13. La «meetinghouse»

Finalmente cortaron la soga y yo certifiqué la muerte del joven mercenario. Entonces los cuáqueros transportaron el féretro a la casa de Dorset. La multitud nos siguió durante cierto tiempo y luego se disgregó. Ziporah Dorset condujo a Sally a su sala de recibo, donde se esforzó por consolarla. Los demás, junto con el pastor, trasladamos el cadáver a la cocina. Allí lo lavamos y también limpiamos todo lo posible el uniforme del muchacho. Dorset nos proveyó de una colcha, sobre la cual depositamos el cadáver, y de un martillo y varios clavos para cerrar el ataúd.

—Si lo desean, pueden dejarlo esta noche en la iglesia —nos dijo Dorset—. Sinceramente, les ofrezco la iglesia.

—Mejor será que lo velemos en la meetinghouse y que mañana ellos lo traigan aquí para enterrarlo. La joven quiere pasar la noche a su lado —le expliqué, porque no deseaba contribuir a su destrucción interior—. Tal vez, también lo deseen sus padres y otras personas… Ninguno de ellos se sentiría cómodo en su iglesia.

De inmediato transportamos el féretro fuera de la casa y lo colocamos en el carromato de Raymond, en tanto que los otros cuáqueros se dirigían hacia sus respectivas cabalgaduras. Poco después salió Sally acompañada por Ziporah. Ya no había lágrimas en su rostro y parecía, otra vez, dueña de sí misma. Luego de decirle a Raymond que me encontraría con él en la meetinghouse y de ayudar a Sally a sentarse a su lado en el vehículo, me quedé observando su partida. Durante un momento Dorset y yo no pronunciamos una sola palabra. Pero en seguida le expliqué que debía yo retornar a la posada en busca de mi caballo.

—¿Cree usted que les disgustará mi presencia en la meetinghouse? —me preguntó.

—Pienso que nada les disgusta.

—Hasta hace poco creí que no podía yo hacer nada… Ahora me parece que podía haber hecho mucho.

—Supongo que todos pensamos lo mismo.

—¿Usted también, doctor Feversham?

—Yo también.

—Muchas gracias —me dijo—. Es usted muy amable.

A través del common me dirigí hacia la posada. El lugar de la ejecución estaba desierto y el patíbulo se mostraba ahora en toda su horrenda fealdad. Al tomar las riendas de mi caballo vi salir de la posada a Abraham Hunt, que, al verme, avanzó a mi encuentro, cojeando ligeramente a causa de su gota.

—¿Y… Feversham? —me dijo, desafiante. No supe qué decirle. Por otra parte, no deseaba hablar con él. Lo miré sin odio y sin asombro, porque había llegado a comprenderlo. De inmediato monté en mi cabalgadura y me alejé del lugar.

Había sido aquél un día larguísimo, interminable… No obstante, cuando arribé a la meetinghouse aún no había anochecido. Era la meetinhouse una pequeña estructura de madera, semejante a una iglesia sin campanario, y estaba situada junto a la carretera y próxima a la cúspide de la Peaceable Ridge. Por lo menos una docena de caballos y carretas se hallaban frente a la casa y otros avanzaban cuesta arriba, a mis espaldas.

Poco después entré por primera vez en la meetinghouse. Aun cuando había pasado ante ella en numerosas ocasiones y conocía, en cierta medida, a los cuáqueros, me asombró la desnudez interior de aquella casa. No había allí cruz alguna, ni ornamentación de ninguna especie. Tampoco vi nada en ella que la caracterizara como un lugar cristiano. Se trataba, simplemente, de una habitación en la que había varios bancos de pino, con capacidad para alrededor de cuarenta personas, y un facistol situado frente a aquéllos. El féretro se hallaba detrás del facistol, sin nada que lo cubriera: ni una flor vi sobre las tablas de pino, tan desnudas que no pude evitar el sentirme un tanto agraviado por ello.

Cuando entré había ya gente en la casa: unas veinte personas, entre nombres, mujeres y niños de ambos sexos. Los que iban llegando se dirigían a sus asientos calladamente. Según pude colegir, no habría ninguna ceremonia especial, ni servicio religioso alguno. Al parecer, nadie oraba allí. Los asistentes permanecían silenciosos, con los ojos bajos y las manos enlazadas sobre sus regazos.

Sarah debía de haber venido desde su casa con Jacob y la más pequeña de sus hijas, a la que sostenía en sus brazos. Raymond y Sally se sentaron a su lado, en el mismo banco. Yo me senté junto a Raymond, el cual, al verme, me tomó de un brazo y me dijo:

—Gracias por acompañarnos en este momento tan doloroso.

Sentado entre ellos me sentí extrañamente perdido y fuera de lugar, sin respuestas, ni esperanzas, sin presentir el más leve atisbo de gracia sobre mí. Callado en mi asiento vi arribar a los últimos cuáqueros, que llegaron a sumar unos treinta en total. Mientras por las ventanas penetraban los oblicuos rayos del sol poniente, vacilé bajo el peso de mis perdidas esperanzas y apetencias.

Poco después Raymond se puso de pie, se dirigió hacia el facistol y abrió la Biblia que sobre éste se hallaba. Acto seguido hojeó el Libro y escudriñó desde muy cerca el texto, debido a la escasa iluminación del local, hasta que dio con lo que buscaba.

—Leeré un fragmento del cuarto capítulo del Génesis —dijo—: «Y habló Caín a su hermano Abel y ocurrió que estando ellos en el campo Caín se levantó contra su hermano Abel y le mató. Y el Señor dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: No sé: ¿soy yo guarda de mi hermano?». «No sé —repitió Raymond, en tanto cerraba el Libro—. Yo soy guarda de mi hermano y, sin embargo, no sé».

La luna siguió elevándose, mientras mi caballo me llevaba de regreso a mi hogar, una luna grande y llena que bañaba en su pálida luz todo el paisaje. Aquel día había durado una eternidad… Creo que lo que más deseaba yo en ese momento era toparme al final del trayecto con el pequeño cura atormentado por sus forúnculos, para caer ante él de hinojos y decirle: «Padre, escuche mi confesión». Sin embargo, yo estaba seguro de que ni siquiera su presencia cambiaría las cosas y que para mí no había salvación, ni condena, sino tan sólo el purgatorio donde moran los excluidos, los que saben que nunca dejarán de serlo y deambulan por la tierra indefensos, sin saber más al morir de lo que sabían al nacer.