5 —Correo
Habían insistido en que no fuera ella misma, que enviara a uno de ellos, pero a ella le pareció que ya había enviado a muchos otros. Esta vez vería al enemigo en persona y había prohibido que la asistieran. Echó a andar enderezándose la cofia blanquísima, sujetándose la falda alzada por el viento; sibila más menuda y joven que la mayoría, vestida de negro (como todas las sibilas) del cuello a las puntas de los gastados zapatos, en camino a una tarea sagrada, notable sólo por el hecho de que iba sola.
En un bolsillo amplio llevaba el azot, en el otro las cuentas; al doblar por la calle de la Jaula las sacó: eran unas cuentas de madera, de doble tamaño que las de Quetzal, que su tacto había alisado y aceitado hasta volverlas castañas.
Primero el gamadión de Pas: «Gran Pas que ideaste el mundo y lo creaste, Señor Guardián de la Senda Áurea, nosotros...».
El pronombre habría debido ser yo, pero siempre había dicho la oración con la máitera Rosa y la máitera Mármol; y cuando rezaban juntas en la sellaría del cenobio, ellas siempre decían nosotras. Pero yo estoy rezando por todos nosotros, pensó. Por los que quizás mueran esta tarde, por Bisonte, el pátera Gulo, Pargo y ese hombre que me prestó su espada. Por los voluntarios que cargarán conmigo en un minuto, por el patera Seda, Lima, Zoril y los niños. Sobre todo por los niños. Por todos nosotros, Gran Pas.
«...nosotros te reconocemos como supremo y soberano...»
Y ya entraba en la calle de la Jaula una flotadora verde con todas las escotillas cerradas. Luego apareció otra, y luego una tercera. Debido al polvo se había abierto un buen espacio entre la tercera y la primera fila de guardias. Un oficial montado cabalgaba junto a sus coraceros. Los soldados estarían en la retaguardia (eso había informado el mensajero); no había tiempo para esperar a que se dejasen ver, pero sería lo peor de todo, peor aún que las flotadoras.
Olvidándose de las cuentas, volvió corriendo por donde había venido.
Escleroderma seguía en su sitio sujetando las riendas del caballo.
—Yo también voy, Máitera. Con estas piernas, ya que usted no me da un caballo, pero voy. Cómo no voy a ir, si va usted y yo soy más grande.
Lo cual era cierto. Aunque no más alta, Escleroderma era el doble de ancha que ella.
—Grita —le dijo—. Te han bendecido con una voz fuerte y buena. Grita, haz todo el ruido que puedas. Si sólo logras que tarden un segundo más en ver a Bisonte, habrás conseguido algo decisivo.
Arrodillándose, un gigante de grandes dientes escasos enlazó las manos para ayudarla a montar; ella apoyó el pie izquierdo y saltó a la silla y, aunque el caballo era alto, la cabeza del gigante no quedaba por debajo. Lo había elegido por el tamaño y el aspecto feroz. (La distracción; la distracción lo decidiría todo.) De pronto, se le ocurrió que no sabía cómo se llamaba.
—¿Sabes montar? —preguntó—. Si no sabes, dilo.
—Claro que sé, máitera.
Probablemente mintiera; pero ya era tarde, tarde para interrogarlo o conseguir otro. Se alzó en los estribos para estudiar a los cinco jinetes que tenía detrás y el caballo del gigante.
—La mayoría caeremos. Es muy posible que todos.
La primera flotadora ya estaría enfilando la calle de la Jaula; quizás, ya se había detenido ante las puertas de la Alambrera, Pero si querían tener éxito, la maniobra de distracción tendría que esperar a que los infantes que iban tras la tercera nave cerrasen la brecha. Más valía, pues, llenar el tiempo.
—Si alguno de nosotros conserva la vida, sin embargo, bueno será que sepa los nombres de quienes la dieron. Escleroderma, no puedo contarte entre nosotros pero es muy probable que sobrevivas. Presta mucha atención. —Escleroderma asintió, pálido el rostro mofletudo—. Escuchad todos, y tratad de recordar. —El miedo que con tanta eficacia había frenado empezaba ya a filtrarse de nuevo—. Soy la máitera Menta, del manteón de la calle del Sol. Pero esto ya lo sabéis. Tú. —Señaló al último de los jinetes—: Dinos cómo te llamas!, y dilo en voz alta.
—¡Barbirosa!
—Bien. ¿Y tú?
—¡Saiga!
—¡Anémona! —La mujer que había provisto de caballos a los demás.
—¡Yapok!
—¡Marmota!
—Suncho, de la taberna del Gallo —gruñó el gigante, y al montar demostró que estaba más acostumbrado a ir en burro.
—Ojalá tuviéramos trompetas y tambores —les dijo la máitera Menta—. En cambio, deberemos recurrir a las voces y las armas. Recordad: la idea es lograr que nos miren y disparen contra nosotros cuanto sea posible, sobre todo los de las flotadoras.
Ahora tenía la mente llena de un miedo horrible y más frío que el hielo; estaba segura de que si intentaba sacar del bolsillo el azot del pátera Seda, se le caería de los dedos temblorosos; pero de todos modos lo sacó, pues era preferible que cayese allí, donde Escleroderma podía devolvérselo.
—Sois todos voluntarios y no hay deshonra en que os lo penséis de nuevo. Aquellos que quieran pueden marcharse. —Deliberadamente miró hacia delante para no ver a los que desmontaban.
En el acto sintió que no tenía a nadie detrás. Buscó a tientas algo que expulsara el miedo y vio a una rubia mujer desnuda —una furia de ojos salvajes, que no se parecía a ella— y que, a latigazos, cortó y desgarró la náusea gris hasta hacerla huir de su mente.
Quizás porque ella lo había espoleado, o porque había aflojado las riendas, el caballo dobló la esquina a medio galope. Allí, varias calles más arriba pero no tan lejos como antes, estaban las flotadoras; la tercera se estaba posando en los adoquines, con los infantes cerrando la retaguardia.
—¡Por Equidna! —gritó ella—. ¡Es voluntad de los dioses! —Seguía deseando que hubiera trompetas y tambores, sin darse cuenta de que el repique de los cascos sonaba y resonaba en cada muro de naufragita, y de que su trompeta había conmovido la calle—. ¡Seda es el caldé!
Hundió los agudos y pequeños tacones en los flancos del caballo. Una vez desaparecido el miedo, la llenaba una dolorosa alegría.
— ¡Seda es el caldé! —A su derecha, los dedos del gigante no daban abasto para apretar los gatillos de dos lanzagujas—. ¡Abajo el Ayuntamiento! ¡Seda es el caldé!
No se podía mantener el horror calcinante de la hoja del azot sobre la primera flotadora. Al menos no podía mantenerlo ella, no a ese galope tendido. Atravesada dos veces de un lado a otro, la flotadora lloró metal plateado mientras la calle vomitaba polvo hirviente y los grises muros de la Alambrera explotaban en cascotes.
Bruscamente Yapok se colocó a su derecha. A su izquierda, Anémona fustigaba a su bayo zanquilargo con una larga fusta marrón. Yapok gritaba obscenidades. Anémona aullaba maldiciones, bruja de pesadilla con una estela ondulante de pelo negro.
De nuevo la hoja y la flotadora de vanguardia estallaron en una incandescente bola anaranjada. Detrás, los zumbadores habían abierto fuego, los fogonazos de los cañones eran meras chispas, el tableteo de los disparos se perdía en un pandemónium.
—¡En línea! —gritó ella sin saber qué decía, y luego—: ¡Al ataque! ¡Al ataque!
Miles de hombres y mujeres armados salieron de los edificios, precipitándose por los umbrales o saltando por las ventanas. Yapok ya no estaba y Anémona, no sabía cómo, se le había adelantado un largo. Manos invisibles le arrebataron la cofia y le arrancaron una manga negra.
La hoja incandescente hizo brotar de la segunda flotadora un chorro de plata y los cañones cesaron de disparar; sólo hubo una explosión que voló la torreta, un diluvio de piedras sobre la segunda flotadora, la tercera, y los infantes de retaguardia y un tronar de trabucos desde los tejados y las ventanas de los altillos. Pero no basta, pensó ella. Ni por asomo. Hace falta más.
Le costaba sujetar el azot recalentado. Levantó el pulgar del demon y bruscamente se vio alzada en vilo cuando el corcel blanco salvó de un salto una plancha de metal retorcida y humeante. La última flotadora ya disparaba sus cañones, no contra ella sino contra los hombres y mujeres que brotaban de los edificios, y había empezado a elevarse, entre bramidos y una nube de polvo y hollín llevada por el viento, cuando la hoja del azot la empaló y la nave entera se desplomó de lado, estrepitosamente, a la vez cómica y patética.
Para perplejidad de Seda, los captores lo habían tratado con consideración; le vendaron la herida y, sin maniatarlo, lo tendieron en una cama exagerada con cuatro postes que hasta aquella mañana había pertenecido a un ciudadano inocente.
No había perdido la conciencia tanto como la voluntad. Con leve asombro descubrió que ya no le importaba si la Alambrera se había rendido, si el Ayuntamiento conservaba el poder, si el Sol Largo seguiría nutriendo a Virón durante edades o la haría cenizas. Todo eso le había importado. Ahora no. Era consciente de que podía morir, pero tampoco eso importaba; pasara lo que pasase iba a morir de todos modos. Si así sería a la larga, ¿por qué no ahora? Un rápido tramite y listo.
Se imaginó alternando con los dioses, servidor y devoto humildísimo que no obstante los miraba a la cara; y descubrió que sólo deseaba ver a uno, un dios que no estaba entre ellos.
—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó el médico con voz briosa y profesional—. ¡De modo que usted es Seda!
Él giró la cabeza sobre la almohada.
—No lo creo.
—Pues me han dicho que sí. ¿También le dispararon en el brazo?
—No. Fue otra cosa. No importa. —Escupió sangre.
—Me importa a mí; ese vendaje es viejo. Hay que cambiarlo. —El médico salió y en seguida (le pareció) estuvo de vuelta con una palangana de agua y una esponja—. Y le quitaré del tobillo esta venda ultrasónica diatérmica. Hay varios aquí que la necesitan mucho más que usted.
—Entonces llévesela, por favor —le dijo Seda. El médico se mostró sorprendido—. Lo que digo es que ahora «Seda» es alguien mucho más grande que yo. No sé a qué se refiere la gente cuando dice «Seda».
—Usted debería estar muerto, pátera —le informó el médico un rato después—. Le haré menos daño si abro el orificio de salida en vez de tratar el de entrada. Así que le daré la vuelta. ¿Me ha oído? Voy a darle la vuelta. Vuelva la nariz y la boca de lado para poder respirar.
Como no lo hacía, fue el médico quien le movió la cabeza.
De pronto estaba sentado, casi derecho y con una manta en los hombros, mientras el médico le clavaba otra aguja.
—No es tan grave como supuse, pero necesita sangre. Con más sangre en el cuerpo se sentirá mucho mejor.
Un botellón oscuro colgaba de uno de los postes como una fruta madura.
Sentado en la cama a su lado había alguien que él no veía. Giró la cabeza y estiró el cuello, sin resultado. Por fin extendió la mano hacia el visitante; y el visitante la tomó entre las suyas, que eran grandes, ásperas y cálidas. En cuanto las manos se tocaron Seda comprendió.
—Dijiste que no ibas a ayudar —le dijo al visitante—. Dijiste que no debía esperar que me ayudaras; sin embargo aquí estás.
El visitante no respondió, pero sus manos eran limpias, benévolas, restauradoras.
—¿Está despierto, Pátera?
Seda se secó los ojos.
—Sí.
—Lo imaginaba. —Tenía los ojos cerrados pero estaba llorando.
—Sí —repitió Seda.
—He traído una silla. Pensé que podíamos conversar un momento. ¿Le molesta? —El hombre de la silla vestía una túnica negra.
—No. Usted es augur, como yo.
—Hicimos juntos la scola, pátera. Soy Valva..., ahora el pátera Valva. En canónico se sentaba usted detrás de mí. ¿Se acuerda?
—Sí. Sí, me acuerdo. Hace mucho tiempo.
Valva asintió.
—Casi dos años. —Era flaco y pálido, pero la sonrisita tímida le iluminaba la cara.
—Es muy bondadoso de su parte venir a verme, pátera. Muy bondadoso. —Estuvo un momento pensando—. Usted está en el otro bando, el del Ayuntamiento. Tiene que ser así. Me temo que hablando conmigo corre peligro.
—Estaba... —Valva tosió a modo de disculpa—. Tal vez... No lo sé, pátera. No es que haya combatido, ya sabe. Nada de eso.
—Por supuesto que no.
—He llevado el perdón de Pas a nuestros moribundos. También a los de ustedes, pátera, cada vez que he podido. Después he ayudado un poco a cuidar heridos. No hay médicos ni enfermeras suficientes, ni mucho menos, y en la calle de la Jaula hubo una batalla tremenda. ¿Lo sabe? Si quiere le cuento. Casi un millar de muertos.
Seda cerró los ojos.
—No llore, pátera. Por favor, no llore. Se han ido con los dioses. Todos, los de los dos bandos, y estoy seguro de que no fue culpa suya. Yo la batalla no la vi, pero he oído mucho. De los heridos, sabe. Si prefiere hablar de otra cosa...
—No. Cuénteme, por favor.
—He pensado que querría saber, y que si algo puedo hacer por usted es describírsela. También he pensado que a lo mejor quiere confesar. Podemos cerrar la puerta. Le he preguntado al capitán, y me ha dicho que mientras no le diera un arma todo estaba bien.
Seda asintió.
—Habría debido pensarlo yo. Últimamente me he visto envuelto en tantas cuestiones seculares que me he relajado, me temo. —Detrás de Valva había un mirador; notando que sólo exhibía una noche negra y los reflejos de ambos, Seda preguntó—: ¿Todavía estamos a hiéraces, pátera?
—Sí, pero después del oscurecer. Creo que son las siete y media. En la habitación del capitán hay un reloj, cuando entré eran las siete y veinticinco. Y no ha pasado mucho tiempo. Está muy ocupado.
—Entonces no he descuidado la oración matinal a Teljipeia. —Por un instante se preguntó si cuando amaneciese conseguiría decirla, y si debía—. Por eso al menos no tendré que pedir perdón cuando usted me confiese. Pero antes hábleme de la batalla.
—Sus fuerzas han intentado tomar la Alambrera, pátera. ¿Lo sabía?
—Sabía que iban a atacarla. Nada más.
—Han intentado derribar las puertas. Pero no lo han conseguido, y dentro todo el mundo creía que se habían ido, probablemente a tratar de tomar el Juzgado. —Seda asintió una vez más—. Pero antes, el gobierno, es decir, el Ayuntamiento, había enviado una compañía de soldados con flotadoras para echarlos y reforzar la guardia.
—Tres compañías de soldados —dijo Seda— y la Segunda Brigada de la Guardia. Eso me han dicho.
Valva poco menos que se inclinó.
—Seguro, su información es más precisa que la mía, pátera. Les ha costado mucho atravesar la ciudad, incluso con soldados y flotadoras, aunque no tanto como esperaban. ¿Eso lo sabe? —Seda movió la cabeza de un lado a otro—. Pues sí. La gente les tiraba cosas. Uno me dijo que le tiraron un cántaro desde un cuarto piso. —Valva arriesgó una risa de justificación—. ¿Se imagina? ¿Qué hará esta noche la gente que vive allí arriba? Me gustaría saberlo. Pero no ha habido una resistencia muy seria, no sé si me explico. Nada de barricadas en las calles, como se esperaban. Atravesaron la ciudad y pararon delante de la Alambrera. Se supone que los montados iban a entrar mientras los infantes registraban los edificios de la calle de la Jaula.
Seda dejó que los ojos se le cerraran de nuevo e imaginó la columna descrita por el monitor del espejo de la máitera Rosa.
—Y entonces... —Valva hizo una pausa de efecto— la generala Menta en persona cargó contra ellos por la calle de la Jaula, montada como un demonio en un gran caballo blanco. Desde el otro lado, comprende. Desde el lado del mercado.
Sorprendido, Seda abrió los ojos.
—¿La generala Menta?
—Así la llaman. Los rebeldes... Su gente, quiero decir. —Valva se aclaró la garganta—. Los leales al caldé. A usted.
—No me ofende, pátera.
—La llaman generala Menta y tiene un azot. ¡Figúrese! Hizo picadillo las flotadoras de la Guardia. El coracero con el que hablé conducía una de ellas y lo vio todo. ¿Sabe cómo son por dentro las flotadoras de la Guardia, pátera?
—Esta mañana he viajado en una. —En un esfuerzo por recordar, Seda cerró otra vez los ojos—. Estuve dentro hasta que paró de llover. Después viajé en la cubierta, sentado en... En esa parte redonda donde está el zumbador más alto. Dentro estaba atestado, no era nada cómodo, y habíamos cargado los cadáveres, pero tal vez fuera mejor que ir bajo la lluvia.
Feliz de coincidir, Valva asintió con entusiasmo.
—Hay dos hombres y un oficial. Uno de los hombres, con el cual he hablado, conduce la nave. El oficial va al mando. Se sienta junto al conductor y para él hay un espejo, aunque me ha dicho que algunos ya no funcionan. Además el oficial tiene un zumbador, el que apunta al frente. En ese sitio redondo..., torreta, se llama..., hay otro hombre, el cañonero.
—Exacto. Ya me acuerdo.
—El azot de la generala Menta entró en la flotadora, mató al oficial y estropeó uno de los rotores. Eso me dijo el conductor. A mí me pareció que si un azot podía hacer eso, también podía partir las puertas de la Alambrera y matar a todos, pero dicen que no. La razón es que las puertas son de acero y tienen tres dedos de espesor. En cambio la flotadora es de aluminio blindado porque si no no podría despegar. Si fuera de acero o de hierro no flotaría.
—Claro. No lo sabía.
—La generala Menta tenía caballería. Una tropa, más o menos, me dijo el conductor. Le pregunté cuánto era eso y me dijo que unos cien jinetes. Los otros llevaban lanzagujas, espadas y otras cosas. La flotadora de este hombre había caído de lado, pero él se escabulló por el escotillón. El cañonero ya había logrado salir y el oficial había muerto, pero él no acababa de arrastrarse a la calle cuando le pasó alguien por encima y le rompió un brazo. Cuando se levantó, había rebeldes..., perdón...
—Sé a qué se refiere, pátera. Siga, por favor.
—Estaba rodeado. Dijo que se habría subido de nuevo a la flotadora pero había empezado a quemarse y podía explotar la munición, las balas de los zumbadores. Él no llevaba armadura como los montados, sólo casco, así que se lo quitó y lo tiró, y los..., su gente pensó que era uno de ellos, la mayoría. Dijo que a veces un golpe de espada atraviesa la armadura. Son poliméricas, ¿lo sabía? A veces les dan un baño de plata, para los guardias privados y así, como la capa de azogue que llevan los espejos detrás del cristal. Pero debajo sigue siendo sintética y a las de los coraceros las pintan de verde, como las de los soldados.
—Son a prueba de agujas, ¿no?
Valva asintió con vigor.
—La mayoría. Casi siempre. Pero a veces entra una aguja por la abertura de respiración o la de visión. En ese caso es mortal, dicen. Y a algunos les parten la armadura con una espada, si es una arma pesada y el hombre es fuerte. También hay puñaladas que perforan una pechera. Muchos de los suyos llevaban mazas y hachas. De esas de cortar leña. Otros llevaban martillos con pico. Un buen marrillo puede derribar a un coracero armado y el pico atravesar la armadura. —Valva se detuvo para tomar aliento—. En cambio los soldados son otra cosa. Toda la piel es metálica, en las peores partes de acero. Hasta las balas de trabuco suelen rebotar en los soldados, y con pico o lanzagujas no hay forma de herirlos.
Lo sé, yo una vez maté uno, dijo Seda, y se dio cuenta de que no había hablado. Soy igual que la pobre Mamelta, pensó; para hablar tengo que recordar; tengo que respirar mientras muevo los labios y la lengua.
—Una me dijo que vio a dos hombres intentando quitarle el trabuco a un soldado. Lo tenían cogido entre los dos, pero él los levantó del suelo y los sacudió. Ya le digo, esto no me lo contó el conductor sino una mujer, pátera, una de su bando. Ella llevaba el palo de la colada y golpeó al soldado por detrás, pero él se desprendió de los dos hombres y le dio a ella con el trabuco y le rompió el hombro. Para entonces mucha gente había cogido trabucos de los coraceros y disparaba a los soldados. Alguien derribó al que peleaba con ella. Me dijo que de no ser por eso el otro la habría matado. Pero los soldados también mataron a muchos de ellos y los persiguieron por la calle del Queso y por otras. Ella quería pelear pero no tenía trabuco y con el hombro así tampoco habría podido disparar. Recibió un balazo en la pierna y los médicos tuvieron que cortársela.
—Rezaré por ella —prometió Seda— y por todos los heridos y los muertos. Si la vuelve a ver, pátera, dígale que siento mucho lo que ha pasado. Y la máitera..., la generala Menta, ¿está herida?
—Dicen que no. Dicen que está planeando atacar de nuevo, pero en realidad nadie lo sabe. ¿Su herida es grave, pátera?
—No creo que vaya a morir. —Durante unos segundos que le parecieron minutos, Seda miró atónito el botellón vacío que colgaba del poste. ¿Tan simple cosa era la vida que se le podía extraer a un hombre en forma de fluido rojo o instilársela gota a gota? ¿Descubriría al cabo que corría por él una vida diferente, alguien que añoraba una mujer, hijos y una casa que él no había visto nunca? No sería su propia sangre, sin duda, ni su vida—. No hace tanto creí que estaba malherido. Y poco antes de que entrase usted, pátera, ya no me importaba. ¡Reflexione cuan sabio y piadoso es el dios que nos hizo así, que cuando vamos a morir dejamos de temer a la muerte!
—Si piensa que no va a morir...
—No, no. Confiéseme. Sin duda el Ayuntamiento quiere matarme. No deben de saber que estoy aquí, porque si lo hubieran sabido ya estaría muerto. —Seda apartó la manta. Valva se apresuró a taparlo.
—No es preciso que se arrodille, pátera. Todavía está enfermo, terriblemente enfermo. Recibió una herida grave. Vuélvase hacia la pared, por favor.
Seda lo hizo, y las palabras familiares parecieron surgir de sus labios por voluntad propia.
—Púrgueme, pátera, pues he ofendido a Pas y a los otros dioses. —Qué reconfortante era volver a esas palabras rituales que había memorizado en la juventud. Pero Pas estaba muerto, y la fuente de su compasión sin límites se había secado para siempre.
—¿Es todo, pátera?
—Desde mi última confesión, sí.
—Como penitencia por el mal que ha hecho, pátera Seda, ha de llevar a cabo una acción de mérito antes de mañana a esta hora. —Valva tragó saliva—. Doy por sentado que su estado físico se lo permitirá. ¿No le parece demasiado? Bastará con que diga una plegaria.
—¿Demasiado? —A Seda le costaba mantener la vista apartada—. No, claro que no. Demasiado poco, estoy seguro.
—Entonces, pátera Seda, le concedo el perdón de todos los dioses...
De todos los dioses. Si sería tonto, ¡haber olvidado ese aspecto del Perdón! Pero las palabras le transmitieron una honda sensación de alivio. Además de Equidna y su difunto esposo, además de los Nueve y de dioses realmente menores como Kipris, Valva estaba autorizado a conceder la amnistía del Extraño. Así pues, Seda estaba sin duda perdonado. Giró la cabeza para ver a Valva. —Gracias, pátera. No sabe usted, no puede saber, cuánto significa esto para mí.
La titubeante sonrisa de Valva brilló otra vez.
—Estoy en condiciones de hacerle otro favor, pátera. Tengo una carta de Su Cognescencia para usted. —Advirtiendo la expresión de Seda, se apresuró a añadir—: Me temo que es sólo una circular. —Metió la mano en el bolsillo de la túnica—. Cuando le conté al pátera Jerbo que lo habían capturado, me dio su ejemplar. Habla de usted.
La hoja doblada llevaba el sello del Capítulo en lacre morado; al lado, en escritura clara y notarial se leía: «Seda, calle del Sol».
—Es una carta muy importante, de verdad —dijo Valva. Seda rompió el sello y desplegó el papel.
30 de Némesis de 332
Al clero del Capítulo,
tanto colectiva como individualmente:
¡Saludos en el nombre de Pas, en el nombre de Escila y de todos los dioses! Sabed que os llevo siempre en el pensamiento y el corazón.
El actual estado de agitación de Nuestra Santa Ciudad nos obliga a tener una conciencia cada vez mayor del sagrado deber de asistir a los agonizantes, no sólo aquellos cuyas acciones recientes podamos comprender, sino también a esos otros a quienes, como inferimos, Hiérax pueda revelar prontamente su piadoso poder. Es por esto que hoy os imploro que cultivéis una disposición perpetua e infatigable...
Esto, pensó Seda, lo compuso el pátera Rémora; y, como si tuviera a Rémora sentado ante sí, vio el rostro largo, macilento y alzado, la punta de la pluma rozándole los labios, la búsqueda de una complejidad sintáctica que satisficiera su insaciable deseo de prudencia y precisión.
...una disposición perpetua e infatigable hacia la piedad y el perdón cuyos conductos debéis ser con tanta frecuencia.
En estos días de aciaga perturbación muchos habéis solicitado guía y consejo. Casi no hay hora, de hecho, en que no haya una petición. Antes de leer esta epístola, la mayoría de vosotros conocerá el lamentado deceso del oficial presidente del Ayuntamiento.
El difunto consejero Lémur era un hombre de dotes extraordinarias, y su fallecimiento no puede sino dejar un vacío en cada corazón. Grande es mi anhelo de dedicar el resto de esta misiva necesariamente concisa a llorar su ofrecimiento. No obstante, pues tales son las coerciones de este triste Vórtice, el Vórtice que pasa, mi deber para con vosotros exige que os prevenga sin demora contra los infundados pretextos de ciertos insurgentes ruines, empeñados en persuadiros de que actúan en nombre del consejero Lémur.
Hagamos a un lado, amado clero mío, todo debate vano respecto a la propiedad de una cesura intercaldeana que se extiende ya por casi dos décadas. Que la presión de unos acontecimientos desgraciados hizo, si no deseable, incuestionablemente atractivo tamaño intervalo, es cosa en que podemos coincidir todos. También podemos coincidir en que, para juicios no ilustrados diariamente en las bellas discriminaciones de la ley, dicho lapso pudiera representar un severo reto a la elasticidad de nuestra Carta, ¿verdad? En este momento la discusión es por completo histórica. Queridos míos, resignémosla pues a los historiadores.
Lo indiscutible es que esta cesura, a la cual me he referido más arriba, ha llegado a su necesaria culminación. No puede, amado clero mío, ni en rigor debe, sobrevivir a la gravosa pérdida que acaba de soportar. De modo en absoluto ilegítimo nos preguntaremos, pues, qué ha de sucederle a ese gobierno justo, beneficioso e influyente que tristemente ha llegado a su fin.
Amado clero, no seamos ligeros con la sabiduría del pasado, una sabiduría cuyo vehículo es nada menos que nuestras Escrituras Crasmológicas. ¿No se afirma allí acaso: «Vox populi, vox dei» Lo que significa: en la voluntad de las masas discerniremos tal vez la voluntad de Pas. En el crítico momento presente de la dilatada épica de Nuestra Santa Ciudad no hay que perder de vista las graves palabras de Pas. Por medio de muchas voces exclaman que ha llegado la hora de un retorno precipitado de esa custodia de la Carta que la ciudad conoció en otro tiempo. ¿Hará falta instaros a abrir el oído a las palabras de Pas?
Tampoco es su mensaje tan breve, y desde luego no admite confusión. De la floresta al lago, de la soberbia cumbre del Palatino a la calleja más humilde lo proclama todo el mundo. Amado clero, ¡con qué alegría inexpresable me sumo a hacerlo yo! Pues, como nunca antes había sucedido, el Supremo Pas ha propuesto para nuestra ciudad un caldé surgido de nuestras filas, un augur ungido, santo, pío y fragante de santidad.
¿Se me permitirá nombrarlo? Lo haré, bien que sin duda no sea necesario. No hay uno solo entre vosotros, miembros de mi Amado Clero, que no conozca ese nombre antes de mi exultante proclama. Se trata del pátera Seda.
Vuelvo a decirlo: ¡el pátera Seda!
Con toda la presteza con que es posible ponerlo por escrito, os exhorto a obedecerlo como a uno de los nuestros. Pero cuánto me deleitaría escribir en cambio: ¡démosle la bienvenida y obedezcámosle, que es uno de los nuestros!
Que todos los dioses os sean favorables, amados augures míos. Benditos seáis en el Santísimo Nombre de Pas, Padre de los Dioses, en el de la Graciosa Equidna, Su Consorte, en los de sus Hijos y sus Hijas, en este día y para siempre, en el nombre de su hija mayor, Escila, Patrona de ésta, Nuestra Sagrada Ciudad de Virón, he dicho, Pa. Quetzal, Prolocutor.
Mientras Seda volvía a doblar la carta, Valva dijo:
—Ya ve que Su Cognescencia se ha puesto totalmente de su lado, pátera, y ha llevado consigo a todo el Capítulo. Usted dijo..., espero que se haya equivocado, pátera, de veras, pero hace un minuto dijo que si el Ayuntamiento hubiera sabido que estaba usted aquí ya estaría muerto. Si eso es cierto... —Valva carraspeó, nervioso—. Si es cierto, también harán matar a Su Cognescencia. Y..., y a algunos más de nosotros.
—El borrador de esto —dijo Seda— lo escribió el coadjutor. Si le echan la mano, también morirá él. —Qué extraño era imaginarse a Rémora, ese diplomático circunspecto, ahorcado en su propia telaraña de tinta.
A Rémora muriendo por él.
—Supongo que sí, pátera. —Valva vaciló, manifiestamente incómodo—. Yo lo llamaría... Usaría la otra palabra, pero no quiero ponerlo en peligro. —Seda negó con la cabeza, despacio, acariciándose la barbilla—. Su Cognescencia dice que es usted el primer augur que ha llegado a eso. Para muchos de nosotros... ha sido una conmoción, me figuro. Para el mismo pátera Jerbo. Dice que nunca en su vida le había pasado. ¿Conoce usted al pátera Jerbo, pátera? —Seda sacudió la cabeza—. Es muy mayor. Ochenta y uno, lo sé porque hace unas semanas le hicimos una fiestecita. Y entonces se puso a pensar, sabe, como muy quieto y tirándose de la barba, hasta que al fin dijo que era muy sensato, verdaderamente. A todos los demás, los anteriores..., los anteriores...
—Sé a qué se refiere, pátera.
—Los eligió el pueblo. Pero como a usted, pátera, a usted lo han elegido los dioses, es natural que la elección recayera en un augur, porque los augures son los elegidos para servirlos.
—Usted también corre peligro, pátera —dijo Seda—. Corre casi tanto peligro como yo, y acaso más. Debe estar muy atento.
Valva asintió tristemente.
—Me sorprende que después de esto lo hayan dejado entrar.
—Es que ellos... El capitán, pátera. Y-yo no...
—No lo saben.
—Creo que no, pátera. Creo que no lo saben. Yo no se lo he contado.
—Y bien que ha hecho. —Seda estudió la ventana, como antes, pero como antes sólo vio los reflejos de ambos y la noche—. Este padre Jerbo..., ¿usted es acólito suyo? ¿Dónde está?
—En nuestro manteón, en la calle del Ladrillo. —Seda hizo ademán de no saber—. Cerca del puente torcido, pátera.
—¿Un poco al este de la ciudad?
—Sí, pátera. —Valva se removió incómodo—. Allí estamos ahora, pátera. En la calle de la Cesta. Nuestro manteón está a unas cinco manzanas —señaló.
—Ya. Claro, me cargaron en algo, una especie de carreta, que daba unos saltos terribles. Recuerdo que estaba tumbado sobre serrín y trataba de toser. No podía, y tenía la boca y la nariz llenas de sangre. —Con el índice, Seda se trazaba breves círculos en la mejilla—. ¿Dónde está mi túnica?
—No lo sé. Supongo que la tiene el capitán, pátera.
—La batalla... El ataque de la generala Menta a las flotadoras..., ¿fue esta tarde? —Valva asintió—. Más o menos a la hora en que me dispararon, o un poco más tarde. Usted llevó el perdón a los heridos. ¿A todos? Me refiero a todos los que podían morir.
—Sí, pátera.
—Y luego volvió a su manteón...
—A cenar algo, pátera. Un bocado... —Valva pareció disculparse—. Esta brigada... es la Tercera. Dicen que están en la reserva. No hay gran cosa. Algunos entraban en las casas, sabe, y cogían lo que hubiese. Supuestamente tenían que llegar carretas con alimentos, pero me pareció...
—Desde luego. Regresó al manso para cenar con el pátera Jerbo, y al llegar se encontró con la carta. Debía de haber una copia para usted y una para él.
—Exacto, pátera —confirmó Valva con entusiasmo.
—Seguro que leyó la suya en seguida. Mi copia... está... ¿También estaba allí?
—Sí, pátera.
—Entonces alguien del Palacio sabía que me habían capturado y dónde estaba. En vez de enviar la carta a mi manteón, se la envió al pátera Jerbo con la esperanza de que él consiguiera hacérmela llegar, cosa que hizo. Cuando me dispararon, Su Cognescencia estaba conmigo; ya no hay razón para ocultarlo. Mientras me trataban las heridas me pregunté si lo habrían matado. Puede que el oficial que me hirió no lo haya reconocido, pero si lo reconoció...
Seda dejó que la idea se disipara en el aire.
—Si aquí todavía no saben nada de esto, y creo que usted tiene razón, no pueden saberlo aún, no tardarán en descubrirlo. ¿Se da cuenta?
—Sí, pátera.
—Tiene que irse. De hecho, lo más sensato es que el pátera Jerbo y usted dejen el manteón, que vayan a una zona de la ciudad controlada por la generala Menta, si pueden.
—Y-yo... —Parecía que Valva iba a ahogarse. Sacudió la cabeza con desesperación.
—Usted ¿qué, pátera?
—No quiero dejarlo mientras pueda... ayudarle en algo. Serle útil. Es mi deber.
—Usted me ha ayudado —le dijo Seda—. Ya nos ha prestado un servicio inestimable a mí y al Capítulo. Si puedo, me encargaré de que le sea reconocido. —Hizo una pausa para cavilar—. Y ahora puede ayudar más. Cuando salga, quiero que hable por mí con el capitán. En un bolsillo de mi túnica había dos cartas. Las encontré esta mañana en la repisa; las debió dejar mi acólito ayer. No las he leído, y al darme usted ésta las he recordado. —Con cierto retraso se metió la carta bajo el faldón—. Una de las dos llevaba el sello del Capítulo. Tal vez fuera una copia, aunque yo diría que no porque ésta lleva fecha de hoy. Además, en ese caso no le habrían enviado esta carta al pátera Jerbo.
—Supongo que no, pátera.
—No le hable de ellas al capitán. Dígale solamente que me gustaría tener la túnica... Toda mi ropa. Pídale la ropa y fíjese qué le da. Tráigamela, en especial la túnica. Si él menciona las cartas, dígale que me gustaría verlas. Si no se las da, trate de averiguar qué contenían. Si él se niega, regrese a su manteón. Dígale al pátera Jerbo que yo, el caldé, les ordeno a él y a usted..., ¿hay sibilas, también?
—Están la máitera Leña...
—Los nombres no importan. Que cierren el manteón y se marchen todos lo más rápido posible.
—Sí, pátera. —Valva se levantó, muy erguido—. Pero, diga lo que diga el capitán, no volveré al manteón directamente. V-volveré aquí, a contarle qué ha dicho el capitán y tratar de ayudarlo en algo más, si puedo. No me diga que no, pátera, porque pienso desobedecer.
Asombrado, Seda se encontró sonriendo.
—Su desobediencia, pátera Valva, vale más que la obediencia de muchos que he conocido. Haga lo que crea correcto; estoy seguro de que no se equivocará.
No bien Valva hubo salido de la habitación, ésta pareció vacía. A Seda le empezó a latir la herida y tuvo que obligarse a pensar en otra cosa. ¡Con qué orgullo —y un temblor del labio— había proclamado Valva la intención de desobedecer! Seda recordó el brillo de los ojos de su madre, húmedos de llanto ante alguna vulgar hazaña infantil. ¡Seda! ¡Hijo mío, hijo mío! Así se sentía él ahora. ¡Esos muchachos!
Pero Valva no era más joven que él. Habían entrado en la scola juntos y, por obra de un instructor que insistía en el orden alfabético, habían ocupado pupitres cercanos; los habían ungido el mismo día y a los dos los habían destinado a asistir a augures venerables, incapaces ya de ocuparse de todo en sus manteones.
Sin embargo, a Valva no lo había iluminado el Extraño..., o no le había reventado una vena en la cabeza como habría dicho el doctor Grulla. Valva no había tenido una iluminación, no había ido corriendo al mercado, no se había topado con Sangre.
Él era tan joven como Valva en el momento de hablar con Sangre y tomar tres tarjetas de su mano, sin saber que abajo, en algún lugar, un monitor aullaba y se enfurecía por la falta de esas tarjetas... Tan joven como él o casi, porque también a Valva habría podido ocurrirle. Una vez más Seda olió el perro muerto de la alcantarilla y la polvareda sofocante alzada por la flotadora de Sangre, vio a Sangre agitar el bastón, alto, enrojecido, sudoroso. Seda rompió a toser y sintió que le hundían un atizador en el pecho.
Tambaleándose un poco, cruzó la habitación hasta la ventana y alzó la cortina para que entrase el viento nocturno; luego se examinó el torso desnudo en el espejo que había sobre el escritorio, mucho más grande que el que él usaba en el manso para afeitarse.
Un vendaje escondía a medias el hematoma multicolor que le dejara el puño de Mosqueta. De la escasa anatomía aprendida en los sacrificios, dedujo que la aguja le había pasado a cuatro dedos del corazón. Aun así, era un disparo muy certero para un hombre montado.
De espaldas al espejo, estiró el cuello todo lo posible para verse el otro vendaje; era más grande y la herida dolía más. Era consciente de un daño y una debilidad profunda en el pecho y de cuánto le costaba respirar.
Ropa en los cajones del escritorio: mudas, togas y pantalones cuidadosamente doblados; debajo de éstos, un perfumado fular de mujer. Era una habitación de hombre joven, de hijo; el dormitorio de matrimonio de los dueños estaría en la planta baja, en una esquina con muchas ventanas.
Helado, volvió a la cama y retiró la manta. El hijo se había marchado sin hacer el equipaje; de lo contrario, los cajones habrían estado medio vacíos. Tal vez combatía en el ejército de la máitera Menta.
A la sibila le había entrado una parte de Kipris y ese fragmento había hecho de ella una generala; eso y el mando de Equidna. Por un momento se preguntó qué fragmento sería y si Equidna se había percatado de que estaba en la máitera. Presumiblemente, era el elemento que había librado a Chenilla del óxido; serían las dos parte y envoltorio de lo mismo. A él, Kipris le había dicho que la perseguían, y a Su Cognescencia le asombraba que no la hubiesen matado hacía ya tiempo. En su caza de la diosa del amor, Equidna y sus hijos no habrían tardado en aprender que el amor es algo más que fulares perfumados y flores arrojadas. Que en el amor hay acero.
Sin duda aquel fular lo había arrojado una joven desde un balcón. Seda hizo un esfuerzo por imaginarla, descubrió que tenía el rostro de Jacinta y rechazó la visión. Sangre se había secado la cara con un pañuelo color melocotón, mucho más perfumado que el fular. Y Sangre había dicho...
Había dicho que cierta gente podía colgarse de un hombre como una túnica. Se refería a Mucor, aunque entonces Seda no lo había sabido; no había sabido que existía Mucor, esa niña capaz de vestir con su espíritu la carne de los otros tal como él, un momento antes, había pensado en ponerse las ropas del hijo en cuya habitación estaba.
«Mucor, Mucor...», llamó en voz baja, y prestó atención; pero no había voz fantasmal en el espejo del escritorio, ni otra cara que la suya. Cerrando los ojos, compuso una larga oración formal para el Extraño; le agradeció por su vida y por la ausencia de la hija de Sangre. Cuando hubo acabado, le dirigió una parecida a Kipris.
Al otro lado de la puerta, un centinela se cuadró con un audible estrépito del arma y un golpe de talones.
El develar despertó a Alca. Brillantes abalorios del Sol Largo penetraron en sus doseles tachonados, sus cortinas de gasa, sus ricas colgaduras de terciopelo y el mugriento cristal de cada ventana del lugar, filtrándose por las cortinas de bambú, por las erizadas tablas que había clavado alguien, por su Escila multicolor y sus postigos cerrados a cal y canto; por la madera, el papel y la piedra.
Parpadeó dos veces y se sentó a frotarse los ojos.
—Me siento mejor —anunció, y vio que Chenilla seguía durmiendo. Dormían Incus y Uro, también dormían Mújol y Avutarda y sólo el grandote Pedernal, el soldado, estaba sentado, con las piernas cruzadas, Oreb en el hombro y la espalda apoyada en la pared del túnel. Tocó a Chenilla con la punta de la bota—. ¡Espabila, Pechugas! ¡Es la hora de desayunar!
—¿Y a ti qué te pasa? —Incus se sentó como si lo hubieran tocado a él.
—Nada de nada —le dijo Alca—. Estoy más fino que la lluvia. —Meditó la cuestión—. Si se cuadra, iré al Gallo. Si no, haré alguna cosilla en la Colina. He dormido con las botas puestas. —Se sentó junto a Chenilla—. ¿Usted también? No debería, pátera. Es malo para los pies. —Se desanudó los cordones y se quitó las botas y los calcetines—. Toque, vea qué mojados están. Desde la barca que no se me han secado. ¡Despierte, viejo! Desde la barca y la lluvia. Si tuviéramos de nuevo al gigante aquel, le diría que hiciera un fuego para secarlos. ¡Puf! —Colgó los calcetines de las cañas de las botas y los apartó.
Sentándose, Chenilla se quitó los pendientes de jade.
—¡Caaaray, vaya si he soñado! —Se estremeció—. Me había perdido, ¿sabes? Sola por aquí, y por los dos lados el túnel era cada vez más hondo. Yo caminaba hacia un lado un trecho largo, muy largo, y no dejaba de bajar. Así que me daba la vuelta e iba hacia el otro lado, y allí también bajaba más y más.
—Recuerda que los dioses inmortales te acompañan siempre, hija mía —le dijo Incus.
—Aja. Jaco, tengo que conseguirme ropa. De la quemadura estoy mejor. Podría ponérmela, y aquí hace demasiado frío para ir así —sonrió—. Un poco de ropa nueva y una cinta roja doble. Después de eso estaré a punto para una docena de huevos revueltos con jamón y pimientos.
—Cuidado —la previno Pedernal—. Me parece que tu amigo no está listo para la inspección.
Alca se puso en pie riendo.
—Fíjate —le dijo a Pedernal y, alzando un pie desnudo para descargar la bola de la planta, le dio a Uro una experta patada en las costillas.
Parpadeando, Uro se frotó los ojos tal como Alca había hecho un rato antes, y Alca comprendió que el era el Sol Largo. Se había despertado con su propia luz, una luz que colmaba el túnel entero, demasiado deslumbrante ahora para los débiles ojos de Uro.
—No me gusta cómo has estado llevando al viejo —le dijo. Se preguntó si tendría las manos lo bastante calientes para quemarlo. Parecía posible; cuando no se las miraba eran normales, pero si les echaba un vistazo relucían como oro fundido. Agachándose, aplastó con un dedo la nariz de Uro y, como Uro no chilló, lo puso en pie de un tirón—. Cuando vuelvas a cargar con este viejo —le dijo— tienes que hacerlo como si lo quisieras mucho. Como si lo fueras a besar. —No sería mala idea obligar a Uro a besarlo, pero temía que a Mújol no le gustara.
—Vale —dijo Uro—. Vale.
Avutarda preguntó: ¿Cómo te encuentras, muchacho?
Alca sopesó la respuesta.
—Tengo partes que marchan bien —declaró al fin— y otras que no. De un par de ellas no tengo mucha idea. ¿Te acuerdas de la viejecita Mármol?
—Claro.
—Nos contó que ella podía hacerse unas listas. Le salían por la manga, digamos. Listas de qué iba bien y qué no. Yo sólo me entero de una pieza por vez.
—Yo eso lo hago —terció Pedernal—. Es de lo más natural.
Chenilla, que ya se había quitado los pendientes, ahora se frotaba las orejas.
—¿Me los llevas en tu bolsillo, Jaco? Yo no tengo dónde.
—Seguro —dijo Alca. No se volvió a mirarla.
—Donde Ónice me darían por ellos un par de tarjetas. Podría comprarme un buen vestido de estambre y zapatos, y llenarme de pasteles a reventar.
—Está, pongamos, este golpe fetén —le explicó Alca a Uro—. Lo aprendí cuando era no mayor que un pollo y siempre me ha gustado cantidad. Es sin balanceo, ¿ves? Hay tíos que hablan mucho de balanceo, y algunos lo hacen. Pero este golpe es mejor. Claro que no sé si todavía funciona. —El puño derecho se le estrelló a Uro en plena boca y lo envió contra el muro de naufraguita. Incus tomó aire—. Recoges un poco el brazo y lo sueltas rápido —explicó Alca. Uro se derrumbó en el suelo—. Pero, hay que poner todo el peso detrás y los nudillos parejos. Míralos. —Los mostró—. Si los nudillos caen torcidos también sirve, sólo que es un golpe diferente, ¿ves?
No tan bueno, dijo Avutarda.
—No tan bueno —confirmó Alca.
Ese cadáver que tenía a sus pies, decidió Alca, debía de ser de otro. De Uro, tal vez, o de Gelada.
La máitera Mármol intentó calcular cuándo había sido la última vez que había hecho aquello. Intrudujo tejado y, como sólo evocaba un sinfín de goteras y alfombras mojadas, intodujo altillo.
Ciento ochenta y cuatro años.
Apenas lo podía creer; no quería creerlo. Una muchacha llena de gracia, de ojos risueños y manos industriosas, había subido esa misma escalera —como seguía haciéndolo una decena de veces al día—, había recorrido ese pasillo y, deteniéndose bajo esa extraña puerta que tenía sobre la cabeza, se había estirado con una herramienta perdida ahora desde hacía más de un siglo.
Chasqueó los dedos de fastidio, produciendo un ruido fuerte y eminentemente satisfactorio; luego volvió a una de las habitaciones, que había sido la suya, y hurgó en el cajón de los retales hasta encontrar el gran ganchillo de madera con el que solía hacer punto antes de que la enfermedad la privara de uno de sus dedos. No estos dedos, a buen seguro.
De nuevo en el pasillo, se estiró como la muchacha que había sido y, enganchando la anilla, se preguntó si habría olvidado cómo desprenderse con su cadena.
La anilla no había olvidado. La máitera estiró. Nubes de polvo surgieron por los bordes de la puerta del techo. Habría qué barrer de nuevo el pasillo. Ni ella ni nadie habían entrado allí desde...
Un tirón más fuerte y la puerta se inclinó hacia abajo, reacia, dejando expuesta una franja de oscuridad. «¿Y ahora qué? ¿Tendré que colgarme de ti?», preguntó. La voz resonó en las habitaciones vacías avergonzándola de haber hablado tan alto.
Un nuevo tirón desató chillidos de protesta, pero hizo bajar la puerta lo suficiente para que ella pudiera aferraría y bajarla más; la escalera plegable cedió a una sacudida enérgica.
Lo engrasaré, resolvió. No me importa si no hay aceite. Cortaré una lonja de tocino de ese toro, lo herviré, colaré la grasa y cuando se haya secado la usaré aquí. Porque ésta no es la última vez. De ningún modo.
Con un vigoroso rumor de bombasí negro subió al trote por la escalerilla desplegada.
¡Pero mira qué bien tengo la pierna! ¡Alabado seas, Gran Pas!
El altillo estaba casi vacío. Nunca quedaban demasiadas cosas cuando moría una sibila; lo poco que había se repartía entre las demás según la voluntad de la muerta, o volvía a su familia. Durante medio minuto la máitera Mármol intentó recordar a quién había pertenecido el baúl oxidado que había junto a la chimenea; por fin revisó la lista entera —todas las sibilas que habían vivido en el cenobio— sin encontrar entre los datos anexos un solo baúl de lata.
La ventanita del gablete estaba cerrada. Cuando se acusó de hacer una locura ya estaba peleando con la terca falleba. Fuera lo que fuese, aquello que había vislumbrado en el cielo al cruzar el campo de juegos ya habría desaparecido a estas alturas, si es que alguna vez había existido.
Probablemente sólo fuera una nube.
Aunque esperaba que la ventana no cediese, con el calor seco de los últimos ocho meses la vieja madera se había contraído. Empujó con todas sus fuerzas, hasta que la hoja saltó hacia fuera con tal violencia que por poco se rompe el cristal.
Luego se hizo el silencio y el placer de un viento frío entrando por la ventana. Prestó atención, se asomó a atisbar el cielo y al fin (como ya tenía en mente, dada su aguda percepción —tras tantos años de enseñar a alumnos pequeños— de la dificultad de probar una negativa), se subió al antepecho y dio un paso sobre el viejo tejado del cenobio.
¿Era necesario trepar hasta la cumbre? Decidió que sí, que era necesario al menos para la paz de su ánimo, si bien se preguntó qué comentarían en el barrio si alguien llegaba a verla allí. No es que importase mucho; y de todos modos la mayoría estaba luchando. Aunque ahora el estruendo había decrecido, aún se oían disparos esporádicos como portazos lejanos. Puertas que se cerraban al pasado, pensó. El viento frío le aplastaba la falda contra las piernas, mientras iba trepando, y le habría arrebatado la cofia si no se la hubiera sujetado con una mano a la tersa cabeza metálica.
Desde la cumbre divisó hogueras, una a pocas calles de distancia. En la calle de la Silla o la de la Cuerda, decidió; probablemente la de la Silla, porque allí había tiendas de empeño. Y otras hogueras más lejanas, hasta el mercado y aún más allá, como era de esperar. Del resto, sólo una que otra ventana iluminada en el Palatino interrumpía la oscuridad.
Lo que venía a decir, con más certeza que cualquier anuncio o rumor, que la máitera Menta no había vencido. No había vencido todavía. Porque, tan predecible como que el sexto término de una serie de Fibonacci de diez equivalía al undécimo en el total, era que la Colina iba a arder y acabaría saqueada e incendiada. Vencida la Guardia Civil, nada...
No había completado el razonamiento cuando lo divisó, allá al sur. Ella había mirado hacia el oeste y el norte —hacia el mercado y el Palatino—, pero estaba sobre la Orilla. No: leguas más al sur, lejos, sobre el lago. Colgaba a baja altura en el cielo meridional y, sí, de cara al viento en cierto modo, porque el viento soplaba desde el norte, un viento frío del norte donde la noche era nueva, porque el viento debía de haberse levantado pocos minutos antes, ahora que lo pensaba, mientras ella cortaba las últimas lonjas de carne en la palestra y las llevaba a la bodega. Y luego, de nuevo arriba, había encontrado el papel de envolver disperso por toda la cocina y había cerrado la ventana.
De modo que en el momento en que ella lo había avistado, aquello —esa cosa enorme, fuera lo que fuese— estaba prácticamente sobre la ciudad. Y ahora ya no corría con el viento hacia el sur, como habría hecho una nube cualquiera; en todo caso volvía a deslizarse hacia el norte, hacia la ciudad; lentamente se deslizaba por el cielo.
Para cerciorarse estuvo mirando tres minutos seguidos.
Avanzaba hacia el norte como un escarabajo explorando un tazón, perdiendo empuje a veces, retrocediendo para después avanzar de nuevo poco a poco. Había estado allí antes, había estado sobre la ciudad. O casi, y el viento, tomándolo al parecer por sorpresa, lo había desplazado fuera del lago; pero ahora, hubiera o no viento, había reunido fuerzas para volver.
Tan brevemente que la máitera no estaba segura de haberlo visto, algo destelló en la monstruosa masa volante, un diminuto alfiler de luz, como si atrás, en los umbrosos campos del cielo, alguien hubiera raspado un yesquero.
Fuera lo que fuese, no había forma de detenerlo. Llegaría, o no llegaría, y como siempre ella tenía trabajo que hacer. Habría que bombear agua, mucha, para llenar la caldera de lavado. Regresó al gablete, preguntándose cuánto daño adicional le habría hecho a un tejado que, para empezar, en modo alguno estaba muy firme.
Tendría que entrar suficiente leña para hacer un buen fuego en la estufa. Después podía lavar las sábanas de la cama en donde había muerto y colgarlas en el tendedero. Si volvía la máitera Menta (y la máitera Mármol rogó con fervor porque volviera), en el mismo fuego podía prepararle el desayuno, y quizás la máitera Menta trajera incluso amigos. Los hombres, si había alguno, comerían en el jardín; ella sacaría una mesa larga y unas cuantas sillas de la palestra. Por suerte aún quedaba mucha carne, pese a que había cocido una porción para Villus y al acompañarlo a casa le había dado otra a su familia. Volvió a entrar en el altillo y cerró la ventana. Hacia el clarear las sábanas se habrían secado. Podría plancharlas y ponerlas de nuevo en la cama. Como seguía siendo la sibila mayor —o más bien lo era otra vez—, las dos habitaciones eran suyas; probablemente, no obstante, tendría que trasladar todo a la grande.
Al bajar por la escalerilla plegable decidió dejarla extendida hasta que la hubiera engrasado. Mientras se calentaba el agua de la colada podía cortar un poco de grasa y hervirla en una cacerola; la olla de lavar no ocuparía toda la estufa. Tal vez esa cosa flotante volviese con el clarear; siempre y cuando tuviera tiempo, desde la calle de la Plata podría verla bien.
Alca tenía la certeza de que llevaban una eternidad vagando por el túnel, y era gracioso porque recordaba bien que habían salido de otro para bajar por este que venían recorriendo desde que Pas había hecho el Vórtice, Uro con el cadáver a cuestas y escupiendo sangre, él detrás por si Uro intentaba pirarse, luego Mújol y Avutarda para conversar con él, luego el pátera y el soldado del trabuco, que les había dicho como andar y hacerlo andar, y por último Chenilla con la túnica del pátera, Oreb y el lanzador. Alca habría preferido caminar con ella y lo había probado pero no era lo mejor.
Volvió la cabeza para mirarla. Ella agitó una mano amistosa, y Avutarda y Mújol ya no estaban. Pensó en preguntarles a Incus y el soldado qué se había hecho de ellos pero optó por no hablarles, y para una charla privada Chenilla estaba demasiado lejos. Seguro que Avutarda se había adelantado a echar un vistazo y se había llevado al viejo. Eso era típico de Avutarda, y si encontraba algo de comer les llevaría una parte.
Rézale a Faia, le indicó la máitera Menta. Faia es la diosa del alimento. Si quieres comer, Alca, rézale a ella. Él le sonrió. «¡Me alegro de verla, máitera! Me tenía preocupado.» Que hoy y siempre todos los dioses te sonrían, Alca. La sonrisa de ella transformó el túnel frío y húmedo en un palacio y reemplazó el acuoso resplandor verde de la luz rastrera con el fluido de oro que lo había despertado. ¿Y por qué te preocupabas por mí, Alca? Desde los quince años soy una fiel servidora de los dioses. No me abandonarán. Nadie tiene menos motivos de cuidado que yo. «Quizás pueda traer aquí abajo algún dios que nos acompañe.»
A sus espaldas Incus se quejó:
—¡Alca!, hijo mío!
Él hizo un ruido grosero y buscó a la máitera Menta, pero había desaparecido. Aunque por un momento pensó que se habría adelantado para hablar con Avutarda, luego comprendió que había ido a buscarle un dios que lo acompañara. Ella siempre había sido así. Bastaba que uno mencionara cualquier deseo para que corriese a intentar conseguirlo.
Sin embargo, él seguía preocupado. Para ir al Marco Central en busca de un dios, la máitera tendría que pasar entre los demonios que enredaban a los viajeros, les contaban mentiras y los apartaban del Sendero Áureo. Hubiera debido pedirle que trajese a Faia. Faia y un par de cerdos. A Pechugas le encantaría comer jamón, y él aún llevaba el gancho y el cuchillo. Podía matar un cerdo, trocearlo y prepararle el jamón. Él también tenía hambre, jo, y Pechugas no iba a comerse un cerdo entero. La lengua se la dejarían a Avutarda, que se volvía loco por la lengua de cerdo. Era faides, así que probablemente la máitera Menta traería a Faia y Faia solía traer por lo menos un cerdo. Los dioses solían traer bastante a menudo el animal que fuese suyo. Cerdos para Faia. (Tienes que aprendértelo bien si quieres que el año que viene te enseñe cosas nuevas.) Cerdos para Faia y leones o bien gatos para Esfigse. ¿Quién iba a comerse un gato? Pescado para Escila, pero algunos pescados no estaban mal. Para Molpe pajarillos, y el viejo los cazaba con liga, los salaba y hacía empanada de gorrión. Para Tártaro murciélagos, lechuzas y topos.
¿Topos?
De pronto, desagradablemente, Alca cayó en la cuenta de que el dios del subsuelo era Tártaro, el dios de las minas y las cuevas. O sea que ese lugar era suyo; sólo que, si supuestamente Tártaro tenía con él una amistad especial y vigilaba lo que le pasaba allí abajo, él lo había sacado de quicio porque le dolía la cabeza, no tenía la cabeza bien, algo le resbalaba y patinaba como un lanzagujas que no carga por mucho que uno lo engrase y se asegure de que las agujas están derechas como rayos. Buscó el suyo bajo la toga pero no funcionaba; funcionaba tan mal, de hecho, que ni siquiera estaba, y eso que la máitera Menta era su madre y necesitaba de él y de la pistola.
—¡Pobre Alca! ¡Pobre Alca! —Oreb le circundaba la cabeza. El viento de las alas afanosas le encrespaba a Alca el pelo, pero en vez de posarse en su hombro, Oreb volvió volando a Chenilla.
Ya no estaba y tampoco estaba ella. Alca lloró.
El saludo del capitán fue mucho más compuesto que su uniforme, manchado y raído.
—Mis hombres están en sus puestos, Mi Generala. Mi flotadora patrulla. Ya no será posible reforzar la guarnición furtivamente. Y para reforzarla a punta de espada habrá que pasar sobre nuestros cadáveres.
Soltando un gruñido, Bisonte inclinó atrás la silla que de momento era suya.
La máitera Menta sonrió.
—Muy bien, capitán. Gracias. Quizás ahora le convenga descansar un poco.
—He dormido, Mi Generala, aunque no mucho. También he comido, mientras que usted no, me han dicho. Ahora inspeccionaré a mis hombres en sus posiciones. Puede que cuando acabe duerma una hora más, con mi sargento montando guardia.
—Me gustaría ir con usted —dijo la máitera Menta—. ¿Puede esperar cinco minutos?
—Por supuesto, Mi Generala. Es un honor. Pero...
—¿Qué, capitán —dijo ella con una mirada tajante—. Diga, por favor.
—Usted también debe dormir, Mi Generala, y comer. Si no, mañana no estará fresca.
—Más tarde. Siéntese, por favor. Cansados estamos todos, y usted debe de estar exhausto. —Se volvió hacia Bisonte—. Para las sibilas como yo y los augures como el pátera Seda, en el Capítulo tenemos un principio. Se llama disciplina. Para que una maestra enseñe lo que fuere en clase, una maestra ha de poner disciplina. De lo contrario ellos arman tal jaleo que no escuchan nada, y en vez de hacer su tarea se ponen a dibujar. —Bisonte asintió. Recordando un incidente del año anterior, la máitera Menta sonrió—. Salvo que una les haya dicho que dibujen. Si una les ha dicho que dibujen, seguro que empiezan a pasarse notas.
El capitán se alisó el bigotito.
—Mi generala: los oficiales y la tropa de la Guardia Civil también tienen su disciplina. La palabra es la misma. La práctica, me atrevo a decir, no es tan diferente.
—Lo sé, pero no puedo servirme de ustedes para patrullar las calles y parar los saqueos. Ojalá pudiera, capitán. Sería muy práctico, y sin duda eficaz. Pero para mucha gente la Guardia es el enemigo. Habría una rebelión contra nuestra rebelión, y eso es justamente lo que no podemos permitirnos. —Otra vez miró a Bisonte—. Entiendes por qué es necesario esto, ¿no? Dime.
—Nos estamos robando a nosotros mismos —dijo él.
La barba dificultaba leerle la expresión, pero ella decidido que estaba incómodo.
—Es cierto. Las casas y las tiendas saqueadas son de los nuestros, y si tienen que defenderlas no podrán pelear. Pero allí no acaba la cosa, ¿no? ¿Qué más querías decir?
—Nada, Mi Generala.
—Debes decírmelo todo. —Quería tocarlo, como en un momento así habría tocado a un alumno, pero comprendió que habría un malentendido—. Disciplina también es decirme todo cuando te lo pido. ¿Permitiremos que la Guardia sea mejor que nosotros? —Bisonte no respondió—. Pero hay en juego algo más importante que la disciplina. Nada nos importa más que mi conocimiento de lo que tú crees importante. Tú, el capitán, Zoril, Anémona y todos los demás. —Como él seguía sin responder, añadió—: ¿Qué quieres, Bisonte? ¿Que fracasemos para que tú no te sientas incómodo? Pues eso es lo que ocurrirá si no compartimos los cuidados y la información: les fallaremos a los dioses y moriremos. Probablemente todos. Sin duda yo, porque voy a pelear hasta que me maten. ¿Qué pasa?
—También están prendiendo fuego —balbuceó él—. Los incendios son peores que los saqueos, mucho peores. Si no los paramos, con este viento quemarán toda la ciudad. Y..., y...
—¿Y qué? —La máitera Menta se mordisqueó el labio inferior—. Y apagar los incendios que ya cunden por la ciudad, desde luego. Tienes razón, Bisonte. Siempre tienes razón. —Miró hacia la puerta—. ¿Cardencha? ¿Todavía estás ahí? Entra, por favor. Te necesito.
—Sí, máitera.
—Aquí todos nos recomendamos descansar, Cardencha. Parece que es la convención de esta noche. Tú no estás exenta. Hace unos días estuviste grave. ¿No te llevó el pátera Seda el Perdón de Pas?
Cardencha asintió, solemne; era una chica flaca y pálida de trece años, rasgos delicados y lustroso pelo negro.
—El esfigsedo, máitera, y en seguida empecé a curarme.
—El esfigsedo, y hoy es hiéraces. —La máitera Menta miró el reloj de porcelana azul que había sobre el aparador—. Como faltan pocas horas, pongamos que ya es téljides. Aun así, hace menos de una semana estabas en peligro inminente de muerte y hoy me sigues haciendo de recadera cuando deberías estar en la cama. ¿Puedes hacer un recado más?
—Me encuentro bien, máitera.
—Pues ve a buscar a Lima. Dile dónde estoy y que quiero verla lo antes posible. Luego te vas a casa y te acuestas. A casa, he dicho. ¿Lo harás, Cardencha?
Cardencha hizo una reverencia, dio media vuelta y partió.
—Es una chica buena y juiciosa —les dijo la máitera a Bisonte y el capitán—. No alumna mía. Las mías son mayores, y ahora están luchando, o cuidando heridos o a saber dónde. Cardencha es de la máitera Mármol, diría yo que la mejor. —Ambos hombres asintieron—. Capitán, no lo entretendré mucho más. Bisonte, había empezado a hablar de disciplina. Me interrumpieron, lo que me estuvo bien empleado por alargarme tanto. Iba a decir que, con disciplina, de veinte chicos y chicas se puede hacer dieciocho buenos estudiantes. Yo puedo, y tú también podrías. De hecho, con un poco de práctica serías mejor que yo, probablemente. —Suspirando, se obligó a enderezar los hombros—. De los dos restantes, uno no será nunca un buen estudiante. No está en él, y lo único que puede hacer una es impedir que perturbe a los demás. El otro, al menos así parece, no necesita ninguna disciplina. La verdad de Pas es que ese chico ya se ha disciplinado solo antes de que una llamara la clase al orden. ¿Me entiendes? —Bisonte asintió—. Tú eres uno de ésos. Si no lo fueras, hoy no serías mi relevo. Y lo eres, te das cuenta. Si me matan, quien toma el mando eres tú.
Bisonte sonrió; los grandes dientes blancos relampaguearon en la maleza de la barba negra.
—Los dioses la aman, Generala. Si algo no me preocupa es que puedan matarla. —Ella esperó una respuesta mejor—. Hiérax no lo permita —dijo al fin Bisonte—. Si pasa, me esforzaré al máximo.
—Sé que así será porque es lo que haces siempre. Lo que debes hacer es encontrar otros como tú. Aunque mucho me gustaría, no nos alcanza el tiempo para establecer una auténtica disciplina. Para esto no necesitamos trabucos. Escoge hombres con lanzagujas: gente mayor, que no se ponga a saquear cuando la manden a detener los saqueos. Organízalos en grupos de cuatro, designa un jefe para cada grupo y hazles decir... No olvides esto, que es fundamental... Hazles decir a todo el que encuentren que el saqueo y los incendios deben parar, y que dispararan contra quien desobedezca. —Se puso en pie—. Y ahora vamos, capitán. Quiero ver cómo ha dispuesto las cosas. Tengo muchísimo que aprender en muy poco tiempo.
Ante la puerta de la calle se habían apostado Cuerno y Ortiga, él con un trabuco capturado, ella con un lanzagujas.
—Entra y búscate una cama, Cuerno —dijo la máitera Menta—. Es una orden. Cuando despiertes, vuelve a relevar a Ortiga, si es que sigue aquí. Ortiga, yo daré una vuelta a la Alambrera con el capitán. No tardaré.
Después de tantos meses de calor, el viento que le enfriaba la cara parecía casi sobrenatural; acababa de murmurar unas gracias a Molpe cuando recordó que ese viento estaba abanicando los incendios que Bisonte temía, y que bien podía transmitir el fuego de tienda en establo y de establo en taller. Que había buenas posibilidades de que la ciudad toda ardiera mientras ella luchaba por ella contra el Ayuntamiento.
—El Ayuntamiento. No son divinos, capitán.
—Nunca he imaginado que lo fueran, Mi Generala, se lo aseguro.
La hizo bajar por una sinuosa callejuela cuyo nombre ella no recordaba, si es que alguna vez lo había sabido; frente a las persianas bajas de los comercios el viento dejaba un susurro de nieve.
—Y si no lo son —continuó ella—, no pueden resistir mucho tiempo la voluntad de los dioses. Es la voluntad de Equidna, sin duda. Y, creo yo, también podemos estar seguros de que es la de Escila.
—También la de Kipris —le recordó él—. A mí Kipris me dijo que el pátera Seda debía ser el caldé. La sirvo a usted porque lo sirve a él, y a él porque la sirve a ella.
Ella apenas había oído.
—Cinco viejos. Cuatro, si Su Cognescencia está en lo cierto, y seguro que lo está. ¿De dónde sacan valor?
—No tengo idea, Mi Generala. Aquí está el primer puesto. ¿Lo ve? —Ella negó con la cabeza—. ¡Cabo! —Llamó el capitán. Hubo un ruido de palmas y al otro lado de la calle se encendieron luces; por una ventana del segundo piso asomaba el reluciente cañón de una arma. El capitán señaló—. Como ve, Mi Generala, en este puesto hemos situado un trabuco, porque la calle es el camino más directo a la entrada. El ángulo nos brinda un campo de fuego longitudinal. Allí abajo —volvió a señalar—, nos bastaría dar un paso para que pudieran dispararnos desde una ventana superior de la Alambrera.
—¿Y ellos podrían venir por esta calle y enfilar la de la Jaula directamente hasta las puertas?
—Correcto, Mi Generala. Por lo tanto no pasarán de aquí. Sígame, por favor. ¿No tiene objeciones contra el pasaje?
—Claro que no.
¡Qué extraño era servir a los dioses! Cuando ella era chica, la máitera Siringa le había dicho que servir a los dioses significaba a veces dejar de dormir y de comer, y la había hecho responder así cada vez que se lo pedía. Y aquí estaba ahora ella, sin comer desde el desayuno pero, por la gracia de Teljipeia, tan cansada que no tenía hambre.
—Ese muchacho que mandó usted a la cama dormirá toda la noche —rió el capitán—. ¿Lo ha previsto, Mi Generala? La pobre chica tendrá que estar en su puesto hasta el amanecer.
—¿Cuerno? Tres horas, capitán, como mucho.
El pasaje desembocaba en una calle más ancha. La calle del Molino, se dijo la máitera Menta, viendo el abandonado cartel de un oscuro café llamado El Molino. En la calle del Molino se podían comprar raras varas de sarga y tweed a buen precio.
—Aquí estamos protegidos, aunque no ocultos para los centinelas del muro. Mire. —Otra vez señaló—. ¿Lo reconoce, Mi Generala?
—Reconozco el muro de la Alambrera, claro. Y veo una flotadora. ¿Es la suya? No, si lo fuera le estarían tirando; y falta la torreta.
—Es una de las que destruyeron ustedes, Mi Generala. Pero ahora es mía. Tengo dos hombres dentro. —Se detuvo—. Aquí la dejaré unos tres minutos. Seguir es peligroso pero debo cerciorarme de que está todo en orden.
Lo dejó alejarse al trote, y esperó a que llegara casi a la flotadora averiada para echar a correr, a correr como tantas veces se había imaginado en los juegos infantiles de la palestra, la falda sobre las rodillas y los pies raudos, el miedo a lo improcedente perdido quién sabía dónde:
Dio un salto, se afirmó al borde del agujero que había dejado la torreta y, propulsándose hacia arriba, rodó hasta desaparecer en la flotadora averiada. Al verlo a él se sintió menos confiada de lo que habría debido.
Por fortuna no hizo falta; estaba aún a una docena de pasos cuando al costado se abrió una puerta.
—Ya pensaba yo que no se quedaría atrás, Mi Generala —le dijo el capitán—, aunque me reservé cierta esperanza. No debe usted arriesgarse de esta forma.
Ella asintió, sin aliento para responder, y se agachó para entrar en la flotadora. Dentro el espacio era exiguo aunque raramente falto de techo. Saliendo de su evidente disgusto, los guardias se cuadraron, entrenados para hacerlo pero comprimidos por la circunstancia.
—Siéntense —les ordenó ella—. Todos. Aquí no caben formalidades.
Reflexionó que ese caben no había sido una elección astuta. De todos modos se sentaron, murmurando gracias.
—Este zumbador que ve aquí, Mi Generala —el capitán le dio una palmadita al cañón—, pertenecía al comandante de esta flotadora. Como no le acertó a usted, ahora es suyo.
Ella no sabía nada de zumbadores y pese a la fatiga sintió curiosidad.
—¿Todavía opera? ¿Y tienen... —desorientada, agitó una mano vaga— ...lo que dispare?
—Cartuchos, Mi Generala. Sí. Hay bastantes. Vea, lo que explotó aquí fue el combustible. Estos aparatos no son como los soldados. Se parecen a los talus; el motor consume aceite de palma o de pescado. El aceite de pescado no es el mejor, pero lo usamos porque es más barato. Aquí había munición suficiente para las dos armas y todavía queda mucha.
—Quiero sentarme allí. —La máitera Menta miraba el asiento del oficial—. ¿Puedo?
—Desde luego, Mi Generala. —Con gran dificultad el capitán le dejó paso.
El asiento era asombrosamente cómodo, más profundo y mullido que su cama del cenobio, si bien el tapizado olía a humo y chamusquina. Asombrosamente no, se dijo la máitera Menta; en realidad no. La comodidad era previsible en un asiento de oficial; el Ayuntamiento trataba bien a los oficiales porque sabía que en ellos descansaba su poder. Esto había que tenerlo presente: algo más que no debía olvidar.
—No toque el gatillo, Mi Generala. No lleva el seguro. —El capitán alargó una mano por encima de ella para bajar una palanquita—. Ahora ya está. No se puede disparar.
—Esta especie de telaraña... —dijo ella tocándola—, ¿Es lo que llaman mira?
—El alza, Mi Generala. La ceja que ve al final del cañón es el punto de mira. El cañonero debe alinear las dos de modo que vea el alza por uno u otro de los rectángulos.
—Entiendo.
—Los rectángulos de arriba, Mi Generala, son para blancos distantes. Los de la izquierda y la derecha se usan si hay viento fuerte o el cañonero se inclina por uno u otro lado.
Reclinándose en el asiento, durante unos segundos se permitió cerrar los ojos. El capitán decía algo sobre la visión nocturna, el mayor acierto de las descargas cortas, los campos de fuego.
Mientras él hablaba el fuego devoraba una casa y Lima (si Cardencha no había tardado en encontrarla) la buscaba a ella yendo de un puesto de vigía a otro y otro más. La buscaba y preguntaba a cada centinela si la había visto, si sabía dónde estaba el siguiente y si podía llevarla porque había incendios, porque Bisonte lo sabía, sabía que era urgente apagar los incendios pero había temido decirlo porque sabía que su gente no lo podía hacer, no podían, esos hombres y mujeres, después de luchar el día entero, combatir esa noche los incendios y volver a luchar al día siguiente. Bisonte, que la hacía sentirse fuerte y competente, y cuya espesa y enmarañada barba negra era más larga que el pelo de ella. La máitera Siringa le había advertido que no saliera sin la cofia, y no sólo porque infringiera una regla, sino porque a tantos hombres les excitaba verle a una mujer el pelo, sobre todo si lo llevaba largo. Pero ella había perdido la cofia no sabía dónde, había salido con el pelo suelto, aunque no lo llevaba largo, se lo había cortado el primer día, todo.
Huyó de la ira de la máitera Siringa por largos, fríos corredores llenos de curvas súbitas hasta que encontró a Alca, que le recordó que era ella quien debía llevarle los dioses.
—Caldé, soy el coronel Oosik —informó a Seda el visitante. Era un hombre grande, tan alto y ancho que su masa uniformada ocultaba a Valva.
—El oficial que dirige esta brigada. —Seda le ofreció la mano—. Que está al mando, ¿no se dice así? Yo soy el pátera Seda.
—Se ha familiarizado usted con nuestra organización. —Oosik se sentó en la silla que había llevado Valva.
—No mucho. ¿Esa que trae es mi ropa?
—Sí. —Oosik le tendió el desordenado fardo negro—. En seguida hablaremos de ella. Dígame, caldé: si no ha estudiado los diagramas de nuestra organización, ¿cómo sabe qué cargo tengo?
—Vi un cartel. —Por un momento Seda memorizó—. Iba hacia el lago con una mujer llamada Chenilla. El cartel anunciaba la formación de una brigada de reserva. Lo firmaba usted y decía a quien quisiese postularse que se presentase en el cuartel central de la Tercera Brigada. Hace un rato el pátera Valva tuvo la amabilidad de entrar a verme y por azar mencionó que estábamos en la Tercera Brigada, precisamente. Cuando él se marchó, me acordé del cartel.
—Cuando entré en la habitación del capitán —se apresuró Valva—, me encontré con el coronel, pátera. Les dije que esperaría, pero él me preguntó qué quería y se lo dije.
—Gracias —dijo Seda—. Por favor, pátera, vuelva a su manteón ahora mismo. Por hoy ya ha hecho aquí todo lo posible. —Procurando cargar las palabras de significado, añadió—: Ya es tarde. Muy tarde.
—Yo había pensado, pátera...
—Vaya. —Oosik se atusó el bigote caído—. Su caldé y yo tenemos que hablar de asuntos delicados. Él lo entiende. Usted también debería.
—Yo pensaba...
—¡Vaya! —Aunque Oosik casi no alzó la voz, la palabra sonó como un latigazo. Valva salió—. ¡Centinela! Cierre la puerta. —El bigote, observó Seda, blanqueaba en las puntas; Oosik se lo enroscó en el índice—. Si no ha estudiado nuestra organización, caldé, no sabrá que las brigadas están al mando de generales llamados brigadieres.
—No —admitió Seda—. Nunca me pasó por la cabeza.
—En tal caso no es menester explicar nada. Yo pensaba decirle, para que ambos sepamos qué terreno pisamos, que, si bien sólo soy coronel, un oficial con grado de campo —Oosik soltó el bigote para tocarse el águila plateada del cuello—, comando mi brigada exactamente como un brigadier. Hace ya cuatro años. ¿Quiere su ropa?
—Sí. Me gustaría vestirme, si me permite.
No quedó claro si el gesto de Oosik expresaba permiso o comprensión.
—Usted está medio muerto, caldé. Le atravesó el pulmón una aguja.
—Pese a todo, me sentiría mejor en pie y vestido. —Era mentira, pero él deseaba fervientemente que fuera verdad—. Me gustaría sentarme, pero no llevo nada puesto.
Oosik soltó una risita.
—¿También quiere los zapatos?
—Los zapatos y los calcetines. La ropa interior, los pantalones, la toga y la túnica. Por favor, coronel.
Las puntas del bigote tendieron a alzarse.
—Una vez vestido, caldé, fácilmente podría escapar. ¿No es así?
—Dice usted que estoy medio muerto. Supongo que un moribundo podría escaparse, pero no lo veo fácil.
—Aquí en la tercera lo hemos tratado sin miramientos, caldé. Ha sido usted golpeado. Torturado.
Seda sacudió la cabeza.
—Ustedes me dispararon. Al menos, yo supongo que fue uno de sus oficiales. Pero me ha tratado un médico y estoy en una habitación cómoda. Nadie me ha golpeado.
—Con su permiso —Oosik lo escrutó—. Tiene la cara magullada. Presumo que le hemos pegado.
Meneando la cabeza, Seda alejó el recuerdo de las horas de interrogatorio del consejero Potto y el sargento Arena.
—No desea explicar de dónde vienen esas heridas. Ha estado peleando, caldé, algo vergonzoso para un augur. O boxeando. Supongo que boxear está permitido.
—Por negligencia y estupidez me caí por una escalera —dijo Seda.
Para su sorpresa, Oosik rió a carcajadas palmeándose las rodillas.
—Eso, caldé, dice un coracero que cuando entra le pegan entre todos. —Riendo aún se secó los ojos—. Dice que cayó por la escalera del barracón. Casi siempre. Se niega a confesar que ha engañado a sus camaradas, se da cuenta, o les ha robado.
—En mi caso es verdad. —Seda reflexionó—. Hace dos días intenté robar, aunque engañar no. Pero realmente rodé por una escalera y me lastimé la cara.
—Me alegra oír que no le han pegado. A veces mis hombres lo hacen sin tener órdenes. Alguna vez me he enterado de que lo habían hecho en contra de las órdenes, también, y puede estar seguro de que los he castigado con severidad. En su caso, caldé —Oosik encogió los hombros— envié un oficial porque necesitaba mejor información que la de mi espejo sobre el desarrollo de la batalla ante la Alambrera. Había hecho cálculos sobre los heridos y los prisioneros. Necesitaba saber si eran acertados.
—Comprendo.
—El hombre volvió con usted —Oosik suspiró—. Y ahora, a cambio de ponerme en esta posición tan difícil, espera que lo condecore y lo ascienda. ¿Entiende mi problema, caldé?
—No estoy seguro.
—Usted y yo estamos enfrentados. Sus seguidores, cien mil o más, contra la Guardia Civil, de la que soy alto oficial, y unos miles de soldados. Cualquier bando puede ganar. ¿Está de acuerdo?
—Supongo —dijo Seda.
—Digamos, por el momento, que gana el mío. No es mi intención ser injusto, caldé. En un momento discutiremos la otra posibilidad. Pongamos que la victoria es nuestra y yo informo al Ayuntamiento de que lo tengo prisionero. Me preguntarán por qué no informé antes y acaso me hagan juicio marcial. Con suerte me habré arruinado la carrera. Sin suerte, me fusilarán.
—Pues entonces informe —le dijo Seda—. Faltaba más.
Oosik volvió a menear la cabeza, con la gran cara aún más lúgubre.
—Aquí no hay para mí salida buena, caldé. No la hay en absoluto. Pero hay una claramente mala, que sólo llevaría al desastre, y usted lo ha advertido. El Ayuntamiento ha ordenado que se le dé muerte a primera vista. ¿Lo sabía?
—Lo había previsto. —Seda descubrió que tenía las manos apretadas bajo la manta. Se llamó a aflojarse.
—Sin duda. El teniente Tigre hubiera debido matarlo sin pestañear. No lo hizo. ¿Puedo serle franco? Creo que le faltaron agallas. Él lo niega, pero yo creo que le faltaron agallas. Le disparó. Y helo allí a usted, augur en hábitos de augur, tendido y boqueando como un pez y sangrando por la boca. Con un tiro más se habría acabado. —Oosik se encogió de hombros—. Seguramente supuso que iba a morir mientras lo traía. Casi todos mis hombres habrían pensado igual.
—Ya veo —dijo Seda—. Si le dice usted al Ayuntamiento que me tiene vivo, ese hombre estará en apuros.
— Yo estaré en apuros. —Oosik se golpeó el pecho con un grueso índice—. Me ordenarán que lo mate, caldé, y tendré que hacerlo. Si después perdemos, esa Menta suya me hará matar, si no se le ocurre algo peor. Si ganamos nosotros, quedaré marcado de por vida. Seré el hombre que mató a Seda, el augur que, según la ciudad cree firmemente, Pas eligió como caldé. Con un poco de astucia, el Ayuntamiento desaprobará mis acciones, me someterá a juicio y me hará fusilar. No, caldé, no pienso informar de que lo tengo. Es lo último que haría.
—Dice usted que contra el pueblo combaten la Guardia y el Ejército. He oído que hay unos siete mil soldados. ¿Qué fuerza tiene la Guardia, coronel? —Seda se esforzó por recordar la conversación con Pedernal—. ¿Alrededor de treinta mil hombres?
—Menos.
—Hay guardias que han desertado del Ayuntamiento. Lo se de cierto. —Oosik asintió, sombrío.
—¿Le puedo preguntar cuántos?
—Tal vez unos cientos, caldé.
—¿Diría que mil?
Oosik guardó más de un minuto de silencio. Al fin dijo:
—Quinientos, me han dicho. Si es correcto, casi todos salieron de mi brigada.
—Tengo una cosa que mostrarle —dijo Seda—. Pero antes he de pedirle que me haga una promesa. Es algo que me trajo el pátera Valva, y necesito su palabra de que no le hará nada a él, al augur de su manteón ni a las sibilas. ¿Prometido?
—Si me ordenan que los detenga no puedo desobedecer, pátera.
—Pues entonces si no se lo ordenan. —Eso le daría amplio margen para irse, pensó Seda—. Prométame que no les hará nada por iniciativa propia.
Oosik lo estudió.
—Ofrece usted la información muy barata, caldé. Salvo casos de provocación severa, nosotros no molestamos a los religiosos.
—¿Entonces tengo su palabra de oficial?
En cuanto Oosik hubo asentido, Seda sacó la carta del prolocutor y se la entregó. Oosik se desabotonó un bolsillo de la camisa, sacó un par de gafas con montura de plata y cambió levemente de postura para que la luz diese en el papel.
En el silencio siguiente Seda se resumió lo que acababa de oír. ¿Había decidido bien? Oosik era ambicioso; probablemente se había ofrecido a comandar la brigada de reserva, además de la suya, en la esperanza de obtener el rango y la paga que merecía su posición. Tal vez subestimara la capacidad de combate de soldados como Pedernal y Arena, y de hecho la subestimaba; pero sin duda sabía mucho de los de la Guardia Civil, en la que había pasado toda su vida adulta; y consideraba la posibilidad de que el Ayuntamiento perdiese. La carta del prolocutor, de la que se desprendía un creciente apoyo a la máitera Menta, podía inclinar la balanza.
Eso al menos esperaba Seda.
Oosik alzó los ojos.
—Aquí dice que Lémur ha muerto. —Seda asintió—. Todo el día han circulado rumores. ¿Qué pasa si su prolocutor no hace sino repetirlos?
—Ha muerto. —Seda hizo la declaración con toda la firmeza posible, fortalecida por la conciencia de que, por una vez, no era preciso disimular la verdad—. Usted tiene un espejo, coronel. Debe de tenerlo. Pídale que le encuentre a Lémur.
—¿Usted lo vio morir?
—No. Pero vi el cadáver —dijo Seda, y Oosik volvió a la carta.
Una audacia excesiva podía echarlo todo a perder; sería menos que inútil inducir a Oosik a decir algo que más tarde pudiera usarse en su contra. Oosik bajó la carta.
—El Capítulo lo apoya, caldé. Ya lo sospechaba, y esto lo deja bien claro.
—Al parecer ahora sí. —Ahí estaba la ocasión de que Oosik se manifestara—. Si ya lo sospechaba antes de leer la carta, coronel, tanto más amable de su parte fue dejar que el pátera Valva me la diese.
—No fui yo, caldé. Fue el capitán Gueco.
—Ya. ¿Pero usted mantendrá la promesa?
—Soy un hombre de honor, caldé. —Oosik dobló la carta y se la guardó en el bolsillo con las gafas—. Y también mantendré esta carta conmigo. Ninguno de los dos quiere que la lean otros. Menos que nadie uno de mis oficiales.
Seda asintió.
—Como usted diga.
—Usted quiere su ropa. No cabe duda de que también querrá recuperar el contenido de los bolsillos. Creo que las cuentas están dentro. Me imagino que le gustará repasarlas.
—Sí. Mucho.
—También hay dos lanzagujas. Uno es como el del oficial que le disparó. Y hay otro más pequeño que aparentemente era de una mujer llamada Jacinta.
—Sí —volvió a decir Seda.
—Ahá. Si es la Jacinta en quien estoy pensando, la conozco. Una muchacha amistosa, y muy bella. Me acosté con ella el faides pasado. —Seda cerró los ojos—. No era mi intención lastimarlo, caldé. Míreme. Tengo edad suficiente para ser su padre o el de ella. ¿Se figura usted que a mí me manda cartas de amor?
—¿Es eso...?
—¿Una de las cartas que hay en su bolsillo? —Oosik asintió con gravedad—. El capitán Gueco me dijo que cuando él las encontró, los sellos estaban intactos. Con toda franqueza, tuve mis dudas. Ahora veo que me equivocaba. No las ha leído usted.
—No —dijo Seda.
—El capitán Gueco sí, y yo también. Nadie más. Gueco suele ser discreto cuando yo se lo ordeno, y un hombre de honor también es hombre de discreción. En otros aspectos Gueco es un inútil completo. ¿No reconoció usted el sello?
—Es la primera carta de ella que recibo.
—Caldé, yo jamás he recibido ninguna. —Oosik se atusó el bigote—. Más le vale grabárselo en la cabeza. Muchas cartas de otras mujeres a lo largo de los años, pero jamás una de ella. Repito: lo envidio.
—Gracias —dijo Seda.
—Usted la quiere. —Oosik se reclinó en la silla—. No es una pregunta. Quizás no lo sepa, pero la quiere. —Se le suavizó la voz—. Alguna vez yo tuve su edad, caldé. ¿Se da cuenta de que dentro de un mes eso puede acabarse?
—Puede acabarse dentro de un día —admitió Seda—. Aveces espero que sea así.
—Y también le da miedo. No hace falta que lo diga. Lo comprendo. Cuando le dije que la conocía le dolió, pero no quiero que luego piense que no he sido totalmente sincero. Y no menos sincero soy ahora. Sincero hasta la brutalidad conmigo mismo. Con mi orgullo. Yo para ella no soy nada.
—Gracias otra vez —dijo Seda.
—De nada. No digo que ella no sea nada para mí. Uno no es de piedra. Pero hay otras, varias, que significan mucho más. Sería ofensivo explicarlo.
—Sin duda no tiene por qué entrar en detalles, a menos que quiera confesarse. ¿Puedo ver la carta?
—En un momento, caldé. No tardaré en dársela para que la guarde. Así creo, al menos. Pero hay un asunto más que tratar. Por azar mencionó usted a una cierta Chenilla. También conozco a una mujer de ese nombre. Vive en una casa amarilla. —Sonriendo, Seda meneó la cabeza—. Esto no le duele nada. ¿No es la Chenilla que usted llevó al lago?
—Me reía de mí mismo... De mi estupidez. Ella me contó que había agasajado a coroneles; pero hasta que ha dicho usted que la conocía no se me había pasado por la cabeza que seguramente era uno de ellos. No puede haber demasiados.
—Siete, aparte de mí. —Hurgando en el fardo de ropa, Oosik mostró el gran lanzagujas de Mosqueta y el de Jacinta, pequeño y chapado en oro. Después de exhibirlos ante Seda los dejó en el alféizar.
—El de Jacinta es el pequeño —dijo Seda—. ¿Puede ocuparse de que se lo devuelvan?
—Lo enviaré con un conocido mutuo. ¿Y el grande?
—El dueño ha muerto. Supongo que ahora es mío.
—Educado como soy, no le preguntaré si lo mató usted, pero espero que no fuese un oficial nuestro.
—No —dijo Seda— no. Confieso que varias veces tuve la tentación de matarlo, como sin duda la tuvo él de matarme a mí, pero no, no fui yo. Sólo he matado una vez, en defensa propia. ¿Y ahora puedo leer la carta de Jacinta?
—Si la encuentro. —Después de hurgar de nuevo entre las ropas, Oosik tendió las dos cartas que esa mañana Seda había encontrado en la repisa del manteón—. Ésta es de otro augur. ¿No le interesa?
—Me temo que no tanto. ¿Quién es?
—Lo he olvidado. —Oosik sacó la carta del sobre y la desplegó—. «Pátera Rémora, coadjutor.» Quiere verlo, o quería. Tenía que presentarse ayer a las tres en su suite en el Palacio del Prolocutor. Ya se ha retrasado más de un día, pátera. ¿La quiere?
—Creo que sí —dijo Seda, y Oosik la arrojó sobre la cama.
Alargándole la carta de Jacinta, Oosik se levantó.
—Usted no querrá que lo miren mientras la lee, y yo tengo asuntos urgentes. Quizás vuelva a verlo esta noche. Bien tarde. Si estoy muy ocupado, a lo mejor lo veo por la mañana. —Se atusó el bigote—. ¿Me tomará por loco si digo que le deseo lo mejor, caldé? ¿Que si no fuéramos oponentes me honraría tener su amistad?
—Pensaría que es usted un hombre amable y noble —le dijo Seda—. Y lo es.
—¡Gracias, caldé! —Con un chasquido de talones, Oosik se inclinó.
—Coronel...
—Sus cuentas. Me había olvidado. Seguro que las encontrará en el bolsillo de la túnica. —Oosik ya se iba cuando se giró otra vez—. Por pura curiosidad, ¿conoce usted el Palatino?
A Seda, que sostenía la carta de Jacinta, empezó a temblarle la mano derecha. Se la apretó contra la rodilla para que Oosik no lo notara.
—He estado allí. —Mediante un esfuerzo de voluntad mantuvo la voz casi firme—. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Muchas veces, caldé?
—Creo que tres. —Era imposible pensar en otra cosa que en Jacinta; bien habría podido decir cincuenta, o ninguna—. Sí, tres veces... Una en el Palacio y dos en sacrificios en el Gran Manteón.
—¿Y en ninguna otra parte? —Seda negó con la cabeza, y Oosik continuó—: En un lugar hay una imagen de Teljipeia hecha en madera. Usted es augur. Debería saber dónde está.
—En el Gran Manteón hay una imagen de ónice...
—En el hotel Marto, a la derecha según se entra en la sellaría, se ve un arco con un fondo de vegetación. Más allá hay un estanque con peces dorados. A su lado está ella sosteniendo un espejo. Por un efecto de iluminación, el espejo y el estanque se reflejan mutuamente. En la carta se la menciona. —Oosik dio media vuelta.
—Coronel, esas pistolas...
—¿Quiere abrirse paso a tiros, caldé? —Sin esperar la respuesta, Oosik salió dejando la puerta entreabierta. Seda oyó que el centinela se cuadraba y el coronel decía—: Puede retirarse. Vuelva en seguida a la guardia.
Con manos aún temblorosas Seda desdobló la carta de Jacinta; estaba escrita con tinta violeta y letra florida en papel color crema.
Cariño, pulguita mía:
¡No te llamo así por cómo entraste en mi habitación, sino por cómo saltaste a mi cama! ¡¡¡No sabes cuánto desea tu pimpollo que le envíes una nota!!! ¡Podrías habérmela enviado con el amable amigo que te llevó mi regalo, sabes!
Ése había sido el doctor Grulla, y el doctor Grulla estaba muerto. Había muerto en brazos de él esa misma mañana.
¡Ahora, la próxima vez que nos veamos tendrás que darme gracias de más! ¿Conoces ese lugarcillo del Palatino donde Telji tiene un espejo? El Hiéraces.
Seda cerró los ojos. Qué locura, se dijo. Una completa locura. El garrapateo de una muchacha casi analfabeta cuya educación había terminado a los catorce años, una muchacha entregada al superior de su padre como sirvienta y concubina, que casi no había leído un libro ni escrito una carta y trataba de coquetear, de dárselas en un papel de picara y aniñada.
¡Cómo se habrían burlado sus instructoras de la scola!
Una completa locura. Y lo llamaba cariño, decía que lo añoraba, se había arriesgado a darle la carta a Grulla.
La leyó de nuevo, volvió a doblarla y la guardo en el sobre. Luego apartó la manta y se levantó.
La intención de Oosik, desde luego, era que se fuese; la intención era que huyese, o que lo matasen cuando huía. Estuvo unos segundos intentando imaginar cuál de las dos. ¿Había sido sincero al hablar de amistad? Si Seda podía juzgar a los hombres, Oosik era capaz de grandes dobleces.
No importaba.
Cogió las ropas de la silla y las extendió sobre la cama. Si Oosik planeaba que escapase, él debía escapar como Oosik planeaba. Si Oosik planeaba que lo matasen en la huida, debía escapar de todos modos y hacer lo posible por seguir vivo.
La toga, incrustada de su sangre, no se podía usar; la tiró y se sentó en la cama a ponerse los calzoncillos, los pantalones y los calcetines. Una vez se hubo anudado los cordones, se levantó a abrir un cajón del escritorio.
La mayoría de las togas eran de un rojo o un amarillo alegre; pero encontró una azul, al parecer sin uso, tan oscura que pasaría por negra si no se la miraba de cerca. La dejó sobre la almohada junto a las cartas y se puso una amarilla. En el armario había una pequeña mochila. Se deslizó las cartas en el bolsillo, enrolló su propia túnica, la metió en la mochila y arriba guardó la azul.
El indicador de estado del lanzagujas decía que estaba cargado; corrió de todos modos la palanca del cargador, procurando recordar cómo lo había sostenido Alca aquella noche en el restaurante y recordando, en el último momento, la advertencia de no poner el dedo en el gatillo. El cargador parecía lleno o casi lleno de largas agujas de aspecto letal. ¿Cuántas había dicho Alca que cargaba el suyo? Lo menos cien; y sin duda en la pistola de Mosqueta cabían más. Era posible, claro, que se hubiera estropeado.
En el pasillo no había nadie. Seda cerró la puerta y, tras pensarlo un momento, puso la manta contra el resquicio inferior y cerró la ventana; luego, con nauseas y terriblemente débil, se sentó en la cama. ¿Cuándo había comido por última vez?
Esa mañana muy temprano, en Limna, con el doctor Grulla, aquel capitán cuyo nombre desconocía o había olvidado y los hombres del capitán. Kipris había brindado otra teofanía, se les había aparecido tanto a ellos como a la máitera Mármol y el pátera Gulo, y se habían colmado de asombro, los tres habían surgido al sentimiento religioso, un sentimiento que ninguno había alcanzado antes. Él había comido una buena tortilla y varias rebanadas de pan fresco y caliente con mantequilla de campo porque la cocinera, despertada por un coracero, había sacado las barras que había puesto a hornear unas horas antes. También había bebido café fuerte, aliviado con una crema del color del papel de Jacinta y endulzado con la misma miel de un tazón blanco, con flores azules, con que el doctor Grulla había untado su pan. Ahora el doctor Grulla estaba muerto, lo mismo que uno de los coraceros, y era muy probable que en la batalla de la Alambrera también hubiesen muerto el capitán y varios coraceros más.
Seda levantó el lanzagujas grande.
Alguien le había dicho que él también habría debido estar muerto, no recordaba si el médico o el coronel Oosik. Tal vez había sido Valva, aunque uno no esperaba que Valva dijera esas cosas.
El lanzagujas no disparaba. Volvió el gatillo a su sitio y lo puso de nuevo en el alféizar, felicitándose de haberse decidido a probarlo; se dio cuenta de que tenía el seguro, lo quitó, apuntó a un frasco de colonia que había en el tocador y apretó el gatillo. La pistola le restalló en la mano como un látigo y el frasco se hizo añicos, llenando la habitación de una límpida fragancia de abeto.
Puso de nuevo el seguro y se metió el lanzagujas en la faja, debajo de la toga amarilla. Si la pistola de Mosqueta estaba en condiciones, no tenía sentido probar también la de Jacinta. Se cercioró de que llevaba el seguro y, levantándose con esfuerzo, se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Sólo una cosa más y podía irse. El joven que ocupaba esa habitación, ¿nunca había escrito nada? Miró en torno sin descubrir implementos de escritura.
¿Y la dueña del fular perfumado? Sin duda ella le escribiría cartas. Una mujer que dejaba caer un fular de seda por la ventana no podía dejar de escribir cartas y notas. Y él las escondería en algún lugar de la habitación y respondería con cartas y notas propias, aunque quizás con menos frecuencia. Si en la casa había un estudio, debía de pertenecer al padre. Ni en la biblioteca habría privacidad suficiente. Seguro que le escribía a ella en esa habitación. ¿Pero dónde se sentaba?
La única silla era la que había traído Valva. Si es que se sentaba a escribir, el ocupante sólo habría podido hacerlo en la cama o en el suelo. Seda volvió a sentarse, imaginó que cogía una pluma, apartó la silla y acercó la mesilla de noche. En el cajón había un fajo de papel, un paño descolorido, algunos sobres, cuatro plumas y un frasquito de tinta.
Eligió una pluma y escribió:
Señor: acontecimientos que escapan a mi control me han obligado a ocupar su dormitorio por varias horas y temo haberle roto un frasco de colonia y haber manchado las sábanas. Dada mi situación de extrema necesidad, me he apropiado además de dos togas y la más pequeña de sus mochilas. Siento de corazón causar molestias pero, como ya he dicho, estoy obligado.
Cuando a nuestra ciudad vuelvan la paz y el orden, como ruego que suceda muy pronto, haré todo lo posible por localizarlo, darle satisfacción y devolverle sus posesiones. Otra posibilidad es que se dirija usted a mí cuando le sea cómodo. Soy el pátera Seda, de la calle del Sol.
Permaneció un buen rato cavilando, con la pluma de ganso dando golpecitos en los labios. Muy bien.
Por fin la mojó de nuevo, añadió una coma y la palabra caldé después de «calle del Sol» y secó la punta.
Volvió a poner la manta en la cama y abrió la puerta. El corredor seguía vacío. Una escalera posterior lo llevó a la cocina, en donde al menos una compañía daba la impresión de haberlo devorado todo. La puerta trasera se abría, por lo que podía verse a la luz del cielo nocturno, a un jardincito formal; un sencillo gancho mantenía cerrada la cancela blanca.
Ya en la calle de la Cesta se detuvo a mirar la casa de donde acababa de salir. Había luz en la mayoría de las ventanas, incluso en una del segundo piso en donde empezaba a menguar; la suya, sin duda. Lejanas explosiones señalaban el centro de la ciudad.
Un oficial a caballo, que bien podía ser el que le había disparado, pasó al galope junto a él sin inmutarse. Dos calles más cerca del Palatino un presuroso coracero con un portafolios de comunicados se tocó educadamente la gorra.
Tal vez el portafolios contuviera la orden de arrestar a todos los augures de la ciudad, meditó Seda; tal vez el oficial transportara información de Oosik sobre una nueva batalla. A él le habría convenido mucho —de hecho le habría sido de gran valor— leer esos despachos y oír las noticias que llevaba el jinete.
Pero en lo que llevaba andado ya había oído las noticias más importantes, las que difundían las bocas de los cañones: no toda la ciudad entre ese barrio remoto y el Palatino estaba ocupada por el Ayuntamiento. Tendría que abrirse paso por calles en donde guardias y rebeldes se masacraban mutuamente, volver a las que conocía mejor y luego, era de presumir, llegar al Palatino cruzando otra zona en disputa.
Pues, de retener algo, la Guardia retendría el Palatino, y esa mañana, de hecho, el capitán había indicado que el mólpedes por la noche una brigada entera apenas había bastado para defenderlo. A él le cerrarían el paso combatientes de ambos bandos; podían matarlo, y si no era un balazo quizás lo matara el esfuerzo que estaba haciendo. Y, sin embargo, lo tenía que intentar, y si lograba vivir por la noche vería a Jacinta.
Su mano libre había empezado a sacar la pistola de Mosqueta. Se obligó a guardarla de nuevo, y melancólicamente reflexionó que acaso antes del clarear supiese algo de sí mismo que no iba a preferir a la ignorancia. Inconscientemente apretó el paso.
Los hombres se consideraban buenos o malos; en cambio los dioses —sobre todo el Extraño— debían de saber cuánto dependía eso de las circunstancias. ¿Habría sido Mosqueta —cuya pistola él casi había empuñado un segundo antes— un mal hombre de no haber servido a Sangre? ¿No podía Sangre mejorar ahora que Mosqueta no estaba? Bajo la astucia y la codicia de Sangre, él, Seda, había percibido calor y generosidad, al menos en potencia.
Algo que se había desprendido del cielo aterrizó en su hombro con tal peso que por poco lo tira.
—¡'La, Seda! ¡Seda bueno!
—¡Oreb! ¿En serio eres tú?
—¡Pájaro vuelve! —Oreb picoteó el pelo de Seda.
—Qué alegría inmensa que hayas vuelto. ¿Dónde has estado? ¿Cómo llegaste aquí?
—¡Lugar feo! ¡Agujero grande!
—El que bajó al gran agujero fui yo, Oreb. A orillas del lago, en el santuario de Escila, ¿no te acuerdas?
Oreb hizo tabletear el pico.
—¿Cabezas pescado?