Epílogo
Lo habían alzado deprisa, reflexionó el caldé Seda estudiando el arco de triunfo que se curvaba sobre la Alameda; muy deprisa. Pero sin duda la nueva generalísima de Trivigaunte comprendería la situación; tendría en cuenta bajo cuántas dificultades se habían esforzado para organizar una bienvenida formal en una ciudad todavía en guerra con los restos de su Ayuntamiento, y sería indulgente.
Y ahora ese viento.
Agitaba el polvo amarillento de las alcantarillas, silbaba en la chimeneas y sacudía el arco destartalado haciéndolo temblar como un chopo. Habría sido bonito cubrir el arco de flores, pero con el calor candente del hieraces cualquier flor había quedado descartada. Tanto mejor, pensó Seda; en una hora ese viento habría barrido hasta el último pétalo. Estaba mirando cuando un largo banderín de papel se soltó de su mástil para ascender al cielo transformado en una serpiente voladora de jade.
En el mismo cielo la nave de Trivigaunte pugnaba con la tensa amarra, tan alto que el inmenso casco, si no alegre, parecía al menos inofensivo. Desde esa nave sería sencillo evaluar el avance de las tropas de la generalísima Siyuf. Ojalá, pensó Seda, hubiera tenido tiempo de acordar alguna señal: una bandera izada en la góndola cuando ella entrara en la ciudad, por ejemplo, o humo para advertir que se había retrasado. Para su sorpresa, descubrió cuántas ganas tenía él de subir a la nave, ver de nuevo a Virón como si fuera los campos del cielo y viajar entre nubes como los voladores..
Hoy los había a montones, a lomos del viento frío. Nunca había visto tantos. Justo ahora, por detrás de la nave aparecía un grupo como una bandada de cigüeñas. ¿Qué ciudad los destacaba a patrullar el largo del sol, y de qué servían las patrullas? En la scola, toda especulación sobre los voladores solía desdeñarse por infundada, hasta que el Ayuntamiento los había acusado de espías.
¿Habría sabido el Ayuntamiento? ¿Sabría ahora el consejero Lorí, que detentaba los remanentes de su autoridad?
¿No sería posible acaso seguir a los voladores desde la nave, anclar en aquella ciudad fabulosa, descubrir cómo se llamaba y ofrecer a su sagrada tarea toda la ayuda que pudiesen aportar Virón y Trivigaunte?
(Enterrado había estado él donde fuese que había creído estar.)
Una ráfaga más fría y violenta que todas las anteriores bramó por la Alameda y estremeció a los despojados álamos como si fueran ratas. A su derecha la generala Saba se endureció mientras él temblaba sin vergüenza. Seda llevaba sobre la túnica de augur la Capa del Gobierno Recto; le caía hasta los zapatos y era del más grueso terciopelo color té, endurecido por hilos de oro. Habría debido cocerse en su propio sudor; pero se encontró deseando ardientemente alguna protección para la cabeza. La generala Saba llevaba una gorra militar color polvo y el generalísimo Oosik un alto casquete de cuero verde coronado por una pluma. Pero él no llevaba nada.
Se acordó del ancho sombrero de paja que se había puesto para reparar el tejado del manteón —al que, gracias a ese viento, seguro que ahora le faltarían más tejas—. Después se había bajado el ala para que el talus de Sangre no pudiera identificarlo, y el talus lo había reconocido justamente por eso.
(Muertos los dos por su mano, Sangre y el talus.)
No sabía cómo, —había perdido aquel sombrero. ¿No se lo devolvería este viento? Después de todo arrastraba toda clase dé desechos, y cosas más raras se habían visto.
Le palpitaba la herida. La hizo mentalmente a un lado y se llenó los pulmones de aire frío.
Si bien la cortina aún no había subido mucho, lo que habría debido ser una franja brillante de oro purísimo se veía tenue y con un rubor púrpura amarronado. El Sendero Áureo estaba vacío y a ojos vista languidecía, como si indicara el fin del sueño humano del paraíso, de una inconcebible fraternidad con los dioses. Durante un instante nítido Seda recordó a Iolar, el volador moribundo. Pero probablemente fuese el polvo lo que atenuaba, manchaba y oscurecía el sol. En cualquier caso faltaba mucho para el invierno. ¿Estaría fría también la máitera Menta, conspicuamente ausente de este desfile que celebraba su victoria? ¿Dónde estaba?
¿Y Jacinta? Seda volvió a temblar.
A lo lejos atacó una banda y muy débilmente Seda oyó, o creyó oír, el sonido de las cornetas, el estruendo de los pies en marcha y el tabaleo de la caballería.
Eso, sin duda, era una buena señal.