5. El refugio
—Doctor Feversham, ¿mató usted a algún mercenario? —me preguntó el chico, que iba sentado a mi lado en el calesín.
—No.
—¿Por qué?
Henchido de amargura, parecía él atormentado por un gran dolor infantil, que yo sólo podía intuir. De modo que le respondí en la forma más directa posible.
—Porque no estaba armado.
Él meditó un instante y luego me dijo:
—¿Hubiera matado a alguno si hubiese tenido una escopeta?
Ahora me tocaba a mí reflexionar. Finalmente le respondí:
—No sé. Yo soy médico. Mi situación es distinta… Para saber lo que haría tendría que tener un arma en la mano. ¿Me entiendes?
El chico hizo un movimiento negativo con la cabeza y guardó silencio durante largo tiempo. Por último dijo:
—No debería haberle traído la noticia.
—¿Tu padre te dijo que no me la comunicarás?
—No.
—Entonces has hecho lo que tenías que hacer.
—¿Cómo sabe un hombre lo que tiene que hacer? —me preguntó con voz un tanto dolorida.
—Tú no eres un hombre, eres un chico.
—Mi padre siempre me dice que me habla como a un hombre.
—¿Qué edad tienes, Jacob?
—Doce años.
Como yo no tenía hijos, ¿qué podía decirle? En silencio arribamos a la casa de la familia Heather, ante la cual me estaba esperando Raymond. Heather era un hombre de mediana estatura, ojos celestes y cara larga y agradable. Su fuerza no se revelaba a simple vista, ya que la ausencia de odio era tan consistente en él que uno tendía a confundirla con debilidad. Raymond me saludó cordialmente y trató de explicarme, pero yo lo interrumpí abruptamente:
—Tome esta botella de ron y dígale a su gente que necesito agua caliente… mejor dicho, hirviendo, ¿me comprende?, hirviendo.
Mientras íbamos hacia la casa le dije a Jacob:
—Dale de beber al caballo.
—Entonces Jacob… —comenzó a decir Raymond.
—No, Jacob no me dijo nada… Pero yo no soy tonto, Raymond… ¿Es una herida de bala?
—Sí.
—¿Dónde?
—En la espalda, sobre el omoplato. En ese momento se abrió la puerta y apareció Sarah, con su bello rostro redondo ensombrecido y conturbado.
—Necesito agua hirviendo y ropa blanca limpia —le espeté—. ¿Dónde está el muchacho?
Raymond me condujo escaleras arriba, hacia un pequeño cuarto, bajo el tejado, donde dormía Jacob. Era la primera vez que yo ascendía a la parte superior de la casa, similar a todas las otras viviendas rurales del Ridge: habitaciones muy pequeñas, con techos extremadamente bajos, heladas en invierno y sofocantes en verano. Tendido en una cama baja y estrecha, como suelen ser allí las camas de los niños, el alemán, con los ojos cerrados, se quejaba ligeramente, en tanto Sally, una hija de Raymond de dieciséis años, le refrescaba la frente con un trapo húmedo. Un cobertor cubría al joven, cuyos largos cabellos rubios, sucios y mojados, se desparramaban sobre la almohada. Sus pecas contrastaban notablemente con su piel color ceniza.
Todo en él —el vello rubio de sus mejillas sin afeitar y sus despellejadas y magulladas manos de largos dedos, un tanto delicados— demostraban que no era mucho mayor que Sally. Los Heathers le habían quitado las botas, la chaqueta y los breeches, dejándolo en camiseta.
Palpé su frente que ardía de una manera que no presagiaba nada bueno y fomentaba muy escasas esperanzas y le pedí a Sally agua y jabón para mis manos. Aunque ciertos médicos opinan de otra manera, yo estimo que la suciedad es peligrosa, tanto en la herida como en las manos del médico.
—Ayúdame a colocarlo boca abajo —le dije a Raymond.
Tuvimos que volverlo entre los dos, porque el muchacho pesaba más de lo que yo pensaba. Raymond había colocado en el orificio de la espalda un relleno que, sujeto con una venda, había detenido, por lo menos, la hemorragia. Al quitar yo la venda, apareció una abertura de un diámetro de un cuarto de penique. La sangre, muy espesa, estaba semicoagulada.
—¿Salía sangre de la herida cuando lo encontraron?
—Lentamente… —replicó Raymond.
—Entonces, ¿no tiene idea de la sangre que ha perdido?
Raymond hizo un movimiento negativo con la cabeza y respondió:
—… aunque pienso que bastante. Observe su piel.
—Gracias a Dios era una bala cansada, que recibió ya lejos de la granja de Buskin. Temí encontrarlo muerto y con un boquete en la espalda, del tamaño de un puño. Le estuvieron tirando a mansalva durante todo el día de ayer y esta mañana no se le vio por ninguna parte. De modo que lo habrán herido antes de la puesta del sol y debe de haber pasado la noche con la bala en el cuerpo. Por eso ahora tiene una fiebre de mil demonios. Vamos, Sally, ¿dónde están el agua y el jabón?
La muchacha trajo una palangana con agua caliente, en la que me lavé las manos. En seguida le pedí algunas bujías, porque la habitación estaba muy pobremente iluminada. Cuando le dije a la joven que permaneciera en el cuarto, mis ojos se encontraron con los de Raymond.
—Está bien… Ya es suficientemente grande para ver estas cosas.
Suavemente, comencé a explorar la herida, en busca del proyectil. De pronto, el muchacho volvió en sí y lanzó un grito de dolor.
—Sujételo —le espeté a Raymond—. ¿Quiere que lo mate con la sonda? ¡Maldita sea! Sujételo. Apoye una rodilla en su espalda y suban a la cama. ¡No permita que se mueva! ¡Sally, alúmbrame con esa maldita vela!
—La cera gotea.
—Déjala gotear.
En ese momento entró Sarah en la habitación y entregó otra bujía a Sally. Súbitamente di con la bala, a la que palpé durante un momento. Aquel contacto me retrotrajo, no sólo mentalmente, sino también físicamente, a otras situaciones similares —centenares de ellas— en que había hecho lo mismo, a muchos campos de batalla, que hedían a sangre, donde había yo sondeado las heridas de muchos pobres muchachos —siempre eran muchachos—, en busca de una bala, un trozo de hierro o algún clavo herrumbrado desprendido de la metralla y oí otra vez los gritos de los heridos, en tanto mi sonda rozaba, ya un nervio, ya alguna fibra vital, y evoqué de nuevo la postrera indignidad.
Introduciendo mi fórceps en el orificio, traté de separar los bordes de la herida con la sonda, pero como la abertura era muy pequeña, tuve que agrandarla con el escalpelo. Entonces comenzó a fluir de la herida un pus amarillo. Volviendo mis ojos hacia Sally, le dije enérgicamente:
—¡Observa y trata de aprender y piensa en lo que estás haciendo!
Conozco los signos precursores de la náusea y lo que menos deseaba yo en el mundo era que la muchacha vomitara sobre la herida. Sarah me entregó varios retazos de limpia ropa blanca y, cuando di con la bala y la extraje, los gritos del joven se convirtieron en lamentos. La sangre empezó a manar, abundantemente, de la herida y Sarah, que nunca se atolondra, ni pierde la cabeza, me proveía de trapos secos, para remplazar a los que estaban empapados en sangre y pus.
—Se desangrará hasta morir… —cuchicheó Sally.
—No, muchacha… Espero que sigas comportándote tan bien como lo has hecho hasta ahora. Lo que está saliendo de la herida es, simplemente, el humor maligno, el cual, Dios mediante, arrastrará consigo el pus. Si así no fuera, te aseguro que no llegaría con vida al día de mañana… De modo que, aprieta los dientes y alúmbrame bien con la vela y piensa que está en manos de quien ha extraído más balas alojadas en cuerpos humanos, que nueces has partido tú en toda tu vida.
Mientras estaba yo lavando concienzudamente la herida, el muchacho dejó de forcejear.
—¡Está muerto! —gritó Sally.
—Tanto como tú… Escucha, Sally —le dije, mientras echaba mano del hilo de tripa y de la aguja—. Voy a coser la herida. De modo que tienes que alumbrarme bien. Recuerda que voy a suturar su propia vida. Así aprenderás un pequeño arte que tal vez te será útil más adelante.
Luego de cerrar con cinco puntadas la herida, coloqué sobre ésta un relleno de trapos. Como el muchacho se había desmayado, fue muy fácil vendarlo en pecho y espalda. Después lo tendimos cómodamente en su lecho. Su respiración era lenta pero cuando le tomé el pulso, comprobé ciento diez pulsaciones por minuto, cosa muy natural, luego del choque que le produjo la operación. Me pareció que su fiebre había declinado ligeramente… aunque no estaba muy seguro de ello. Luego de cubrirlo con el cobertor, les dije que alguien debía quedarse a su lado, para observarlo y ponerle compresas frías en la frente. Como el agua en que había sumergido mis instrumentos ya estaba fría, los limpié en un caldero de agua fresca que Sarah acababa de traerme. Luego me lavé las manos y guardé mi instrumental en mi bolso.
—Siéntate a su lado —le dije a Sally—. La cura espiritual es cosa tuya. Yo ya cumplí mi misión. Dentro de veinticuatro horas, más o menos, sabremos si sobrevivirá. En cuanto a la fiebre, lo único que puede hacerse es colocarle paños fríos en la frente y las muñecas, tarea que dejo en tus manos. Tus padres tienen otras cosas que hacer.
—Muchas gracias. Haré todo lo que pueda… —respondió ella seriamente.
Dejándola sola con el enfermo bajamos a la cocina, donde Sarah colocó una cafetera, pan, manteca y queso sobre la mesa y yo me senté y estiré mis piernas durante un momento. Al levantar mi taza de café observé que mi mano temblaba y comprendí entonces que el muchacho alemán era para mí algo mucho más importante que un herido al que simplemente le había extraído un proyectil. Jacob y Annie, su hermanita de cuatro años, permanecían en la cocina silenciosos y con los ojos desmesuradamente abiertos, espantados aún por los gritos que acababan de escuchar. En cambio, la pequeña Joanna había dormido apaciblemente todo el tiempo. Raymond sentóse a la mesa y comió vorazmente.
—No he preparado comida… —dijo Sarah, excusándose—. Como usted comprenderá, doctor Feversham, hoy estamos bastante trastornados…
En realidad, yo no estaba seguro de haberla comprendido. Algo había faltado en la casa, algo por cuya ausencia ella se había excusado… Pero yo no lograba precisar de qué se trataba…, como tampoco estaba seguro de que entendía a los cuáqueros. De tiempo en tiempo, a través de los años, había yo conocido o entablado relaciones con cuáqueros aislados y con familias cuáqueras, no todas ellas semejantes a los Heathers, pero lo suficientemente similares entre sí para que pudiera yo formarme una idea de los cuáqueros en general. Sin embargo, en todos los casos, cuando creía estar a punto de captar la esencia del cuaquerismo, ésta se me escabulló. En ese momento, la única respuesta que provocaron en mi mente las extrañas palabras de Sarah, fue la imagen del pequeño cura católico que, afligido por sus forúnculos, cabalgaba en su burro a través de esta singular y fría tierra protestante.
—Por favor, póngase cómodo y coma, doctor Feversham —me dijo Sarah.
Su pan, su queso casero y su recién batida y sabrosa manteca eran deliciosos. Como Raymond, no había yo probado un solo bocado durante todo el día. De modo que comí y, mientras lo hacía, medité acerca de los caprichos del destino, que había dispuesto que yo estuviera ahora sentado allí, junto a Raymond y próximo a Jacob y al joven tambor mercenario tendido en el desván. Comenzaba a sopesar las consecuencias de tal situación, cuando Raymond me preguntó:
—¿Vivirá, doctor?
—Está en manos de Dios… y si Dios permite que viva, tanto mayor será el placer de Abraham Hunt al colgarlo.
—¡Ah, no! —exclamó Sarah—. ¡El squire Hunt es un hombre justo!
—Todos somos justos, Sarah. Por eso dictamos normas de justicia. Hunt reunirá un tribunal militar y no me cabe la menor duda de que el general Packenham viajará desde New Haven para presidirlo… ¿Qué resolverá el tribunal? Lo acusará de participar en la muerte de Saul Clamberham. De manera que hará justicia… A menos que lo tumben a balazos, apenas lo descubran.
Sarah negó con la cabeza.
—Ah, no… no, no, doctor. Me imagino lo que debe usted sentir, como católico, en nuestro país, y todas sus pequeñas contrariedades… Pero nos juzga usted muy severamente.
—No me refiero a usted, Sarah, sino a otras personas.
—Mucho me temo, Sarah, que el doctor tenga razón.
—Rezaremos —dijo Sarah tranquilamente.
—No, Sarah… No me comprendes. Rezaremos, sí…, pero el doctor tiene razón. Apresarán al muchacho y lo ahorcarán.
—¡No!
—No cabe duda que lo colgarán, Sarah —dije.
—Entonces —respondió ella, siempre tranquila—, no lo capturarán.
—Oh… —y miré a Raymond.
Durante un largo lapso nadie habló. Por último Raymond dijo quedamente:
—Vivimos aquí simplemente porque se nos tolera. De modo que no pediré por él, doctor Feversham. No soy más que un remendón y un granjero y usted es un hombre muy instruido y de mucha experiencia, que me honra con su amistad y que sabe, tanto como yo, lo que significa vivir en un lugar, simplemente, porque lo toleran a uno. ¿Qué debo hacer?
—Eso es cosa suya, Raymond.
—¿Y usted qué hará?
—Yo no tengo nada que hacer en este asunto. Como médico nunca averiguo la nacionalidad de mis pacientes… He atendido, por igual, a ingleses y norteamericanos y nunca hice distingos.
—¿Lo entregará al squire Hunt?
—¿Lo desea usted, Raymond?
—Tenga en cuenta que, como yo, vive usted por un acto de tolerancia.
—El muchacho no está en mi casa, sino bajo su techo, Raymond. Mi situación es cómoda: cierro mi maletín y me voy. No me corresponde decirle qué debe usted hacer.
—Él no le ha preguntado tal cosa —dijo Sarah con cierta aspereza—, porque sabe muy bien lo que tiene que hacer, de igual manera que yo sé cómo debo obrar. Simplemente le ha preguntado qué hará usted.
—Y bien, Sarah, pienso volver a mi consultorio, para dedicarme a mi profesión, algo que, creo, usted debería sospechar.
Sarah se acercó a la mesa, retiró una silla situada exactamente enfrente de mí y se sentó en ella. Durante un largo lapso sus bellos ojos grises examinaron los míos suavemente. Sus cabellos color miel, ligeramente sueltos a causa de su excitación, contorneaban su garganta como un cuello postizo. De pronto volví a experimentar la enfermiza sensación de desesperanza y deseo que me acometía cada vez que la miraba.
—Escuche, Evan Feversham: aquí no hay ningún mercenario. El que antes hubo desapareció para siempre. Estoy dispuesta a jurar y perjurar, en tal sentido, ante Dios. El que está arriba enfermo es mi sobrino de Pennsylvania, que se crió en el territorio holandés, donde tenemos muchos parientes. Eso es lo que diremos. Raymond enterrará su uniforme y todo lo que tenga algo que ver con la guerra. Nos quedaremos tranquilos aquí y dentro de seis meses nadie se acordará del asunto.
—Sarah, Sarah —suspiró Raymond.
—Quién sabe… —dije—. Tal vez…
—No vivimos solos. En invierno podría pasar, pero, en mayo…
—Haremos lo que tenemos que hacer y Dios proveerá —dijo Sarah con calma.
—Sí, haremos lo que tenemos que hacer —convino Raymond.
Esa noche, mientras cenaba, no hablé del asunto, ni le di explicación alguna, al respecto, a Alice, porque había otros oídos demasiado próximos. Pero una vez que nos sentamos ante la lumbre, la puse al tanto de todo lo ocurrido.
—¡Pero es un mercenario! —fue la primera reacción de Alice.
—Alice, Alice… es un chico.
—¿Estás seguro de que Abe Hunt ahorcará a un chico?
—No, no estoy seguro… pero puedo conjeturar qué hará: convocará un tribunal militar y, entonces, se desatarán las pasiones. No…, no quiero anticiparme… Sólo estoy seguro de una cosa: los Heather son dos de los muy pocos cristianos que existen en este país cristiano. Por consiguiente, no traicionaré a Sarah Heather, ni discutiré sus decisiones.
—Y pensarás de acuerdo con sus deseos.
—Sarah Heather está casada y es feliz. Por mi parte, me complazco en la idea de que también lo soy.
—Y supongo que algún día me dirás que no discutirás mis decisiones… Oh, sí, con toda seguridad…
—No he querido decir lo que tú piensas.
—¿Qué es lo que pienso?
—Alice, Alice…, si el muchacho estuviera en nuestra casa, yo procedería según tus deseos.
—¿Y si te dijera que lo entregaras a Abraham Hunt?
Sin responderle, me puse de pie y dirigí mi vista hacia todos lados.
—¿Y bien, doctor Feversham?
—¿Dónde está mi pipa?
—¿Por qué no dices la verdad… alguna vez?
—No —le respondí—. Si me dijeras que lo entregara a Abe Hunt, no acataría tu decisión —en ese momento encontré mi pipa y, luego de llenarla de tabaco, me dirigí hacia la chimenea para encenderla—. Porque la guerra es, simplemente, una palabra, para ti. Tú nunca viste colgar o, incluso azotar, hasta dejarlo muerto, a un desertor.
—Eso ocurre en tu Ejército, no en el nuestro —me dijo ella agriamente.
—¡Tu Ejército! ¡Mi Ejército! Cristo todopoderoso, ¿esta pierna me la destrozaron en mi Ejército? Cada vez que pierdes los estribos, me convierto en un leal súbdito inglés.
—Oh, Evan…, no hablemos más de eso. Lo siento…
—Volviendo al muchacho…
—Sin duda piensas que yo lo entregaría —gritó—. ¿No es eso lo que piensas?
—Nunca pensé tal cosa. No te hubiera confiado este secreto; si te creyera capaz de tal acción. Sólo que…
—No hablemos más de ello.
—Muy bien, no hablemos —convine.
—Pensándolo bien, me parece que eso no tiene sentido. ¿Dónde lo ocultarán?
—No sé.
Sin embargo, al día siguiente, cuando por la tarde llegué a la casa de los Heather, comprobé que más que la forma de ocultar al muchacho les interesaba su restablecimiento.
—Sally está con él —me dijo Sarah—. Temo por el muchacho, Evan. —Vertió agua en una palangana y, mientras me lavaba, me dijo que Sally había pasado casi toda la noche a su lado.
El tiempo había cambiado, lloviendo ininterrumpidamente toda la tarde. En tanto ascendía por la escalera, sentí tamborilear el agua en la pequeña vivienda. Jacob y su hermanita Annie me observaron desde la abrigada atmósfera del cuarto de sus padres, asomándose a la puerta para comprobar qué horrores desencadenaría yo en esa ocasión. En el pequeño cuarto donde yacía el alemán Sally me saludó con una expresión dolorida y fatigada. De alguna manera lo ocurrido durante las últimas veinticuatro horas había hecho desaparecer la infantil lozanía de su semblante, convirtiéndola en una mujer adulta. Por primera vez advertí que se parecía extraordinariamente a su madre.
—Evan —me suplicó, llamándome, como su madre, por mi nombre de pila—. Evan, sálvele la vida. Es bueno y amable… Por favor, Evan, sálvelo.
El muchacho nos observaba, ahora, con los ojos bien abiertos. Sus miradas iban del rostro de Sally al mío. La joven se las había ingeniado para lavar su cara y sus cabellos y éstos se extendían como una masa sedosa sobre la almohada. La traslúcida palidez de su piel le daba un aire extrañamente infantil.
—¿Quién dijo que se va a morir? Basta de tonterías. Muchacho —le dije al mercenario—, ¿puedes darte vuelta? —y a Sally—: ¿Entiende el inglés?
—Sí, pero no hace más que delirar. No sabe lo que dice.
—Entonces ayúdame a darlo vuelta.
El muchacho se resistió pero, como estaba muy débil, logramos colocarlo boca abajo.
—¿Puedes sujetarle? —le pregunté a Sally—. Si no puedes, llama a tu padre.
—Sí puedo. Tal vez me reconozca —y al muchacho—: Hans… Hans, escucha. Estamos aquí para ayudarte. No temas. Confía en mí.
—¿Cómo sabes que se llama Hans y que es bueno y amable? —le pregunté a Sally, mientras quitaba la venda.
—Porque conversé con él esta mañana.
Al sacar la venda comprobé que la herida estaba hinchada, a causa del pus. Éste fluía por las suturas. Cuando palpé el área abrí la herida para dar salida al pus.
—¿Le diste de comer? —le pregunté a Sally.
—Poca cosa. Una taza de caldo.
—¿Lo retuvo?
—Sí… y también bebió agua, mucha agua.
—Muy bien, magnífico.
—¿Morirá?
—No sé, Sally.
La salida del pus alivió al herido, que pareció adormilarse.
—Ahora, escucha, muchacha: en este momento se siente más cómodo. Por lo tanto, dejaré la herida descubierta para que siga drenando y no me apartaré de su lado. De modo que puedes bajar a comer algo y sestear un rato.
—Él me necesita.
—En este momento no te necesita, Sally. Si a alguien necesita es a mí y yo estoy dispuesto a hacer cuanto sea posible hacer por él. De manera que te irás de aquí y no asomarás tu cabeza por esa puerta hasta que yo te llame.
—¿Porque se está muriendo? —me preguntó angustiada.
—Porque no morirá. ¡Ahora vete!
En seguida quedé solo, sentado junto al enfermo, en tanto afuera la luz del sol comenzaba a declinar. Así transcurrió, más o menos, media hora, durante la cual el alemán emitió gemidos espaciados, pero sin moverse, cosa que me alegró, ya que su abierta herida no fue perturbada en absoluto. Luego entró Sarah con dos velas encendidas y me preguntó si deseaba comer algo.
—No, mi estimada señora. Preferiría, en cambio, que enviase a Jacob a mi casa, para comunicarle a mi esposa que pasaré, tal vez, toda la noche aquí. Adviértale al chico que debe hablar con ella a solas y de ningún modo en presencia de mi criado Rodney Stephan. ¿Está durmiendo Sally?
—Sí. ¿Qué significa este muchacho en la vida de ella?
—No es hija mía, sino suya.
—¿Vivirá el muchacho, Evan?
—No sé. Cuando una herida degenera en humor maligno y supura y la fiebre aumenta… entonces la vida depende exclusivamente del enfermo. Si la vitalidad de éste es suficientemente poderosa, vencerá al pus y derrotará a la fiebre. De lo contrario morirá. He visto muchos casos similares y en todos sucedió una u otra cosa. Ahora tóquelo… toque su frente.
—Arde —dijo ella.
—Si la fiebre cede antes del amanecer, vivirá —dije, encogiéndome de hombros—. Eso es todo.
—Pobre Sally, pobre niña, ha asumido toda la responsabilidad respecto de su vida.
—¿Qué quiere usted decir? —le pregunté.
—Ni yo misma lo sé. No podría explicarlo… Dígame, Evan, ¿su religión admite la gracia?
—La admite en ciertas personas afortunadas. Yo no soy afortunado. ¿Qué ocurre con Sally?
—¿Sabía usted que enterraron a los mercenarios en el cementerio de la iglesia congregacional?
—¡Qué generosos!
—Odia usted demasiado, Evan.
—Quizá…, porque no veo muchas cosas dignas de ser amadas en este mundo. Escuche: voy a cerrar la herida. De modo que después habrá que levantarlo para vendarlo. ¿Me hace el favor de decirle a Raymond que suba para ayudarme?
Asintiendo con la cabeza salió del cuarto y poco más tarde apareció Raymond Heather… Luego de cerrar yo la herida y de colocar un relleno sobre ella, dimos vuelta al joven y Raymond lo sostuvo, en tanto yo pasaba la venda por su pecho y su espalda.
En ese momento el joven se despertó y, semiinconsciente, nos miró y sonrió dulcemente como un niño.
—Dispongo de dos chelines para pagarle —dijo Raymond—. Pero temo que tendré que pagarle el resto en especie.
—Raymond, Raymond…
Nos miramos durante cierto tiempo. De pronto él inclinó la cabeza y dijo:
—Lo siento. No volveré a hablar de ello —y agregó, con aire torpe—: Nosotros nos acostamos temprano. ¿Quiere que me quede con usted?
Yo hice un ademán negativo con la cabeza.
—¿Me llamará si me necesita?
—Lo llamaré, Raymond.
—Tengo el sueño ligero. Bastará con que llame suavemente a la puerta de nuestra habitación.
—Siempre que lo necesite, Raymond.
Salió él y yo quedé a solas junto al mercenario, como en muchas ocasiones semejantes —tantas que no podría precisarlas claramente— había yo permanecido al lado de algún hombre o una mujer o un niño enfermos o moribundos o a punto de renacer… No sé qué les ofrecía, si es que les brindaba algo. En cambio, sí me parece que recibía algo de ellos. Ésa era la única religión que subsistía en mí. Nadie, ni mi esposa, ni ninguna otra persona, ni siquiera el sacerdote a quien pocos días antes le había hecho yo una especie de confesión, tenía una idea de la estéril desolación de mi existencia y de la pesadilla que implicaba el observarme a mí mismo como un miserable fragmento de aquella pedregosa serranía que se elevaba en un lugar llamado Connecticut, donde no tenía con quién intercambiar palabras o ideas significativas para mí. Por eso, tal vez, les daba yo algo valioso a mis enfermos o bien recibía algo de ellos. Fuera cual fuese el caso, en ellos encontraba yo un poco de paz, una especie de quietud que serenaba mi espíritu y hacía brotar espontáneamente en mi alma una suerte de plegaria personal, en demanda de cura y perdón.
En la calma nocturna cobraron vida todas las voces de la noche. Además de la ronca respiración del mercenario llegaban a mis oídos el rumor de las pisadas de los animales, los penetrantes chillidos de una lechuza, las rascaduras de los mapaches, empeñados en explorar el territorio del hombre, los coléricos ladridos de los perros y, desde muy lejos, el salvaje clamor de los somorgujos que poblaban la gran ciénaga.
Súbitamente el mercenario gimió. Al palpar su frente comprobé que ésta ardía como una brasa. Se acercaba el momento de la definición, en la lucha de la vida contra la muerte, del instante a partir del cual no podría sobrevivir con aquel fuego en las venas.
De repente se abrió la puerta y entró Sally con varias bujías que en seguida encendió para reforzar la luz de las velas anteriores, ya casi consumidas. Después de sentarse junto al lecho, en el lado opuesto a aquel en que yo me encontraba, me explicó quedamente:
—Como ahora sabremos si vivirá o morirá, será mejor que me quede, ¿no le parece?
—Tal vez —le dije.
—Sólo vivirá si se recobra espiritualmente —dijo ella con sencillez.
—Y tú revivirás su espíritu, ¿no, Sally? —le pregunté, sin asomo de burla, con auténtica curiosidad.
—Sí.
—¿De qué manera?
—Con amor —dijo ella—. Porque lo amo.
—Vamos, pequeña, si apenas lo conoces.
—Lo conozco muy bien, Evan Feversham —me contestó con gran dignidad—. Ayer conversamos… Además, yo lo encontré. De modo que su vida me pertenece, ¿no es cierto?
—¿Qué quieres decir?
—¿No le contó mi padre?
—No. No hablamos de la manera en que se conocieron. Estuve a punto de preguntarle al respecto, pero se me pasó.
—Luego de abandonar la ciénaga, atravesó el bosque y el prado y se escondió entre el forraje del granero. Cuando, por la mañana, entré allí para dar de comer a las gallinas, vi una mano sobre el heno… Pero no me asusté. En seguida aparté el heno que lo cubría y lo desperté. Ninguno de los dos se asustó. Después fui en busca de mi padre y él lo trajo a la casa.
—Pero ¿por qué dices que lo amas? —insistí—. ¿Acaso porque tu religión te aconseja amar a todo el mundo?
—Ésa es una forma del amor —me respondió tan tranquilamente como si me estuviera hablando del tiempo, de la lluvia caída esa tarde o de la luna que en ese instante resplandecía en el firmamento—. A él lo amo de otra manera: como una mujer puede amar a un hombre…
—Me parece que estás disparatando —le dije, molesto e irritado por su calma y aplomo—. Él no es un hombre, sino un chico y tú eres una niña. ¿Cómo puedes amar a un desconocido, a un extraño?
—Para nosotros no hay desconocidos.
—¿Has hablado de ello con tu madre o con tu padre?
—No. Sólo a usted le he dicho tal cosa, para que comprenda por qué debo permanecer aquí… Usted me permitirá quedarme.
—Quédate si quieres. Pero debo decirte que estás hablando como una romántica estúpida. Si fueras hija mía, haría entrar en razón a tu necia cabecita.
—Entonces, doctor Feversham, me alegro de no ser hija suya, a pesar de cuánto lo admiro.
—Te agradezco la admiración que sientes por mí, Sally Heather, pero, si deseas que te trate como una mujer, en lugar de considerarte una criatura, tienes que obrar como una mujer y no como una pequeña tonta.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No hablemos más de esto —le dije—. Como médico estoy acostumbrado a las confidencias. De manera que no debes arrepentirte de haberme hecho tu confidente. Si permaneces tranquila, podrás quedarte, y si deseas hacer algo, puedes mojar, de vez en cuando, en agua fría el paño que tiene sobre la frente.
Durante largo tiempo guardamos silencio. Por último, saqué mi reloj: eran las 4,30 de la mañana. Como el muchacho respiraba mejor, retiré el paño de su frente y posé mi mano en aquélla: estaba fresca.
—Magnífico —cuchicheé—. La fiebre ha cedido Ahora está durmiendo… durmiendo de verdad —y me puse de pie—. Puedes irte.
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Haz lo que quieras.
Abajo encontré agua caliente en un caldero que se hallaba sobre los rescoldos del hogar. Me hice un poco de café, echando agua caliente sobre la borra del día anterior. El mejor café de la época de la guerra apenas merecía tal nombre y el que yo bebí en esa ocasión era aún mucho peor. Sin embargo, entibió mi estómago. Por otra parte, en el estado de ánimo en que me encontraba, me importaba muy poco el sabor del café. En ese instante experimentaba yo la agradable sensación que todo médico siente al ver regresar a uno de sus enfermos del umbral de la muerte. Ello, unido a la falta de reposo y comida, provocaba en mí una deliciosa euforia.
Luego me dirigí hacia la puerta, donde recibí en la cara el aire matinal refrescado por la lluvia. Durante un momento respiré profundamente, en tanto observaba complacido el flamígero matiz rosado que en Oriente anunciaba la salida del sol. Poco después vi salir a Raymond del establo, con dos cubos de espumosa leche, a los que con mucho cuidado colocó en un depósito subterráneo. Acto seguido se aproximó a mí, que seguía en la puerta.
—Vivirá —le dije, respondiendo a su muda pregunta.
—Gracias, Dios mío.
Lo examiné atentamente, preguntándome qué clase de vínculo ligaría a aquella familia con su desconocido e inesperado huésped y debo confesar que lo envidié, no sólo por la esposa que tenía, sino también por la simple seguridad con que actuaba.
—Muy bien —lo interrumpí—. Pero el problema subsiste. Ese muchacho…
—Se llama Hans Pohl —dijo Raymond— y tiene dieciséis años y nueve meses y lleva ya tres años en América. Su padre fue sargento y él nació en un campamento… Pero ello no quiere decir que sea un alma perdida…
—Raymond —lo interrumpí—, ¿cómo diablos conoce usted su nombre y demás datos personales?
—Todo eso me lo ha dicho Sally. Ella conversó con él ayer.
—De modo que Sally es el juez de sus prendas personales.
Raymond meneó la cabeza y sonrió como si pensara que cualquier explicación escaparía a mi entendimiento… y, tal vez, tendría razón.