Septiembre de 1852

Sr. Blake:

He aquí los escritos que le prometí[52]. Puede conservarlos, si los considera y utiliza como fragmentos discontinuos de lo que para mí es un ensayo más completo, extraído de una lectura exhaustiva de mi diario, sobre el que tal vez vuelva de nuevo.

Le mando mis reflexiones sobre la Castidad y la Sensualidad con humildad y pudor, sin saber hasta qué punto hablo de la condición general de los hombres, o simplemente me veo traicionado por mis defectos particulares. Sáqueme de dudas si puede.

Henry D. Thoreau

AMOR

La diferencia que existe entre un hombre y una mujer, lo que les hace atractivos el uno para el otro, no ha sido aún satisfactoriamente descrita por nadie. Quizá debamos admitir lo justo de la distinción que asigna al hombre la esfera de la sabiduría y a la mujer la del amor, pese a que ninguna pertenezca en exclusiva a cualquiera de ellos. El hombre repite continuamente a la mujer: ¿por qué no eres más juiciosa?; la mujer repite continuamente al hombre: ¿por qué no eres más cariñoso? No está en su voluntad ser juiciosos o cariñosos; y sin embargo, a menos que cada uno sea juicioso y cariñoso, no habrá ni sabiduría ni amor.

Toda bondad trascendente es una, pese a que puede apreciarse de diferentes maneras o mediante distintos sentidos. La vemos en la belleza, la escuchamos en la música, la olemos en una fragancia, la saboreamos en un bocado, y todo el cuerpo la siente como una salud extraña. La variedad está en la superficie o la manifestación, pero fallamos al expresar su identidad radical. El amante, es cierto, ve en la mirada de su amada la misma belleza que aparece dibujada en los cielos del Oeste. Es el mismo daimon, al acecho aquí tras un párpado humano, allá tras los párpados declinantes del día. Aquí, a pequeña escala, se encuentra la antigua y natural belleza del atardecer y el amanecer. ¿Pero qué amante astrónomo ha conseguido alguna vez penetrar las etéreas profundidades de los ojos?

La joven esconde una flor más clara y un fruto más dulce que cualquier cáliz de la tierra, y si acude retraída, confiando en su pureza y resolución, conseguirá que, retrospectivamente, los cielos y toda la naturaleza la proclamen su reina.

Bajo el influjo de este sentimiento, el hombre es como las cuerdas de un arpa eólica[53], que vibran con los céfiros de la mañana eterna.

A primera vista hay algo banal en el hecho de que el amor sea tan común. Tantos son los jóvenes indios, hombres y mujeres, que a lo largo de estas riberas han cedido a la influencia de este gran civilizador. No obstante, esta generación no está disgustada o desmotivada, pues el amor no es una experiencia individual, y pese a que somos transmisores imperfectos, este no comparte nuestra imperfección; aunque seamos mortales, el amor es infinito y eterno; y esta divina influencia también fluye en estas riberas cualquiera que sea la raza que en ellas habite, y quizá siguiera haciéndolo incluso si la raza humana no habitara aquí.

Quizá sobrevive un instinto en el más intenso amor que previene del total abandono y de la entera devoción, y hace un poco reservado incluso al amante más fogoso. Se trata de la anticipación del cambio. Pues el amante más ardiente es a la vez sabio en la práctica y busca un amor que dure para siempre.

Considerando las escasas amistades poéticas que existen, es llamativo que haya tantos matrimonios. Es como si los hombres cedieran demasiado fácilmente a las directrices de la naturaleza sin consultar antes a su genio. Uno puede sentirse ebrio de amor sin estar ni siquiera cerca de encontrar su meta. Hay más de buen corazón que de buen sentido en el fondo de la mayoría de los matrimonios. Pero el buen corazón debe estar guiado por el buen espíritu o la inteligencia. ¡Cuántos matrimonios no se habrían producido si se hubiera consultado al sentido común! Y si se hubiera acudido al sentido menos común o divino, ¡qué pocos matrimonios como los que presenciamos habrían tenido lugar!

Nuestro amor puede aumentar o decrecer. Está en su naturaleza, si puede decirse así.

A las almas superiores debemos respetar,

Pero solo a las inferiores sabemos amar.[54]

El amor es un crítico severo. El odio es capaz de perdonar más que el amor. Quien aspira a amar dignamente se expone a la más severa de las pruebas.

¿Es su amiga una de esas personas que se hacen más cercanas a medida que el valor que usted ofrece aumenta? ¿Se siente atrapada por usted? ¿Atraída por su nobleza? ¿Por su más peculiar virtud? ¿O es indiferente y ciega ante estas cosas? ¿Se mostrará complacida y halagada si va a su encuentro por cualquier sendero que no sea propiamente ascendente? En ese caso, el deber exige que se separe de ella.

El amor debe ser llama y luz.

Donde no hay discernimiento, el comportamiento del alma más pura puede llegar a la vulgaridad.

Un hombre de percepciones refinadas es más auténticamente femenino que una mujer meramente sentimental. El corazón es ciego, pero no así el amor. Ningún dios discrimina tanto.

En el amor y la amistad la imaginación se cultiva tanto como el corazón, y si alguno de ellos es ultrajado, el otro lo acusará. La imaginación es, en general, la primera en ser herida, y no el corazón, pues esta es mucho más sensible.

Comparativamente, podemos perdonar cualquier ofensa contra el corazón, pero no contra la imaginación. La imaginación es sabia —nada escapa a su mirada— y controla el pecho. Mi corazón podrá codiciar el valle, pero mi imaginación no me permitirá arrojarme al precipicio que me separa de él, pues está herida, sus alas cerradas, y no puede volar, ni siquiera para descender. «¡Nuestros “torpes corazones”!», dijo un poeta. La imaginación nunca olvida. Es un re-cordar, un re-anudar. Nada en ella es infundado, sino al contrario, bastante razonable, y solo ella utiliza todo el saber del intelecto.

El amor es el más profundo secreto. Una vez divulgado, incluso a la persona amada, deja de ser Amor. Como si solo yo te amara. Y una vez el amor cesa, se divulga.

En nuestra relación con aquel que amamos, deseamos respuestas para aquellas preguntas al final de las cuales no alzamos nuestra voz, a las que no añadimos signos de interrogación —tener respuesta con la misma mira permanente y universal, dirigida en cualquier dirección—.

Necesito que conozcas cada cosa sin que nada se te diga. Abandoné a mi amada porque había algo que debía decirle. Me preguntó sobre algo[55]. Debería haberlo sabido todo por afinidad. Tener que contarle no era más que la certificación de nuestra diferencia, la incomprensión.

El amante nunca presta buen oído a aquello que le cuentan, pues sabe que normalmente será o mentira o poco fiable; sin embargo, está bien atento a lo que ocurre en el instante mismo, como los centinelas que sin duda escucharon a Trenck excavar la tierra y finalmente aceptaron que debía de tratarse de un topo[56].

Una relación puede ser profanada de distintas maneras. Las partes pueden no respetarla con la misma sacralidad. ¡Qué ocurriría si el amante supiera que es amado con encantamientos y cautelas! ¡Qué pasaría si supiera que su amante consultó a un vidente! El lazo se rompería de inmediato.

Si negociar y regatear son perjudiciales en los negocios, mucho peores son para amor. Este ha de ser directo como una flecha.

Existe el peligro de que perdamos de vista lo que nuestra amiga es de forma absoluta, y veamos solo aquello que significa únicamente para nosotros.

El que ama no quiere a un juez parcial. Dice: sé tan bueno como justo.

¿Podrías con la mente amar

Y con el corazón razonar?

¿Podrías con amabilidad comportarte

Y de tu amado separarte?

¿El mar, la tierra y el cielo surcar

Y en cada lugar llegarme a encontrar?

Entre todas las vicisitudes no haré sino escoltarte,

Entre todos los vivos, cortejarte.[57]

Necesito su odio tanto como su amor. Tú no me rechazarás completamente hasta que repudies todo el mal que hay en mí.

En verdad, en verdad, no sabría indicar,

Por mucho que lo pueda meditar.

Qué podría decir más fácilmente,

Si el odio o el amor que siento por ti.

Debes creerme completamente

Si expreso el odio que albergo hacia ti.

¡Oh! Te odio con tal energía,

Que te destruiría con alegría.

Aun así, algunas veces, contra mi voluntad,

Mi querida amiga, te amo de verdad.

Sería traición a nuestro amor,

Y un pecado contra Nuestro Señor,

Eliminar la más mínima insignificancia

De este odio puro y libre de arrogancia[58].

No basta con que seamos sinceros: debemos proponernos y llevar adelante altos propósitos por los cuales ser sinceros.

Sin duda es poco frecuente que encontremos a alguien con quien relacionarnos de un modo ideal, y que ella quiera hacerlo igualmente con nosotros. No debemos tener reservas, debemos ofrecernos por completo a dicha sociedad, no debemos tener otro deber más allá de ese. ¡Alguien que pudiera soportar ser tan maravillosa y exageradamente bella cada día! Intentaría que mi amiga olvidara su baja autoestima y la ayudada a llegar a lo más alto, y allí la conocería. Sin embargo, es más frecuente que los hombres sientan tanto miedo al amor como al odio. Se ocupan de cosas mucho menos importantes. Tienen deberes más inmediatos a los que servir. Carecen de la imaginación necesaria para ocuparse así de un ser humano, y prefieren dedicarse a reparar la grieta de un tonel.

Qué enorme diferencia cuando, durante los paseos, solo encontramos extraños, y cuando en casa uno conoce a todo el mundo, o todos le conocen. ¡Tener un hermano o una hermana! ¡Tener una mina de oro en tu granja! ¡Hallar diamantes en la grava del rellano tras la puerta! ¡Qué cosas tan extrañas! Compartir el día contigo, poblar la tierra. Tener un dios o una diosa por compañero de paseo, o pasear solo con campesinos y zafias gentes de campo. ¿Acaso no acrecienta una persona amiga la belleza del paisaje tanto como un ciervo o una liebre? Nada sería ajeno a dicha relación, y todo estaría a su servicio. Los granos de los campos, los frutos en los prados. Las flores florecerían, y los pájaros cantarían con nuevos bríos. Habría más días claros en el año.

El objeto del amor se expande y crece ante nosotros hacia la eternidad, hasta que abarca todo lo que es dable amar, y llegamos a ser todo lo que se puede amar.

CASTIDAD Y SENSUALIDAD

Es realmente importante el asunto del sexo, pues, si bien es un fenómeno que nos atañe sobremanera, directa e indirectamente y, de hecho, tarde o temprano, el tema ocupa los pensamientos de todos, casi toda la humanidad calla sobre él. Y desde luego y por norma, un sexo no habla sobre sexo con el otro. Se esconde uno de los aspectos más interesantes del ser humano con más celo que cualquier misterio. Es tratado con un secretismo y un temor religiosos. Es inusual, incluso para los amigos más íntimos, hablar de los placeres y sufrimientos relacionados con el sexo, tanto como hablar de los aspectos externos del amor, sus giros e indefiniciones. Los Shaker[59] no agigantan tanto esta obsesión con la forma en la que hablan del asunto como hace el resto de la humanidad con la manera en la que calla. Desde luego, nadie debería hablar de algo sobre lo que no tiene nada interesante que decir. Pero nadie duda de que la educación de los hombres apenas ha comenzado, y de que, por el momento, hay escasa comunicación genuina.

En una sociedad pura, el asunto de la copulación[60] no se evitaría tan con tanta frecuencia como se hace en la nuestra: siempre por vergüenza, ni siquiera por respeto. No sería apartado de toda mirada, manteniéndolo siempre en un espacio de insinuaciones, y quizá simplemente se esquivaría del mismo modo que se hace con cualquier otro misterio. Si por pudor no se puede hablar de ello, ¿cómo se puede practicar? Aunque, sin duda, existe en él mucha más pureza, e impureza, de lo que parece.

El hombre cree aparejada a su idea del matrimonio cierto grado, al menos, de sensualidad. Pero cada amante, esté donde esté, cree en su inconcebible pureza.

Si es resultado del amor puro, no tiene por qué haber nada sensual en el matrimonio. La castidad es algo positivo, no negativo. Es la virtud propia de los esposos. Todo deseo o baja pasión debe dejar paso a placeres más elevados. Aquellos que llegan a convertirse en seres superiores no pueden realizar las tareas de los inferiores. Sin embargo, las acciones del amor son las menos cuestionables de todas las que realiza un individuo, pues, fundadas como están en un infrecuente respeto mutuo, las partes se estimulan sin descanso hacia la consecución de una vida más elevada y pura, y el acto por el que ambos se unen ha de ser, también, puro y noble, pues la pureza y la inocencia no tienen igual. En dicha relación tratamos con alguien a quien respetamos más religiosamente incluso que a nosotros mismos, de forma que, por necesidad, nos comportamos como si estuviéramos ante Dios. ¿Qué otra presencia puede ser más atroz para el amante que la de su amada?

Si se busca el calor de los afectos por motivos similares a los que los gatos, perros y personas perezosas buscan el fuego de la hoguera —porque su temperatura es baja debido a su pereza—, uno se dirige por la pendiente cuesta abajo, hacia cotas más profundas de pereza. Es preferible el afecto frío del sol, reflejado en los campos helados y nevados, o en el invierno que se resiste a marcharse de algún pequeño valle. El calor del amor celestial no relaja, sino que vigoriza y estimula a quienes de él participan. Es preferible buscar el calor del cuerpo realizando ejercicios saludables y no acurrucándote junto a una estufa. Calentemos el espíritu realizando acciones nobles, no buscando innoblemente el aplauso y la admiración de aquellos que no son mejores que nosotros. La disciplina social y espiritual debe corresponder con su disciplina corporal. Debe apoyarse en un amigo que ofrezca un pecho firme[61], tal como buscaría un colchón firme en el que acostarse. Solo debe beber agua fría. No debe tener oídos para palabras dulces y plácidas, sino para puras y renovadoras verdades. Debe bañarse cada día en la verdad fría como el agua de un manantial, y no recalentada por la solidaridad de los amigos.

¿Puede conducir el amor a la disipación? Tratemos de amar no tanto desde la mera aceptación, sino desde el rechazo. El amor y la lujuria están separados por un abismo. El primero es beneficioso, la segunda es dañina. Cuando dos personas unidas por el afecto simpatizan en virtud de sus respectivas naturalezas superiores, hay amor; sin embargo, existe el peligro de que simpaticen guiados por su naturaleza inferior, entonces aparece la lujuria. No hace falta que sea deliberadamente, ni siquiera de forma consciente, pero, en el contacto íntimo de los afectos, existe el riesgo de mancharse y contaminarse el uno al otro, pues solo podemos abrazarnos con un abrazo completo.

Debemos amar tanto a nuestra amiga como para asociarla únicamente a nuestros pensamientos más puros y sagrados. Cuando existe impureza, entonces nos hemos «agachado para encontrarnos»[62], aunque ni siquiera nos hayamos dado cuenta.

El lujo de los afectos, he ahí el peligro. Debe haber valor y heroicidad en nuestro amor, como en las mañanas invernales. En la religión de todas las naciones existe una pureza que, me temo, los hombres no llegan a alcanzar. Podemos amarnos y, sin embargo, no elevarnos el uno al otro. El amor que nos acepta tal y como nos encontró nos degrada. ¡Qué atención tan grande hemos de prestar a nuestros más puros y bellos afectos para que no se manchen! Que nuestro amar sea tal que jamás nos lleve a arrepentimos de nuestro amor.

¡Cuántos símbolos repletos de significado desaparecen del lenguaje a causa de la sensualidad! Las flores que, con sus infinitos tonos y su fragancia, celebran las nupcias de las plantas como símbolos de la belleza abierta e insospechada de todo matrimonio verdadero, cuando llega la estación primaveral para el hombre.

También la virginidad es una flor que se abre, y a causa de un matrimonio impuro la virgen es desflorada. Quien ama las flores ama a las vírgenes y la castidad. El amor y la lujuria están tan lejos el uno del otro como un jardín y un burdel.

J. Biberg, en su Amoenitates Botanicae, cuya edición quedó a cargo de Linnaeus, observa (traduzco del latín): «Los órganos reproductivos, que en el reino animal están casi siempre escondidos, como si hubieran de avergonzarse de ellos, en el reino vegetal están a la vista de todos; y cuando las nupcias de las plantas se celebran, es maravilloso el placer que procuran a todos los que observan, renovando los sentidos con los más bellos colores y los más dulces olores; y al mismo tiempo, abejas y otros insectos, por no hablar del colibrí, extraen miel del néctar y recogen cera del polen ya usado». El propio Linnaeus llama thalamus al cáliz, o cámara nupcial; y aulaerum a la corola, o bordado, y procede así a explicar cada parte de la flor.

¿Quién sabe si los espíritus malignos no pueden corromper las flores, robarles su fragancia y sus bellos colores, y convertir sus nupcias en una vergüenza secreta y deshonrosa? Existen varios tipos, y hay uno cuyas nupcias llenan en junio las llanuras con el olor de la carroña.

He soñado una relación entre ambos sexos increíblemente bella, demasiado para recordarla. He reflexionado sobre ello, pero mis pensamientos sobre este asunto se hallan entre los más efímeros e irrecuperables de toda mi experiencia. Es extraño que los hombres hablen de milagros, revelaciones, de la inspiración y de cosas así, como de cosas pasadas, mientras el amor permanece.

Un matrimonio verdadero no se diferenciará de la iluminación. En toda percepción de la verdad hay un éxtasis divino, un inenarrable delirio de dicha, como cuando el joven abraza a su virgen prometida. Así son los placeres de un matrimonio verdadero.

No es de extrañar que de este tipo de unión, no como fin sino como acompañamiento, provenga la raza inmortal de los hombres. El útero es la más fértil tierra.

Algunos se han preguntado si el patrón con el que están cortados los hombres no podría mejorarse, si no podrían los hombres ser aleccionados como las bestias. Purifiquemos el amor, y el resto vendrá solo. El amor es la panacea para todos los males del mundo.

La única justificación de la reproducción es la mejora. La naturaleza aborrece la repetición. Las bestias se limitan a propagar su especie. Pero la descendencia de los hombres y mujeres nobles será superior a ellos mismos, como lo son sus aspiraciones. Por sus frutos los conoceréis[63].