10 —El caldé Seda
—Déjeme ir —insistió la máitera Mármol el faides por la mañana—. A mí no me tirarán.
El generalísimo Oosik la observó solamente con el ojo izquierdo; llevaba el derecho oculto por un parche de gasa quirúrgica. Se encogió de hombros. La generala Saba, comandante de las fuerzas de Trivigaunte, frunció los labios pendulantes.
—Ya hemos perdido mucho tiempo en esta puñetera mansión. Aquí no hay nadie capaz de decir...
—Estás muy equivocada, hija —le dijo la máitera Mármol con firmeza—. Mucor puede decirlo y lo ha dicho. Como afirma el Ayuntamiento, el pátera Seda está prisionero allí dentro.
—¡Espíritus!
—Sólo el de ella, en realidad. Yo nunca había visto un poseído hasta que esa muchacha empezó a hacérselo a mis alumnos. Me resultó muy perturbador. —Le hizo una señal a Cuerno—. ¿Me has hecho ya la bandera blanca? ¡Estupendo! Y qué palo más largo y bonito. ¡Gracias!
La generala Saba dejó escapar un gruñido.
—No le gusta que haya traído a mis chicas y muchachos.
—Los niños no deberían pelear.
—Desde luego que no. —La máitera Mármol asintió con solemnidad—. Pero han peleado, y algunos han muerto. Corrieron a unirse a la generala Menta, sabe, casi todos. Luego de que se fuera Mucor pensé quién podía ayudarme y sólo se me ocurrieron mis alumnos. Cuerno y algunos más ya son muy maduros, más que muchos adultos. Y además así los saqué de la ciudad, donde se daban los peores combates. —Miró a Oosik en busca de apoyo, pero no lo obtuvo.
—Donde aún continúan —replicó la generala Saba—. Donde se necesita con urgencia a las tropas que hemos traído aquí.
—Varios de ellos han combatido contra sus muchachas y contra su Ejército. ¿Ya se lo he dicho? Algunos han muerto, otros están malheridos. Me han contado que a Jengibre le volaron una mano. Seguro que también hay muchachas suyas heridas.
—Razón por la cual...
—Dijo usted que estamos perdiendo el tiempo. —La máitera Mármol resopló. Había adquirido un rebufo devastador—. No podría estar más de acuerdo. Dispararme no llevará más de un minuto, si es que lo hacen. Entonces ustedes pueden atacar en el acto. Pero si ellos no tiran, quizás pueda hablar con los consejeros. Y quizás ellos le ordenen al Ejército y los guardias que siguen luchando...
—La Segunda —aportó Oosik.
—Sí, la Segunda Brigada y nuestro Ejército. —La máitera Mármol agradeció el dato con una humilde reverencia—. Gracias, hijo. Quizás los consejeros les ordenen rendirse; pero nadie sabe si en verdad hay consejeros en el Juzgado. —Sin esperar respuesta, aceptó la bandera que le alcanzaba Cuerno.
—Voy con usted, sibi.
—¡Ni hablar!
De todos modos el chico la siguió casi hasta el portón destrozado, haciendo caso omiso de un pteroinfante que lo paraba a gritos, y tristemente la miró hacer su camino entre piedras derrumbadas y barras retorcidas con el rebozo sombrío y la práctica falda corta del mejor hábito de la máitera Rosa.
En el perfecto césped del sendero que llevaba del portón a la villa dos talus muertos despedían líquidos y humo. Unos pasos después del primero, la ayudante de la generala Saba yacía boca abajo junto a su propia bandera de tregua. Sin detenerse a mirarlos, la máitera Mármol atravesó el parque hacia el pórtico de entrada, sin acercarse a la fuente para evitar el rocío.
Ésa era la casa de Sangri, recordó: ese lugar majestuoso. De allí había salido el hombrecito de pelo engrasado, el que ella y Equidna le habían ofrecido a ella. Por un tiempo le había resultado prácticamente imposible recordar que había sido Equidna; ahora acababa de volver la imagen del rostro sufriente del hombrecito, enmarcado en llamas mientras ella lo arrastraba al fuego del altar. ¿La ayudaría ahora la Divina Equidna en gratitud por aquel sacrificio? La Equidna que durante tantos años ella se había figurado al rezar, la habría condenado.
Pero aún no le habían disparado.
Ni un misil. Ningún ruido excepto el jadeo del viento y los castañeteos del trapo en el palo que ella llevaba. ¡Qué joven se sentía y qué fuerte!
Si se paraba allí, si se volvía a mirar a Cuerno, ¿tirarían? ¿La matarían y despertarían encima a los niños? La mayoría de los niños estaban durmiendo. Eso se suponía, al menos, bajo las moreras deshojadas. El incesante calor del verano, ese calor del desierto que ella tanto odiaba, había desertado justo cuando los niños lo necesitaban más para dejarlos dormir en el frío creciente de un otoño ya a medio consumir, temblar apretados como cerditos o cachorros en casas sin techo, con ventanas rotas o agujereadas a balazos, con muros chamuscados, aunque la mayoría, a juzgar por sus comentarios, prefería aquello que ir a clase; prefería matar ayuntamientados y saquear a los muertos.
En la ventana contigua a la puerta grande apareció una moteada cara verde. Sólo una cara, advirtió la manera Mármol con un ínfimo escalofrío de alivio. Ni trabuco ni lanzador.
—Vengo a ver a mi hijo. —Saludó—. Mi hijo Sangri. Dile que está su madre.
Bajos escalones de piedra llevaban a una ancha galería. No había pisado el último cuando se abrió la puerta. Por el vano vio soldados y bíos de armadura plateada. (Se dijo que los bíos se vestían como quimis porque los quimis eran más valientes.) Otro bío se había situado detrás de ella, alto y de cara rojiza.
—Buen día, Sangri —dijo—. Gracias por llevar los conejos blancos. Que Kipris te sonría.
La mueca de Sangre se hizo sonrisa.
—Estás algo cambiada, mamá. —Algunos de los hombres en armadura rieron.
—Sí. En cuanto podamos hablar a solas te lo contaré.
—Pensamos que querías hacer un trato para los Langostas.
—Y así es. —La máitera Mármol estudió el vestíbulo; aunque de arte sabía poco, sospechó que el brumoso paisaje que tenía enfrente era un Martagón—. De eso quiero hablar. Me temo, Sangri, que te hemos derribado un buen trozo de muro, y a mí me gustaría que tu hermosa casa se salvara.
Dos soldados se apartaron y Sangre le salió al encuentro.
—Á mí también. Y que nos salváramos nosotros, por cierto.
—¿Por eso no habéis disparado? Si matasteis a esa pobre mujer que envió la generala Saba, ¿por qué no a mí? Tal vez no deba preguntarlo.
—Fue un pringado de allá arriba. Nosotros no matamos a la de la bandera, y quiero que quede bien claro. Si hay alguna duda no tiene sentido hablar. Ni la maté yo ni le di la orden a nadie. Tampoco fue uno de los muchachos ni la orden salió de ellos. ¿Está claro? ¿Guardarás el asunto en Pas y nada más que hablar?
Ladeando la cabeza y estirándola, la máitera Mármol pudo alzar una ceja.
—Alguien disparó desde la ventana de tu casa, Sangri. Lo vi yo.
—De acuerdo, lo viste, y Trivigaunte se lo hará pagar a alguien. No los culpo. Lo que digo es que no tenemos por qué ser yo o los chavales. No fuimos nosotros, y eso no se discute. Quiero zanjarlo antes del trato.
La máitera Mármol le puso una mano en el hombro.
—Entiendo, Sangri. ¿Y sabes quién fue? ¿Nos lo señalarías?
Sangre dudó, la cara apoplética más roja que nunca.
—Sí... —Demasiado rápido para que se notara, los ojos se volvieron hacia un soldado—. Sí, por cierto. —Varios de los hombres en armadura farfullaron su acuerdo.
—En tal caso, por nuestra parte está aceptado —dijo la máitera Mármol—. Informaré a mis principales, el generalísimo Oosik y la generala Saba, de que vosotros no tenéis nada que ver y estáis dispuestos a testimoniar en contra de los culpables. ¿Quiénes son?
Sangre pasó la pregunta por alto.
—Bien. Excelente. ¿No atacarán mientras hablamos?
—Por supuesto que no. —La máitera Mármol rogó por dentro estar diciendo la verdad.
—Probablemente quieras sentarte. Yo sí. Ven por aquí, que creo que lo arreglaremos.
La hizo pasar a un estudio revestido de madera y cerró bien la puerta.
—Mis muchachos se están poniendo irritables —explicó—, y yo me irrito con ellos.
—¿Son nietos míos? —La máitera Mármol se hundió en una butaca tapizada demasiado mullida para ella—. ¿Hijos tuyos?
—Yo no tengo. Dijiste que eras mí madre. Habrás querido decir, supongo, que vienes a hablar en su nombre.
—Soy tu madre, Sangri. —Escrutándolo, la máitera Mármol encontró en aquel rostro pesado, astuto, ciertas huellas de su identidad anterior y demasiadas de la del padre—. Imagino que me habrás visto después de descubrir quién era, o que mandaste a alguien a verme y describirme, y ahora no me reconoces. Lo comprendo. De todos modos eres hijo mío.
Por puro reflejo él aprovechó la ventaja.
—Pues entonces no querrás que me maten. ¿O sí?
—No. No quiero. —Ella dejó caer a la alfombra el palo con la bandera blanca—. Si quisiera que te mataran sería todo mucho más fácil. ¿No te das cuenta? Pues deberías. Tú antes que nadie. —Hizo una pausa para reflexionar—. Cuando descubriste quién era yo estaba vieja, y creo que debía de parecer más vieja aún. Tenía cuarenta años cuando naciste tú. Para una madre bío es mucha edad.
—Cuando era chico ella vino algunas veces. La recuerdo.
—Cada tres meses, Sangri. Una vez por estación, si lograba salir sola. Se supone que nosotras sólo salimos de dos en dos y por lo general eso tenemos que hacen
—¿Ha muerto? ¿Mi madre?
—¿Tu madre adoptiva? No lo sé. Tenías nueve años cuando le perdí el rastro.
—¡Me refiero a t...! Rosa. La máitera Rosa, mi madre verdadera.
—Yo. —La máitera Mármol se dio un golpecito en el pecho. Un blando chasquido.
—Era su sacrificio funerario. Eso dijo la otra sibila.
—Quemamos algunas partes de ella —concedió la máitera Mármol—. Pero sobre todo partes mías que había en el ataúd. Partes de Mármol, quiero decir. No obstante he mantenido el nombre de ella. Así es más fácil, en particular con los niños. Y ha quedado mucho de mi personalidad.
Sangre se levantó y fue hasta la ventana. Por encima de un ruinoso tramo de muro se veía la opaca tórrela verde de una flotadora de la Guardia.
—¿Te molesta si abro?
—Claro que no. Lo prefiero.
—Quiero oír si tiran para poder pararlos.
Ella asintió.
—Exactamente lo mismo pensaba yo, Sangri. Algunos de los niños tienen trabucos y casi todos los demás lanzagujas. Tal vez habría debido quitárselos, pero temía que en la retirada los necesitáramos. —Suspiró con un cansado siseo de paño contra baldosas de terraza—. De todos modos los peores habrían escondido el arma. Aunque no hay ningún niño realmente malo.
—Recuerdo cuando perdió el brazo —le dijo Sangre—. Solías palmearme la cabeza y decir: Sabes una cosa, hijo, esto está creciendo. De pronto un día apareció una mano como la tuya...
—Era ésta —la máitera Mármol se la mostró.
—Yo le pregunté qué pasaba. Entonces no sabía que era mi madre. Era sólo una sibila que de vez en cuando venía a casa. Mi madre le daba té y galletas.
—O sándwiches —la máitera Mármol aportó su versión del relato—. Y muy buenos sándwiches, aunque yo siempre me cuidaba de no comer más de una cuarta parte de uno. De tocino en otoño, de queso en invierno, de boga y cebollas encurtidas en primavera y de requesón con berro en verano. ¿Te acuerdas, Sangri? Siempre te dábamos uno a ti.
—A veces era la único que comía.
—Lo sé. Por eso yo nunca tomaba más de un cuarto.
—¿De verdad que es la misma mano? —Sangre la miró con curiosidad.
—Sí. Cambiarse sola una mano es un engorro, Sangri, porque hay que hacerlo con la otra y nada más. Como ya tenía muchas piezas nuevas, a mí me resultó especialmente difícil. Mejor dicho, había desechado buena cantidad de las viejas. Éstas funcionan mejor, por eso las quise, pero cambiarme la mano se me hizo difícil porque no estaba acostumbrada al nuevo montaje. Sin embargo habría sido un desperdicio quemarlas. Están en mucho mejores condiciones.
—De todos modos no voy a llamarte madre.
La máitera Mármol sonrió, la cabeza inclinada a la derecha como siempre.
—Ya lo has hecho, Sangri. Allí fuera me llamaste mamá. Sonó de maravilla. —Como él callaba, agregó—: Ibas a abrir la ventana. ¿Por qué no lo haces?
Él asintió y subió el cristal.
—Por eso compré tu manteón, ¿lo sabías? No era un simple infeliz que no interesa a nadie. Tenía dinero e influencia y oí decir que mi madre se estaba muriendo. Llevaba quince o veinte años sin hablar con ella, pero le pregunté a Mosqueta y él dijo que si de veras quería tomarme revancha quizás fuera la última oportunidad. Me pareció razonable y fuimos los dos.
—¿A tomarte revancha, Sangri? —La máitera Mármol alzó una ceja.
—No importa.
—Estaba sentado con ella, fíjate, y como le hacía falta algo envié a Mosqueta. Entonces dije no sé qué y la llamé mami, y ella dijo tu madre todavía vive, yo intenté ser una madre para ti, Sangre, y juré que no lo contaría. —Volviéndose hacia la máitera agregó—: Ella tampoco contó nada. Pero yo lo descubrí.
—¿Y compraste el manteón para atormentarme, Sangri?
—Psé. Debías impuestos. Yo me llevo bien con el Ayuntamiento. Me figuro que lo sabéis, o no habríais venido a atacar mi casa.
—Aquí hay consejeros contigo. Lorí, Tarsio y Potto. Entre otras cosas, por eso quería hablar contigo—. Sangre sacudió la cabeza.
—Tarsio se ha ido. ¿Quién te lo dijo?
—Como madre adoptiva he jurado no decirlo.
—¿Alguno de los míos? ¿Alguien de esta casa?
—Tengo los labios sellados, Sangri.
—Ya hablaremos de eso después. Sí, los he alojado aquí. Tampoco es que sea la primera vez. Cuando descubrí quién eras, si hay que creerlo, hablé con Lorí y me lo dejó a cambio de pagar los impuestos. ¿Sabes a cuánto subía? Mil doscientas monedas. Pensaba dejaros colgados, que se siguiera hablando de echarlo todo abajo. Entonces apareció aquí Seda. ¡El gran caldé Seda en persona! Ahora nadie lo creería, pero vino. Se metió en mi casa como un ladrón. Y por Faia, ¡era un ladrón!
La máitera Mármol bufó. Fue un bufido a la vez devastador y trastocante, el bufido de una destructora de ciudades y retadora de gobiernos; le gustó tanto ver que Sangre vacilaba que volvió a bufar.
—Tú también, Sangri.
—Muy cierto. —Sangri tragó saliva—. Sólo que tu Seda no es mejor, ¿no? Ni un pelo de perro mejor. Así que vi la ocasión de poner unas tarjetas y divertirme viendo cómo vuestro hormiguero echaba a temblar. Como te digo, me quedé con el manteón por mil doscientas, un detalle del consejero Lorí, y mi idea era pedirle a Seda mil trescientas y luego duplicar.
Sangre cruzó el estudio hasta un armario empotrado, lo abrió y se sirvió ginebra con agua en un vaso chato—. Sólo que después de hablar un rato con él subí el precio a trece mil, porque para él esas reliquias en medio de una chabola eran inestimables. Y le dije que se las revendía por veintiséis mil. —Sangre rió y volvió a sentarse—. No es que sea mal anfitrión, mamá. Si pensara que bebes te ofrecería una copa; aunque me hayas tratado de ladrón.
—No fue un insulto, Sangri, sino una descripción fundada. Aquí en privado tú puedes tildarme de mujerzuela, ramera o la suciedad que se te ocurra. Es lo que soy, o al menos lo que he sido, si bien nunca me toco otro hombre que tu padre.
—No —le dijo Sangre—. Yo estoy por encima de eso.
—Pero no por encima de estafar a ese pobre muchacho porque valora lo que le han dado en custodia y supone tontamente que a un augur no le mentirías.
Sangre sonrió.
—Si estuviera por encima de eso, mamá, sería pobre como él. Como era él antes, en todo caso. No recuerdo cuánto tiempo le di para juntar el dinero. Tal vez un par de semanas. Luego, cuando lo tuve de rodillas, le dije que si en una semana me traía algo quizás le alargara el plazo. Al cabo de dos días envié a Mosqueta decirle que lo necesitaba todo en seguida. Me imaginé que vendría de nuevo a rogarme más tiempo, ¿te das cuenta? El jueguecito pintaba entretenido, de los que más me gustan.
La máitera Mármol asintió, comprensiva.
—Ya veo. Supongo que de vez cuando a todos nos divierte hacer una maldad así. Yo sé que lo he hecho. Pero tu juego se acabó, Sangri. Has ganado. Lo tienes aquí, prisionero en tu casa. Me lo dijo la misma persona que me contó lo de los consejeros. También me tienes a mí. Dices que querías vengarte de la madre adoptiva que te encontramos, y que compraste el manteón para vengarte de mí porque te di la vida e intenté ocuparme de que te cuidaran.
Sangre le clavó la mirada y se mojó los labios.
—Has ganado en los dos juegos. Quizás en tres. Adelante, pues, Sangri. Para matarme basta un tiro y en el vestíbulo he visto muchos trabucos. Luego quizás las trivigauntes te maten por haber matado a la ayudante de Saba, o te mate Oosik por haberme matado a mí. Es posible que te den a elegir. ¿Prefieres morir justa o injustamente? —Como Sangre no respondía, añadió—: Tal vez debieras preguntárselo a tu amigo Mosqueta. Por lo que has dicho suele aconsejarte. Por cierto, ¿dónde está?
—Después de que compró las palomas le perdí el rastro. Dijo que tenía un par de recados. Y no suele ir mucho a la ciudad. Pensé que a lo mejor lo había pillado tu bando cuando intentaba volver. La máitera Mármol sacudió la cabeza. Sangre bebió un trago generoso.
—No pensaba matarte, mamá, y no maté a esa mujer. Eso ya lo hemos acordado. Archivemos el asunto. En una hora la Guardia puede echar esta casa abajo y matarnos a todos. Lo sé bien. No lo hacen porque saben que tenemos a Seda. ¿Es así?
La máitera Mármol asintió.
—Déjalo marchar. Devuélvemelo, Sangri, y nos iremos sin molestarte.
—No es tan fácil. Cierto que está en mi casa. Pero lo tienen los consejeros y su soldados, no yo.
—Pues entonces he de hablar con ellos. Llévame a verlos.
—Los traeré aquí —le dijo Sangre—. Están por todas partes. —Y entre dientes añadió—: ¡Al fin y al cabo sigue siendo mi puñetera casa, por las juergas de Faia!
Potto abrió la puerta de la escalera del sótano y llamó a Arena con un dedo encorvado.
—Tráigalo arriba, sargento. Estamos logrando juntarlos a todos.
Arena saludó con un talonazo de titanio, el trabuco vertical ante la cara.
—¡Sí, consejero! —Picó a Seda con la punta del pie derecho, y Seda se levantó. Pero entre el segundo y el tercer escalón cayó, y otra vez a mitad de la escalera—. Tenga —dijo Arena, entregándole el bastón de Jibias.
—Gracias —murmuró Seda. Y luego—: Lo siento. Siento las piernas una pizca débiles, me temo.
Alegremente, Potto dijo:
—Si logramos que sus amigos lo reciban, vamos a devolverlo, pátera. —Agarrándolo por la raída túnica de Rémora, lo hizo subir el resto de un tirón—. Le gustaría volver a echarse, ¿no? ¿Dormir una siestecita? ¿Tal vez comer algo?. Ayúdenos y lo conseguirá. —Lo soltó tan de golpe qué Seda cayó por tercera vez—. ¿Ha intentado escapar de nuevo, sargento?
Seda no oyó qué respondía Arena; tenía muchísimas cosas en la cabeza. Entre otras, nombres.
El suyo y el de Arena tenían un parecido: los dos contenían las mismas vocales. No podían ser parientes, sin embargo, porque Arena era un quimi y él un bío. Pero los emparentaba la similitud de los nombres. No era inconcebible que Arena (la idea le resultó torturante) fuese un cognado, una versión suya en un vórtice de orden más alto. Muchas cosas que le había mostrado el Extraño parecían implicar que tales vórtices existían.
Arena lo instigó por detrás con el cañón del trabuco. Se tambaleó hasta una pared.
Puesto que los quimis nunca eran augures, no podía ser que a Arena le hubiesen imaginado ese destino. ¿Sería posible, pues, que a él, Seda, lo hubiesen querido hacer guardia? De haber sido guardia en vez de augur fracasado, las numerosas correspondencias entre ellos habrían sido más perfectas y más perfecto, por lo tanto, el mundo inferior que habitaban.
Pero no. Su madre había querido que entrase al Juzgado, que fuera escribiente —como el padre de Jacinta— y acaso ascendiera a comisionado. Cómo resplandecía al hablar de una carrera política, casi hasta el día en que él se graduara en la scola.
—Por aquí —le dijo Potto, de un empujón lo hizo entrar en un suntuoso salón repleto de tropas repantigadas y hombres en armadura.
—¿Es el caldé? —le preguntó uno de ellos a otro; el segundo asintió.
Al cabo estaba en política como había deseado su madre.
Había acercado una silla al armario y se había subido a examinar el busto del caldé, que estaba en un estante alto y oscuro; y ella, al pillarlo allí enfrascado, había bajado el busto, lo había desempolvado y apoyado en su tocador para que él lo viese mejor; para que se maravillara con las anchas mejillas chatas, la frente alta y redonda y esa boca generosa que anhelaba hablar. Ahora el semblante tallado del caldé volvía a alzársele en el ojo de la mente y él tenía la impresión de haberlo visto en algún lugar hacía sólo uno o dos días.
Un torrente de sol y mejillas no de madera suave sino picadas y con leves lunares. ¿Sería posible que una vez hubiese visto al caldé en persona, tal vez cuando niño?
—Bien, escúcheme. —Potto estaba frente a él, la cara rolliza y agradable una cabeza por debajo de la suya.
...allá fuera había visto al caldé, porque aun habiendo perdido las gafas había notado el polvo de las mejillas y las arrugas que el polvo intentaba tapar; y en cierto modo, si era así, lo había visto bajo los auspicios del Extraño.
Cuando Potto lo empujó a la sala, Sangre y la máitera Mármol estaban sentados juntos; le sorprendió tanto verla que tardó un momento en ver a Chenilla, Jibias y un augur tumbado contra la pared.
De pie junto a la chimenea, un hombre de edad todavía apuesto dijo:
—Soy el consejero Lorí. Infiero que usted es Seda.
—Pátera Seda. Su Cognescencia el prolocutor no ha aceptado aún mi dimisión. ¿Puedo sentarme?
Lorí pasó por alto lo último.
—Es usted el caldé insurgente.
—Otros me han llamado caldé, pero no estoy envuelto en insurrección alguna. —Potto lo empujó hasta la pared, junto a Chenilla.
Con la sonrisa de Lorí, los ojos azules destellaron como astillas de hielo. Tan seductora era su curtida sabiduría que hasta una sonrisa burlona la hacía irresistible.
—Usted mató a mi primo Lémur, ¿no es así, caldé?
Seda sacudió la cabeza. La máitera Mármol dijo:
—Salvo a Chenilla, no conozco a esta gente. ¿No debería presentarme?
—Lo haré yo —le dijo Sangre—. Es mi casa. —Con un ligero sobresalto Seda se percató de que Sangre estaba en la silla que él había ocupado una semana antes; de que era la misma sala.
—Este el es el consejero Lorí —empezó Sangre, superfluo—, el nuevo oficial que preside el Ayuntamiento. El otro consejero es el consejero Potto.
—El caldé Seda y el consejero Potto son viejos conocidos —ronroneó Lorí—. ¿Me equivoco, caldé?
—A este soldado no lo conozco —continuó Sangre, y se detuvo a sorber su bebida—. Probablemente no tenga importancia.
—Es el sargento Arena —dijo Seda—. Él y el consejero Potto me interrogaron el társides. Fue muy doloroso y me parece bastante posible que vuelvan a hacerlo.
Arena se cuadró e iba a hablar cuando Seda lo detuvo con un gesto.
—Usted se limitó a cumplir su deber, sargento. Para ser justo, debería admitir que antes me había tratado bien.
Potto dijo:
—Aquí no lo necesitaremos, sargento. Ya sabe usted qué hacer.
Arena miró a Seda, saludó, dio media vuelta, salió y cerró la puerta.
—Es un joven muy guapo —observó la máitera Mármol—. Qué pena que se haya portado mal con usted, pátera.
Sangre la señaló con el vaso.
—Esta santa sibila es la máitera Rosa...
Chenilla dejó escapar una risita nerviosa. La máitera Mármol dijo:
—Soy la máitera Mármol, Sangri, ¿te acuerdas? Ya te lo he explicado. Chenilla y yo nos hemos visto, y naturalmente el pátera me conoce bien.
—Se refiere al pátera Seda —esclareció el augur menudo del rincón—. También yo disfruto del honorífico además de mis títulos corrientes. Caldé, la Soliviantadora Escila, que en el curso de la misma teofanía lo confirmara a usted como caldé, me ha proclamado nuevo Prolocutor de Virón. Soy yo, me atrevo a esperar, el primero en...
Seda se las arregló para sonreír.
—Es un placer verlo otra vez, pátera.
Chenilla balbuceó:
—¿Cómo no ha muerto? He estado aquí de pie... No podíamos... Ninguno.
Jibias soltó una carcajada.
—¡Vaya si es duro! ¡Y alumno mío! ¡De veras!
—Máitera —dijo Seda—, ¿conoce al maestro Jibias? Me da clases de esgrima. Maestro Jibias, esta santa sibila es la máitera Mármol. Ahora es la sibila superiora de nuestro... Del manteón de la calle del Sol.
Suavemente la máitera añadió: —También represento a nuestro generalísimo Oosik y a la generala Saba, de Trivigaunte, pátera. He venido a negociar su liberación.
Con voz densa de sinceridad artificial, Lorí dijo:
—Puesto que los generosos dioses nos han arrojado el anillo al regazo, la llave de la crisis la tenemos ahora nosotros, como ve. ¡Qué necios los que desdeñan el poder de los dioses inmortales!
Una forma negra se precipitó a través de la ventana abierta y con un ruido sordo fue a aterrizar en el hombro de Seda.
—¡Pájaro vuelve!
—¡Oreb! —Seda miró alrededor, asombrado y más complacido de lo que habría querido admitir.
—A ustedes —ignorando a Oreb, Incus apuntó a Lorí con el dedo— la Hirviente Escila no les ha dado nada.
—En tal caso, hemos ganado la actual ventaja por mentó propio —sonrió Lorí—. Agradecemos a los imperecederos, generosos dioses por nuestro talento.
Oreb alargó la cabeza inquisitiva.
—¿Dioses buenos?
—Como lleguéis a lastimar di alguno de los santos augures presentes, o a esta sibila, ella os destruirá. Somos sagrados.
—Si es preciso nos expondremos a su cólera. Usted, anciano, deje ya de buscar su espada. Ha desaparecido. ¿Tenía idea de reducirnos?
Jibias meneó la cabeza.
—¿Se cree que no sé que aquí fuera hay soldados?
—No lo lograría ni aunque no hubiese ninguno. —Lorí tomó un sujetalibros de la repisa; con un ruido agudo y una explosión de astillas de nieve lo hizo añicos entre los dedos. En el acto se abrió la puerta para revelar a Arena y otros dos soldados con trabucos. Oreb soltó un silbido.
—Está bien. Cerrad —dijo Potto.
—El caldé Seda es un joven fuerte, pero tiene heridas muy graves. Usted es un viejo desarmado y no tan fuerte como supone. Nuestro nuevo prolocutor no tiene un físico imponente. ¿Hace falta que siga?
Seda dijo:
—Entiendo cómo llegó al túnel, maestro Jibias... Como llegaron usted y Su Cognescencia. Corrió a cubrirse; mientras Jacinta y yo...
Sangre interrumpió.
—¿La tiene usted? ¿Dónde está?
—No. La tuve, por así decir. Quedamos separados. —Volviéndose hacia Jibias, Seda continuó—: Después de que me desenterraran, usted fue a buscar agua en el túnel con Chenilla y el pátera y dejó a Su Cognescencia conmigo... Con mi cadáver, según creyó. ¿Correcto?
Jibias asintió.
—Sólo que para nosotros no era un cadáver —dijo Chenilla—. Sabíamos que estaba vivo. Su Cognescencia dijo que tenía pulso; claro que no entendimos cómo podía vivir después de quedar enterrado así.
Lorí se golpeó la mano con lo que quedaba del sujetalibros.
—Lo que me Intriga —y perdonen si los interrumpo— es la mención de Su Cognescencia. Entiendo que no se refieren a nuestro amigo sino a la auténtica cabeza del Capítulo. ¿Estaba en el túnel con usted, caldé?
—Sí. Quizás no habría debido mencionarlo. Feliz, Potto dijo:
—Es un anciano. Ya lo recogerá alguna patrulla, primo.
—Un anciano inteligente. —Lorí se había ensombrecido—. Un embrollador.
En su interior, Seda intentaba reconciliar la afirmación de Quetzal a Chenilla —que él, Seda, estaba vivo— con la de que lo habían dado por muerto. En uno de los dos casos había mentido. ¿Pero por qué?
—¡Mala cosa! —les dijo Oreb a todos.
Seda aventuró:
—Seguramente una patrulla encabezada por el sargento Arena, igual a la que me detuvo a mí, supongo, se topó con el maestro Jibias, el pátera Incus y Chenilla. Verlos aquí me sorprendió, pero ahora creo entender. Arena debió de enviarlos con otro hombre y siguió solo hasta encontrarme, tal vez porque había oído mi voz; pues yo había estado hablando con Su Cognescencia. ¿Correcto?
—¿Dónde está ese túnel, pátera? —preguntó la máitera Mármol—. ¿Habla de un túnel debajo de la casa?
Potto le dirigió una sonrisa llena de dientes brillantes. Sangre apoyó su copa.
—Sí, mamá, estamos justo encima. Y enlaza con muchos más.
Lorí dijo:
—Es el primer punto que debería transmitir a sus superiores, máitera. Ellos creen que nos tienen como ratas en un caldero. Nada más alejado de la verdad. Podemos dejar esta casa y la dejaremos cuando se nos antoje.
—Claro que yo no quiero —añadió Sangre—. Es mi casa.
Pensativa, ella se llevó un dedo a la mejilla.
—Agujero malo. —Oreb agitó aprensivamente las alas.
Chenilla murmuró:
—Su pájaro estuvo abajo con nosotros. Alca lo llevó en la barca.
—¡Te ha quemado el sol! —Seda se reprochó por dentro la estupidez—. Te he estado mirando; boquiabierto, me figuro. Espero que me excuses, pero no me imagino cómo pudiste ponerte la cara tan roja, o de un marrón rojizo tan parecido al de una talla que tenía mi madre.
—En la barca no llevaba nada —terció Incus—. Después se puso mi túnica. Ese vestido se lo han dado porque la máitera los obligó.
—¿Todo esto tiene alguna relación? —dijo Lorí.
—Puede que no —admitió Seda—. Sólo que Chenilla me ha recordado un incidente de la infancia, consejero.
Lorí desdeñó con un gesto la quemadura de Chenilla y arrojó el fragmento mayor del sujetalibros a la mesa de palisandro que había junto a la máitera Mármol.
—Mármol. ¿No se llama usted así, máitera? Nos lo acaba de recordar el caldé.
—En efecto.
—Diría yo que de eso era esta chuchería. Auténtico mármol del Vórtice del Sol Corto; exactamente como usted. —Por un instante el rostro de Lorí dejó de ser atractivo—. Dejaré esa astilla allí para que no lo olvide.
—No lo olvidaré —prometió la máitera Mármol—. A usted le convendría tener presente, consejero, que está rodeado por miles de tropas bien armadas. Supongo que en mi situación muchos tenderían a exagerar el número, pero yo no. Voy a serle sincera, para que después no pueda decir que lo engañaron o desviaron. Hay dos compañías de pteroinfantes de Trivigaunte, casi toda la Tercera Brigada de la Guardia Civil y elementos de la cuarta. Le pregunté al generalísimo Oosik a qué se refería con «elementos» y dijo que a cuatro flotadoras y las armas pesadas de la compañía. Además, hay unos cinco mil combatientes de la máitera Menta y desde la ciudad no dejan de llegar más. Han oído que en esta casa está el pátera Seda y quieren atacarla. Cuando vine para aquí, la generala Saba y el generalísimo Oosik temían no poder frenarlos sin recurrir a la Guardia y provocar más fricciones. —¿Ahora pelea? —preguntó Oreb. Sonriendo, la máitera Mármol se dirigió a Seda. —Éste es el pájaro que vi en su cocina mientras lo atendía el doctor Grulla, ¿verdad? Después lo vi en mi espejo y en el jardín, sobre su hombro como ahora. Ya me parecía conocerlo.
»No, pajarillo, no habrá pelea. Al menos no todavía. Pero el generalísimo Oosik me dijo con toda franqueza que, si la única forma de contener a los insurgentes de la máitera Menta fuera dispararles, él dará un paso atrás y dejará que ataquen. Es que, verás, yo les confié a los muchachos que tu amo estaba aquí. Al parecer ellos se lo contaron a otros, así que todo esto es culpa mía. Como me sabe muy mal, estoy tratando de repararlo. Sangre añadió:
—Pero se niega a decir quién se lo contó a ella. ¿O has cambiado de idea, mamá?
—Por supuesto que no. He dado mi palabra. Lorí se despegó de la repisa para plantarse frente a la máitera Mármol.
—Esta pequeña conferencia ya se ha prolongado en exceso. Permítame decirle qué queremos nosotros, máitera. Luego puede salir y repetírselo a los trivigauntis y los cinco mil alborotadores de Menta, si es que en verdad son tantos, de lo cual tengo la poca caballerosidad de dudar. Nuestra postura no es negociable. O aceptan ustedes nuestras condiciones o matamos a los prisioneros, Seda incluido, y aplastamos la rebelión.
—No tenéis autoridad...
EL puñetazo de Potto en la mejilla de Incus hizo casi tanto ruido como el sujetalibros al romperse.
—A esto hemos llegado. —La máitera Mármol alisó la falda negra que le cubría los muslos metálicos—. Lo siguiente serán lanzagujas y puñales, sin duda.
Seda dijo:
—Se lo advierto, consejero Potto, no vuelva a hacer eso.
—¿O me partirá el pescuezo? —Potto sonreía como un niño gordo contemplando un pastel robado—. ¿El perro grande ladra cuando zurran al pequeño? Ya hemos probado esos juegos de fuerza. Si los ha olvidado puedo enseñarle las reglas de nuevo.
Incus escupió sangre.
—Los males de los augures los vengan los justos dioses. Un hado...
Potto levantó la mano e Incus calló.
—No pega —sugirió Oreb.
—Tal vez sí y tal vez no —murmuró Seda—. Yo no lo sé, y si tuviera que elegir probablemente diría que los dioses nunca han hecho nada semejante.
Lorí aplaudió con una sonrisa sardónica. Potto se le unió con un segundo de retraso. Bruscamente la voz de Seda dominó la sala.
—Pero la ley sí. La máitera Mármol le ha dicho cuántas tropas tiene el generalísimo Oosik, y añadió, limpia y razonablemente, creo, que no quería que una vez acabado esto se sintieran ustedes engañados. Deberían haber prestado más atención.
—¡Diles, muchacho! —intervino Jibias.
—Eso intento —asintió Seda, sobre todo para sí mismo—. Porque pronto acabará todo. Habrá un juicio y usted, consejero Potto, y usted, consejero Lorí, oirán a la máitera, a Chenilla, al maestro Jibias y al pátera Incus dar testimonio de lo que vieron y oyeron, e incluso sintieron, a un juez que ya no les tendrá miedo.
Dejando escapar una risita, Potto miro a Lon.
—¡Esto es lo que han elegido para reemplazarnos?
Para sorpresa de todos, Sangre dijo:
—Sí. Al principio yo no entendía, pero ya empiezo a comprender.
La máitera Mármol le dijo a Potto:
—Todo lo humano se gasta, consejero. Al final hay que reemplazarlo.
—¡A mí no!
—Pensé que se alegraría. ¿Cuántos años lleva de afanes, aflicción y proyectos por esta ciudad ingrata? ¿Cincuenta? ¿Sesenta?
—¡Muchos más! —Potto se desplomó en una butaca dorada.
—Consejero —preguntó Seda—, ¿recuerda usted, no el auténtico Potto que está en su nave subacuática, sino usted, a quien me dirijo ahora, el Vórtice del Sol Corto? El consejero Lorí dio a entender que allí había canteras de mármol. Yo de antigüedades no sé nada, pero he oído que en nuestro Vórtice no se encuentra en estado natural.
—No soy tan viejo.
Lorí espetó:
—Yo iba a formular nuestras exigencias. Me gustaría seguir.
La máitera Mármol abandonó su asiento para ponerse junto a Seda.
—Hágalo, consejero, por favor.
—Como decía, no son negociables. Se condensan en cinco condiciones y no estamos dispuestos aceptar menos. —De un bolsillo interior Lorí rescató una hoja cuadrada y la desplegó con un chasquido.
—Primero: Seda ha de declarar públicamente y sin reservas que no es ni ha sido nunca caldé, que Virón no lo tiene y que el único cuerpo gobernante es el Ayuntamiento.
Si ayuda a instaurar la paz, lo haré de buena gana, se dijo Seda; y sólo tras la última palabra comprendió que no había hablado en voz alta.
—Segundo: no habrá nueva elección para consejeros. Los cargos vacantes han de permanecer vacíos y los actuales miembros del Ayuntamiento en sus cargos.
»Tercero: la Rani de Trivigaunte retirará sus tropas de territorio virones y nos proveerá de rehenes, que designaremos nosotros, como reaseguro contra nuevas injerencias en nuestros asuntos.
»Cuarto: la Guardia Civil entregará sus oficiales traidores al Ayuntamiento para que sean juzgados y castigados.
»Quinto y último: los sediciosos rendirán sus armas, que serán recogidas por el Ejército.
Entre los magullados labios Incus murmuró:
—Os sugiero que meditéis orando largamente, hijo mío, y hagáis un sacrificio. Vuestro concejo no ha recibido la luz de la sabiduría divina.
—No la necesitamos —dijo Potto.
—Cuando la Colérica Escila se entere...
La maicera Mármol lo interrumpió.
—¿Y qué ofrecen ustedes a cambio a la Rani, los insurrectos y la Guardia?
—Paz y amnistía general. Liberar indemnes a los cautivos que ve aquí, incluido Seda.
—Ya. —La máitera Mármol puso una mano en el hombro de Seda—. Me siento muy decepcionada. Fui yo quien persuadió a la generala Saba y el generalísimo Oosik de que eran ustedes hombres razonables. Y ellos me escucharon a causa del valor de mi sibi la generala Menta. Ya causa de sus victorias, que tanto nos enorgullecen, y espero no ofender con esto a los dioses que se las otorgaron. Ahora encuentro que intercediendo por ustedes dilapido el crédito que ella nos ganó.
—Si ahora nos considera poco razonables... —empezó Lorí.
—Pues sí. Dicen que el pátera no es verdaderamente caldé. ¿De qué sirve entonces una declaración suya? ¿Qué quieren que le diga al pueblo? ¿Que el augur del manteón de la calle del Sol piensa que el Ayuntamiento ha de seguir gobernando la ciudad? Lo único que conseguirán es hacer el ridículo. Potto preguntó:
—¿Y por qué no se han reído ustedes?
—¿Caldé? —sonrió Lorí—. Ya ha oído nuestras demandas. Dijo que el prolocutor no lo ha exonerado de sus votos; infiero pues que quiere que lo haga. ¿Está dispuesto también a resignar el calderato que en realidad nunca ha detentado?
—Sí. Nada me gustaría más. —Seda, que se había apoyado en el bastón de Jibias, se enderezó para continuar—. Yo no elegí involucrarme en política, consejero. La política me eligió a mí. —Seda bueno —explicó Oreb. Lorí volvió a dirigirse a la máitera Mármol. —Ya lo ha oído. Quizás quiera contárselo a Oosik. —Por desgracia —siguió Seda—, sus demás condiciones son impracticables. Tome por ejemplo la segunda. El pueblo pide que el gobierno vuelva a la Carta, fundamento de la ley; y la ley sanciona que el puesto vacante del Ayuntamiento se cubra mediante elecciones.
—Tendríamos que matarlo —le dijo Potto—. Lo haré yo.
—En cuyo caso dejarán de tener al caldé en sus manos. La gente, los sediciosos, como los llaman ustedes, elegirán otro; y como es difícil que se equivoquen más, ese otro será mejor y más efectivo que yo. —Esperó a que hablara alguien más, pero nadie abrió la boca. Por fin añadió—: Yo no soy abogado, consejeros. Ojalá lo fuese. De serlo, no me costaría imaginarme defendiéndolos de casi todos los cargos que se les hayan imputado hasta ahora. Ustedes suspendieron la Carta, pero yo pienso que respecto a los deseos del antiguo caldé había cierta incertidumbre, y en todo caso aquello fue hace mucho tiempo. Trataron de someter a los rebeldes, pero no hacían sino cumplir con su deber. Que nos hayan interrogado a Mamelta y a mí, después de arrestarnos por violar una zona militar, no costaría mucho justificarlo.
— ¡A mí me golpearon! —exclamó Incus—. ¡Y un augur!
Seda asintió.
—Es un asunto individual que sólo concierne al consejero Potto. Yo me refería al Ayuntamiento en conjunto, o a lo que queda de ese conjunto. Pero tiene usted razón en mencionarlo, pátera; y es un indicio del camino que el Ayuntamiento está tomando. Me gustaría persuadir al consejero Lorí, su oficial presidente, de que diera marcha atrás antes de que sea tarde.
Lorí le clavó una mirada malévola.
—¿O sea que no accederá a nuestras demandas? Puedo llamar de inmediato a los soldados y acabar con esto.
Seda sacudió la cabeza.
—No puedo acceder. Tampoco, es obvio, puedo hablar por la Rani de Trivigaunte. Pero puedo hablar por Virón y lo hago; y para el bien de Virón todas sus demandas son inaceptables, salvo la de que yo dimita.
—De todos modos —intervino la máitera Mármol—, con tal de salvar al pátera Seda, quizás la generala Menta y el generalísimo Oosik las acepten, al menos en parte. ¿Me permite hablar con él en privado?
—¡No sea ridícula!
—No es ninguna ridiculez. Es mi deber. ¿No entiende que la generala Menta, el generalísimo Oosik y los demás sólo responden a la autoridad del pátera Seda? Cuando les informe de lo que he visto y cuente que lo han reconocido ustedes como caldé, sin duda querrán saber si él está dispuesto a aceptar sus condiciones Habrá que decirles qué órdenes hay para ellos pero no les prestarán la menor atención si no puedo asegurarles que me las ha dado en privado. Déjeme hablar con él, y yo iré hasta el generalísimo y la generala Saba. Después, si hay suerte, en vez de esta tregua tendremos una paz verdadera.
—No lo hemos reconocido como caldé —dijo fríamente Lorí—. La invito a que se retracte.
—¡Cómo que no! Varias veces lo han llamado caldé en mi presencia, y he visto cómo se felicitaban de tener al caldé prisionero. Incluso se han referido a él como llave de la crisis. Amenazan con matarlo porque élno está de acuerdo con sus preciosas cinco exigencias. Si el pátera es el caldé, cometen una crueldad. Si no lo es, cometen una idiotez. —Suplicante, alzó hacia Lorí las manos y el rostro pulido por el tiempo—. Está terriblemente débil. Lo he observado mientras hablábamos; de no ser por el bastón se habría caído. ¿No puede dejar que se siente, y decir a los demás que salgan? Con un cuarto de hora sería más que suficiente.
Sangre se levantó, un poco vacilante.
—Venga aquí, pátera. Tome mi asiento. Es una buena butaca, mejor que la que usó la otra vez.
—Gracias —dijo Seda—. Muchas gracias. Te debo mucho, Sangre. —Chenilla, que estaba a su lado, lo tomó del brazo. Él quiso asegurarle que no necesitaba ayuda pero antes de hablar tropezó con la alfombra, suscitando un triste chillido de Oreb.
—Saque a los demás —le dijo Lorí a Potto.
Deteniéndose un instante en el umbral, Jibias le mostró a Seda las dos manos, las retorció levemente y las separó. Chenilla le besó la frente, con un roce de labios sedoso como una ala de mariposa, y desapareció violentamente arrastrada por Potto, que salió con ella y cerró la puerta.
La máitera Mármol volvió a sentarse en la butaca vecina a la que había ocupado Sangre.
—Bien —dijo.
—Y tan bien —dijo —Seda—. Lo ha hecho usted muy bien. Mucho mejor que yo. Pero antes de que hablemos... de todo lo que tenemos por hablar... me gustaría hacerle una pregunta. Una pregunta tonta, o acaso dos.
—Claro, pátera. ¿De qué se trata?
El índice de Seda trazó circulitos en su mejilla.
—Yo no sé nada de ropa de mujer. Usted debe de saber mucho más... O eso espero. ¿Usted hizo que el consejero Lorí le trajese a Chenilla ese vestido?
—No llevaba nada bajo la túnica de augur —explicó la máitera Mármol— y me negué a hablar con nadie si no la vestían. Sangre llamó a una criada y la mujer salió con Chenilla y un soldado a buscar algo de ropa. No tardaron mucho. —Seda asintió, pensativo—. Le va pequeño, pero la criada dijo que era el más grande de la casa. Y sólo es un poco pequeño.
—Ya. Me preguntaba si no sería de una mujer que conocí en esta casa.
—Usted y Sangri han hablado de ella, pátera. Él le preguntó dónde estaba y usted dijo que habían quedado separados. —Seda volvió a asentir—. No quiero meter la nariz en sus asuntos personales.
—Se lo agradezco, máitera. Créame, se lo agradezco mucho. —Vacilante, antes de seguir hablando Seda miró el verde césped que el viento agitaba al otro lado de la ventana—. Como le digo, pensé que quizás fuera un vestido de Jacinta. De hecho esperaba que lo fuese. Pero no es posible. Usted bien dice que le cae casi bien a Chenilla, y Jacinta es mucho más pequeña. —Los círculos, que habían cesado, se reanudaron—. ¿Cómo se llama esa tela?
—Chen... Hombre, ya veo adonde apunta, ¡y tiene razón, pátera! ¡Es un vestido de chenilla, lo mismo que el nombre de ella!
—¿No es seda?
La máitera Mármol chasqueó los dedos.
—Ya lo tengo! Ella debió de decirle a la criada cómo se llama, lo cual les sugirió el vestido
—Al salir me dio un beso —observó él—. Por cierto que no a invitación mía, pero lo hizo. Usted ha de haberlo visto.
—Sí, pátera.
—Supongo que fue una señal de que está con nosotros... De que nos apoya. Un gesto del mismo tipo me hizo el maestro Jibias, probablemente relacionado con la esgrima. Como sea, no sé por qué el beso de ella me hizo pensar en la seda, en la tela a que me refiero. Parecía raro, pero se me ocurrió que tal vez me hubiese rozado la mano con la falda. ¿Dice que en realidad se llama chenilla?
«La chenilla es seda, pátera. Al menos lo es la mejor chenilla, y la otra es de algo que imita a la seda. La chenilla es una especie de hilo, hecho de seda, peluda, como una oruga. La tela que se hace con él también se llama chenilla. Es una palabra extranjera que significa oruga, y las hebras de seda las hilan los gusanos de seda, que son un tipo de oruga. Pero seguro que eso usted lo sabe.
—Tengo que hablar con ella —dijo él—. No ahora, sino cuando estemos solos, y lo antes posible.
—¡Chica buena!
—Sí, Oreb. Claro que es buena. —Seda volvió la atención a la máitera Mármol—. Hace un momento, cuando hablaba con Lorí, usted no quiso que saliéramos de esta sala. ¿Le importa decirme por qué?
—¿Tan transparente fui?
—No, no fue nada transparente; pero la conozco, y si realmente yo le preocupara tanto le habría pedido que nos dejara hablar en un dormitorio, para que pudiera echarme, y llamar a un médico. Ahora que ha muerto el doctor Grulla no creo que Sangre tenga ninguno; pero Lorí habría podido proporcionarlo o mandar a alguien por un médico de la Guardia usando una bandera de tregua, como esa blanca que hay junto a su butaca.
La máitera Mármol tenía un aire grave.
—Debí habérselo pedido. Aún puedo pedírselo, pátera. Saldré a buscarlo. Será sólo un momento.
—No, estoy bien. Con el favor de Faia... —Era tarde ya para rehacer la fórmula convencional—. Me recuperaré. ¿Por qué quería quedarse aquí?
—Por esta ventana. —La máitera Mármol la señaló—. La abrió Sangre cuando estábamos los dos solos y temí que alguien tuviese frío y la cerrara. Usted ha de conocer a Mucor, pátera. Ella me dijo que usted me la había enviado.
Seda asintió.
—Es hija adoptiva de Sangre.
—¿Adoptiva? No lo sabía. Dijo que era la hija. Fue el hiéraces por la noche, terriblemente tarde... ¿Conoce a Asfódela, pátera?
Seda, sonrió.
—Sí, claro. Una cría llena de vida.
—Esa misma. Yo había hecho la colada, ve usted, y quería verter el agua sucia en mi huerto. De hecho a las plantas el agua sucia con restos de jabón les gusta más que la limpia. Sé que parece un error, pero es así.
—Si lo dice usted, seguro que es cierto.
—Pues estaba vertiendo el agua, tanto para cada hilera, cuando Asfódela me tiró de la falda. Le pregunté: «¿Qué haces aquí a estas horas, niña?». Y me dijo que había ido a luchar con los otros pero Cuerno la había enviado de vuelta...
—¡Viene gato! —previno Oreb. Seda observó, pero no veía nada.
—Cuerno la había enviado a casa; y razón que tenía, pátera, para serle franca. Así que ahora quería saber si el téljides habría palestra.
—Y entonces —dijo Seda despacio— le cambió la cara, ¿no, máitera?
—Sí Tal cual. La cara se le volvió horrible. Ella vio eme me asustaba y dijo: «No temas, abuela, me llamo Mucor, soy hija de Sangre». —La máitera Mármol hizo una pausa, insegura de que él hubiese entendido—. ¿Le he dicho que Sangri es hijo mío, pátera? Sí, ya se que sí, justo después del sacrificio en la calle.
—Hijo de la máitera Rosa —dijo Seda con prudencia—. Sé que usted es también la máitera Rosa... por lo menos a veces.
—Todo el tiempo, pátera —la máitera Mármol rió—. He integrado el software de las dos. En lo que respecta a sibilas, soy su mejor amiga y su peor enemiga a la vez.
Seda se removió incómodo en la butaca de Sangre.
—Yo nunca fui enemigo de la máitera Rosa, espero.
—Pero pensó que yo era enemiga suya, pátera. Y tal vez un poco lo era.
Seda se inclinó hacia ella, las manos plegadas sobre el mango del bastón de Jibias.
—¿Y ahora, máitera? Sea totalmente franca, por favor.
—No. Soy su amiga y le deseo lo mejor.
Oreb aleteó a modo de aplauso.
—¡Chica buena!
—Aunque fuese enteramente la máitera Rosa —añadió ella— haría todo lo posible por sacarlo de esto.
Seda se permitió reclinarse. Era asombrosa la suavidad de las butacas de Sangre. Recordó (ahora con vividez) cuánto había querido descansar en aquélla, dormir incluso, durante su primera conversación son Sangre en la misma sala. Pero, como Sangre había prometido, ésta era mejor: mullida donde debía, firme donde era deseable la firmeza. Acarició un brazo y el cuero castaño le resultó al tacto blando como la mantequilla.
—Después de capturarme dejaron que me echara —le confió a la máitera Mármol—. Fue Arena, Había caminado hasta esta casa, y el camino es muy largo. Ya me pareció largo cuando vine con Alca a lomos de burro; y a pie, con el arma de Arena en la espalda, se me hizo interminable; pero en cuanto llegamos, después de subir por la trampa del sótano, él me dejó acostarme en el suelo. En realidad no es mala persona; sólo un soldado con disciplina que obedece a gente mala. También en Lorí hay bien, y hasta en Potto. Sé que usted debe de percibirlo como yo, máitera; de lo contrario nunca le habría hablado a Potto como lo hizo. Por eso, es una de las razones, no siento que la situación de la que usted intenta rescatarme sea tan mala como parece. No obstante lo cual se lo agradeceré siempre.
—¡Gato! ¡Gato! —Oreb voló del hombro de Seda a la cabeza de un busto de alabastro de Teljipeia.
La máitera Mármol sonrió.
—Aquí no hay ningún gato, pajarito lindo.
—Me hablaba usted de esta sala —le recordó Seda— y del encuentro con Mucor. Me gustaría que continuase. Podría ser significativo.
—Yo... Pátera, antes quiero hablarle de mi encuentro con usted. No me alargaré, y tal vez sea mucho más importante. Sé que usted sigue pensando en el día en que llegó al manteón. Muchas veces lo ha mencionado —él asintió—. Estaba el pátera Perca y usted lo quería y lo respetaba, pero el hombre necesita una mujer con quien conversar y era evidente que usted la echaba en falta.
—Todavía me ocurre —admitió Seda.
—No se lo reproche, pátera. El amor no debería avergonzar a nadie. —La máitera Mármol se detuvo a reunir sus pensamientos; había recuperado el escáner rápido y se regocijó—. Iba a decir que éramos tres sibilas. La máitera Menta era aún joven y bonita, pero tan tímida que cuando podía se escapaba y cuando no apenas si lograba hablar. Tal vez adivinaba lo que me había pasado a mí hacía mucho tiempo. Más de una vez pensé eso, y usted era joven y guapo, como sigue siendo. —Él estuvo a punto de preguntarle algo pero se arrepintió—. No le diré quién era el padre de Sangri, pátera. Pero le diré esto: él nunca lo supo. Creo que ni llegó a sospecharlo.
Seda se llenó los pulmones con la brisa fresca y límpida que entraba por la ventana.
—Anoche dormí con una mujer, máitera. Con Jacinta, la mujer por la cual preguntó Sangre. —Siento que me lo haya dicho.
—Quería hacerlo. Lo necesitaba... Todavía tengo una necesidad urgente de contárselo a quien no lo sabe, aunque ya lo saben muchos. Su Cognescencia, el maestro Jibias, el generalísimo Oosik.
—Y yo. —El índice de la máitera Mármol dio un golpecito en el pecho metálico—. Pero yo lo sabía. O me lo imaginaba, como lo habría imaginado cualquiera, y ojalá lo hubiera dejado usted así. Hay cosas que no mejoran porque se hable de ellas.
Oreb interrumpió su examen invertido de los rasgos de Teljipeia para aplaudir a la máitera Mármol.
—¡Chica lista!
—Como decía, éramos tres sibilas. Pero como la máitera Menta le rehuía, sólo quedábamos yo. Yo era vieja. Creo que nunca entendió usted cuan vieja. Se me habían borrado las caras mucho antes de que usted naciera. Usted nunca se dio cuenta de que no estaban, ¿verdad?
—¿De qué habla? Usted tiene la cara donde debe estar, máitera. Se la estoy mirando.
—¿Esto? —Ella hizo tamborilear los dedos con un taptap metálico—. Esto es en realidad mi placa facial. En un tiempo yo tenía una cara como la suya. Iba a decir como la de Dalia, pero ella era de otro tiempo. Como la de Cardencha o la de Ortiga, y en esa cara había cosas, por ejemplo trocitos de álnico, que me permitían sonreír o fruncir el ceño si los movía con los muelles que hay bajo de la placa. Pero todo eso ha desaparecido, salvo los muelles.
—Es una cara hermosa —dijo él—, porque es suya.
—Mi otra cara no; y eso se notaba en la suya cada vez que la miraba. A mí eso me dolía, y a usted le dolía mi dolor y se apoyaba en mí para aliviar su soledad. Pero éramos más parecidos de lo que creía, y no es que por mi parte las máquinas como ésta me hayan importado nunca mucho. Nunca pensé que pudieran ser gente de veras, por más que repitiesen que lo eran. Vamos, que soy sólo un mensaje escrito en esos garabatillos dorados que ve usted en las tarjetas. Pero sigo siendo yo, una persona, porque lo he sido siempre.
Seda buscó un pañuelo en la ruinosa túnica de Rémora y como no lo encontraba se secó los ojos con la manga.
—No se lo he dicho para darle pena, pátera. Ninguna de mí era fácil de querer, ni ahora ni antes. Y pese a todo usted pudo amar a una cuando no muchos hombres habrían podido, ni siquiera muchos augures. Yo pensé que comprender cómo había llegado a amarme sin gustar de mí tal vez lo ayudase en otro momento con otra mujer.
—Me ayudará, lo sé —suspiró Seda—. Gracias, máitera. Me ayudará conmigo mismo, sobre todo.
—No hablemos más de la cuestión. ¿Qué opina de las condiciones del Ayuntamiento? ¿Lo que le dijo a Lorí, todavía?
Seda se enjugó los ojos una última vez, sintiendo el polvo de la tela, sabiendo, sin que le importara, que no hacía sino ensuciarse la cara ya sucia.
—Supongo que sí.
La máitera Mármol asintió.
—Son totalmente imposibles. Nada para Trivigaunte, ¿y por qué va a entregar la Guardia a sus altos oficiales? ¿Por qué va a permitirlo el generalísimo Oosik? Pero si ofreciésemos juicios en toda la regla, con jueces...
—¡Hombre vuelve! —En el alféizar había aparecido una gran mano reluciente de anillos. La siguió una manga amarilla y un vaho de rosas mosquetas.
—Por eso quería quedarse aquí. —Seda se levantó y con cierta inestabilidad, apoyándose en el bastón, fue hasta la ventana—. Para que su hijo pudiera unírsenos.
—Pues no, pátera. En absoluto. Seda se asomó al alféizar. —Ten, agárrame la mano. Yo te levantaré. —Gracias —dijo Sangre—. Tendría que haber traído un taburete o algo.
—Agarra también la mía, Sangri. —Imitando a Seda, la máitera también apoyó un pie en el vano.
Más rojo que nunca por el esfuerzo, Sangre se elevó al otro lado de la ventana. Con un gruñido y un tirón entró tambaleándose.
—Y ahora mi nieta. Con ella será más fácil. —Inclinándose de nuevo sobre el alféizar, la máitera aferró unas manos esqueléticas y levantó a una raquítica muchacha con una mejilla quemada.
—¡Chica pobre!
Con un gesto de acuerdo Seda volvió a su butaca. —Hola, Mucor. Te ruego que te sientes, así puedo sentarme yo. Ninguno de los dos está fuerte.
—Contra los soldados no sirven los lanzagujas —resolló Sangre. Se levantó el ruedo de la toga para buscar algo debajo—. Así que le doy esto, caldé.
«Esto» era un azot de larga empuñadura chapada en oro y rugosa de rubíes; tenía una guarda de curva pronunciada, más compleja que la del que le diera el doctor Grulla a instancias de Jacinta, y un círculo de diamantes en el pomo. Seda volvió a sentarse.
—Tendría que haberlo previsto. Grulla me dijo que tenías dos.
—¿No lo quiere? —Sangre no se molestó en ocultar la sorpresa.
—No. Al menos no ahora. —Cuesta...
—Sé lo que cuesta, y lo efectivo que puede ser en una mano fuerte como la tuya. De momento yo no tengo una mano así, aunque es la última de mis razones para rehusarlo. —Seda se arrellanó—. Le pedí a tu hija que se sentara y ella tuvo la bondad de hacerlo. No me corresponde invitarte a que te sientes en tu casa, y soy consciente de estar ocupando la butaca en donde estabas antes; pero hay muchas otras. —Sangre se sentó—. Máitera...
—¡Viene gato!
Y entró, antes casi de la agitada voltereta de Oreb, con un ligero salto por encima del alféizar y aterrizando silenciosamente en medio de la sala con los ojos de ámbar ardiente fijos en Sangre. La máitera Mármol se recogió la falda como si fuera un ratón. Seda preguntó:
—¿Es León? Me parece recordarlo.
El lince volvió hacia él la mirada fulgurante y asintió.
—El pátera nos ha hecho sentar a todos —le dijo la máitera Mármol a Mucor—. Lo más amable sería que hicieras sentar también a tu garito, cariño. Así no me inquietaría tanto.
León se echó, obediente, con la atención dividida entre Sangre y Oreb.
—Esfigse te bendiga —la máitera Mármol trazó el signo de adición—. Yo... Ahora que lo pienso, es bastante curioso ver con qué disfrutan los niños. El pátera supuso que quería dejar la ventana abierta para que entrase tu padre y yo le dije que no, que ni se me había ocurrido, lo que era la pura verdad. La quería abierta porque la primera vez, cariño, tú me dijiste que no mantuviese cerradas las puertas y ventanas de una habitación, ya que acaso tuvieras que entrar de nuevo y así se te haría más difícil. Por eso me alegré de que él abriera ésta; y ya ves que has entrado y tu garito piernaslargas también.
—No sabía que era capaz de manejar a semejante animal. —Sangre tenía el pulgar en el demon—. No sabíamos que le quedaba poder hasta que Lémur grabó al caldé hablando con Grulla, pero parece que los ha estado visitando.
—¿Conque husmeando por la ventana, Sangri? Eso está muy mal.
—No lo he hecho.
—Un dispositivo de escucha —suspiro Seda—. Que decepción. Yo pensé que podía haber una puerta secreta entre estos cuadros. Cuando era chico, en los libros para muchachos las había a montones, pero en realidad nunca vi ninguna.
—¿Sabía que iba a venir?
—Lo sospechaba. ¿Quieres toda la historia?
La máitera Mármol bufó estruendosamente.
—Yo sí, pátera.
—Cómo me gustaría que no hiciera ese ruido —le dijo Seda.
—Pues no lo haré, o lo haré menos. Pero Sangri es mi hijo, pátera, y me parece que tengo derecho a saber.
—De acuerdo; toda la historia. —Entrecerrando los ojos, Seda se reclinó en la butaca—. El hiéraces atravesé una parte de la ciudad con Su Cognescencia, y anduve desde el límite este hasta el Marto; estaba más o menos parejamente dividida entre los insurgentes de la máitera Menta y la Guardia. Como he dicho, dormí en el Marto unas horas; cuando desperté, la mitad de la Guardia parecía haberse pasado al bando de la máitera.
La máitera Mármol dijo:
—Toda salvo la Segunda Brigada, me han dicho.
—Bien. Como antes de que me trajeran aquí estuve en los túneles o en el sótano, no he visto gran cosa; pero aquí había consejeros. Parecían estar dirigiendo a sus fuerzas en persona, y pensé que no lo habrían hecho si la situación no fuese crítica. Luego, además, usted me dijo que había venido hasta aquí con los niños y mencionó a una generala de Trivigaunte.
—La generala Saba. En el fondo una mujer muy buena, por lo que he visto, aunque muy corpulenta y proclive a obstinarse.
—Infiero que fue su nave la que atacó la flotadora de Oosik donde íbamos Su Cognescencia y yo.
—Sin duda su flotadora ha estado sobre la ciudad. Ha disparado y lanzado explosivos. Es enorme.
—Su doctor Grulla era espía de Trivigaunte —le dijo Seda a Sangre—. A estas alturas usted ya lo sabrá. Una vez, en broma, me dijo que cuando necesitara que me rescatasen me bastaría con matarlo a él. Llevaba en el pecho un dispositivo que permitía a otros encontrarlo y saber si le latía o no el corazón. Lo mataron el hiéraces por la mañana, a causa de un malentendido, imagino que de una confusión similar resultó el ataque contra nosotros: alguien contó a los trivigauntis que la Guardia se nos oponía. Al ver una flotadora de la Guardia rodeada de oficiales a caballo; la atacaron.
—No veo qué tiene que ver esto conmigo —gruñó Sangre.
—Mucho —le dijo Seda—, y además yo tenía razón... Es la única cosa en la cual he acertado por completo. Tú estabas luchando por una causa perdida; iban a destruir la casa y a ti probablemente iban a herirte o matarte». Sabías de la existencia de los túneles y sin duda habías estado. Yo también, ya dije, demasiado tiempo para mi gusto. No te imaginaba dejando la casa en llamas para andar bajo tierra a menos que no hubiera otra alternativa.
—Me partí el lomo para tener esta casa, maldición.
—No blasfemes, Sangri. Te desmerece.
—¡Pero si es cierto! Los tipos como usted se creen que es hábil. Un paso en falso y lo despachan a uno al Marco Central, y eso un día tras otro, y nadie fiable en quien apoyarme hasta que encontré a Mosqueta, nadie en absoluto. Ustedes no aguantarían vivos ni una semana. ¡Ni una semana, joder! Doce años me llevó poder cagar en esta casa.
—¡Sangri!
—Es una corazonada, nada más —admitió Seda—, y no pretendo tener familiaridad íntima con tus procesos mentales, pero imagino que desde cierto momento de la noche pasada vienes buscando una oportunidad para cambiar de bando.
—¿Y qué ha hecho nunca por mí esa birria de Ayuntamiento? Usarme a cambio de comisiones y favores. Esconderme para quedar bien ellos. ¿Qué leches les debo?
—No tengo idea. Luego, hace alrededor de una hora, entró en escena tu madre, ostensible y sin duda principalmente para ayudarme, pero con clara influencia en el otro bando y ansiosa por salvarte también a ti. Por eso, cuando comprendí que la máitera quería que nos quedáramos en esta sala, esperé que entraras por detrás de un cuadro.
Mucor los sorprendió a todos preguntando:
—¿Queréis que me fije en qué están haciendo?
—Preferiría que comieses algo —le dijo Seda—. Pero supongo que aquí no hay nada. Ve, pues, si crees que —León se portará bien.
Esperó la respuesta, pero no la hubo.
—Chica va —el graznido de Oreb casi no se oyó—. No aquí. —León se estiró en el suelo y cerró los ojos.
—De hecho, me sorprendió que no vinieras antes —le dijo Seda a Sangre en tono informal—. Pero, claro, tenías que buscar a Mucor y hacer que se vistiera, quizás incluso asearla un poco con ayuda de una criada, y eso no lo había previsto. Lo que me desconcierta es que al parecer Mucor consideró necesario enviar por delante a León.
—¿De veras? —Sangre miró con curiosidad a su hija adoptiva.
—Eso parece. Oreb, mi pájaro, debe de haberlo entrevisto u oído, porque nos dijo varias veces que había un gato por ahí.
—Probablemente no se dio cuenta de que los soldados no le temerían —sugirió la máitera Mármol.
—Gato malo —murmuró Oreb.
—No levantes la voz —le previno Seda—, que podría oírte.
—Has sido muy amable en unirte a nosotros, Sangri —la máitera Mármol se alisó la falda—. Sin duda lo hiciste en provecho propio, como dice el pátera, pero de todos modos es un serio riesgo.
Sangre se levantó.
—Lo sé. Usted no me aprecia mucho, ¿no, pátera?
—Valoro mucho tu astucia —le dijo Seda—. Me alegraría tenerla de nuestro lado. Soy consciente de que no careces de moral.
—El coronel Oosik. —Sangre hizo un gesto con el azot—. Por lo que he oído, él es su hombre. La generala Saba está con la Rani. El coronel Oosik con usted.
—El generalísimo Oosik.
Sangre resopló de sarcasmo.
—Confía en él y en mí no. Pero yo lo he tenido años enteros en el bolsillo.
La máitera Mármol dijo:
—Siéntate, Sangri. ¿O vas a hacer algo?
—Necesito una copa, pero como el caldé no, creo que mientras esté aquí ese gato me agarraré al azot. ¿Me servirías algo, mamá?
—Claro. —Ella se levantó—. Un poco más de ginebra, supongo...
—Si no es mucha molestia, máitera... —empezó Seda.
—Y hielo. Está debajo, en el armario grande.
—Con gusto. ¿Coñac o...? —La máitera examinó las botellas—. Aquí hay un buen vino tinto, pátera.
—Sólo agua con hielo, por favor. Lo mismo para Mucor, me parece.
Sangre sacudió la cabeza.
—Pero sin hielo, mamá. Lo tirará. La conozco, créeme.
—¡Pobre pájaro!
—Para Oreb una taza de agua sin gas, máitera, por favor. Creo que si la deja sobre el armario bajará a beber.
—Agua sin gas para Oreb. —Revelando medio palmo de pierna plateada al ponerse de puntillas, ella apoyó sobre el armario un vaso desbordante—. Agua con gas y hielo para el pátera, y ginebra con agua y hielo para ti, Sangri. Agua con gas sin hielo para mi nieta. De todos modos está bien fresca. —Mientras colocaba el último vaso frente a Mucor, añadió—: Te diré que no da la impresión de que la cuides bien. Sangre cogió su bebida.
—En general tenemos que alimentarla a la fuerza, y la ropa suele arrancársela.
—¿Quién era la madre? —preguntó Seda. —No tuvo. —Sorbiendo la ginebra, Sangre miró con mala cara—. ¿Ha oído hablar de embriones congelados? De vez en cuando se puede comprar uno, pero no siempre están a la altura del precio.
Recordando motas de carne podrida, Seda se estremeció.
—Se sospecha que el antiguo caldé lo hizo; se llamaba Raso. El dato se filtró después de que él muriera. Así que decidí probar suerte. Me compré un embrión con poderes raros. Y se lo hice implantar a una de las chicas.
—¿De veras que pudiste comprar algo así? ¿Un embrión con los poderes de Mucor para criar en un vientre cualquiera?
—Ya le digo que a veces lo timan a uno —respondió tristemente Sangre—, pero yo tuve cuidado y me salió bien. La cría tiene poderes, pero está chalada. Siempre lo ha estado.
—Contrataste a un especialista para operarle el cerebro.
—Seguro, traté de curarla, pero no dio resultado. De lo contrario ya sería el caldé.
—Para mí ha sido una amiga —dijo Seda—. Una amiga difícil, tal vez, pero muy útil. Creo que le gusto, y sanee! dios bueno cuánto me gustaría retribuirle la ayuda.
Oreb se quedó con un giro:
—¿Dios bueno?
—El Extraño, debí decir.
La propia Mucor dijo:
—Están discutiendo por vosotros. —La voz era tenue y lejana; el vaso que la máitera Mármol le había dejado en la mesita seguía intacto.
Seda bebió del suyo, cuidando de no apresurarse.
—Hay hombres y mujeres que engendran niños de sus cuerpos por puro impulso. Los augures lo reprobamos; pero, si bien inexcusable, no deja de ser comprensible. Se dejan llevar por la emoción del momento; y puede que si no lo hicieran el Vórtice entero estuviese vacío. Por otro lado la adopción es un acto deferente, que se consuma con la sola asistencia de un abogado y un juez. Por eso un padre adoptivo no puede decir «Yo no sabía que iba a ocurrir esto». Por desdeñable que sea la protesta, no tiene derecho a formularla.
—¿Se piensa usted que yo sabía cómo iba a salir? Era un bebé. —Sangre lanzó a su hija una mirada de rabia—. Tengo el doble de años que usted, pátera. Quizás cuando llegue a mi edad tendrá un par de cosillas de que arrepentirse.
—Ya tengo muchas.
—Usted cree que son muchas. Mujeres, quiere decir. Jo, ¿qué sentido tiene? —Sangre dejó el vaso y se secó la mano izquierda en el muslo—. No me importan mucho. A usted le pasaría igual si llevara tanto tiempo como yo en mi oficio. Empecé a los siete u ocho años; era un chiquillo sucio que se acercaba a los hombres en el mercado. De cualquier modo, lo más probable es que nunca tenga otra hija que Mucor.
La máitera Mármol le dijo:
—También es mi única nieta, Sangri. Si no te ocupas de ella como es debido, lo haré yo.
La cólera de Sangre pareció redoblarse.
—¿Como te ocupaste de mí?
—Sería mejor hablar en voz baja —dijo Seda—. Se supone que tú no estas aquí.
—Ojalá no estuviera. —Una sonrisa torció la boca de Sangre—. Sería el gran premio, ¿no? Muerto por robar dos céntimos en el mercado. Oiga, pátera. ¿Quiere que le presente a mi hermana? Ella le dará un corderito en su punto.
—¡Sangri, basta!
—Ya es muy tarde para decírmelo, mamá. ¿No te parece? —Sin esperar respuesta se volvió hacia Seda—. Voy a esbozarle un trato. Si lo acepta, soy de la partida y haré todo lo posible por sacarlo de aquí en un parpadeo. —Seda abrió la boca para hablar, pero no pudo—. Cuando digo sacarlo, digo a usted, al otro augur, al viejo, a mamá y a la larguirucha esa, pupila de Orquídea. Incluso a su pájaro. A todos. ¿De acuerdo?
—Muy bien.
—Si no acepta, me voy por la ventana, ¿entendido? Ningún rencor, pero tampoco hay otro arreglo.
—Si saltas por la ventana pueden matarte, Sangri —le advirtió la máitera Mármol—. Ya me extraña que no os dispararan cuando entrasteis.
Sangre meneó la cabeza.
—Hay una tregua, ¿no te acuerdas? Y me pondré el azot bajo la toga. No dispararán contra un hombre desarmado y una niña que nunca se ha acercado al muro.
—Mejor que un pasaje secreto. —A la máitera Mármol le brillaban los ojos de diversión.
—Exacto. —Sangre se acercó a la ventana—. Bien, aquí va la propuesta, caldé. Me paso a usted y a Menta con arma y cuerpo e intento arreglar que nos libremos todos. Después le vendo el manteón por una tarjeta y otras consideraciones, como decimos nosotros, y usted la tarjeta me la puede quedar debiendo. —Esperó, pero Seda no decía nada—. Una vez que salimos sigo siendo colega suyo. Le he hecho cantidad de favores al Ayuntamiento, ¿comprende?
Bien puedo ayudarlo ahora a usted, y haré todo lo posible. Recuerde que tengo a Mucor y sé de cuántas cosas es capaz. La panda de Lémur nunca ha tenido algo así.
Seda sorbió de su vaso.
—Habla más —murmuró Oreb, difícil saber si como sugerencia o como queja.
—Lo que quiero de usted es esto, caldé. Dinero no; sólo tres cosas. Primero, tengo que conservar mis otros bienes; quiero decir mis propiedades, mis cuentas en el fisco y lo demás. Segundo, sigo con mis negocios. No le pido que los legalice ni lo quiero. Sólo que no me los clausure, ¿se da cuenta? Por último, no le pago a nadie nada que no sean los impuestos corrientes. Yo le abro mis libros, pero nada de comisiones bajo el mostrador. ¿Entiende a qué me refiero? —Sangre se apoyó en el marco de la ventana—. Medítelo y verá que es un trato inmejorable. Le doy a usted mi apoyo completo e ilimitado, además de alguna propiedad valiosa, meramente a cambio de que me deje en paz. Que me permita mantener lo que es mío y ganarme la vida sin hostigarme más que a otros. ¿Qué contesta?
—Había estado esperando una prueba. —Seda miró su vaso y se sorprendió de haber bebido más de la mitad del agua—. Una prueba del Extraño. Ya me ha. probado físicamente y confiaba en que pronto me tomara también la medida moral. En cuanto empezaste supe que había llegado el momento. ¡Pero qué fácil es!
León levantó la cabeza para interrogarlo con la mirada, se levantó, se estiró y con paso acolchado fue a frotar el cuerpo suave y musculoso contra sus rodillas. La máitera Mármol apuntó a su hijo con un dedo.
—Lo que vienes haciendo está muy mal, Sangri. Vendes óxido, ¿no es cierto? Ya me lo imaginaba.
—Para empezar —le dijo Seda a Sangre— debes devolverme el manteón... Lo harás ahora mismo. Si no has traído el contrato, puedes salir por la ventana a buscarlo. Yo esperaré.
—Lo he traído —admitió Sangre. De un bolsillo interior de la toga rescató un papel —Bien. Mi manteón por tres tarjetas. Sangre cruzó la sala hasta un escritorio empotrado; al cabo de un rato, Mucor se levantó también moviendo la boca en silencio, como si pronunciara las trabajosas evoluciones de la pluma de su padre.
—Lo mío no son las palabras, pátera —dijo él al fin—, pero aquí tiene. No se preocupe si firmé por Mucor. Tengo derecho a representarla.
La tinta aún no se había secado. Seda leyó el contrato mientras lo sacudía despacio.
—Perfecto. —Sacó del bolsillo tres de las tarjetas de Rémora y se las dio a Sangre—. Harás todo cuanto esté a tu alcance para que cese la lucha sin más pérdida de vidas —le dijo—, y otro tanto haré yo. Si cuando esto haya acabado soy caldé, la ley te juzgará por todos los delitos que hayas cometido. Más allá de la que acabo de sellar, no habrá ninguna otra ventaja injusta. Es una concesión grande, pero la hago. No obstante, te advierto que tampoco se pasará por alto ninguna de tus acciones. Si te encuentran culpable de algún cargo, le pediré al tribunal que tenga en cuenta la ayuda que has prestado a la ciudad en tiempos de crisis. ¿Me expreso con claridad?
Sangre echaba chispas.
—Se ha abusado. Me arrancó esa propiedad con promesas falsas.
—Sí —concordó Seda—. He cometido un delito para enmendar el daño que le causó otro delito a la gente de nuestro barrio. ¿Por qué hombres como tú han de hacer lo que quieran cuando se les antoje bajo garantía de no ser nunca víctimas? Si te interesa, puedes quejarte de lo que te he hecho cuando se restaure la paz. Cuentas con un testigo en la persona de tu madre. —Dio una palmadita al lince y lo empujó—. Pero no te aconsejaría que llamaras a tu hija adoptiva. No es apta para declarar y podría contarle al tribunal cómo nacieron sus mascotas.
—Mas te vale no pedirme tampoco a mí que declare, Sangri —dijo la máitera Mármol—. Tendré que decirle al juez que intentaste sobornar al caldé.
—Ya vienen —le anunció Mucor a Seda—. El consejero Lorí acaba de hablar por el espejo con el consejero Tarsio. Han decidido matarte y enviar tu cadáver con la mujer que mató a Mosqueta.
Seda, helado, miró a Sangre.
Oreb chilló:
—¡Vigila!
Instintivamente la máitera Mármol se inclinó hacia su hijo en una súplica de perdón y entendimiento.
El apretó más el azot; el horror incandescente de la hoja dividió el cosmos en dos, dejando a la máitera Mármol a un lado y al otro la mano que ella había tendido hacia él. La mano cayó a la alfombra mientras la atroz discontinuidad, en una curva ascendente, desataba una lluvia de yeso y cemento chamuscado. Seda gritó una advertencia. Con el bastón de Jibias trató de proteger a la máitera del nuevo golpe.
El tubo de madera explotó en astillas ardientes; pero la hoja del azot rebotó en la hoja de acero de doble filo que el tubo contenía como una espina dorsal.
A Seda le pareció que el brazo se le movía por su cuenta; que él era un mero espectador, tan horrorizado como la máitera y no menos separado de las acciones de su brazo. Mientras la puerta se abría estruendosamente, ese brazo blandía la hoja arruinada.
Por detrás del sargento Arena y un segundo soldado igual de grande, Potto ladró:
— ¡Dispárenle!
Deslizándose adelante, la hoja marcada se hundió en la garganta de Sangre con más facilidad que el cuchillo del manteón en la garganta de un chivo.
—¿Dispararle al caldé? —La mano de Arena sujetó el trabuco del otro soldado.
A Sangre le Saquearon las rodillas y la mirada. La hoja de doble filo, teñida hasta un palmo de la muesca con la roja sangre de Sangre, se retiró de la garganta.
—¡Sí, al caldé!
Por un instante a Seda le pareció que la máitera Mármol debía arrodillarse a recoger la sangre de Sangre; tal vez ella pensara lo mismo, porque se agachó con la mano tendida hacia el hijo declinante.
Seda se giró empuñando todavía la espada. Si el trabuco de Arena lo había apuntado en algún momento, ahora ya no lo hacía. Arena disparó, y una fracción de segundo después disparó el otro soldado. Potto cayó, la cara alegre abofeteada por la sorpresa.
—Tenga esto, pátera. —La máitera Mármol le puso el azot de Sangre en la mano libre—. Cójalo antes de que lo mate.
Él lo aceptó. Ella le quitó la espada ruinosa y, sujetando el mango entre los pequeños zapatos negros, se las arregló para limpiar la hoja con un gran pañuelo que sacó de la manga.
Un choque de talones y un ruido de armas indicaron que Arena y el otro soldado saludaban. Soldados y hombres con armadura plateada atisbaban por entre los dos tratando de saludar también ellos. Seda respondió con un gesto de asentimiento y, como le parecía inadecuado, trazó en el aire el signo de adición.