Concord, 4 de noviembre de 1860

Sr. Blake:

Me alegra oír detalles de su excursión. En cuanto a mí mismo, le busqué un poco ese lunes, cuando, según parece, pasó Monadnoc; dirigí mis prismáticos hacia varios grupos que subían la montaña media milla más allá por uno de nuestros costados. En definitiva, estuve tan cerca de verle como usted de verme a mí. No tengo ninguna duda de que lo hubiésemos pasado muy bien si hubiese venido, pues tenía, ya preparadas, dos casitas con techo de pícea, en las que se podía estar de pie, completas en todos los aspectos, separadas media milla una de otra, y usted y B. podrían haberse alojado por su cuenta en una de ellas, si no con nosotros.

Empezamos con muy buen pie nuestra vida de montaña. Tal vez recuerde que el sábado anterior fue un día tormentoso. Pues bien, ascendimos bajo la lluvia —completamente mojados— y nos encontramos en una nube en mitad de la tarde, en una circunstancia nada propicia para buscar un buen sitio donde acampar. Así que seguimos adelante, a través de la nube, hasta esa piedra memorable, «pedazo de jardín»[208], en la que una vez levantamos nuestro humilde campamento; y allí, tras poner nuestro equipaje debajo de una roca, como tenía una buena hacha, construí una techumbre robusta, que Channing proclamó ser «la casa más bonita que había visto nunca» (nunca antes había acampado, así que estaba predispuesto). Ya era casi de noche, y para entonces ya estábamos casi tan mojados como si hubiésemos estado metidos en una pipa de agua. Entonces hicimos fuego ante la puerta, en el mismo emplazamiento exacto en el que hicimos nuestra pequeña fogata dos años antes, y nos llevó un tiempo quemar sus restos hasta llegar a la tierra de debajo. De pie delante de él, y dándonos la vuelta lentamente, como carne asándose, llegamos a estar tan secos como nunca, después de unas horas, y así, al fin, nos fuimos a dormir.

Fue mucho mejor que ir hasta allí con buen tiempo y no vivir aventura alguna (sin saber cómo apreciar ni el buen ni el pésimo tiempo), sino dormir en una casa aburrida, común y corriente, y ante un fuego —en comparación con el nuestro— inútil, tal y como hacemos cada noche. Por supuesto, agradecimos a nuestras estrellas, cuando las vimos, que fue hacia la medianoche, que aparentemente se hubiesen retirado durante un tiempo. La montaña fue toda para nosotros esa tarde y esa noche. No había nadie ascendiéndola ese día para grabar su nombre en la cumbre, ni para recoger arándanos. El genio de las montañas nos vio empezar en Concord y dijo: «Ahí vienen dos de los nuestros. Preparémonos para ellos. Montemos una tormenta importante, que mande a sus casas a esos escaladores domingueros (su momento llegará otro día). Recibámoslos con la auténtica hospitalidad de las montañas: degüella a esa nube que hemos estado engordando. Hagámosles saber el valor de un techado de pícea, y del fuego de tocones muertos». Cada arbusto derramó lágrimas de felicidad por nuestro Adviento. El fuego hizo todo lo posible, y recibió nuestros agradecimientos. ¿Qué podría haber hecho el fuego con buen tiempo? El techado de pícea también recibió parte de nuestras bendiciones. Y luego… ¡una vista de las rocas mojadas, con los líquenes húmedos cubriéndolas, como la que tuvimos la mañana siguiente, y nunca más!

Tanto nosotros como la montaña disfrutamos de este tiempo juntos. ¡Qué contentos estábamos de estar mojados, para así poder secarnos! ¡Qué contentos con la tormenta, que hizo que la casa nos pareciese un nuevo hogar! La experiencia de ese día fue venturosa, en efecto, pues no tuvimos otra tormenta eléctrica en todo nuestro viaje. Tal vez nuestro anfitrión se reservó esta atención para intentar que regresásemos en otra ocasión.

Nuestra siguiente casa fue más robusta todavía. Un lado era roca, y el suelo también; y el techo que hice hubiese podido sostener un caballo. Estuve de pie en él para colocar las tejas de madera.

Las últimas veces que he estado en las White Mountains he percibido varias molestias que hacen desagradables los viajes por esa zona. La principal eran las casas de montaña. Yo suponía que la atracción fundamental de esta región, incluso para quienes viven en las ciudades, era su naturaleza salvaje y su disparidad con respecto a la urbe y, sin embargo, hacen que se parezca a la ciudad tanto como son capaces. Supe que la Crawford House tiene iluminación a gas y una gran taberna con una banda de música, para bailar. Pero a mí dadme una casa de pícea construida bajo la lluvia.

Un viejo granjero de Concord me cuenta que subió el Monadnoc una vez y bailó en su cumbre. ¿Que cómo ocurrió? Pues, cuando estaba allí, un grupo de chicos y chicas jóvenes subió, trayendo consigo tablas y a un violinista; cuando hubieron extendido las tablas, las nivelaron, y en ese suelo bailaron al son de la música del violín. Imagino que la canción era «Excelsior»[209]. Esto me recuerda al tipo que escaló hasta lo más alto de un capitel, se puso de pie, y gritó: «¡Viva…!», y ¿por quién? Pues por Harrison y Tyler[210]. Es el tipo de sonido que emite la mayor parte de la gente ambiciosa cuando culmina algo. Están acostumbrados a ser especialmente frívolos en las atmósferas ligeras y no pueden contenerse, aunque nuestra comodidad y su seguridad lo requieran; es necesaria la presión de muchas atmósferas para conseguirlo; y por tanto allí se evaporan sin remedio. Pareciera que, en su ascenso, cada vez respirasen con mayor dificultad y, con cada espiración, los abandonase parte de su juicio hasta que, cuando llegan a la cúspide, tuviesen la cabeza tan ligera que solo pudiesen señalar en qué dirección sopla el viento. Sospecho que la crítica de Emerson llamada «Monadnoc» se inspiró no en los habitantes de New Hampshire tal y como son en los valles, sino cuando suben a las cimas de las montañas.

Tras la experiencia de varias noches, Channing llegó de repente a la conclusión de que estaba «tumbado a la intemperie» y preguntó cuál era la bestia de mayor tamaño que podría mordisquearle las piernas allí. Me temo que no pegó ojo en toda la noche. Le pedí que pasase una semana allí. Pasamos cinco noches, y seis días, pues C. sugirió que seis días laborables eran una semana, y yo vi que estaba listo para levantar el campamento.

Los chicos u hombres de Fassett[211] nos vieron ascender bajo la lluvia, sombríos y silenciosos, como dos genios de la tormenta; pero más tarde nadie nos identificó, a pesar de que fuimos tema de alguna conversación que oímos por casualidad. Al menos quinientas personas vinieron a la montaña mientras estábamos allí, pero ninguna encontró nuestro campamento. Vimos a un grupo de tres damas y dos caballeros extender sus mantas y pasar la noche en la cima, y los oímos conversar, pero no supieron que tenían por vecinos a unos pobladores relativamente antiguos. Les ahorramos el disgusto que ese conocimiento les habría causado, y les dejamos que imprimiesen su historia en el periódico de acuerdo con su versión.

Sí, encontrarse con hombres en una situación honesta y simple, toparse con situaciones imprevistas, tener los pies doloridos, como le ocurrió a usted —¡ay!, y con un corazón dolorido, como tal vez también le ocurriese—, todo eso es excelente. Qué lástima que ese joven príncipe[212] no pudiese disfrutar un poco de la legítima experiencia de viajar: que se nos trate con simplicidad y honestidad, pero rudamente. Tal vez hubiese sido invitado a una hospitalaria casa en el campo, le hubiesen puesto el tazón de leche con pan ante él, con un delantal limpio; y le hubiesen dicho que ahí tenía la batea y la caña de pescar; se hubiese mecido entre un par de abedules, perseguido un par de marmotas, y se lo hubiese pasado muy bien y, finalmente, lo hubiesen enviado a dormir con los chicos, y así nunca le habrían presentado al Sr. Everett[213]. No tengo ninguna duda de que esta experiencia hubiese sido mucho más fructífera que la que tuvo.

La cumbre del Monte Washington coronada por la nieve debió de ser una vista muy interesante desde Wachusett. Qué saludable es el invierno, visto de cerca o de lejos; y qué bueno: muy por encima de la meramente sentimental, de sangre caliente, efímera y compasiva bondad moral, como se la suele llamar. Dadme la bondad que ha olvidado sus propias acciones; la que Dios ha hecho para ser buena, y dejadme ser. No quiero vuestro «justos hechos a la perfección»[214]. Y lo que los salvará será su pintoresquismo, como con los malditos árboles. Cualquier cosa que sea, y que no esté avergonzada de serlo, es buena. No valoro la bondad o la grandeza a menos que sea buena y grande, como lo es esa cima. Se lo ruego, ¿cómo podrían treinta pies de intestinos[215] mejorarlo? La naturaleza es bondad cristalizada. Miró hacia la tierra prometida. Cualquier belleza que contemplemos, cuanto más distante, serena y fría, más pura y duradera. Es mejor entrar en calor con el hielo que con el fuego. Dígale a Brown que me envió más del precio del libro, a saber, unas palabras suyas, por las que estoy en deuda con él.