de la horca, al cual deslizaron dentro del pozo destinado a recibirlo. En seguida lo amarrarían a la plataforma, encuadrándolo en el hueco abierto en ésta, y la horca se hallaría lista para funcionar.
Luego de apearme, y mientras seguía con la vista los movimientos de los carpinteros, advertí, de repente, a Abraham Hunt, de pie a mi lado.
—Buen día —me dijo.
Le respondí con una inclinación de cabeza. Después de un breve silencio él me preguntó, no sin cordialidad:
—¿Reclamarán el cadáver los Heather?
—No sé.
—¿Se lo preguntará usted?
—Se lo preguntaré.
Montando de nuevo me dirigí, calle abajo, hacia la iglesia congregacional. Luego de atar mi yegua me encaminé hacia la rectoría, que se hallaba junto a la iglesia. Al abrir la puerta Ziporah Dorset me miró confundida y asombrada. La pobre mujer se veía, de pronto, involucrada en el centro de los acontecimientos. Repentinamente sus ojos se bañaron en lágrimas y por primera vez tuve conciencia de mi crueldad: nunca la había mirado, ni tratado como a un ser humano, jamás me había interesado sus penas o sentimientos.
—John está en su estudio, doctor Feversham —cuchicheó—. Le diré que usted se halla aquí —y, mientras anudaba y desanudaba sus manos nerviosamente—: Por favor, tome asiento.
Su esposo debió oír nuestras voces, porque súbitamente abrió la puerta que daba a su habitación y entró en la sala de recibo. Estaba en mangas de camisa y se excusó por ello.
—Entre, por favor, doctor Feversham —me dijo.
Lo seguí hasta el pequeño cuarto que él llamaba su estudio. Los muros recubiertos de libros, la raída alfombra y los escasos muebles de pino, muy estropeados y desvencijados, me impulsaron a preguntarme si habría en el Ridge un habitante más pobre que aquel ministro congregacional. Luego de indicarme una silla, se sentó detrás de la vieja mesa que utilizaba como escritorio y clavó sus ojos en mí esforzándose —estoy seguro de ello— por hilvanar alguna frase que tuviera sentido para su visitante.
Después de ponerlo al tanto de mi conversación con Hunt le pregunté:
—¿Permitirá usted que lo entierren, junto con los otros alemanes, en el cementerio de la iglesia?
—Oh, por supuesto, por supuesto.
—¿Señaló ya las tumbas de los mercenarios?
—Las señalaremos… Tengo que ir a Danbury, para hablar del asunto con los canteros. Todavía no he podido ir. Como usted sabe, doctor Feversham, ésta no es una iglesia rica… Tenemos los nombres de todos los alemanes. Yo creo que se podría colocar una sola lápida con todos los nombres… Ése será el único recuerdo que quedará de ellos… Pero, lo cierto es que todavía no disponemos del dinero necesario —terminó diciendo, mientras meneaba la cabeza.
—¿Cuánto costará?
—Cien dólares españoles o diez libras esterlinas… Se trata de una piedra muy grande.
Yo extraje de mi bolsillo dos monedas de oro de cinco guineas y las coloqué sobre la mesa.
—Agregue el nombre del muchacho, por favor.
—Por supuesto —y, muy molesto, agregó—: ¿Debo celebrar algún pequeño servicio religioso en la iglesia?
—Consultaré con Raymond Heather… No sé si los cuáqueros tienen algún ritual propio para los difuntos. En tal sentido, yo no sé nada.
—Son buenos cristianos —dijo Dorset apesadumbrado—. Si ellos lo desean, mejor será que el asunto quede en sus manos. Me cuesta decir estas palabras, doctor Feversham, pero mejor será que se encarguen ellos…
—¿Usted hará excavar la tumba?
—Sí. Oh, sí, por supuesto.
Me puse de pie para retirarme y Dorset me acompañó hasta la puerta.
—No nos juzgue muy severamente, doctor Feversham —me dijo—. Usted, que fue soldado, sabe cuan despiadada es la guerra.
—¿La guerra? —le pregunté—. ¿No le parece que es despiadada por culpa de los hombres?
—A mí sólo me resta pedirle a Dios que nos perdone. ¿Qué otra cosa puedo decir?
De inmediato me dirigí a la granja de los Heather, aunque muy despaciosamente, permitiéndole a mi yegua baya que fuera al paso, porque tenía muchas cosas que aclarar en mi mente. Era ya mediodía cuando llegué a destino. Cuando Sarah abrió la puerta y me hizo pasar, la familia ya había terminado de almorzar… o, más bien, de comer el magro sustento que en aquella casa pasaba por almuerzo. Durante un momento Sarah y yo permanecimos inmóviles, en tanto Raymond inclinaba la cabeza en silenciosa acción de gracias por el pan de cada día. Poco después Sally irguió su cabeza y me dijo:
—Su presencia nos reconforta, Evan.
Su rostro estaba pálido y demacrado, pero su voz denotaba tranquilidad interior.
—¿Comió, Evan? —me preguntó Sarah.
—No tengo apetito.
Jacob se puso, súbitamente, de pie y salió corriendo de la casa.
—Siéntese aquí —me dijo Sarah, ofreciéndome la silla de Jacob. Acto seguido me sirvió queso y manteca y una taza de café con leche. Mientras yo comía, Sarah y Sally levantaron la mesa y Raymond me observó todo el tiempo en silencio. De pronto Sally se sentó frente al hogar, colocando a Joanna en su regazo.
Cuando terminé de comer le dije a Raymond:
—Tengo que hablar con usted sobre algo muy doloroso… ¿Podríamos conversar a solas?
—Evan —dijo Sally con voz tranquila—, si se trata de Hans Pohl, quiero oír todo lo que diga.
—Muy bien… Esta mañana me encontré con el squire y éste me preguntó si ustedes reclamarían el cadáver. Yo entonces le dije que hablaría con ustedes.
—Ya he pensado en eso —dijo Raymond—. Si nos entregan el cuerpo, lo llevaremos a nuestra meetinghouse.
—Se lo entregarán. Ya hablé al respecto con el pastor Dorset, quien hará excavar una tumba en el cementerio de su iglesia, junto a la de los otros mercenarios.
—Yo pienso que podríamos enterrarlo en nuestro camposanto.
—No —dijo Sally—. Mejor será que descanse junto a su padre. Estoy segura de que ésa es la voluntad de Hans.
—Como tú quieras… —convino Raymond.
—¿Dónde permanecerá el cadáver hasta que lo entierren? —le pregunté.
—En nuestra meetinghouse.
—Entonces regresaré a mi casa para ordenarle a Rodney Stephan que se traslade en nuestro carretón a Ridgefield.
—Lo transportaremos en mi carreta —dijo Raymond—. Iré con Sally a presenciar el hecho.
—No —le dije—. No… Yo tengo alguna experiencia en tal sentido y creo que no es conveniente que una niña asista a un espectáculo semejante.
—Evan —dijo Sally—, ¿debo recordarle nuevamente que ya no soy una niña?
—¿Por qué no va a ir, Evan? —dijo Sarah—. Nosotros no damos la espalda al mundo. Lo aceptamos tal como es. De lo contrario, ni nuestra propia fe nos salvaría.
—¿Qué tiene que ver la fe con esta acción criminal?
—Más de lo que usted piensa. Por favor, Evan, no discutamos en un día como éste.
—Además, tengo que ver a Pohl antes de su muerte —dijo Sally.
—Usted debe ayudarnos para que ello sea posible —me dijo Raymond—. No es un capricho. Hemos hablado mucho acerca de ello entre nosotros. En consecuencia, no debe usted tomar nuestros deseos a la ligera.
—Está bien —dije, suspirando, en tanto me ponía de pie—. Mejor será que enganche sus caballos ahora mismo, Raymond —y eché una ojeada a mi reloj—: Sólo disponemos de tres horas…
Siguiendo a la carreta cabalgué hacia la ciudad. Una vez allí atamos los caballos frente a la iglesia y nos dirigimos a la posada, donde estaba el prisionero. Mucha gente se desplazaba ya en dirección del patíbulo. En la gran cocina de la posada, Hunt, Packenham, St. August y seis milicianos bebían cerveza y mascaban ruidosamente pan y queso, mientras llegaba el momento de la ejecución. Al aparecer yo se produjo un súbito silencio. En tanto lo saludaba con la cabeza, le dije a Hunt:
—¿Me permite una palabra, squire? —y me dirigí a la despensa, seguido por Hunt.
—He venido con Raymond Heather y su hija… Están afuera.
—¡Qué maldita estupidez haberlos traído aquí!
—Yo no tengo la culpa. Ella quiso venir.
—Bueno, si ya están aquí, no hay nada que hacer.
—Sally quiere ver al mercenario.
—¡Por todos los demonios, Feversham! Otra maldita tontería. ¿Qué ganarán con verse una vez más?
—Nada… según nuestro punto de vista. Pero se trata de algo que ella desea con toda el alma. Pienso que es lo que más anhela en este momento.
—Dígale que es imposible.
—No puedo decirle eso, Hunt.
—¿Ignora usted, Feversham, que el asunto se halla ahora enteramente en las manos de Packenham y que yo no puedo hacer nada?
—No creo que no pueda hacer nada, squire.
—Me imagino lo que va a decir Packenham…
—Estoy seguro de que a usted le importa un bledo lo que pueda decir Packenham, al que desprecia tanto como yo. Usted (no Packenham) es el responsable de lo ocurrido… ¿Debo pensar que no tiene ahora el valor de actuar a la altura de las circunstancias?
Pensé que iba a estallar. Sin embargo, se contuvo y, clavando en mí sus ojos, respiró profundamente.
—Por favor, Hunt, acceda a esta petición.
Luego de aspirar hondamente, respondió:
—Haga pasar a la muchacha al bar. No quiero que la traiga a la cocina.
De inmediato salí y le dije a Raymond que nos aguardara afuera, en tanto yo y Sally penetrábamos en el bar. Éste se hallaba todavía desierto, como si en él persistiera un hálito de tragedia que no lograba disiparse. Latham, el posadero, había colocado las sillas y las mesas en sus lugares habituales, pero evidentemente no se atrevía a permitir el acceso de los parroquianos… o bien éstos aguardaban que se diluyera la maldición que pesaba sobre el lugar. Luego de varios minutos apareció Hunt, procedente de la cocina.
—Síganme —nos dijo bruscamente.
En pos de él ascendimos por la escalera de servicio hasta el segundo piso, donde vimos a dos milicianos enfrente de una puerta.
—Abran —les ordenó Hunt.
Cuando los milicianos abrieron la puerta divisamos al prisionero tendido boca arriba sobre una baja carriola. El cuarto, pequeño y cómodo, integraba una serie de dormitorios, situados bajo el tejado, que Latham reservaba para los viajeros. El joven no se movió.
—Hans —dijo Sally quedamente.
El prisionero se irguió en el lecho y miró hacia la puerta. El asombro y la desesperación se reflejaban en su semblante. Cuando Sally entró en el cuarto, el muchacho abandonó el lecho y se mantuvo de pie frente a ella.
—Quince minutos —dijo Hunt.
Al cerrar yo la puerta los milicianos, incómodos, comenzaron a hacer muecas estúpidas. Entonces Hunt les dijo que sólo dos idiotas podían reírse de una situación que no era en absoluto divertida. Desde detrás de la puerta llegó hasta nosotros un confuso rumor de voces, pero no logré identificar una sola palabra. Hunt sacó un antiguo y macizo reloj de plata de su chaleco y clavó su vista en él.
—Quince o veinte minutos… lo mismo da —le dije al squire.
—No me pida demasiado, Feversham.
Para matar el tiempo me distraje observando las motas de polvo que giraban y danzaban en una franja de sol que penetraba en el estrecho pasillo por una ventana en forma de media luna. Los milicianos cambiaron de postura, arrastraron los pies y carraspearon varias veces. En tanto pasaban los minutos, pensé en el gran tiempo a que se había referido Rodney Stephan, en el que no existe el pasado, ni el futuro.
De pronto Sally abrió la puerta. El joven mercenario, que en ese momento le daba la espalda, no se volvió cuando ella abandonó la habitación. Pensé que estaría llorando y que no deseaba que advirtiéramos sus lágrimas los que estábamos en el pasillo.
Bajé con la muchacha y, luego de atravesar la cantina, salimos de la posada. Afuera nos aguardaba Raymond. El rostro de Sally, sin lágrimas, denotaba una gran resolución. Su padre la besó, pero no obtuvo respuesta alguna de la joven.
En torno de la horca se había reunido una gran multitud. Tres milicianos, que lucían chaquetas azules y cinturones blancos, mantenían a raya a la gente. En el extremo opuesto del terreno, frente al gentío, pero lejos del patíbulo, vi un grupo de seis cuáqueros, todos con largas chaquetas obscuras, sombreros de alas planas y un aire extraño y mortuorio. Raymond, Sally y yo atravesamos el terreno y nos incorporamos al pequeño grupo, que nos acogió muy sobriamente. Yo conocía a la mayor parte de ellos por sus nombres, y a todos, de vista. En el otro extremo había alrededor de un centenar de personas, casi todos los hombres, aunque también vi muchas mujeres y chicos de ambos sexos, que producían mucho ruido y charlaban muy excitados.
Saxon, el empresario de pompas fúnebres, apareció en su carretón de altos adrales, que utilizaba como coche fúnebre. Él y su ayudante sacaron del vehículo un vulgar ataúd de pino, el que colocaron sobre el patíbulo. A partir de entonces se acrecentó el bullicio por parte del público. Sally no desvió sus ojos de la horca, ni hizo el menor gesto. Una gran cantidad de caballos y carromatos se hallaban amarrados a la larga baranda situada frente a la posada. Otros carretones habían sido atados a estacas o a objetos muy pesados, en el límite del common. Había allí personas que yo no conocía y que debían de haber recorrido considerables distancias para asistir a la ejecución del mercenario. Vi hombres muy bien vestidos y mujeres que luciendo costosas prendas de seda, se protegían del sol con sombrillas.
Durante un lapso que nos pareció una eternidad pero que, en realidad, no debió exceder de media hora, aguardamos lo que habría de suceder, bajo un sol todavía bastante alto. De pronto, desde la parte trasera de la posada llegó a nuestros oídos el redoble de un tambor, percutido, probablemente, por el viejo Seth Harkness, quien, desde que comenzó la guerra, solía tocar ese instrumento en todos los desfiles del Ridge. Poco después apareció vestido con el uniforme verdicastaño que le había confeccionado su esposa, insistiendo en su fúnebre redoble. Detrás de él iba el verdugo, con la banda negra —insignia de su cargo— en una mano, y más atrás doce milicianos, seis a cada lado del mercenario, seguidos por Packenham, St. August y Hunt. Cerraban la marcha varios chicos que se acercaban a ellos en la medida en que se lo permitía su atrevimiento.
El joven alemán marchaba con la cabeza erguida, su rubia cabellera agitada por el viento, el paso firme y seguro. Por primera vez me conmovieron profundamente su estúpido e indomable coraje y la patética gloria de que se sentía poseído por el mero hecho de ser un soldado de Hesse. Su breve tránsito terreno llegaba a su término apenas iniciado. Sólo podía él justificar ante sí mismo tan insensata muerte mostrándose valiente. De pronto acudieron a mi memoria las imágenes de otros chicos a los que había visto empuñar las armas e ir a la guerra para matar o ser muertos, porque anhelaban demostrar su valor personal.
El mercenario se hallaba ahora ante la horca. La multitud había enmudecido en presencia de la muerte. Un silencio casi aterrador se cernía sobre el common. El pastor Dorset, que venía desde su iglesia con un libro en las manos, avanzó, a través del common, hacia Hans Pohl, que tenía los brazos atados a la espalda. Al llegar junto al condenado comenzó a hablar en voz baja. Sin embargo, tan hondo era el silencio reinante, que fue posible oír algunas frases sueltas de su oración: «vida eterna»… «la muerte no existe»… «Yo soy la resurrección y la vida»… Pero ello no bastó para disipar el acre aroma mortuorio que flotaba en el ambiente.
En seguida el muchacho ascendió por la escalera sostenido por el verdugo, ya que no podía valerse de sus manos, y sacudió enérgicamente la cabeza cuando aquél intentó vendarle los ojos. Acto seguido el verdugo colocó la soga en torno de su cuello y, luego de tirar de ella, empujó al joven hacia el hoyo recién abierto.
Sally siguió largo tiempo inmóvil y llorando, con la vista fija en el lugar donde había estado el muchacho.