3 —Una tésera para el túnel
—Mal bicho —murmuró Oreb, observando al talus en llamas para ver si lo oía. Como no reaccionaba, repitió más alto—: ¡Mal bicho!
—Cierra el pico. —Alca también lo vigilaba con recelo.
Adelantándose con el lanzador preparado, Chenilla le habló:
—Si pudiéramos, apagaríamos el fuego. Si tuviéramos mantas o algo con que ahogarlo. —¡Me muero! ¡Escuchadme!
—Sólo estaba diciendo que lo sentimos. —Chenilla miró a los cuatro hombres y Mújol asintió. —¡Soy un servidor de Escila! ¡Debéis servirla! Incus se irguió hasta alcanzar toda su estatura. —Puedes confiar en que yo haré todo cuanto pueda para cumplir la voluntad de la diosa. Hablo tanto por mí como por mi cabo Pedernal.
— ¡El Ayuntamiento la ha traicionado! ¡Destruidlo! Bruscamente Pedernal se cuadró. —Solicito permiso para hablar, talus.
El delgado cañón negro de un zumbador tembló; el proyectil pasó cinco codos por encima de sus cabezas y los rebotes chillaron túnel abajo.
—Tal vez no te convenga —murmuró Alca. Luego alzó la voz—: Escila nos dijo que el pátera Seda está intentando derribarlos y nos ordenó que lo ayudáramos. Haremos todo lo que podamos. Hablo por Chenilla, por mí y por este pájaro.
—¡Contádselo al Juzgado!
—De acuerdo. Eso dijo ella. —Mújol e Incus aprobaron.
Una lengua de fuego lamió la mejilla del talus.
—¡La tésera! ¡Tetis! Al subsótano... —Una explosión interior lo conmovió.
Innecesariamente, Alca gritó:
—¡Atrás! —Mientras huían por el túnel, un velo de fuego cubrió la gran cara metálica.
—¡Está acabado! ¡Se derrumba! —Mújol era aún más lento que Alca, que desde chico no había sentido las piernas tan débiles.
Una segunda explosión sorda; luego silencio, salvo el siseo de las llamas. Pedernal, que se había emparejado con Alca, rompió el ritmo para esgrimir un trabuco.
—Éste era de un durmiente —le dijo a Alca, contentísimo—. ¿Ves cómo brilla el receptáculo? Puede que no la haya disparado nunca. Yo no pude volver a buscar el mío porque supuestamente debía vigilarte. El mío tenía cinco mil disparos. —Se echó el trabuco nuevo al hombro y atisbo por la guía.
Oreb lanzó un chillido y Alca dijo:
—¡Ten cuidado! A ver si hieres a Pechugas.
—Lleva el seguro. —Pedernal bajó el arma—. Tú la conocías de antes, ¿no?
Asintiendo, Alca aflojó el paso para que Mújol los alcanzara.
—Desde la primavera, calculo.
—Yo una vez tuve una chica —le dijo Pedernal—. Era sirvienta, pero si la veías no te lo imaginabas. Preciosa como un cuadro.
—¿Y qué pasó? —dijo Alca.
—Tuve que ir a la reserva. Me pusieron a dormir, y cuando desperté ya no estaba acuartelado en la ciudad. Tal vez habría debido ir a buscarla. Moli... —Se encogió de hombros—. Pero me figuré que habría encontrado otro novio. Era lo que solía pasar.
—Tú también encontrarás una novia, si quieres —le aseguró Alca. Se detuvo a mirar túnel atrás; aunque el talus aún se divisaba, parecía remoto, un punto de fuego anaranjado no mayor que la luz más próxima—. Podrías estar muerto. Supón que el pátera no te hubiera reparado.
Pedernal meneó la cabeza.
—No podré pagárselo nunca. En realidad no puedo ni mostrarle cuánto lo quiero. Nosotros no lloramos, ¿lo sabías?
—¡Pobrecito! —Oreb estaba impresionado.
—Tú tampoco puedes llorar, tío —le dijo Alca.
—¡Pájaro llora!
—Vosotros los carnizos siempre nos envidiáis la suerte —siguió Pedernal—. Suerte significa no poder comer y servir setenta y cuatro horas seguidas, a veces hasta ciento veinte. Suerte significa dormir tanto que el Vórtice cambia y uno tiene que aprender métodos nuevos para todo. Suerte significa siete u ocho latijos por cada mujer. ¿Quieres probar?
—¡Jo, no!
Mújol tomó a Alca por el brazo.
—Gracias por esperar.
Alca se desprendió.
—No creas que yo puedo correr tanto.
Más animado, Pedernal dijo:
—Yo podría llevaros a los dos, sólo que no debo. Al pátera no le gustaría.
La sonrisa de Mújol reveló una brecha oscura en el lugar de dos dientes.
—¡Mi madre, a mí no me subáis a ningún barco!
Alca rió.
—Lo hace por mi bien —les aseguró Pedernal—. Me cuida. Es por eso que moriría por él.
Alca reprimió el comentario y lo reemplazó por otro:
—¿Ya no piensas en tu gente de antes? En los otros soldados, digo.
—Claro que sí, solo que primero está el pátera. —Alca asintió—. Hay que tener en cuenta todo el tinglado. Nuestro comandante supremo debería ser el caldé. De ahí vienen las órdenes generales. Lo único es que no hay, y estamos trabados. Nadie tiene derecho a dar órdenes; si lo hacemos es para mantener la brigada en marcha. Mi sargento es Arena, ¿comprendes?
—Ajá.
—Y los soldados rasos del pelotón son Esquisto y Pizarra. El sargento me manda a mí y yo les mando a ellos. Y ellos dicen: Seguro, cabo, como usted ordene. Sólo que ninguno está muy convencido.
—¿Chica espera? —preguntó Oreb. Había estado oteando la lejana y desnuda espalda de Chenilla.
—Tarde o temprano —le contestó Alca—. Y cierra el pico, que esto es interesante.
—Por ejemplo, el otro día —continuó Pedernal—. Yo vigilaba a un prisionero. Se rompió una correa, intenté sugetarla y el tío se me escapó. En una situación normal me habrían quitado los galones, ¿comprendes? Pero como no es el caso, sólo me cayó un rapapolvo de Arena y uno doble del mayor. ¿Y eso por qué? —Apuntó a Alca, que meneó la cabeza, con un dedo grande como un caño—. Yo te lo diré. Porque los dos saben que en primer lugar Arena no está autorizado a dar órdenes a nadie, y yo podría haberlo mandado a la porra.
—¿Porra? —Oreb miró a Pedernal, inquisitivo.
—¿Quieres la verdad del cuento? Cuando ocurrió aquello me sentí fatal, pero peor me sentí después de hablar con ellos. No por lo que me dijeron. Eso ya lo había oído tanto que me lo sabía de memoria. Porque no me quitaron los galones. Nunca creí que llegaría a decir esto, pero así fue. Me los podrían haber quitado. Si no lo hicieron fue porque no tenían autorización del caldé, y todo el tiempo yo pensaba: no hace falta que me condenéis a arrancármelos, me los arranco yo solo. Sólo que con eso se habrían sentido aún peor.
—A mí nunca me ha gustado tener otro jefe que yo —le dijo Alca.
—Hay que tener alguien fuera. Al menos yo lo necesito. ¿Ya te encuentras bien?
—Mejor que hace un rato.
—Te he estado observando. Es lo que me pidió el pátera. Y casi no puedes andar. Cuando le dieron al talus te golpeaste la cabeza, y creímos que la habías palmado. Al principio al pátera le gustó bastante. Claro que después no tanto. Empezó a asomar la nobleza esencial de su carácter. ¿Sabes a qué me refiero?
Mújol intervino:
—La muchachota lloraba a gritos.
—Sí, eso también. Mira...
—Un momento. ¿Chenilla lloró?
—Daba más pena ella que tú —rió Mújol.
—¡Pero si cuando desperté ni siquiera estaba!
—Salió corriendo. Yo estaba hablándole al talus, pero la vi.
—Cuando volví en mí andaba alrededor —dijo Pedernal—. Llevaba el lanzador ese, sólo que vacío. Donde estábamos había otro todo machacado. Tal vez lo había traído ella; no lo sé. El caso es que después de hablar con el pátera sobre usted y un par de cosas más, le enseñé a desarmar el depósito averiado y poner el sano. —Mientras el augur te reparaba a ti —le dijo Mújol a Pedernal—, ella se alejó por el túnel. Este gigante estaba fuera de combate y nadie sabía si la herida era grave. Al volver ella y encontrarse con que no había reaccionado, se derrumbó.
Alca se rascó la oreja.
—Te has partido el cráneo, grandote. Si te dicen otra cosa no lo creas. Lo he visto antes. A uno de mi barca lo golpeó la botavara. Hasta que pudimos desembarcarlo se pasó dos días en la bodega. Abría el morro y hablaba, pero en seguida perdía el rumbo. Supongo que el médico que le llevamos al fin hizo todo lo posible, pero al día siguiente el fulano murió. Tienes suerte de que el golpe no fuera peor.
—¿Por qué es una suerte? —preguntó Pedernal.
—Hombre, clama al sol, ¿no? ¡Éste tiene menos ganas que yo de estar muerto!
—Todos los carnizos decís lo mismo. Pero fijaos un poco. No más problemas, no más trabajo. Basta de patrullar estos túneles sin encontrar nada, como mucho matando algún dios. Basta de...
—¿Mata dios? —preguntó Oreb.
—Sí —dijo Alca—. ¿De qué cuerno hablas?
—Así los llamamos nosotros —explicó Pedernal—. En realidad son animales. Una especie de chuchos, sólo que algo raros; por eso los llamamos así.
—Yo aquí abajo no he visto un puñetero animal.
—Tampoco hace tanto que estáis, aunque os parezca lo contrario. Hay murciélagos y luciones, sobre todo debajo el lago. Está repleto de dioses; sólo que en este tramo hay luces y nosotros somos cinco y encima uno es soldado. Ya veréis en algún lugar más oscuro.
—A ti no te importa morir —le recordó Mújol—. Eso dijiste hace un rato.
—Ahora sí. —Pedernal señaló a Incus, que iba unos cien codos adelante—. Era eso lo que intentaba contaros. Alca dijo que él no necesitaba un equipo ni un jefe como el pátera ni nada de eso.
—Y es verdad —declaró Alca—. Es verdad, jo.
—Pues entonces siéntate aquí mismo. Échate a dormir. Mújol y yo seguiremos la marcha. Se ve que te encuentras muy mal. No te gusta andar. Bien, no hay razón para que te obligues a hacerlo. Cuando estemos a punto de perderte de vista, yo te meteré un par de balazos.
—¡No dispara! —protestó Oreb.
—Esperaré a que te hayas dormido, ¿te das cuenta? Ni siquiera te enterarás. Te pondrás a pensar que no voy a hacerlo. ¿Qué opinas?
—No, gracias.
—Pues bien, a esto quería llegar. No te suena tan bien la cosa. Si yo insistiese, dirías que tienes que cuidar a tu chica, por más que en estas condiciones no puedas cuidarte ni a ti mismo. O cuidar a tu pájaro, o lo que fuera. Pero sería pura trola, porque lo que pasa es que en realidad no quieres, y eso aunque sepas que tiene más sentido que lo que estás haciendo.
Débil y cansado, Alca se encogió de hombros.
—Si tú lo dices.
—Para nosotros no es así. A mí no me suena nada mal la idea de sentarme por aquí y dejar que todo se calme hasta que me duerma, y luego dormir sin que nadie venga nunca a despertarme. Tampoco les sonaría mal a mi sargento o al mayor. Si no lo hacemos es porque se supone que debemos cuidar Virón. Y eso incluye al caldé, que es quien dice qué es bueno para Virón y qué no.
—El nuevo caldé va a ser Seda, al parecer —señaló Alca—. Lo conozco, y es lo que dijo Escila.
Pedernal asintió.
—Sería estupendo, pero aún no ha ocurrido y a lo mejor no ocurre nunca. Sólo que yo tengo al pátera, ¿comprendes? Ahora puedo ir así detrás de él y mirarlo casi todo el tiempo, y él ya ni siquiera me dice que no lo mire. Así que tengo tan pocas ganas como tú de sentarme a morir.
Moviendo la cabeza, Oreb aprobó:
—¡Bueno! ¡Bueno!
Más adelante, siempre por el túnel, Incus preguntó con cierta aspereza:
— ¿Seguro que eso es todo, hija mía?
—Ya le dije que es todo desde que el pátera Seda me confesó. O todo lo que recuerdo —declaró Chenilla. A modo de disculpa añadió—: Eso fue el esfigsedo, así que no hubo mucho tiempo, y usted dijo que lo que pude hacer siendo Kipris o Escila no cuenta.
—Tampoco para ellas. Los dioses no pueden hacer el mal. Al menos no en nuestro plano. —Carraspeando, Incus se aseguró de sostener correctamente las cuentas de oración—. Siendo así, hija, te transmito el perdón de todos los dioses. En el nombre de Pas, el Señor, te perdono. En el nombre de la Divina Equidna, te perdono. En el glorioso y eficacísimo nombre de la Chispeante Escila, diosa más bella, primogénita de los Siete e inefable patrona de ésta, nuestra...
—Ya no soy ella, pátera. Está claro como el agua.
Incus, que había sido presa de un presentimiento súbito pero erróneo, se relajó.
—Te perdono. En nombre de Molpe, te perdono. En el nombre de Tártaro, de perdono. En el nombre de Hiérax, te perdono. —Respiró hondo—. En el nombre Teljipeia, te perdono. En el nombre de Faia, te perdono. En el nombre de Esfigse, te perdono. Arrodíllate, hija mía. He de trazar el signo de adición sobre tu cabeza.
—Mejor que Alca no me vea. ¿No podría...?
— ¡Arrodíllate! —dijo Incus, severo, y a modo de merecida disciplina agregó—: ¡Agacha la cabeza! —Cuando ella hubo obedecido, hizo oscilar las cuentas de atrás adelante y de un lado a otro.
—Ojalá no me haya visto —murmuró Chenilla mientras se levantaba—. No creo que se arriesgue por la religión.
—Diría yo que no. —Incus se metió las cuentas en el bolsillo—. ¿En cambio tú sí, hija? Si es así, me has engañado por completo.
—Pensé que era mejor, padre. Que usted me confesara, digo. Hace un rato, cuando el talus peleó con los soldados, podríamos haber muerto. Alca estuvo a punto, y después nos habrían matado a nosotros. No sabían que íbamos en la espalda, me parece, y quizás al verlo en llamas temieron que explotara. Si era así, la habríamos palmado.
—En un momento u otro volverán a por sus muertos. Te diré que la idea me preocupa. ¿Y si nos los encontramos?
—Psé. ¿Se supone que debemos librarnos de los consejeros?
—Tal como nos ordenaste tú, hija mía, poseída por Escila —asintió Incus—. También debemos desplazar a Su Cognescencia. —Incus se permitió una sonrisa, o no pudo evitarla—. El cargo lo tendré yo.
—¿Sabe qué les pasa a los que se enfrentan con el Ayuntamiento, pátera? Los matan o los tiran a los fosos. De los que yo conocí, así acabaron todos. —Incus asintió, lúgubre—. Por eso pensé que me convenía confesarme. Me queda un día, más o menos. No es una barbaridad de tiempo.
—A las mujeres y los augures, hija, suele condonárseles la ignominia de la ejecución.
—¿Cuando se enfrenan al Ayuntamiento? No lo creo. Como sea, me encerrarán en la Alambrera o me arrojarán a un foso. En los fosos, a los débiles se los comen.
Una cabeza más bajo que ella, Incus alzó la vista.
—Tú nunca me has parecido débil, hija. Y sabrás que me has golpeado.
—Lo siento, pátera. No era nada contra usted, y además ya ha dicho que no cuenta. —Por encima del hombro miró a Alca, Mújol y Pedernal—. ¿No deberíamos caminar más despacio?
— ¡Encantado! —A Incus le había costado seguirle el paso—. Como te decía, hija, lo que me hiciste no se acredita como un mal. Como una madre a su hija, Escila tiene todo el derecho de pegarme. Compáralo con la conducta de ese Alca. Me agarró físicamente y me tiró al lago.
—No recuerdo.
—Eso no lo ordenó Escila, hija. Actuó por un impulso perverso propio y, si se me pidiese que volviera a confesarlo, tengo serias dudas de que lograse avenirme. ¿Lo encuentras atractivo?
—¿A Alca? Claro.
—La primera vez que lo vi, he de confesar, me pareció un espécimen atractivo. Aunque en modo alguno tiene rasgos bellos, su virilidad musculosa es a un tiempo real e impresionante. —Incus suspiró—. Uno sueña... Es decir, no es infrecuente que las jóvenes como tú, hija mía, sueñen con hombres así. Toscos, pero, uno espera, no del todo carentes de sensibilidad interior. No obstante, invariablemente el objeto real decepciona.
—Cuando íbamos a ese santuario, a mí me zurró un par de veces. ¿Se lo había contado?
—¿Que visitasteis un santuario? —Incus levantó los párpados—. ¿Alca y tú? En absoluto.
—Que me zurró, digo. Me pareció que quizás... No importa. Una vez me senté en una roca, de esas blancas, y me dio una patada. En la pierna, se da cuenta. No vea cómo me enfadé.
Incus meneó la cabeza, desconsolado por la brutalidad de Alca.
—Puedo imaginarlo, hija. No seré yo quien te lo critique.
—Sólo que poco a poco lo fui entendiendo. Mire, Kipris había... Ya sabe usted lo que hizo Escila. Fue en el funeral de Orpina. Orpina es una chica que yo conocía. —Cambiando de mano el lanzador, Chenilla se secó los ojos—. Todavía me da una pena terrible. Me va a durar siempre.
—Tu pena te honra, hija.
—Ahora está en una caja bajo tierra, y yo andando por aquí, sólo que mucho más abajo. ¿Para ella será así estar muerta? Quién sabe.
—Sin duda su espíritu se ha reunido con los dioses del Marco Central —dijo bondadosamente Incus.
—Sí, su espíritu, pero ¿y ella? ¿Cómo se llama la piedra de estos túneles? A veces la usan para hacer casas.
—Los ignorantes la llaman roca de nave. Los cultos, naufragita o navislapis.
—Un gran ataúd de roca de nave. En eso estamos, enterrados como Orpina. Lo que le decía, pátera, es que Kipris no le dijo nada a Alca. Al contrario que Escila. Escila se lo dijo en seguida, pero con Kipris él pensó que era yo. Le gustó un montón. Me regaló este anillo, ¿ve? Luego ella habló con gente de Limna y entró en el manteón y se largó. Se fue de mí y me dejó sola delante de la ventana. Me llevé un susto mortal. Tenía algo de dinero y empecé a comprar cinta roja...
—¿Coñac, hija mía?
—Sí. Lo vomitaba; como tiene el mismo color, intentaba convencerme de que era óxido. Tuve que tomar cantidad para que se me pasara el susto, y sin embargo, me quedó un poco en el fondo de la cabeza, muy adentro de las tripas. Entonces, todavía estaba en Limna, vi a Alca y me colgué de él porque no tenía pasta y aún andaba un poco trompa. Así que lógicamente él me dio algún sopapo. No tan fuerte como el que me dio una vez Lubina, y yo siento haberle pegado a usted. ¿No se supone que los dioses deben cuidarnos, pátera?
—Y nos cuidan, hija.
—Pues Escila no. Podría haberme puesto a la sombra y con ropa para que no me quemara así. Nos cabreamos cuando yo huía con ella y la ropa nos molestaba, así que la hizo pedazos. Mi mejor vestido de invierno.
Incus carraspeó.
—Hace rato que tengo intención de hablarte de eso, hija. De tu desnudez. Quizás debí hacerlo mientras te confesaba. Supuse, sin embargo, que acaso entendieras. A mí también me ha quemado el sol, y la desnudez es mala, ya lo sabes.
—Los tíos hierven. Con la mía, me refiero, o la de Violeta. Una vez vi a un tío prácticamente saltar la pared porque Violeta se había quitado el vestido. Y encima no es que estuviera desnuda. Llevaba uno de esos ceñidores que resaltan las tetas con la excusa de disimularlas.
—La desnudez, hija —continuó Incus con brío—, no solo es mala porque engendra concupiscencia en los nombres débiles, sino porque a menudo ocasiona ataques violentos. Aunque los pensamientos concupiscentes son malos en sí como he sugerido, no son seriamente perniciosos. La falta es tuya cuando la provocas con una desnudez intencionada. En el caso del ataque violento, la falta radica en el atacante. Él está obligado a dominarse por muy intensa que sea la provocación. Pero te pido que medites, hija, si deseas que algún espíritu humano sea rechazado por los dioses inmortales.
—Que me aticen en la cabeza como suelen hacer —dijo enfáticamente Chenilla—. Es eso lo que más odio.
Incus asintió, reconfortado.
—También está eso. Debes pensar que los hombres más dados a esos ataques en modo alguno son los más nobles de mi sexo. ¡Al contrario! De hecho alguno podría matarte. Es una tragedia frecuente.
—Supongo que tiene razón, pátera.
—Pues claro que sí, hija. Confía en mis palabras. Diría yo que en las circunstancias presentes tu desnudez no es muy dañina. Al menos yo soy una prueba. Lo mismo el soldado cuya vida conseguí salvar con la gracia y asistencia de la Hermosa Faia. En cuanto al capitán de la barca...
—Mújol.
—Sí, Mújol. Tampoco Mújol representa un peligro, me figuro, visto lo avanzado de su edad. Y gracias a la intervención de la Divina Equidna, siempre atenta a salvaguardar la castidad tanto de tu sexo como del mío, ahora Alca, por cuya actitud hacia ti yo albergaba graves temores, está tan malherido que difícilmente podría atacarte...
—¿Alca? Él no tendría que hacerlo.
Incus volvió a carraspear.
—Me resisto a debatir la cuestión, hija mía. Valgan tus razones o las mías, aunque prefiero sobradamente las mías. Pero considera también esto. Valiéndonos de la tésera que nos proporcionó el talus, vamos a entrar en el Juzgado. Una vez allí...
—¿Eso vamos a hacer cuando lleguemos? Sí, supongo pero no era lo que venía pensando. Yo pensaba llevar a Alca a ver a un médico y demás. Conozco uno muy bueno. Y sentarme, y que alguien simpático me lave los pies, y en polvos y carmín y un perfume decente, y en beber y comer algo. ¿Usted no tiene hambre, pátera? Yo me muero.
—Yo, hija, no estoy del todo desacostumbrado a ayunar. Pero volviendo a nuestro tema, vamos a entrar en el Jugado, al menos según nos informó el talus al cerrarse sobre él la garra de Hiérax. Dijo que eran instrucciones de Escila, y yo le creo. Nos dijo que había que destruir el Ayuntamiento, tal como lo dijo Escila en la inolvidable ocasión en que me eligió como su Prolocutor. El talus indicó que anunciáramos la decisión de la diosa a los comisionados y a tal fin nos proveyó de una tésera para penetrar en el subsótano. He de confesar que yo desconocía la existencia de tal subsótano, aunque presumiblemente ha de existir. Reflexiona pues, hija: pronto...
—Tetis... Eso dijo, ¿no? Me pregunté qué significaba. ¿Será como una clave? He oído que hay puertas así.
—Puertas antiguas —la informó Incus—. Puertas construidas por el Gran Pas en la época en que hizo el Vórtice. Una de ellas es la del Palacio del Prolocutor. Yo conozco su tésera, aunque no me es dado revelarla.
—Tetis parece un nombre de diosa. ¿Acierto? La verdad, los únicos dioses que yo conozco son los Nueve. Y al Extraño. El pátera Seda me habló un poco de él.
—Pues sí que lo es. —Incus resplandecía de satisfacción—. En las Escrituras, hija mía, el mecanismo de elección de los augures está descrito en términos hermosos pero pintorescos. Allí se dice... —Hizo una pausa—. Lamento no poder citar el pasaje. Me temo que tendré que parafrasearlo. En todo caso, está escrito que cada año nuevo que trae Pas es como una flota. Tú sabes algo de embarcaciones, hija. Al fin y al cabo estuviste conmigo en esa desgraciada barca de pesca.
—Claro.
—Como decía, pues, se compara cada año con una flota de naves que son los días, graciosas embarcaciones cargadas con los jóvenes de ese año. En su viaje al infinito, cada nave-día debe pasar frente a Escila. Algunas pasan muy cerca; otras mantienen una distancia mayor y sus jóvenes tripulaciones se apiñan en la borda opuesta al abrazo amoroso de la diosa. Nada de lo cual es decisivo. De cada una de estas naves, ella elige a los jóvenes que más le agradan.
—No entiendo...
— Pero —siguió Incus, efectivo— ¿cómo es que estas naves llegan siquiera a pasar frente a ella? ¿Por qué no permanecen a salvo en puerto? ¿O navegan hacia otro lugar? Porque existe una diosa menor cuya función es guiarlas hacia Escila. Esa diosa es Tetis, y por lo tanto una tésera sumamente apropiada para nosotros. Una clave, como dijiste tú. Un billete o una losa inscrita para que se nos admita en el Juzgado, e incidentalmente para librarnos del frío y la oscuridad de estos túneles horrendos.
—¿Cree que ya estaremos cerca del Juzgado, pátera?
Incus sacudió la cabeza.
—No lo sé, hija. En ese incómodo talus recorrimos cierta distancia, y a gran velocidad. Me atrevería a esperar que ya estamos bajo la ciudad.
—Yo dudo que nos hayamos alejado mucho de Limna —le dijo Chenilla.
A Alca le dolía la cabeza. A veces tenía la impresión de llevar clavada una cuña; a veces una pica. Le dolía tanto, en todo caso, que sin poder distraerse se forzaba a dar cada paso como un autómata, uno más en la sucesión de pasos agotadores que no acabarían nunca. De tanto en tanto, cuando el dolor menguaba, tomaba conciencia de que nunca en su vida se había sentido tan mal y que podía vomitar en el momento menos pensado.
Pedernal chapoteaba a su lado en el húmedo suelo de naufragita, más silencioso en sus grandes pies revestidos de goma que Alca en sus botas. Pedernal le llevaba el lanzagujas y, cuando remitía el dolor de cabeza, Alca hacía planes de cómo recuperarlo, tácticas ilusorias con consistencia de pesadilla. Empujaría a Pedernal al lago desde un risco, le arrebataría el arma apenas cayera, le haría una zancadilla mientras trepaban a un techo, se metería en su casa, lo encontraría dormido y se llevaría el arma del arsenal... Pedernal cayendo cabeza abajo, dando vueltas mortales, rodando por un tejado mientras él, Alca, le disparaba una aguja tras otra, un viscoso fluido negro brotando de cada herida para manchar las sábanas blancas o teñir de sangre oscura el lago en donde se ahogaban.
No. El lanzagujas lo tenía Incus; lo llevaba bajo la túnica negra; pero Pedernal tenía un trabuco, y con un trabuco se podía matar incluso a un soldado, porque a menudo las balas perforaban los muros de barro cocido, los gruesos cuerpos de los caballos y los bueyes, dejaban heridas horrendas.
Sobre sus hombros aleteaba Oreb, usando garra y pico rojo para pasar de uno a otro. Espiando entre sus orejas Oreb le examinaba los pensamientos; pero Oreb sabía tan poco como él qué auguraban. Oreb era un simple pájaro e Incus no se lo iba a quitar, como no iba a quitarle el garfio ni el cuchillo.
Mújol también llevaba un cuchillo. Bajo la túnica, Mújol llevaba el cuchillo grueso y puntiagudo con que había destripado y fileteado los peces que habían cogido en la barca, ese cuchillo tan veloz y seguro por poco adecuado para la tarea que pareciese. Mújol no era viejo, en absoluto; era lacayo y adulador de ese cuchillo, una cosa que se salía con la suya como se había salido con la suya la barca, que los había llevado a todos sin tener nada dentro que la hiciera navegar, y los había llevado como lo habría hecho un juguete, esos juguetes capaces de disparar o volar porque, aunque huecos y vacíos como la barca de Mújol, tenían la forma adecuada y eran cascarrabias como la barca y sólidos como patatas; pero de Mújol se encargaría Avutarda.
Su hermano Avutarda le había quitado la honda porque él les arrojaba piedras a los gatos y se había negado a devolvérsela. Nada en Avutarda había sido nunca limpio, ni el hecho de haber nacido primero aunque su nombre empezara por Av y el de Alca por Al, ni el de haber muerto antes que él. Avutarda había timado desde el principio al final; había timado a Alca, como siempre, y se había timado a sí mismo. Así era la vida y así era la muerte. Un hombre vivía en tanto que lo odiabas, y moría para tí en cuanto empezabas a quererlo. Nadie salvo Avutarda habría podido lastimar a Alca mientras Avutarda estuviera cerca; era un privilegio que se reservaba para él solo, y ahora Avutarda había vuelto y cargaba con él, de nuevo lo llevaba en sus brazos, aunque él había olvidado que alguna vez Avutarda lo hubiera cargado. Avutarda era sólo tres años mayor, en invierno cuatro. ¿Había sido el propio Avutarda la madre que este afirmaba recordar y que no recordaba Alca? Eso era imposible: Avutarda, con ese gran pájaro negro que aleteaba en su cabeza como un pájaro en un sombrero de mujer, los ojos como dos azabaches, torciendo y estirando el cuello a cada momento, un pájaro embalsamado que se burlaba de la vida y estafaba a la muerte.
Las avutardas eran pájaros, pero volaban: una verdad como un lirio, porque la madre de Avutarda había sido la de Alca y había sido Lirio, que significaba verdad, Lirio, que los había dejado a los dos al volar con Hiérax; por eso él a Hiérax no le rezaba nunca, a la Muerte o Dios de la Muerte, o en todo caso rara vez y sin corazón, aunque Mújol hubiera dicho que él pertenecía a Hiérax y por lo tanto Hiérax hubiera arrebatado a Avutarda, el hermano que había sido un padre para él, que le había robado la honda y nada más que él recordara.
—¿Cómo te encuentras, grandote?
—Bien. Estoy bien —le dijo a Mújol. Y luego—: Me temo que voy a vomitar.
—¿Crees que puedes caminar un poco más?
—Tranquilo. Yo lo llevo —declaró Avutarda, y en el áspero timbre de barítono se reveló el soldado Pedernal—. El pátera dijo que podía.
—No quiero vomitarte encima —dijo Alca. Pedernal rió, con el gran cuerpo metálico apenas sacudido y el trabuco colgado del hombro golpeteando contra la chapa de la espalda.
—¿Dónde está Pechugas?
—Allá adelante, con el pátera.
Alca levantó la cabeza, pero sólo vio un fogonazo, una hebra de fuego rojo en la distancia verdosa y la llamarada del cohete al estallar.
El toro blanco se desplomó y la roja sangre arterial que le brotaba del cuello inmaculado salpicó las pezuñas doradas. Ahora, pensó Seda, viendo que la guirnalda de orquídeas de invernadero resbalaba del pan de oro que cubría los cuernos.
Se arrodilló junto a la cabeza. Ahora o nunca.
Con ese pensamiento llegó ella. Seda estaba separando con la punta del cuchillo el ojo derecho del toro cuando atisbo los Santos Tonos en la Ventana Sagrada: un vívido, iridiscente amarillo tostado, con escamas ya de azur, ya de gris paloma, rosa, rojo y negro trueno. Y palabras, palabras que al principio no distinguió del todo, palabras en una voz casi de bruja, habría dicho, de no haber sido tan resonante, vibrante, joven.
—Óyeme. Tú que eres puro.
Había supuesto qué si algún dios los favorecía iba a ser Kipris. La ventana no alcanzaba a contener los rasgos nada familiares de la diosa; contra el borde superior se veían los ojos ardientes y, cuando hablaba, el magro labio inferior desaparecía en la base.
—¿De quién es esta ciudad, augur?
Con un rumor de cuerpos, los que la habían oído se arrodillaron. Seda, ya de rodillas junto al toro, consiguió inclinarse.
—De tu hija mayor, Gran Reina. —Las serpientes que le enmarcaban el rostro, más gruesas que el puño de un hombre pero apenas más largas que los pelos en relación a la boca, la nariz, los ojos y las pálidas mejillas hundidas, la identificaban de inmediato—. Virón es la ciudad de la Encrespada Escila.
—Recordad todos. Antes que nadie tú, prolocutor.
Seda se sorprendió tanto que por poco vuelve la cabeza. ¿Sería posible que el prolocutor estuviera allí, entre esa multitud?
—Os he observado —dijo Equidna—. He escuchado. —Hasta los pocos animales restantes guardaban silencio—. Esta ciudad debe seguir siendo de mi hija. Tal es mi voluntad. Los sacrificios que quedan serán para ella. Para nadie más. La desobediencia acarrea destrucción.
Seda volvió a inclinarse.
—Será como dices, Gran Reina. —Por un momento sintió que, menos que honrar a una deidad, se estaba rindiendo a la amenaza de la fuerza; pero no había tiempo para analizarlo.
—Aquí hay alguien apta para mandar. Ella os guiará. Que se adelante.
Los ojos de Equidna, duros y negros como ópalos, se habían fijado en la máitera Menta. Ella se levantó y con pasitos menudos y la cabeza gacha, fue hacia la horrible presencia de la ventana. De pie junto a Seda, apenas lo sobrepasaba aunque él estuviera arrodillado.
—Anhelas una espada. —Si la máitera asintió, el gesto fue casi imperceptible—. Tú eres una espada. La mía. La de Escila. Eres la espada de los Ocho Dioses.
De los miles de presentes, era dudoso que quinientos siquiera hubiesen oído lo que habían dicho la máitera Mármol, el pátera Gulo o el propio Seda; pero todos —desde los hombres tan cercanos al altar que tenían sangre en los pantalones hasta los niños en brazos de madres apenas más altas que los niños— oían bien a la diosa, oían el tañido de su voz y hasta cierto punto entendían a la Gran Equidna, la representante suprema y más próxima del Bicéfalo Pas. Y al oírla se agitaban como un campo de trigo cuando se avecina la tormenta.
—Es preciso que se restaure la lealtad de esta ciudad. Ha de expulsarse a los sobornados. El consejo que gobierna. Matadlos. Restaurad la Carta de mi hija. El sitio más fuerte de la ciudad. Esa prisión que llamáis la Alambrera. Arrasadla.
La máitera Menta se arrodilló y la trompeta de plata sonó una vez más.
—¡Lo haré, Gran Reina! —A Seda le costaba creer que hubiera surgido de la pequeña y tímida sibila que él conocía.
Con esa respuesta concluyó la teofanía. El toro blanco yacía muerto, con una oreja rozando la mano de Seda. La ventana volvía a estar desierta, aunque la calle del Sol seguía repleta de fieles arrodillados, con los rostros vacíos, pasmados o extáticos. Muy lejos —tanto que ni de pie Seda la veía—, una mujer lanzó un alarido de arrobo. Como había hecho desde la flotadora, él levantó las manos.
—¡Pueblo de Virón! —La mitad dio muestras de haber oído—. ¡Hemos recibido un gran honor de la reina del Vórtice! La mismísima Equidna. —Una incandescencia abrasadora, que aplastó la ciudad como un muro en ruinas, ahogó las palabras que Seda había previsto. Su sombra, difuminada y borrosa como siempre eran todas bajo la radiación benéfica del Sol Largo, se consolidó en una silueta negrísima y aguda, como recortada en papel.
Cerrando los ojos, Seda se tambaleó bajo el peso del resplandor rojo vivo; y cuando volvió a abrirlos el resplandor ya no estaba. La higuera moribunda (cuyas ramas superiores asomaban por encima del muro del jardín) ardía; de las crepitantes hojas secas se alzaba una columna de humo tiznado. Una ráfaga abanicó las llamas, desbaratando la columna de humo. No parecía haber ningún otro cambio. Un hombre de aspecto brutal, aún de rodillas junto al ataúd, preguntó:
—¿E-esas f-fueron las palabras de los dioses, pátera?
Seda tragó aire.
—Sí. Fue la palabra de un dios que no es Equidna, y yo lo entiendo.
La máitera Menta se levantó de un salto, y con ella cien o más. Seda reconoció a Plumeja, Cavia, Pluma, Aloe, Zoril, Cuerno y Ortiga, a Aceba, Venado, Camello, Áster, Macaco y docenas más. La trompeta de plata que era ahora la voz de la máitera Menta los llamó a todos al combate.
—¡Equidna ha hablado! ¡Hemos sentido la ira de Pas! ¡A la Alambrera!
La congregación se transformó en una turba. Todo el mundo estaba de pie, y al parecer todos gritaban. Bramó el motor de la flotadora. Guardias, algunos montados, la mayoría infantes, clamaban:
—¡Todos conmigo! ¡Conmigo! ¡A la Alambrera! —Uno disparó el trabuco al aire.
Seda buscó a Gulo para mandarlo a apagar el árbol en llamas; pero ya estaba a cierta distancia, a la cabeza de unos cien. Otros llevaban de las riendas el potro blanco de la máitera Menta; un hombre se agachó con las manos enlazadas y, por imposible que a Seda le pareciera, ella se montó de un salto. Al toque de sus talones el caballo reculó, piafando al viento.
Y a él lo envolvió una abrumadora sensación de alivio.
—¡Máitera! ¡Máitera!—Pasando el cuchillo de los sacrificios a la mano izquierda, y deponiendo la dignidad que se esperaba de los augures, corrió hacia ella, con la túnica negra flameando al viento—. ¡Tome!
Plata, verde primavera y rojo sangre, el azot que le diese Grulla relampagueó en la luz, volando por encima de la multitud de cabezas. Y como en cierto modo él esperaba, aunque el lanzamiento erró por dos codos y medio, ella atrapó el arma en el aire.
—¡Para sacar la hoja —gritó Seda—, apriete la sangrilina!
Un momento después la interminable hoja pungente barría el cielo rasgando la realidad. Ella gritó:
—¡Únase a nosotros, pátera! ¡En cuanto acabe los sacrificios!
Asintiendo, él se obligó a sonreír.
Primero el ojo derecho. Seda sintió que entre el momento en que se había arrodillado a extraerlo y éste en que lo echaba al fuego, murmurando la breve letanía de Escila, había pasado una vida. Cuando la hubo concluido, la multitud se reducía ya a unos viejos y un corro de pequeños vigilados por ancianas: cien personas a lo sumo.
En voz baja e inexpresiva, la máitera Mármol anunció:
—La lengua para Equidna. Equidna nos ha hablado.
Aunque la propia Equidna había indicado que las víctimas restantes fueran para Escila, Seda consintió.
—¡Contémplanos, Gran Equidna, Madre de los Dioses, Incomparable Equidna, Reina de este Vórtice! —¿Habría otros vórtices cuya reina no fuera Equidna? Todos los argumentos que había aprendido en la escuela lo negaban; pero él había alterado los convencionalismos porque le parecía que podía ser así—. Aliméntanos, Equidna. Libéranos por el fuego.
La cabeza del toro pesaba tanto que le costó mucho levantarla. Había esperado que la máitera Mármol lo ayudara, pero no lo hizo. Vagamente se preguntó si las llamas sólo fundirían el pan de oro de los cuernos o lo destruirían. Al parecer no, y apuntó mentalmente que debía rescatarlo; por delgado que fuese, siempre valdría algo. Unos días antes había planeado pedir a Cuerno y a otros que pintaran la fachada de la palestra; habría pues que comprar pintura y pinceles.
Ahora Cuerno, el capitán, y los rudos y honrados hombres de familia del barrio iban a atacar la Alambrera con la máitera Menta, junto con niños imberbes, muchachas no mayores que ellos y madres que jamás habían empuñado una arma; pero si vivían...
Corrigió el pensamiento: si algunos vivían.
—Contémplanos, Adorable Escila, maravilla de las aguas, contempla nuestro amor y nuestra necesidad de ti. Límpianos, Escila. Libéranos por el fuego.
Todos los dioses exigían esa frase final: hasta Tártaro, el dios de la noche, y Escila, la diosa del agua. Mientras subía al altar la cabeza del toro y la afirmaba bien, reflexionó que en un tiempo el «libéranos por el fuego» habría pertenecido sólo a Pas. O tal vez a Kipris: el amor era un fuego y Kipris había poseído a Chenilla, que llevaba el pelo teñido de rojo ardiente. ¿Y los fuegos que moteaban las tierras del cielo bajo el desolado llano de piedra que era el vientre del Vórtice?
La máitera Mármol no había cumplido su tarea de rodear la cabeza del toro con leña de cedro. Lo hizo él, y usó toda la que, antes de la aparición de Kipris, hubiera usado en una semana.
La pezuña de la mano derecha. Las de las patas derecha e izquierda, esta última con bastante trabajo. Vacilante, pasó un dedo por el filo del cuchillo; aún cortaba muy bien.
Después de una teofanía habría sido impensable no leer una víctima del tamaño de ese toro; abrió la enorme panza y estudió las entrañas.
—Guerra, tiranía e incendios terribles. —Bajó la voz todo lo que pudo, con la esperanza de que no lo oyeran—. Es posible que me equivoque. Eso espero. Equidna acaba de hablarnos directamente y, si nos esperasen tales calamidades, sin duda nos habría prevenido. —En un rincón de la mente oyó la risita del fantasma del doctor Grulla. ¿Mensajes de los dioses en las tripas de un toro muerto, Seda? Toma usted contacto con su propio inconsciente. Nada más—. Es más que posible que me equivoque... Que en esta espléndida víctima esté leyendo mis propios miedos. —Seda alzó la voz—. Permitidme repetir que Equidna no dijo nada por el estilo. —Algo tarde, comprendió que aún debía transmitir a la congregación las palabras precisas de la diosa. Lo hizo, alternando todo cuanto recordaba sobre su lugar junto a Pas y su decisivo papel como supervisora de la castidad y la fertilidad—. Ya veis pues que sencillamente la Gran Equidna nos urgió a liberar la ciudad. Como a instancias de ella tantos han ido a la lucha, podemos confiar en que triunfen.
El corazón y el hígado se los dedicó a Escila.
A los niños y los ancianos se había sumado un joven. Aunque a Seda le era algo familiar, examinando con ojos miopes la cabeza inclinada fue incapaz de reconocerlo. Era bajo, llevaba una toga de seda prímula bordada en oro y los rizos negros le destellaban al sol.
Después de crepitar y sisear un momento el corazón del toro estalló —fue fulminado, era el término eucológico— proyectando una lluvia de chispas. Eso era signo de agitación civil, y llegaba tarde; los disturbios eran ya una revolución y era muy posible que los primeros que iban a caer ya hubieran caído.
Ya habían caído el risueño doctor Grulla y el joven y solemne coracero. Esa mañana (¡esa mañana, tan solo!) había pensado decirle al capitán que se podía echar al Ayuntamiento usando métodos no violentos.
Había previsto negativas al pago de impuestos y al trabajo; tal vez que la Guardia Civil detuviera a los oficiales obedientes a los cuatro consejeros restantes, pero en vez de eso había contribuido a desencadenar un huracán. Recordó lúgubremente que el huracán era el símbolo más antiguo de Pas, y pugnó por olvidar que Equidna había hablado de «los Ocho Grandes Dioses».
Con un tajo diestro terminó de desollar la grupa del toro; arrojó el pellejo al centro del fuego.
—Los benévolos dioses nos invitan a unirnos a su banquete. Habiéndola santificado, nos devuelven generosos la comida que les ofrecemos. Supongo que el donante se ha marchado. En tal caso, todos los que honran a los dioses pueden adelantarse.
El joven de la túnica color prímula se acercó al cadáver; «Primero los niños», le espetó una mujer agarrándolo de la manga. Seda reflexionó que probablemente el joven no asistía a un sacrificio desde que era chico.
A cada uno le cortó un trozo y se lo presentó en la punta del cuchillo de los sacrificios; era la única carne que muchos de esos pequeños probarían en cierto tiempo, aunque todo lo que quedara se cociera al día siguiente para los alumnos de la palestra.
Si es que había un mañana para la palestra y sus alumnos.
La última de los pequeños era una niñita. Con repentina audacia, Seda le cortó un trozo mayor que los demás. Si Kipris había elegido poseer a Chenilla a causa de su feroz pelo rojo, ¿por qué había elegido también a la máitera Menta, como le había confiado a él bajo el cenador antes de que se marchara a Limna? ¿Habría amado, la máitera Menta? La mente de Seda rechazó la idea, y con todo... Chenilla, la que en un arrebato de terror había apuñalado a Orpina, ¿habría amado algo, más allá de sí misma? ¿O el amor propio complacía a Kipris tanto como cualquier clase de amor? A Orquídea, él le había dicho tajantemente
A la primera anciana le dio un trozo más grande todavía. Las mujeres, los viejos, luego el joven solitario y por fin, a la máitera Mármol (única sibila presente), lo que quedase para la palestra y la cocina del cenobio. ¿Dónde estaba la máitera Rosa esta mañana?
El primer viejo murmuró unas gracias para él, no para los dioses. Recordando que en los ritos póstumos de Orpina otros habían hecho lo mismo, Seda resolvió que el próximo ésciles hablaría a la congregación sobre el asunto, si estaba libre para hablarle.
Y allí estaba ya el último hombre. Seda le cortó una rodaja gruesa; por encima de él y del joven miró a la máitera Mármol... y bruscamente reconoció al muchacho.
Por un momento que le pareció muy largo no pudo moverse. Otros se movían ya, pero con un esfuerzo y una dificultad de moscas atrapadas en miel. La máitera Mármol avanzó un poco, muy despacio, el rostro echado atrás con una sonrisa delicada; evidentemente pensaba como él: el porvenir de la palestra era más que problemático. El último hombre, desnudando las encías con una sonrisa desdentada, cabeceó y dio media vuelta. Ardiente, la mano derecha de Seda ansiaba meterse en el bolsillo del pantalón, donde esperaba el lanzagujas chapado que el doctor Grulla le diera a Jacinta; pero antes habría tenido que desprenderse del cuchillo de los sacrificios, una operación que le habría llevado semanas, o años.
En el momento en que Mosqueta sacaba su lanzagujas, el destello del metal oleoso se mezcló con el opaco brillo de los brazos de la máitera Menta. El estruendo se ahogó en el chirrido de una aguja oscilante, desequilibrada después de atravesar la manga de Seda.
Los brazos de la máitera se cerraron en torno a Mosqueta. Seda dio un tajo en la mano que empuñaba el lanzagujas. La pistola cayó y Mosqueta lanzó un grito. Las ancianas se apresuraban a huir (ellas habrían dicho que corrían), algunas arreando a los niños. Un chiquillo pasó como una flecha junto a Seda, rodeó el ataúd y reapareció con la pistola de Mosqueta precariamente sujeta entre las manos y apuntando al propio Mosqueta.
Seda tuvo dos pensamientos simultáneos. El primero fue que con toda facilidad Villus podía matar a Mosqueta por accidente. El segundo, que a él, Seda, le importaba un pimiento.
El pulgar de Mosqueta colgaba de un jirón de carne y la sangre de la mano se mezclaba con la del toro blanco. Intentando comprender la situación, Seda preguntó:
—Él te mandó a hacer esto, ¿no? —Se representó claramente el rostro enrojecido y lleno de sudor del patrón de Mosqueta, aunque en ese momento no atinó a recordar cómo se llamaba.
Mientras la máitera Mármol lo arrastraba hacia el altar, Mosqueta escupió una flema espesa y amarilla que se adhirió a la túnica de Seda. La máitera lo dobló sobre las llamas. Mosqueta volvió a escupir, esta vez a la cara de ella, y se debatió con una fuerza tan desesperada que la despegó del suelo.
Villus preguntó:
—¿Le disparo, máitera? —Como ella no contestaba, Seda negó con la cabeza.
—Este espléndido hombre vivo —pronunció ella con lentitud— me lo ofrece la Divina Equidna. —A la luz de las llamas sus manos, las manos de venas azuladas de una bío anciana, cobraron un resplandor carmesí—. Madre de los Dioses. Incomparable Equidna. Reina del Vórtice. ¡Hermosa Equidna! Dirígenos tu sonrisa. Envíanos bestias para la caza. ¡Grandiosa Equidna! Que tu hierba verdee para nuestros rebaños...
Mosqueta gimió. Le humeaba la toga; se le salían los ojos de las órbitas.
Una anciana dejó escapar una risita.
Sorprendido, Seda se volvió hacia ella y por la sonrisa de calavera supo quién miraba por esos ojos.
—Vete a casa, Mucor.
La anciana volvió a reír.
—¡Divina Equidna! —concluyó la máitera Mármol—. Libéranos por el fuego.
—Suéltalo, Equidna —ordenó Seda. La toga de Mosqueta había prendido fuego; también las mangas de la máitera Mármol—. ¡Suéltalo!
Al fin se quebraba la perversa, autoforjada disciplina de la Orilla. Mosqueta gritaba y volvía a gritar, y a cada pausa y jadeo le seguía un grito más débil y terrible. A Seda, que tiraba fútilmente de los inflexibles brazos de Mármol, esos gritos le parecían el crujir de las alas de la muerte, las negras alas de Hiérax, que descendía sobre el Vórtice desde el Marco Central en el Polo Este.
El lanzagujas de Mosqueta habló dos veces, tan rápido que fue como si balbuceara. Después de marcar la mejilla y el mentón de la máitera Mármol, con un quejido las agujas se perdieron en el cielo.
—No lo hagas —le dijo Seda a Villus—. Podrías darme a mí. No servirá de nada. —Villus, que intentaba arrancar, miró atónito la polvorienta víbora negra que se le había enroscado en el tobillo—. No corras —le dijo Seda y fue en ayuda del muchacho, salvándose a sí mismo de paso. Una víbora más grande había salido por el alzacuello de la máitera Mármol y por dos dedos no le mordió el pescuezo.
Arrancó la primera víbora del tobillo de Villus y la arrojó a un lado; agachado, trazó un signo de adición sobre la huella de cada colmillo, ejecutando las someras incisiones con la punta del cuchillo sacrificial.
—Échate y no te muevas —le dijo a Villus. Una vez el chico estuvo quieto, aplicó los labios a las cruces sangrantes.
Los gritos de Mosqueta cesaron y la máitera Mármol se volvió, con el hábito, en llamas resbalándole de los hombros estrechos; en cada mano blandía una víbora.
—He convocado a estas criaturas para que vinieran a mí de los callejones y jardines de esta ciudad traicionera. ¿Sabéis quién soy?
Tan familiar era la voz que Seda creyó que había enloquecido. Escupió una bocanada de sangre.
—El muchacho es mío. Lo reclamo. Dámelo.
Seda volvió a escupir, recogió a Villus y lo acunó en sus brazos.
—Sólo se puede ofrecer a los dioses lo que es sin tacha. A este muchacho lo ha mordido una víbora venenosa y, por lo tanto, es inadecuado.
Dos veces, como si espantara una mosca, la máitera Mármol agitó una de las víboras ante su cara.
—¿Y eso te corresponde a ti juzgarlo? ¿O me corresponde a mí? —El hábito ardiente le cayó a los pies.
Seda retuvo a Villus.
—Dime, Gran Equidna, por qué Pas está enfadado con nosotros.
Ella alargó una mano, se sorprendió de ver que sostenía una víbora y volvió a alzarla.
—Pas ha muerto y tú eres tonto. Dame a Alca.
—Este muchacho se llama Villus —le dijo Seda—. Alca era un niño así hace unos veinte años, supongo. —Como ella no replicaba, añadió—: Sabía que los dioses podíais poseer a los bíos como nosotros. No sabía que poseyerais también a los quimis.
Equidna sacudió la víbora retorcida.
—¿Son más fáciles de lo que dicen estos números? ¿Por qué íbamos a permitiros...? Mi esposo...
—¿Poseyó Pas a alguien que había muerto?
La cabeza de ella giró hacia la Ventana Sagrada.
—Los cálculos primigenios... Su ciudadela...
—Apártate del fuego —le dijo Seda, pero tarde. Las rodillas ya no la sostenían. Se derrumbó sobre el hábito en llamas, y al caer pareció que se encogía.
Dejó a Villus en el suelo y sacó el lanzagujas de Jacinta. El primer disparo le dio a una víbora en la cabeza, y se felicitó. Pero la otra logró escapar y se perdió en el polvo ardiente de la calle del Sol.
—Lo que acabas de oír tienes que olvidarlo —le dijo Seda a Villus mientras volvía a guardarse la pistola.
—De todos modos no lo he entendido, pátera. —Sentándose, Villus se cogió el tobillo mordido.
—Mejor —Seda retiró el hábito en llamas de debajo del cuerpo de la máitera Mármol.
La anciana rió.
—Podría matarte, Seda. —Villus sostenía la pistola que fuera de Mosqueta pero la apuntaba contra él—. Hoy hay consejeros en nuestra casa. Se pondrían contentos.
—¡No, Mucor! —Con un golpe de su chorreante raja de carne cruda, el viejo desdentado la desarmó. Luego puso el pie encima de la pistola. Ante la perplejidad de Seda, se alzó la gastada toga castaña para sacar un gamadión incrustado de gemas—. Habría debido presentarme antes, pátera, pero esperaba hacerlo en privado. Como ve, yo también soy augur. Soy el pátera Quetzal.
Alca se detuvo y volvió la vista a la última de las crudas luces verdes. Era como salir de la ciudad, pensó. Uno la odiaba, odiaba sus caminos feos y molestos, el ruido, el humo y sobre todo la cabrona picazón del dinero, dinero para esto, lo otro y lo de más allá, como si uno no pudiera ni tirarse un pedo sin pagar—, pero cuando uno se alejaba de ella, con la oscuridad cerrándose y los campos del cielo —que en la ciudad nunca se notaba demasiado— como flotando alrededor, enseguida la empezaba a echar de menos y desde cualquier lugar se volvía a mirarla. Tantas lucecitas a lo lejos, tan pareadas al borde de los campos del cielo a la hora en que cerraba el mercado, cuando allí ya era noche. Desde la oscuridad, Mújol lo llamó.
—¿Vienes?
—Sí. No te desgañites, viejo.
Seguía teniendo la flecha que alguien le había disparado a Chenilla; el astil era de hueso, no de madera. Un par de largas varas de hueso, decidió Alca tocándola por décima vez, atadas y pegadas, muy probablemente cortadas de la tibia de un animal grande o hasta de un hombre corpulento. Las aletas eran de pluma de hueso, pero la malévola punta era de metal forjado. La gente del campo cazaba con arco y flecha y uno encontraba flechas en el mercado. Pero no flechas como ésa.
La rompió con los dedos, dejó caer los pedazos y se apresuró túnel abajo en pos de Mújol.
—¿Dónde está Pechugas?
— Allá’lante con el soldado. —Sonaba como si Mújol estuviera a cierta distancia.
—¡Por Hiérax, mecachis! La otra vez casi le dan.
—Por poco me matan a mí. —La voz de Incus le llegó flotando por la oscuridad—. ¿Lo habías olvidado?
—No —le dijo Alca—. Sólo que no me molestaba tanto.
—No preocupa —confirmó Oreb desde el hombro de Alca.
Incus rió.
—Tampoco me molestas tú a mí, Alca. Cuando envié al soldado al frente, lo primero que pensé fue que lo acompañaras tú. Luego comprendí que no había problema en que te rezagaras. El deber de Pedernal no es cuidarte a ti sino protegerme a mí de tu tratamiento brutal.
—Y atizarme cada vez que usted decida que me hace falta.
—Cierto. Vaya, cierto. Pero a los dioses inmortales, la piedad y la tolerancia les son mucho más caras que el sacrificio. Si quieres mantenerte donde estás, yo no pienso impedírtelo. Tampoco mi alto amigo, quien, como hemos visto, es mucho más fuerte que tú.
—Chenilla no es más fuerte que yo, ni siquiera ahora. Dudo que sea más fuerte que usted.
—Pero posee la mejor arma. Por esa razón ella misma insistió. Y por mi parte, me alegró tenerla a ella, su arma cerca de mi fiel cabo y lejos de ti.
Alca se dio una patada mental por no haber visto que el lanzador que llevaba Chenilla aplastaría al soldado con tanta eficacia como un trabuco. Amargamente farfulló.
—Usted nunca para de pensar, ¿eh?
—¿Te niegas a llamarme pátera, Alca? ¿Incluso ahora me niegas el título de respeto?
Aunque se sentía débil y mareado y temía por Chenilla y hasta por sí mismo, Alca se las arregló para decir:
—Supuestamente eso significa que es usted mi padre, como la máitera que me enseñaba era mi madre. En cuanto se porte usted como un padre voy a llamarlo así.
Incus volvió a reír.
—De los padres se espera que dobleguemos la conducta violenta de nuestros vástagos, y que les enseñemos, espero que disculpes esta fruslería, a limpiarse los mocos de la nariz.
Alca sacó el garfio; le pesaba insólitamente, pero el peso y el frío metal del mango eran tranquilizadores. Con un graznido torvo, Oreb aconsejó:
—¡No! ¡No!
Incus, que había oído el roce de la hoja contra la vaina, gritó:
— ¡Cabo!
Desde cierta distancia, resonando por el túnel, llegó la voz de Pedernal:
—Estoy cerca, pátera. Empecé a retroceder en cuanto oí que hablaban.
—Me temo que Pedernal no tiene luz. Dice que la perdió cuando lo derribaron. Pero ve en la oscuridad mejor que nosotros, Alca. De hecho, ve mejor que cualquier persona biológica.
Alca, que en esa boca de lobo no veía nada, dijo:
—Yo tengo ojos de gato.
—¿De verás? Entonces, ¿qué tengo yo en la mano?
—Mi lanzagujas. —Alca olisqueó; había en el aire un leve hedor, como si alguien estuviera cocinando con grasa rancia.
—Es un farol. —Ahora Pedernal sonaba más cerca—. No puedes ver la pistola del pátera porque no la tiene en la mano. Tampoco ves mi trabuco, pero yo te veo a ti y te estoy apuntando. Como intentes pegarle al pátera con eso te mato. Guárdalo, o te lo quito y lo rompo.
Débilmente Alca oyó los rápidos pasos del soldado. Corría, o al menos trotaba.
—Pájaro ve —le susurró al oído el grajo nocturno.
—No hace falta —le dijo Alca a Pedernal—. Ya lo guardo. —Y a Oreb le susurró—: ¿Dónde está?
—Volviendo.
—Sí, lo sé. ¿Está tan cerca como ese carnicero?
—Cerca hombres. Hombres esperan.
Alca gritó:
—¡Pedernal! ¡Párate! ¡Cuidado!
Los pasos se detuvieron.
—Mejor que sea cierto.
—¿Cuántos hombres, pájaro?
—Muchos. —Nervioso, el pájaro chasqueó el pico—. Dioses también. ¡Dioses malos!
—Pedernal, ¡escucha! Sé que no ves mucho más que el pátera.
—¡Escupe!
—Pero yo sí. Entre tu y él hay una panda de tíos. Callan y esperan contra la pared. Tienen...
Un ruido saturó el túnel, mitad gruñido, mitad aullido. Lo siguió el estruendo del trabuco de Pedernal y una aureola de impacto en algo metálico.
—Pegó cabeza —explicó Oreb, y elaboró—: Hombre acero.
Tras dos disparos de Pedernal, en rápida sucesión, vino una serie de respuestas duras, chatas, y los torturados chillidos de las agujas contra los muros.
—¡Al suelo! —Alca estiró la mano hacia donde pensó que estaría Mújol, pero sólo tocó el aire.
Un alarido. Alca gritó: «¡Voy, Pechugas!», y se encontró corriendo por una oscuridad más espesa que la noche más negra, con la hoja del garfio tanteando las sombras como un bastón de ciego.
Oreb aleteó sobre su cabeza:
—¡Hombre aquí!
Medio agachado, sin dejar de avanzar, Alca descargó salvajemente el garfio una y otra vez mientras la frenética mano izquierda buscaba el cuchillo que llevaba en la bota. La hoja dio en algo duro que no era pared y se hundió en algo que era carne. Alguien que no era Chenilla aulló de dolor y sorpresa.
El trabuco de Pedernal tronó tan cerca que el resplandor alumbró las cercanías como un relámpago: una esquelética figura desnuda se arrastró hacia atrás sin la mitad de la cara. Alca golpeó más y más. El tercer golpe no encontró resistencia.
—¡Hombre muerto! —anunció Oreb, entusiasmado—. ¡Tajo bueno!
—¡Alca! ¡Alca, ayúdame! ¡Ayúdame!
—¡Ya llego!
—¡Cuidado! —previno Oreb sotto voce—. Hombre acero.
—¡Apártate, Pedernal!
A su izquierda, Oreb graznó:
—Alca ahora.
La hoja despertó un repique metálico. Alca hizo una finta, seguro de que Pedernal devolvería el golpe. Cuando hubo pasado, oyó que a cierta distancia Oreb exclamaba:
—¡Chica aquí! ¡Aquí Alca! ¡Pelea grande!
—¡Alca! ¡Quítamelo!
Una nueva voz, casi tan tosca como la de Oreb, preguntó:
—¿Alca? ¿Alca el del Gallo?
—¡Sí, joder!
—¡Me cago en Pas! Espera un momento.
Alca se detuvo.
—¿Estás bien, Pechugas?
No hubo respuesta.
Alguien gimió y Pedernal volvió a disparar. Alca gritó:
—Que nadie dispare si no lo hacen ellos. Viejo, ¿tú dónde estás? —El furor guerrero se le había agotado y estaba más débil y enfermo que antes—. ¿Pechugas?
Oreb lo secundó:
—Chica hable. ¿Está bien? ¿No muerta?
—¡No! Estoy bien. —Chenilla resollaba—. Me golpeó con no sé qué, Alca. Me tiró al suelo y quiso..., ya sabes. Sacarlo gratis. Estoy magullada pero viva, creo.
Tenue y repentinamente como al clarear, la oscuridad se atenuó. Unos doce estadios túnel arriba una de las luces rastreras doblaba despacio por un repecho. Mientras Alca miraba fascinado se hizo bien visible, un brillante alfilerazo que dibujó claramente todo lo que había estado oculto.
A cierta distancia Chenilla empezó a incorporarse. Al ver a Alca, el hombre desnudo y hambriento que estaba de pie levantó las manos y retrocedió. Alca fue hasta ella y, cuando iba a ayudarla a levantarse, descubrió (como había descubierto Seda un momento antes) que tenía en la mano el cuchillo. Apretando los dientes bajo un dolor que parecía romperle la cabeza, se agachó y devolvió el puñal a la bota.
—En la oscuridad me sacó el lanzador. Me golpeó con un martillo o no sé qué.
Tras examinarle la coronilla a media luz, Alca decidió que ese manchón negro era una herida con sangre.
—Suerte tienes de que no te matara.
El hombre desnudo sonrió.
—Eso nunca. No era mi intención.
—Debería matarte yo a ti —le dijo Alca—. Creo que lo haré. Ve a buscar tu lanzador, Pechugas.
A espaldas de Alca, Incus dijo:
—Diría yo que intentó tomarla por la fuerza. Precisamente sobre eso yo la había prevenido. Forzar a cualquier mujer está mal, hijo mío. Abusar de una profetisa. —Avanzando a zancadas, el pequeño augur le apuntó con el gran lanzagujas de Alca—. Por Escila que a mí también me dan ganas de matarlo.
—El pátera tiene los dos dioses —anunció Pedernal, orgulloso—. Y también un par de tus carniches.
—Un momento, pátera. Hay que hablar con él. —Con el garfio ensangrentado Alca señaló al hombre desnudo—. ¿Cómo te llamas?
—Uro. Oye, Alca, nosotros éramos como una piña. ¿Te acuerdas de esa birria de casa? Tú entraste por detrás mientras yo te vigilaba la calle.
—Sí. Me acuerdo de ti. Te enviaron a los fosos. Eso habrá sido... —Alca trató de pensar, pero sólo encontró dolor.
—Hace apenas un par de meses, y tuve suerte. —Uro se acercó un poco, con las manos en una súplica—. Si hubiera sabido que estabas tú no lo habría hecho. Nosotros te ayudamos, yo y mi gente. Pero ¿cómo iba a saber que estabas tú? Ese tío, Gelada, sólo me habló de ella y de él. —Con rápidos gestos indicó a Chenilla y a Incus—. Una tía alta salida de los fosos y un sacre con ella, ¿te das cuenta, Alca? Del soldado no dijo nada. Y menos de ti. En cuanto oí que había un soldado iba a pirármelas, sólo que entonces él se volvió.
—¿Y cómo es que...? —empezó Chenilla.
—Porque no llevas nada encima, Pechugas —suspiró Alca—. A los que echan al foso les quitan la ropa. Creí que todo el mundo lo sabía. Siéntate. Usted también, pátera. Y tú, Pedernal. Viejo, ¿vienes?
Oreb añadió su propia llamada gutural:
—¡Viejo!
De la oscuridad menguante no llegó respuesta. —Sentaos —repitió Alca—. Estamos todos agotados... El cabrón de Hiérax sabe que al menos yo lo estoy, y puede que nos lleve un buen rato encontrar comida o un lugar donde dormir. Tengo algunas preguntas que hacerle a Uro. Muy probablemente vosotros también.
—Ciertamente yo las tengo.
—De acuerdo; tendrá su oportunidad. —Nervioso, Alca se sentó en el frío suelo del túnel—. Primero, debería deciros que lo que ha dicho es verdad, pero que a mí no me importa. Debo de conocer unos cien fulanos en los que puedo confiar un poco; no demasiado. Antes de que lo arrojaran a los fosos, éste era uno de ellos. Nunca más lo fue.
Mientras hablaba, Incus y Pedernal se habían sentado juntos; cautelosamente Uro se sentó también, luego de recibir un gesto de permiso.
Alca se reclinó con los ojos cerrados. La cabeza le daba vueltas.
—He dicho que todos tendrán su oportunidad. Primero pregunto yo una sola cosa y luego podéis seguir. Uro, ¿dónde está Mújol?
—¿Y ése quién es?
—El viejo. Con nosotros venía un viejo, un pescador. Se llama Mújol. ¿Lo has liquidado?
—Yo no he liquidado a nadie. —Uro habría podido estar a una legua.
La voz de Pedernal:
—¿Por qué te echaron al foso?
La de Chenilla:
—Eso ahora no importa. ¿Qué haces aquí? Es lo que a mí me gustaría saber. Se supone que estás en un foso y pensaste que yo había estado en otro. ¿Fue porque iba sin ropa, como dijo Alca?
Incus:
—Hijo mío, he estado reflexionando. Es muy difícil que previeras que un augur como yo estaría armado.
—Yo ni sabía que usted era augur. Ese Gelada sólo habló de una tía alta y de un sacre bajito. Cuando empezamos a apagar las luces no sabíamos nada más.
—Me figuro que fue ese Gelada el que me disparó la flecha de hueso.
—A usted no, pátera. A ella. Dijo que llevaba un lanzador y entonces le disparó. Sólo que no le dio. Tiene un arco hecho de huesos pero no es tan bueno como se cree. Alca, yo lo único que quiero es salir, ¿me entiendes? Me llevas arriba, adonde sea, y listo. Haré cualquier cosa que digáis.
—Me estaba preguntando... —murmuro Alca.
Incus:
—Disparé al menos veinte veces. Había bestias animales y además hombres.
Chenilla:
—Pudo matarnos a los dos, ¿se da cuenta? Disparando a oscuras con la pistola de Alca. Una carambola.
Pedernal:
—A mí no.
Incus:
—Si no lo hacía, hija, podría haber muerto yo. Tampoco es que disparase al azar. ¡Yo sabía! Aunque bien habría podido estar ciego. Fue maravilloso. Un verdadero milagro. Escila debía de estar conmigo. Se lanzaron todos a matarme, todos, y en cambio los maté yo a ellos.
Alca abrió los ojos para otear en la oscuridad.
—Tal vez mataron a Mújol. No sé. En un minuto iré a ver.
Chenilla se dispuso a levantarse.
—Te encuentras fatal, ¿no? Iré yo.
—Ahora no, Pechugas. Allá todo sigue negro. Uro, dijiste que tu gente apagó las luces. Fue para crear una franja oscura y atacarnos por detrás, ¿no?
—Sí, Alca. Gelada se me subió a los hombros para apagar cuatro y Gauro iba montado. Ellos siempre avanzan buscando las sombras. ¿Lo sabías? —Alca gruñó—. Sólo que no son muy rápidos. Por eso se nos ocurrió quedarnos contra los muros hasta que pasarais. Bueno, hasta que pasaran ella y este sacre. No pensábamos que hubiera alguien más.
—¡Y me atacaste por la espalda!
—¿Y tú qué habrías hecho? —Aunque no veía, Alca percibió las manos abiertas de Uro—. Tú le disparaste un cohete a Gelada. De no ser por la curva nos pules a todos.
—¡Hombre malo! —Ése era Oreb.
Alca abrió de nuevo los ojos.
—A tres o cuatro, en todo caso. Pedernal, ¿no dijiste que el pátera mató un par de animales?
—Dioses del túnel —confirmó Pedernal—. Son como perros, ya te dije, aunque no tan buenos como los perros.
—He de volver —murmuró Alca—. Quiero comprobar qué le ha pasado al viejo y echar un vistazo a esos dioses. Tú eres uno, Uro, y yo maté a otro. Ya son dos. Con los dos que Pedernal dice que bajó el pátera, suman cuatro. ¿Alguien más mató alguno?
Pedernal:
—Yo. Uno. Y como uno de los que había alcanzado el pátera seguía moviéndose, le disparé de nuevo.
—Sí, creo que lo oí. Eso hacen cinco. Uro, te digo que no me embrolles. ¿Cuántos erais?
—Seis, Alca, y los dos chuchos.
—¿Contándote a ti?
—Exacto, contándome a mí. Palabra.
—En cuanto haya luces y me encuentre un poco mejor iré para allá —repitió Alca—. El que quiera, que me acompañe. Pero yo voy a ver a los dioses y qué ha sido de Mújol. —Cerró otra vez los ojos.
—¡Hombre bueno!
—Sí, pájaro, sí que era bueno. —Alca esperó, pero nadie abrió la boca—. A ti te arrojaron a los fosos, Uro. ¿De veras que te arrojan? Siempre me lo he preguntado.
—Sólo si la armas. Si no, puedes bajar en la cesta.
—¿Y así es como te dan de comer? Te ponen la manduca en la cesta y la bajan?
—Ya veces botijos de agua. Mayormente, claro, te la tienes que agenciar tú cuando llueve.
—No es tan malo como imaginas. Vaya, para mí no. Más que nada nos entendemos. Y los nuevos que van llegando están más fuertes.
—A menos que los hayan tirado. Porque supongo que se romperán las piernas o algo.
—Eso es cierto, Alca.
—¿Entonces los matáis y os lo coméis antes de que adelgacen?
Alguien (Alca decidió que era Incus) tragó aire.
—No siempre, puedes creerme. Si alguien los conoce, no. No te comeríamos a ti.
—Así pues, te han bajado a un foso en la cesta y eres un matón o lo eras. Entonces descubres que han estado cavando, ¿no es cierto? —Alca abrió los ojos y resolvió mantenerlos así.
—Exacto. La cosa era ir cavando, ¿ves? Hasta que topaban con el muro grande y seguían hacia abajo, lo más abajo posible. El nuestro era uno de los más profundos, ¿ves? Uno de los viejos, cerca del muro. Se cava con huesos, dos tíos a la vez, y otros se llevan la tierra con las manos. Otros vigilan por si hay langostas y apisonan. A mí me lo contaron todo.
Pedernal preguntó:
—¿Encontrasteis este túnel pasando bajo el muro?
—Pues la verdad, lo encontraron ellos. A mí me lo contaron. Y la roca de nave, porque aquí es roca de nave, la hay en muchos sitios, estaba llena de grietas, ¿comprendes? Rascaron el polvo esperando poder meterse y vieron las luces. Allí se pusieron como locos, eso decían. Así que cogieron piedras y picaron la roca de nave, salta como si fueran copos, te lo prometo, y al final logras colarte.
Con una sonrisa, Incus expuso más que nunca los dientes protuberantes.
— Empiezo a entender vuestra circunstancia, hijo mío. Una vez hubisteis accedido a estos horrendos túneles, fuisteis incapaces de alcanzar la superficie. ¿Me equivoco? ¿No es ése el meollo? ¿Que os cayó la justicia de Pas?
—Sí, pátera, eso es. —Con una mueca obsequiosa, Uro se inclinó hacia Incus casi como si se postrara—. Sólo que mire una cosa, pátera. Hace un minuto mató usted a un par de amigos míos, ¿no? No les dio el viático para el Marco Central, ¿no?
Incus meneó la cabeza y los mofletes le temblaron.
—En este caso, hijo, consideré más apropiado que los juzgaran los propios dioses. Como haré en el tuyo.
—Vale, yo me proponía matarlo. Es la pura verdad, ¿eh? En eso no pienso engañarle. Sólo que ahora los dos deberíamos olvidarlo, ¿comprende, pátera? Dejarlo todo atrás como a Pas le gusta. Bien, ¿qué me dice? —Uro tendió la mano.
—Hijo mío, consentiré de buen grado sellar un trato cuando tú poseas un lanzagujas como éste.
Alca rió.
—¿Hasta dónde llegasteis buscando una salida, Uro?
—Bastante lejos. Sólo que en estos túneles hay cosas raras y engañan. Y encima hay varios. Algunos están llenos de agua, o tienen cuevas. En algunos te topas con puertas.
—De las puertas, Jaco —dijo Chenilla—, yo puedo contarte algo en cuanto estemos a solas.
—Trato hecho, Pechugas. Lo harás. Alca se irguió penosamente. Viendo la hoja del garfio todavía ensangrentada, la limpió con el borde de la toga y envainó el arma—. Así que en estos túneles hay cosas raras. ¿Qué clase de cosas?
—Siguiendo por aquí hay soldados como él. —Uro señaló a Pedernal—. Como al verte te disparan, hay que ir con la oreja atenta. Así supe yo a oscuras que había un soldado, ¿comprendes? No hacen mucho ruido, ni siquiera cuando marchan, pero tampoco suenan como tú o yo, y a veces se oye el golpeteo de las armas. Luego hay chuchos, eso que él llama dioses, y algunos son demonios. Ese fulano Eland atrapo un par y más o menos los domó, ¿ves? Iban con nosotros. A veces también hay máquinas grandes. Unos fulanos altos, no todos. Algunos no se meten contigo si no los molestas.
—¿Eso es todo?.
—Todo lo que yo he visto, Alca. Corren historias de fantasmas y cosas así, pero no sé.
—De acuerdo. —Alca se volvió hacia Incus, Pedernal y Chenilla—. Como he dicho, iré allí atrás a ver si encuentro a Mújol.
Lentamente enfiló el túnel hacia la resistente oscuridad, sin detenerse hasta donde yacían los hombres y las bestias que había matado Incus. Se agachó para examinarlos de cerca, y se las arregló para atisbar el grupo que había dejado. No lo había seguido nadie.
—Tú y yo solos, Oreb —dijo alzando los hombros.
—¡Malos bichos!
—Pues sí. Él los llamó chuchos, pero un chucho es un perro guardián y Pedernal tiene razón. Estos no son perros auténticos.
Cerca de uno de los convictos muertos había una tosca porra: una piedra atada con tripa a un hueso chamuscado. Alca la recogió, la observó y la tiró, preguntándose cuánto se habría acercado aquel hombre a Incus antes de caer. Si hubieran matado a Incus, él, Alca, habría recobrado la pistola. ¿Pero qué habría hecho Pedernal?
Examinó mejor al que había desgarrado con el garfio. Ese gancho, que en principio Alca había robado, lo llevaba en gran medida para alardear y sólo lo había afilado una vez, porque si lo usaba de tanto en tanto era para cortar soga, nada más, o abrir cajones; por curiosidad, había tomado un par de lecciones con el maestro Jibias; y ahora se sentía en posesión de una arma que nunca había considerado suya.
El resplandor de las luces rastreras era allí mucho más tenue; el tramo donde había dejado al pescador tardaría mucho en iluminarse. Sacó el garfio y avanzó con cautela.
—Si ves algo, canta, pájaro.
—No ve.
—Pero puedes ver, ¿no? Caray, yo también puedo. Sólo que no muy bien.
—No hombre. —Oreb cerró el pico y saltó del hombro derecho de Alca al izquierdo—. No cosas.
—Psé, yo tampoco veo nada. Ojalá estuviese seguro de que era aquí.
Sobre todo deseaba que lo hubiese acompañado Chenilla. Avutarda iba a su lado, grande y cobrizo, pero no era lo mismo. Si Chenilla no se había molestado en ir con él, seguir no tenía sentido. Nada tenía sentido.
Cómo te has metido en esto, muchacho, quiso saber Avutarda.
—No sé —murmuró Alca—. Lo he olvidado.
A mí no me vengas con ésas, muchacho. ¿Quieres que te saque? Para ayudarte he de saber.
—Hombre, es que me cayó bien. El pátera, digo. El pátera Seda. Creo que lo ha apresado el Ayuntamiento. Y entonces pensé, bueno, esta noche me voy al lago, visito a los que han ido a Limna y seguro que se alegran de verme, por la pasta, por una buena cena y unas copas, e igual después alquilamos un par de habitaciones. Él a ella no va a tocarla. Es un augur...
—¡Habla feo!
—Es un augur, y ella cenará con dos, y se sentirá en deuda por el anillo, por las dos cosas, y estará muy bien.
¿Qué te dije yo sobre eso de colgarte de una moza, muchacho?
—Sí, hermano, claro. Lo que tú digas. Sólo que cuando él se marchó ella estaba trompa, y me puse caliente y tuve que cargarla y empecé a mirar. El caso es que según todo el mundo él ahora va a ser caldé, el pátera... El nuevo caldé. ¡Si lo consigue, no será poco conocerlo!
—¡Chica viene!
Eso da igual. ¿Así que ahora vuelves aquí, de donde habías venido, por ese carnicero de Seda?
—Sí, por Seda, porque a él le habría gustado. Y también por Mújol, el dueño de la barca.
Has desplumado a cantidad de tíos como él. Ni siquiera tienes la puta barca.
—El pátera habría querido que lo hiciese. Y a mí el pátera me gustaba.
¿Tanto?
—¡Jaco! ¡Jaco!
Nos espera, sabes. Ese cabrón de Gelada nos espera en la oscuridad junto al cuerpo del viejo, muchacho. Tenía un arco. ¿Alguno de esos tenía un arco, allá atrás?
—Chica viene —repitió Oreb.
Alca se volvió hacia ella.
—¡No te acerques, Pechugas!
—Jaco, tengo algo que decirte pero no a gritos.
—Nos está viendo, Pechugas. Pero nosotros no lo vemos porque aquí hay luz y él está a oscuras. Ni el pájaro puede verlo desde aquí. ¿Qué has hecho con el lanzador?
—Tuve que dárselo a Peder. El pátera no me dejaba venir. Tal vez pensaba que en cuanto me alejase un poco intentaría matarlos.
Alca miró a la derecha con la esperanza de consultar a Avutarda; pero Avutarda había desaparecido.
—Entonces le dije, ¿cómo vamos a hacer algo así? Nosotros no os odiamos. Pero él dijo que tú sí.
Alca sacudió la cabeza. El dolor era una bruma roja.
—Puede que él me odie. Yo a él, no.
—Pues eso le dije. Y él dijo, muy bien hija mía, ya sabes cómo habla, deja eso con nosotros y te creeré. Así que lo hice. Se lo dejé a Peder.
—Y me seguiste para contarme lo de las puertas, mecachis.
—¡Sí! —Ella se acercó más—. Es importante, Jaco, importantísimo, y no quiero que lo oiga ese tío que me golpeó.
—¿Es sobre lo que dijo el fulano alto?
Chenilla se detuvo; estupefacta.
—Lo oí, Pechugas. Yo estaba justo detrás de tí y trabajo con puertas. Puertas, ventanas, muros, tejados. ¿Crees que se me iba a escapar?
Ella meneó la cabeza.
—Supongo que no.
—Y yo lo mismo. Quédate allí, que es más seguro.
Se alejó, esperando que ella no hubiera visto lo herido y sucio que estaba; en la sombra cada vez más espesa, la médula negra del túnel parecía girar ante sus ojos, como un molinete quemado o la rueda trasera de un coche fúnebre, todo ébano y acero bruno, rodando sin rumbo por un camino de brea.
—Sé que estás ahí, Gelada, y que tienes al viejo. Presta atención. Me llamo Alca y soy colega de Uro. No busco líos. Sólo que también soy amigo del viejo. —La voz se alejaba dejando una estela. Intentó reunir todas las fuerzas que le quedaban—. Lo que haremos muy pronto es volver a tu foso con Uro.
—¡Jaco!
—Calla. —No se tomó el trabajo de mirarla—. Y la razón es que yo puedo hacerte pasar por una de esas puertas de acero que te traen de cabeza. Hablaré con los de tu foso. A todo el que quiera salir, le diré «Venid conmigo que yo os saco de este lugar». Luego iremos hasta la puerta, la abriré y saldremos. Sólo una cosa. No volveré atrás por nadie.
Hizo una pausa, esperando alguna respuesta. Se oía el nervioso chasquido del pico de Oreb.
—Si os acercáis, tú y el viejo, podréis venir con nosotros. Y si no suéltalo a él, vuelve tú al foso y si quieres ven luego con los demás. Pero a él iré a buscarlo yo.
Sintió la mano de Chenilla en el hombro y dio un respingo.
—¿Te apuntas, Pechugas?
Asintiendo, ella le enlazó el brazo. Se habían adentrado unos cien pasos en la oscuridad creciente cuando entre las dos cabezas silbó una flecha; ella gimió y lo aferró más fuerte.
—Sólo ha sido una advertencia —le dijo el—. De haber querido nos habría acertado. Si no ha querido es porque sólo puede salir de aquí con nosotros. —Volvió a alzar la voz—: El viejo está acabado, ¿no, Gelada? Ya entiendo. Y crees que cuando lo descubra se irá todo al traste. Pero no es así. Sigue valiendo todo lo que te he dicho. Con nosotros hay un augur, ese sacre bajito que viste antes con Pechugas. Tú sólo danos el cadáver del viejo. El sacre le rezará y quizás lo enterremos en un lugar aceptable, si lo encontramos. Yo no te conozco, pero tal vez tú hayas conocido a Avutarda, mi hermano. El tío que robó el Copón de oro de Molpe, ¿te dice algo? ¿Quieres que traigamos a Uro? Él te dirá si miento.
Entonces habló Chenilla.
—Dice la verdad, Gelada, te lo prometo. Yo no creo que sigas allí; creo que escapaste por el túnel. Es lo que habría hecho yo. Pero si estás, puedes confiar en Alca. Debes llevar en el foso mucho tiempo, mucho, porque en la Orilla hoy todo el mundo conoce a Alca.
—¡Pájaro ve! —murmuró Oreb.
Alca entró despacio en la gradual penumbra del túnel.
—¿Tiene el arco?
—¡Tiene!
—Bájalo, Gelada. Como me mates habrás matado la última oportunidad de tu vida.
—¿Alca? —La voz que venía de la sombra habría podido ser la del mismo Hiérax: hueca y desesperanzada como un eco de tumba—. ¿Así te llamas? ¿Alca?
—Sí. Soy el hermano de Avutarda. Él era mayor que yo.
—¿Llevas lanzagujas? Ponlo en el suelo.
—No llevo. —Alca envainó el garfio, se quitó la toga y la dejo caer. Con los brazos levantados dio una vuelta completa—. ¿Ves? Lo único que tengo es la amoladora. —Sacó de nuevo el garfio y lo mostró—. Esto lo dejaré aquí, sobre mi ropa. Ya ves que Pechugas tampoco lleva nada. El lanzador se lo ha dejado al soldado. —Se aventuró en la oscuridad con paso lento y las manos desplegadas.
Cien pasos túnel arriba hubo un súbito resplandor.
—Tengo un candil —dijo Gelada—. Arde con mierda de tuso.
Alentó la llama y esta vez Alca oyó la suave exhalación.
—Debí imaginármelo —le susurró a Chenilla.
—No nos gusta usarlos mucho. —Gelada estaba de pie; no era mucho más alto que Incus—. Mayormente los tenemos apagados. Este casi no tiene mecha. Hay quien los trae aquí abajo y los deja. —Como Alca, que apretaba el paso en la oscuridad, no decía nada, él repitió—: La mierda de tuso sirve cuando no hay aceite.
—Pensaba que los hacíais de hueso —dijo Alca en tono de charla—. Y los pabilos con pelo. —Ya estaba lo bastante cerca para ver el sombrío cuerpo de Mújol a los pies de Gelada.
—Hombre, a veces. Pero el pelo no es bueno. Mejor las trenzamos con trapos.
Alca se paró junto al cuerpo.
—Tú lo trajiste hasta aquí, ¿no? Menudo lío se le ha hecho la ropa.
—Lo arrastré hasta donde pude. Es un cascarrabias.
Alca asintió, ausente. Una vez, cenando en un salón privado de Virón, Seda le había contado que Sangre tenía una hija, y que la cara de la hija de Sangre parecía una calavera, que era como hablar con una calavera aunque estuviese viva y Avutarda no era así aunque ya hubiese muerto (Avutarda, que ahora era una calavera de verdad). Tampoco era así la cara del padre, la fofa cara de Sangre; era blanda y roja y sudorosa incluso cuando decía que tal o cual tenía que pagar.
Pero la de ese Gelada también era una calavera, como si fuese él y no Sangre el padre de la tétrica Mucor; era lampiño como una calavera o casi, hasta en la pestilente luz amarilla del candil los huesos sucios eran de un blanco grisáceo; un cadáver parlante de barriguita redonda, codos más grandes que los brazos, hombros como un toallero, el candil en una mano y el pequeño arco, un arco como de niño, de hueso anudado con cuero crudo, a los pies, con una flecha a un lado y al otro lado el viejo cuchillo de hoja ancha de Mújol, y la cabeza vieja de Mújol, sin la vieja gorra que no se quitaba nunca, el pelo blanco de brujo y los limpios huesos blancos del brazo, limpios de carne y más blancos que los ojos viejos, más blancos que nada.
—¿Estás cascado, Alca?
—Sí, un poco. —Alca se acuclilló junto al cuerpo.
—Llevaba el cuchillo encima. —Agachándose velozmente, Gelada lo recogió—. Me lo guardo.
—Claro. —Faltaba la manga de la túnica azul de Mújol, y lonchas del brazo y el antebrazo. Oreb saltó del hombro de Alca a examinar el trabajo y Alca le advirtió—: Tú no metas el pico.
—¡Pobre pájaro!
—Y también un par de bits; Si me sacas de aquí, te los doy.
—Guárdatelos tú. Allá arriba vas a necesitarlos.
De reojo Alca vio que Chenilla trazaba el signo de adición.
—Alto Hiérax, Dios Oscuro, Dios de los Muertos...
—¿Peleó mucho?
—No mucho. Lo pillé por detrás. Le rodeé el cuello con mi segunda cuerda. Hay que tener arte. ¿Conoces a Mandril?
—Murió —le dijo Alca sin levantar la vista—. En Palustria, por lo que he oído.
—Primo mío. En un tiempo trabajaba con él. ¿Y a Elodia?
—También cadáver. Y tú también. —Alca se enderezó y clavó el cuchillo en la barriga redonda, metiendo la punta bajo las costillas hasta alcanzar el corazón.
Gelada abrió los ojos y la boca. Fugazmente trató de aferrar la muñeca de Alca, apartar la hoja que ya le había quitado la vida. El candil cayó a la desnuda naufragita con el cuchillo de Mújol, hubo un golpeteo y se precipitó la oscuridad.
—¡Jaco!
Gelada se fue aflojando y Alca acusó el peso del cuerpo en el cuchillo. Lo retiró y se limpió la hoja y la mano derecha en el muslo, contento de no tener que ver la sangre de Gelada ni encontrarse con sus ojos vacíos, azorados.
—Jaco, ¡dijiste que no le harías nada!
—¿De veras? No recuerdo.
—Él no iba a hacernos daño.
Aunque Chenilla no lo había tocado, Alca sintió su proximidad, el olor femenino de la entrepierna y el almizcle del pelo.
—Ya nos lo ha hecho, Pechugas. —Devolvió el cuchillo a la bota, localizó a tientas el cadáver de Mújol y se lo echó al hombro. No pesaba más que el de un muchacho—. ¿Quieres traer ese candil? Si encontramos cómo encenderlo nos puede servir.
Chenilla no dijo nada, pero en unos segundos se oyó el retintín del candil.
—Mató a Mújol. Y por si no bastara, encima probó unos bocados. Por eso al principio no hablaba. Estaba masticando. Sabía que le pediríamos el cadáver y quería llenarse.
—Se moría de hambre. Aquí se moría de hambre. —La voz de Chenilla era poco más que un murmullo.
—Sí, claro. Pájaro, ¿todavía estás ahí?
—¡Pájaro aquí! —Unas plumas rozaron los dedos de Alca; Oreb se había posado sobre el cadáver.
—Tal vez tú habrías hecho lo mismo en su lugar, Jaco. —Como Alca no contestaba, ella agregó—: Yo también, supongo.
—No le doy mucha importancia, Pechugas. —Él iba delante, dando unas zancadas cada vez más rápidas.
—¡No veo por qué no!
—Porque tuve que hacerlo. El habría hecho igual. Vamos al foso. Le dije que lo haríamos.
—Eso tampoco me gusta. —Dio la impresión de que Chenilla iba a llorar.
—Es mi deber. A demasiados amigos míos los enviaron allí, Pechugas. Si quedan algunos tengo que sacarlos, si puedo. Y todos los del foso van a descubrirlo. Tal vez si yo se lo pidiera bien, el pátera no se lo contaría. Tal vez tampoco Pedernal hablase. El único que lo haría, no lo dudes, es Uro. Él diría: Sabéis, ese tío se pulió a un amigo de Alca y encima se lo comió, y Alca nunca hizo algo así. Y en cuanto los sacase del foso la historia se propagaría por toda la ciudad. —A espaldas de ellos rió un dios, débil pero claro, con la risa sin sentido de un demente. Alca se preguntó si Chenilla lo habría oído—. O sea que tenía que hacerlo. Y lo hice. Tú en mi lugar lo habrías hecho también.
Se empezaba a ver mejor. Delante, donde había aún más luz, Alca divisó a Incus, Pedernal y Uro sentados en el suelo. Pedernal tenía el lanzador de Chenilla en el regazo de acero, Incus rezaba sus cuentas y Uro atisbaba el túnel en dirección a ellos.
—De acuerdo, Jaco.
Allí estaban su toga y el garfio. Apoyó el cadáver de Mújol, envainó el garfio y se puso la toga otra vez.
—¡Hombre bueno! —Oreb chasqueó el pico de satisfacción.
—¿Has comido de él? Te lo había advertido.
—Otro hombre —explicó Oreb—. Ojos míos.
Alca se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Vámonos. Por favor, Alca. —Chenilla ya estaba varios pasos por delante. Asintiendo, él recogió a Mújol—. Tengo un mal presentimiento. Como que sigue vivo o algo así, allá atrás.
—Tranquila —le dijo Alca.
Al verlos llegar, Incus se guardó las cuentas en el bolsillo.
—Me habría gustado llevar el Perdón de Pas a nuestro difunto camarada. Pero su espíritu ya ha volado.
—Seguro —dijo Alca— Sólo esperábamos que lo enterrase usted, pátera, si encontramos un sitio.
—¿Así que ahora soy pátera?
—Y antes también. Siempre lo he llamado pátera. Usted no se daba cuenta, patera.
—Pero hijo, claro que sí. —Incus indicó a Pedernal y Uro que se levantasen—. De todos modos haría lo que estuviese a mi alcance por cualquier camarada desafortunado. No por ti, hijo mío, sino por él.
—Pues no le pedimos otra cosa, pátera. Gelada ha muerto. Quizás debería decírselo a todos.
Incus medía el cadáver de Mújol.
—No podrás cargar mucho rato con semejante peso, hijo mío. Supongo que tendrá que cargarlo Pedernal.
—No —dijo Alca con una voz repentinamente dura—. Lo llevará Uro. Ven, Uro. Cógelo.