11. El veredicto
El tribunal suspendió el juicio durante tres horas, o sea, hasta las cuatro de la tarde. El general Packenham anunció que daría su veredicto al vencer dicho lapso. Yo envié a Alice a mi casa en una calesa, porque me había dicho que no podía resistir más aquello. Al partir le dije que Rodney Stephan debía presentarse al atardecer ante la posada con un caballo ensillado.
El público se disgregó: unos se dirigieron a sus ocupaciones, otros a sus domicilios y hubo quienes fueron a comer o bien adonde tenían algo que hacer, porque, aun cuando todavía no se había dado a conocer el veredicto, nadie dudaba cuál sería éste. Yo atendí a tres o cuatro enfermos, que aprovecharon mi estada en la ciudad y luego me dirigí hacia la calle donde Raymond había atado su carromato. Al verme demoró su partida, aunque era posible que hubiese estado aguardando que yo me alejara de la posada. Sally y Jacob, sentados en el vehículo, muy serios y rígidos, porque sabían que eran el foco de todas las miradas, sobrellevaban su situación de la mejor manera. Ebenezer Calvil, que casi siempre estaba borracho y era muy boca sucia, se tambaleaba muy cerca del carromato. En tanto me acercaba le oí decir:
—… aunque no muy joven, hermanita, soy mucho más hombre que cualquier alemán —y se volvió hacia mí, grande y sucio, sonriendo estúpidamente. En su nariz y sus mejillas sobresalían unas venas purpúreas—, de lo cual puede dar fe el doctor, que es un especialista en mercenarios.
Raymond lo observaba molesto y paciente como un hombre incapaz de violencias y amenazas.
—¿Le parece, doctor, que me espera un lindo futuro con la chica?
—Pienso que apenas tendrás futuro con nadie —le dije fríamente—. Si no dejas de beber morirás antes de fin de año. Y ahora ¡fuera de aquí!
El borracho meneó la cabeza y me miró fijamente.
—¿Con quién demonios piensa usted que está hablando, miserable?
—¡Fuera de aquí!
Sally no se movió, ni lo miró en ningún momento, pero sus labios temblaban. Jacob, inmóvil como su hermana, se esforzaba por contener las lágrimas que de nuevo se deslizaban por sus mejillas.
—Ella quería quedarse… pero ¿no le parece que sería inútil? —me explicó Raymond.
—No comparto su opinión.
Ebenezer Calvil, que no se daba por vencido, escupió contra el carromato.
—¿Vendrá usted a comunicarnos el veredicto?
—Por supuesto.
Acto seguido Raymond trepó a su vehículo y partió, acompañado por las maldiciones de Calvil, y yo volví al salón de la posada en busca de mi sombrero. Las bujías se habían ya consumido y el salón se hallaba en la penumbra. Al principio me pareció que estaba desierto, pero, de pronto, advertí a Hunt sentado en uno de sus extremos.
Yo estaba dispuesto a pasar de largo, porque deseaba ante todo enfrentar a Packenham con algún nuevo tipo de descargo o baladronada. Además, no tenía nada que decirle al squire. Pero, como éste me llamó, tuve que atenderlo. Sin chaqueta, con la camisa y el chaleco desabrochados y calzado con botas, había estirado sus piernas cuan largas eran.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le pregunté.
—¿Regresaron los Heather a su domicilio?
—Sí.
—Es lo mejor que podían haber hecho. No me gustaría que estuvieran aquí cuando se conozca el veredicto.
—Me imagino que no le gustaría…
—Es usted un cínico irremediable, Feversham… Bueno, yo también lo soy… ¿Cómo tomó la cosa la muchacha?
—¿Cómo cree usted que podría tomarla?
—He sido justo, ¡qué demonios! No me mire como a un cerdo inmundo.
—¿Eso es lo que quería decirme?
—He sido justo, Feversham… ¡maldita sea! Debe usted reconocerlo. Podría yo haber convertido en un infierno perpetuo la vida de esa gente. A sus ojos, Feversham, no me han hecho nada. Pero yo y la mayoría de nuestro pueblo pensamos que han traicionado nuestra causa.
—Yo no he dicho que no hicieron nada.
—¿Se retracta usted ahora, Feversham?
—A decir verdad, no… En mi opinión, realizaron una acción humanitaria.
—Me asombra usted, Feversham.
—Sin embargo, reconozco que usted podría haber convertido su vida en un infierno.
—Usted da a cada uno lo suyo, ¿no?
—¿Qué importa lo que yo piense?
—Nada… —Luego de una larga pausa y, observándome a través de la penumbra, me preguntó—: ¿Era Calvil el que estaba chillando allí?
—Sí.
—Lo tendré en cuenta, para romperle el pescuezo a ese miserable.
—Lo consagro paladín de las mujeres —le dije, aprobando sus palabras.
—No se traicione, Feversham, para mostrarse detestable… Ello es muy natural. Supongo que se propone pedir clemencia a Packenham.
—¿Se opone usted?
—No. ¡Adelante…! Aunque no creo que tenga éxito con ese vanidoso hijo de puta. Personalmente estimo que lo odia a usted por su valor… Aunque, después de lo que usted le dijo, no lo condeno. ¿Qué pasó en Saratoga?
—Lo que ocurre en cualquier batalla. Perdió el valor y resolvió emprender la fuga.
—¿Logró huir?
—No. Stark lo contuvo y lo castigó hasta dejarlo medio muerto.
—¿Con sus manos?
—A cintarazos. ¿Ha visto usted castigar a alguien con la espada?
—¿Y piensa pedirle un favor a ese hombre? —Hunt sonrió y meneó la cabeza—. Adelante, Feversham, adelante.
—¿Dónde está?
—Arriba, en el gran salón, mordisqueando algo con el encantador St. August. Hay que comer mucho para llenar una panza semejante.
—Le admiro sus amistades —le dije, en tanto me dirigía hacia la puerta.
De pronto, él me espetó:
—¡Feversham!
Me detuve.
—Hago lo que debo hacer, Feversham. Me importa un bledo lo que usted piense de mí… Simplemente quiero dejar sentado que hago lo que me incumbe hacer.
—Todos hacemos lo que debemos hacer, squire.
Ya en la planta alta, llamé a la puerta y St. August, con voz alegre y cantarina, respondió:
—¡Adelante! ¡Adelante!
Estaban los dos sentados a la mesa en mangas de camisa. Ante ellos había una fuente con dos patos asados y una gran torta de manzana. Comían con un entusiasmo que les impedía apartar los ojos de las viandas. Luego de desgarrar los patos en pedazos, lamían la grasa que chorreaba de sus dedos y a continuación hundían sus cucharas en las profundidades de la torta de manzana. Pasó bastante tiempo antes de que examinaran a su visitante. Al verme, sus brillantes rostros se ensombrecieron.
—Creo que no tenemos nada que decirle, Feversham —me dijo el general. En seguida ingirió una gran cucharada de torta y se dirigió a St. August—: Manzanas pasas.
—Estamos en junio —se excusó St. August.
—Supongo que peor es nada… ¿Qué desea usted, Feversham?
—Deseo presentar un descargo.
—Déjese de tonterías —me dijo Packenham, salpicando saliva a través de un trozo de pato—. Los hombres como usted no presentan descargos. Lo malo, respecto de los individuos de su clase, Feversham, es que consideran a los demás unos tontos, o sea, dan por sentado que los otros son trasparentes y se consideran a sí mismos impenetrables. Este pato huele mal, St. August. —¿Será silvestre?
—Es demasiado gordo para ser silvestre. Lo que ocurre es que los alimentan con porquerías… Con pescado viejo. Adelante, Feversham, con su petición.
—No ahorque al muchacho. Se lo pido de todo corazón, general Packenham. Por favor, no lo cuelgue. Véndalo como una mercancía. Eso será un castigo suficiente.
—¿Por haber matado? Vamos, Feversham. —No, no… Es tan culpable de asesinato como yo.
—¿De veras?
—Por favor… Se lo pido al oficial y al caballero.
—Retribuyo su cumplimiento, Feversham, aunque dudo de que existan todavía oficiales y caballeros en este miserable Ridge. Esta comida no es digna ni siquiera de un cerdo, y la cerveza está agria y caliente como la orina. ¿Cuál es el postre, coronel?
St. August destapó una fuente de loza.
—Crema con miel —dijo.
—¿Crema?
St. August sumergió un dedo en la fuente y luego deslizó por él su lengua.
—Dulce como la miel —dijo.
—Ahora han cambiado de táctica… Beba una cerveza con nosotros, Feversham, y olvídese de lo ocurrido. Los hombres como usted no piden clemencia. ¿Oyó los testimonios?
Cerré la puerta a mis espaldas y descendí a la planta baja. La cocina de la posada, llena de gente y de gritos, apestaba a comida y cerveza. Todo el mundo discutía allí. Los diálogos eran acalorados y violentos, pero muy pocos defendían al alemán y aún éstos lo hacían más por el placer de discutir que por defender a un inocente. En el salón del tribunal encontré de nuevo a Hunt, quien, siempre en la misma silla y con las piernas extendidas, me saludó con un brazo:
—¿Ablandó al general, Feversham? —me preguntó.
—A usted lo escucharía.
—Deje que cuelguen al mercenario, Feversham. Por más vueltas que le dé, usted sigue siendo un extranjero aquí. América siempre será una tierra extraña para usted… Con más razón el Ridge. Usted nunca nos comprenderá, porque no nos parecemos en nada de lo que usted conoce. Si nos toma por unos ingleses que hace dos, tres o cuatro generaciones nos establecimos en este suelo, se equivoca usted de medio a medio. ¿Piensa, acaso, que nos apoderamos de este continente y lo hicimos nuestro mediante la clemencia? ¡De ninguna manera, señor! Cada pulgada de este territorio nos costó sangre. Mi abuela tuvo once hijos, de los cuales sólo sobrevivieron dos. Durante cierto invierno tuvieron que alimentarse con raíces arrancadas a la tierra helada. Estos campos son tan fértiles y verdes como el trasero de una marrana. Sin embargo, ¿qué pueblo fue capaz, como nosotros, de erigir una muralla de piedra de un millar de millas de longitud? Todas las malditas piedras que componen ese muro fueron extraídas de estos mismos campos durante sólo dos generaciones. Edificamos estas casas y desbrozamos esta tierra con nuestras propias manos y luchamos contra los indios para que no quedaran dudas, respecto de nuestro dominio. Nuestro derecho emana del esfuerzo que realizamos para vivir en este maldito desierto. Hace seis años que luchamos contra los ingleses y lucharemos otros seis y aun sesenta años, si es necesario. De modo que no puedo explicarle lo que pasó dentro de mí cuando vi el cuerpo de Saul Clamberham colgado de un árbol.
—Le importó un bledo de Saul Clamberham —le dije.
—En efecto, me importó un bledo. Nunca perdí el sueño por él. Pero le diré por quiénes me preocupé: por los mercenarios. Cuando aparecieron en el Ridge, mi estómago se agrió como el vino echado a perder. Existe una diferencia fundamental entre usted y yo, Feversham: yo sé odiar y usted no… El odio es hermoso, porque nos hace más fuertes… más de lo que usted se imagina. ¿Cree usted que yo estaba seguro del resultado cuando me dirigí con mis hombres a la granja de Buskin? De ninguna manera. Los milicianos del Ridge no son soldados: ése era el primer combate que afrontaban en sus vidas. Por eso, al producirse las primeras descargas casi todos huyeron. Tanto temían a los alemanes que al pensar en ellos se estremecían. Usted los vio cuando se presentaron en la granja. Muy pocos milicianos pensaban que seguirían vivos al finalizar el día… Y usted me pide que me conduela de los mercenarios. No, señor, usted jamás me comprenderá.
—Así es, squire Hunt, no lo entiendo —admití.
—Entonces, deje las cosas como están y no pida clemencia, Feversham.
«La pido para mí», pensé. Pero hubiera sido inútil explicárselo. Él tenía razón. Yo no sabía odiar y, en cierto sentido, Abraham Hunt veía dentro de mí mejor que yo mismo.
El público comenzó a retornar al salón, aunque su número había decrecido. Muy pocas personas estaban dispuestas a sacrificar un día entero de primavera a la vida de un mercenario: había que sembrar, cortar hierba, alimentar a los animales y muchas verjas que recomponer. Apenas varias docenas de individuos se sentaron en el salón cuando Oscar Latham encendió las nuevas bujías y el general Packenham, el coronel St. August y el actuario Crippit tomaron asiento ante la mesa. Packenham, con el chaleco desabrochado, para acomodar mejor el pato, la torta y la cerveza en su panza, dejó caer su mazo y Crippit, de pie, leyó en su papel:
—Comienzan las sesiones de este tribunal militar de la Commonwealth de Connecticut, bajo la presidencia del general Jonah Packenham.
El actuario depositó la hoja sobre la mesa y miró al general.
—Dígales que se pongan de pie.
—Todo el mundo de pie —gritó Crippit.
Todos cumplimos la orden.
—Traigan al mercenario —dijo Packenham.
El muchacho entraba ya en el salón, flanqueado por dos milicianos. Una vez frente a la mesa, se mantuvo rígido y expectante.
—¿Tiene usted algo que alegar, Hans Pohl, antes de que este tribunal dé su fallo?
El muchacho apenas podía hablar. Su voz se quebró, emocionada, cuando dijo con esfuerzo:
—Yo no mato a nadie. Pero soy un soldado de Hesse, un Jager, y si debo morir, moriré como un Jager.
Sin duda había ensayado una y otra vez aquellas frases.
—Entonces escuche la sentencia de este tribunal: ha sido usted hallado culpable del asesinato premeditado de un ciudadano norteamericano. Hemos escuchado y sopesado todos los testimonios, sin poder hallar una sola circunstancia atenuante. En consecuencia, lo sentenciamos a ser colgado del cuello hasta morir. Dios se apiade de su alma.
Packenham se cubrió la boca para amortiguar el ruido de un eructo. El muchacho se esforzó por mantener una digna actitud, pero, como era un chico, no pudo evitar que varias lágrimas rodaran por sus mejillas.