6 —El dios ciego

Oreb miraba expectante el cadáver de Mújol cuando Uro lo dejó caer y se volvió a gritarle a Pedernal.

—¿Por qué hay que encontrarlo? ¡A ver, dime! Dímelo y seguiré hasta que se me gasten los pies, joder, hasta que tenga que arrastrarme...

—Levántalo, oye. —Sin apartar los ojos de Uro, Pedernal se dirigió a Incus—. ¿Está de acuerdo en que lo mate, pátera? Claro que después no podré cargar con los dos y disparar al mismo tiempo.

Incus sacudió la cabeza.

—Este hombre tiene un argumento, hijo. Así que hemos de considerarlo. ¿Deberíamos, como dice él, continuar la búsqueda de nuestro amigo Alca?

—Decida usted, pátera. Aquí es el más listo, y sería más listo que la ciudad entera si no viviera dentro. Yo haré lo que diga y me encargaré de que también lo hagan estos bíos.

— Gracias, hijo. —Incus, que ya no daba más, se inclinó agradecido hacia el suelo del túnel—. Sentaos todos. Esto tenemos que discutirlo.

—No veo para qué. —Cansada ella también, Chenilla apoyó el lanzador—. Peder hace todo lo que usted dice y a Uro y a mí nos podría aplastar como moscas. Lo que usted diga lo haremos. No tenemos otra salida.

— Siéntate. Hija mía, ¿no te das cuenta de lo contradictoria que eres? Sostienes que estás obligada a obedecer en todo pero no te avienes ni al pedido más simple.

—Vale. —Chenilla se sentó; y con una pesada mano Pedernal obligó a Uro a hacer lo mismo.

—¿Alca dónde? —Oreb revoloteó de optimismo entre la húmeda naufragita gris—. ¿Alca dónde? —Aunque no habría podido expresarlo con palabras, Oreb se sentía más cerca de Seda junto a Alca que en cualquier otra compañía. La chica roja también estaba cerca de Seda, pero una vez le había tirado un espejo y eso Oreb no lo olvidaba.

—Eso mismo: ¿dónde? —suspiró Incus—. Hija mía, si bien me incitas al despotismo, lo que dices es cierto. Si quisiera podría enseñorearme de vosotros. A nuestro amigo no hace falta que lo domine. Como habréis visto, él me obedece con todo gusto. Pero ni mis tendencias, ni mi formación ni mi carácter me inclinan al despotismo. El papel de un augur, si se me permite ser poético, consiste en guiar y aconsejar, en conducir al lego a campos fecundos y manantiales inagotables. Revisemos pues nuestra situación y consultemos unos con otros. Luego yo os conduciré en una oración, mejor aún, en una devota oración, para implorar a los Nueve que nos guíen.

—¿Y luego decidiremos? —preguntó Uro.

—Luego decidiré yo, hijo mío. —Con gran esfuerzo Incus logró sentarse derecho—. Pero antes que nada permitid que despeje ciertas falacias que ya se han deslizado en nuestras deliberaciones. —Se dirigió a Chenilla—. Tú, hija mía, pretendes acusarme de despotismo. Es una grosería, pero a veces la cortesía misma debe dar paso al sagrado deber de la corrección. ¿Puedo recordarte que a lo largo de casi dos días fuiste quien nos sojuzgó a bordo de esa desgraciada barca? ¿Y que en gran medida me sojuzgaste por medio de nuestro desdichado amigo, a quien, diría yo, hace ya casi medio día que estamos buscando?

—Yo no digo que tengamos que parar, pátera. Fue él quien lo dijo —Chenilla señaló a Uro—. Yo quiero encontrarlo.

— Calla, hija. Todavía no he acabado contigo. En seguida me ocuparé de él. ¿Por qué, me pregunto, nos avasallaste? En mi opinión...

—¡Estaba poseída!. Llevaba a Éscila dentro. Usted lo sabe.

—No, hija mía, no lo sabemos. Eso es lo que tú afirmabas, rechazando cualquier crítica a tu comportamiento con el mismo argumento endeble. Fuiste dominante, opresiva y brutal. ¿Son ésas las características de nuestra Encrespada Escila? Yo mantengo que no. En el curso de nuestro deambular he revisado todo cuando hay escrito sobre ella, tanto en las Escrituras Crasmológicas como en nuestras tradiciones. ¿Imperiosa? Podemos concederlo. Tal vez impetuosa, en ocasiones. Pero nunca brutal, opresiva ni dominante. —Con un nuevo suspiro, Incus se quitó los zapatos para acariciarse los pies con ampollas—. Yo digo que en ningún caso Escila habría podido exhibir esos rasgos, malignos, hija mía. Cuando ella llegó ya estaban presentes en ti, y ella encontró que era del todo imposible suprimirlos. Existen quienes, he oído decir, prefieren realmente a las mujeres dominantes; infelices hombres que la naturaleza ha deformado al extremo de lo antinatural. A despecho de sus ostensibles excelencias en cuanto a fuerza y coraje viril, nuestro pobre amigo Alca es uno de esos desgraciados. Yo no, hija mía, ¡y loada sea por ello nuestra dulce Escila! Comprende pues que, por mi parte, y me atrevo a decir que por la de nuestro alto amigo, no hemos buscado a Alca en bien de ti sino en el suyo propio.

—Blablá —murmuró Oreb.

—En cuanto a ti —Incus volvió su atención a Uro—, al parecer crees que sólo me obedeces debido a la presencia de mi fiel amigo Pedernal.

Huraño, Uro clavaba la vista en la pared del túnel, a la izquierda de la cara de Incus.

—Guardas silencio —continuó Incus—. Palabras y más palabras, se queja nuestro compañerito emplumado, y luego más y más palabras. No es improbable que coincidas con él. Pero no, hijo mío, te engañas, como te has engañado durante toda una vida, tengo la certeza de profunda infelicidad. —Incus sacó el lanzagujas de Alca y apuntó hacia Uro—. Por lo que a ti concierne no me hace falta la ayuda de mi alto Pedernal y, de acabarse esta interminable conversación de la que tanto te quejas, su secuela podría complacerte todavía menos. Te invito a un comentario.

Uro sacudió la cabeza. Pedernal tensó los grandes puños, claramente ansioso por machacarlo hasta la inconsciencia.

—¿Nada? En tal caso, hijo mío, aprovecharé la oportunidad para decirte algo sobre mí; pues acerca de eso he estado reflexionando mientras caminábamos, sin exceptuar muchas otras cuestiones, y como verás no carece de implicaciones en lo que me propongo hacer.

«Quinto y último hijo, nací de padres pobres pero rectos. En el momento de contraer matrimonio, ellos habían hecho a Equidna la solemne promesa de proveer a los dioses inmortales de un augur o una sibila, fruto más maduro de su unión y suma perfección de todas las ofrendas que le hicieran. De mis hermanos y hermanas mayores nada contaré. Nada, es decir, salvo que de ellos no cabía esperar nada. Vano habría sido proponerse encontrar en los cuatro más piedad santa que en cuatro de esas horrendas bestias con las cuales tú nos atacaste. Yo nací siete años después de mi hermano inmediato, Fémur. Te invito a imaginar el deleite de mis padres cuando, con el correr de los días, las semanas, tos meses y los años, se fue mostrando con claridad creciente mi predilección por una vida de contemplación, de devoción y de ritual, alejada de las fastidiosas exigencias que enturbian las horas de la mayoría de los hombres. La scola, si cabe expresarlo así, me acogió con tos brazos abiertos. Pero ese caluroso entusiasmo no era mayor que aquel con que yo me precipité hacia ella. Yo era a la vez pío y brillante, una combinación nada frecuente. Dotado de esta suerte, nada tuve que esforzarme para obtener la amistad de hombres mayores con gustos como los míos, que en el curso de mi designación se mostrarían dispuestos a darme su apoyo sin el menor regateo.

»Un día se me informó, y puedes concebir mi júbilo y mi gozo, de que nada menos que el coadjutor había acordado hacer de mí su protonotario. Con todo mi corazón me entregué a mis deberes: a redactar para él borradores y resumir cartas y disposiciones, a sellar, archivar y recuperar carpetas, a manejar su calendario de citas y a un centenar de tareas más.

Incus calló y Chenilla dijo:

—¡Teljipeia querida, dormiría una semana entera! —Recostándose en la pared del túnel, cerró los ojos.

—¿Alca dónde? —preguntó Oreb, pero nadie le hizo el menor caso.

—Todos estamos exhaustos, hija. Yo no menos que tú y tal vez con más razón, pues ni tengo piernas tan largas ni, si estimamos una década de diferencia, soy tan joven ni estoy tan bien alimentado.

—Si se piensa usted que estoy bien alimentada, pátera... —Chenilla no abrió los ojos—. Supongo que ninguno de nosotros lo está. Llevo una eternidad sin beber ni un sorbo de agua.

—En aquella desgraciada barca de pesca, hija, tú te apropiaste de cuanta comida se te antojó y de todo lo que se te antojó. A Alca y a Mújol e incluso a mí, un augur ungido, no nos dejaste más que las migas que desdeñabas. Pero lo has olvidado, o eso arguyes. Ojalá pudiera olvidarlo yo también.

—¿Cabezas pescado?

Sin abrir los ojos, Chenilla alzó los hombros.

—De acuerdo, Pátera, lo siento. No creo que aquí vayamos a encontrar comida, pero si encontramos o volvemos a casa, el primer bocado se lo dejo a usted.

—Lo rechazaría, hija. Es esto precisamente lo que me esfuerzo por explicar. Como he dicho antes, me convertí en protonotario de Su Eminencia. Entré en el Palacio del Prolocutor, no como un visitante estupefacto, sino como morador. Cada mañana, en la capilla privada que hay debajo del vestíbulo de recepción, sacrificaba un pichón y cantaba mis plegarias a las sillas vacías. Después disfrutaba de algún ave a modo de almuerzo. Mensualmente confesaba al pátera Toro, protonotario de Su Cognescencia, del mismo modo en que él me confesaba a mí. Tal era el arco entero de mis deberes como augur.

»Pero de vez en cuando Su Eminencia me asignaba recados que consideraba, o fingía considerar, en exceso arduos para un muchacho. Como bien sabéis, uno de tales recados me llevó a la miserable aldea de Limna. Debía dar contigo, hija mía, y desafortunada fue la hora en que lo logré. Supongo que por tu parte has llevado una vida, no diré aventurera, pero sí tumultuosa, ¿no es así?

—Ha tenido sus altibajos —concedió Chenilla.

—La mía no, sin embargo, con la consecuencia de que ya me había supuesto incapaz de tenerlos. —Incus hizo una pausa para guardarse la pistola de Alca bajo la faja y se miró las manos mugrientas—. Si algún dios me hubiese informado de que iba a servir como tripulación completa de una embarcación de pesca, de que iba a izar, recoger, drizar, amarrar y demás, y esto en el curso de una de las tempestades más severas que en el Vórtice han sido, habría dicho que era totalmente imposible y afirmado que no viviría más de una hora. Habría informado a la presunta divinidad que yo era un hombre de intelecto que en gran medida hoy sólo afecta ser hombre de fe, pues hace ya mucho que mi temprana piedad ha cedido ante un creciente escepticismo. Y si él hubiese sugerido que aún podía hacerme hombre de acción, habría declarado que eso estaba por debajo de mi y me habría creído muy profundo.

Uro dijo:

—Hombre, si no tuviera usted una pistola y este cacho de quimi, ya veríamos.

Incus hizo un gesto de aceptación; la seria carita regordeta y los dientes, protuberantes le daban un aire de ardilla audaz.

—Sí, claro que veríamos. —Por lo tanto, no bien intuya que puedo perder a alguno de los dos, Uro hijo mío, te mataré.

—¡Hombre malo! —No estaba bien claro si Oreb se refería a Incus o a Uro.

—Eso no va en serio, pátera —dijo Chenilla.

—Vaya, hija, desde luego que sí. Diles tú, cabo. ¿Hablo en serio?

—Seguro, pátera. Mira, Chenilla, el pátera es un bío como tú, y los bíos son fáciles de matar. Ni tú ni él pueden arriesgarse. Tomasteis un prisionero y debéis mantenerlo a raya, porque si llega a ver una oportunidad estáis listos. Si por mí fuese lo mataría ahora mismo; no dejaría ninguna posibilidad de que le ocurriese algo al pátera.

—Necesitamos que nos lleve hasta el foso y la puerta que da al sótano del Juzgado.

—Sólo que ahora no vamos allí, ¿no? Y yo sabré dónde está el Juzgado si logro situarme un poco. ¿Por qué no iba a cerrarle el pico, entonces? —Como por casualidad, Pedernal había apuntado el trabuco hacia Uro. El dedo encontró el gatillo.

—Me alegra decir que no hemos estado yendo hacia el foso —les comunicó Incus—. Quien quería ir allí era Alca, sin que yo entendiera bien por qué. Por desgracia, tampoco nos hemos dirigido al Juzgado, aunque al Juzgado nos envió la Encrespada Escila. Posiblemente yo sea aquí el único que recuerda sus órdenes. Pero os aseguro que es así.

—Vale —dijo Chenilla, cansada—. Le creo.

—Como es lógico, hija mía, ya que fue por tu boca que habló Escila. Lo cual me lleva a otra cuestión. Escila designó a Alca, Mújol y servidor como profetas suyos, y especificó que yo he de reemplazar a Su Cognescencia en calidad de Prolocutor. Mújol se ha marchado de este mundo, que el mal infecta tan penosamente, rumbo a la vida más plena del Marco Central. Tal vez, si es su voluntad, la Protectora Escila lo recuerde. Yo no puedo. Si hemos de abandonar la búsqueda de Alca, o al menos posponerla (y confieso que la idea me resulta muy atractiva) de los tres de Escila sólo quedo yo.

»Hace un rato, plagado por múltiples interrupciones, me esforcé por explicar mi posición. Dado que ninguno de vosotros tiene suficiente paciencia para oír explicaciones, bien que sólo exijan a lo sumo unos minutos, las impondré. Prestad atención, vosotros dos.

La voz de Incus cobró fuerza.

—He despertado a mí mismo, a la vez como hombre y como augur. Si queréis, como servidor de los hombres. En especial, servidor de los dioses. Vosotros sois tres. Uno me ama, dos me odian. No me pasa inadvertido.

—Yo no le odio —protestó Chenilla—. Me dejó ponerme esto porque tenía frío. Tampoco le odia Alca. Son ideas suyas.

— Gracias, hija mía. Iba a señalar que, por lo que mis hermanos augures me han contado de los manteones, la proporción del caso es muy frecuente, bien que nuestra congregación sea mucho menos numerosa. Pues muy bien, mis buenas gentes: lo acepto. Daré lo mejor por todos y cada uno, sea como fuere, confiado en que del este me llegue una recompensa.

—¿Lo ves? —Pedernal le dio un codazo a Chenilla—. ¿Qué te había dicho yo? El hombre más grande del Vórtice.

Oreb estiró el cuello hacia Incus.

—¿Alca dónde?

—Me temo que en ningún lugar de la ciudad resplandeciente que llamamos Razón —dijo Incus, a medias en broma—. Saludó a alguien. Lo vi hacerlo, aunque no se veía a nadie. Después de saludar a aquel ser invisible se alejó como una flecha. Y aunque nuestro buen cabo se lanzó a perseguirlo, como habréis visto, lo perdió en la oscuridad. Estas luces verdes no funcionan como la gente se piensa, Chenilla. Todos creen que van reptando sin importarles dónde están, pero la cosa no es así. Si a un lado hay luz y al otro sombra, ellas van hacia lo oscuro, ¿comprendes? Bien despacio, pero hacia lo oscuro. Así se mantienen dispersas.

—Sí, Uro dijo algo —asintió Chenilla.

—En sitios pequeños les basta un rato para planearlo todo entre ellas y luego casi no se mueven salvo para alejarse de las ventanas durante el día; pero en lugares grandes como éste nunca se plantan del todo. Claro que nunca bajan mucho para evitar que las pisadas las rompan en seguida.

—Además del que cogió Alca, muchos túneles de estos tienen declive —objetó ella—. Y yo he visto luces.

—Depende de lo oscuro que esté abajo y del ángulo del declive. Si es muy pronunciado no entran.

—Aquél era muy brusco —concedió Chenilla— y bajamos un buen trecho. Pero después cogimos otro que subía, ¿recuerda? No subía tanto como bajaba el otro, y tenía luces, pero estuvimos mucho rato trepando.

—Yo creo, hija mía...

—Por eso me pregunto si Alca no habrá vuelto a subir como nosotros. Estaba un poco raro.

—Estaba trastornado —declaró Incus, tajante—. Ojalá fuese un estado pasajero, pero pasajero o no, no estaba en sus cabales.

—Sí, y por eso cogimos el túnel del que le hablo, pátera, el que volvía a subir. Nosotros no estamos chalados y queríamos volver a la superficie, además de encontrar a Alca. Pero si él está un poco... Para decirle la verdad, a mí todos los tíos me parecen chalados; así que no le hice mucho caso. Claro que si él se trastornó a lo mejor siguió bajando, porque es más fácil. Como dice usted, iba corriendo; y correr cuesta abajo está chupado.

— Puede que haya algo en tu razonamiento, hija mía. Lo tendremos presente si este debate decide que continuemos buscando. Pero bien, si me es dado resumir... La pregunta es si seguiremos la búsqueda o vamos a interrumpirla, temporalmente al menos, para hacer el intento de volver a la superficie. Permitidme, por favor, argumentar en ambos sentidos. Procuraré ser conciso. Si alguno de ustedes tiene un argumento adicional, es libre de aportarlo una vez yo haya concluido.

—A mi parecer hay una sola razón coherente para prolongar la búsqueda, y ya la he mencionado. Se trata de que Alca es parte de la tríada profética a la que Escila dio un cometido. Como profeta, y al igual que Mújol, es un teodidacta de valor inestimable. Es por tal motivo, y por ningún otro, que instruí a Pedernal para que lo persiguiera luego de su precipitada marcha. Y sólo por ese motivo he alargado la búsqueda hasta aquí. Pues yo también soy parte de la tríada. Como he dicho, soy el único de los tres profetas que queda.

—Es uno de nosotros —afirmó Chenilla—. Yo estuve con él en Limna antes de que Escila me poseyera y lo recuerdo un poco en la barca. No podemos dejarlo aquí.

—Ni yo propongo que lo hagamos, hija mía. Te ruego que me escuches. Estamos exhaustos y hambrientos. Si regresamos a la superficie con los mensajes de Escila, en cumplimiento de su voluntad, podremos descansar y alimentarnos. Además podremos sumar a otros a la búsqueda. Nos...

Uro lo interrumpió.

—Dijo que cada uno podía soltar su rollo, ¿no? Bien, ¿y yo? ¿Hablo, o este quimi me va meter un balazo?

Incus sonrió con benevolencia.

—Debes comprender, hijo, que como guía espiritual no te amo menos ni más que a los otros. Si he amenazado tu vida ha sido en el espíritu de la ley, para corregirte. Habla.

—Mire, yo por Alca no me derrito. Pero si quiere recuperarlo me parece que ha equivocado el camino. Él quería llegar al foso, ¿se acuerda? Así que para allí se habrá ido. Podríamos echar un vistazo. Y encima allí hay cantidad de tíos que conocen los túneles tan bien como yo; ¿por qué no contarles lo que pasó y pedirles que ayuden?

Incus asintió, pensativo.

—Es una propuesta digna de consideración.

—Nos comerán —dijo Chenilla.

—¿Cabeza pescado? —Oreb le saltó al hombro.

—No me comerán a mí —dijo Pedernal—. Mientras esté yo, no comerán a nadie a quien yo no les deje.

—Bien, pues: recemos. —Incus estaba ya de rodillas, con las manos enlazadas al frente—. Pidamos a los dioses inmortales, y en particular a Escila, que nos rescaten a todos y nos guíen por los caminos que ellos nos han deparado.

—Pensé que ya no se lo tragaba.

— He conocido a Escila —dijo Incus con solemnidad—. He visto con mis propios ojos la majestad y el poder de esa grandísima diosa. ¿Cómo ha de faltarme ahora la fe? —Como si no la hubiera visto nunca, contempló la cruz hueca que colgaba de sus cuentas—. Y también he sufrido en esa barca maldita y en estos túneles detestables. He pasado terror por mi vida. Son el hambre y el miedo lo que nos encamina a los dioses, hijo mío. He aprendido esto, y me asombra que, con lo que evidentemente has padecido, no te hayas vuelto hacia ellos hace rato.

—¿Y cómo sabe que no lo hice? Usted no sabe de mí un pimiento. A lo mejor soy más santo que todos ustedes juntos.

Aunque agotada, Chenilla se echó a reír.

Incus meneó la cabeza.

—No, hijo mío. Me niego. Tal vez sea un tonto. Es indiscutible que no pocas veces lo he sido. Pero mi. tontería no llega a tanto. —Subió la voz—. De rodillas. Inclinad la cabeza.

—¡Pájaro reza! ¡Reza Sedal!

Haciendo caso omiso de la tosca interrupción de Oreb, Incus hizo el signo de adición con la cruz hueca. —Contémplanos, adorable Escila, maravilla de las amas. Contempla nuestro amor y nuestra necesidad de ti, ¡Límpianos, oh Escila! —Respiró hondo y la inhalación se oyó con claridad en el silencio susurrante—. Tu profeta, Escila, está perplejo y desmaya. Lávame los ojos tal como te imploro que limpies mi espíritu. Guíame en esta confusión de pasajes en sombras y oscuras responsabilidades, —Levantando la vista, exclamó—: ¡Oh, Escila, límpianos!

—¡Oh! Escila, límpianos! —repitieron los otros tres. Aburrido, Oreb había volado a agarrarse de un vasto saliente rocoso. En la penumbra verdeamarilla que llenaba el túnel él veía mejor aún que Pedernal, y así colgado del techo tenía más perspectiva; pero por mucho que mirase no divisaba a Alca ni a Seda. Abandonando la búsqueda, atisbo ávidamente el cadáver de Mújol; los ojos entreabiertos lo tentaban, aunque estaba seguro de que lo apartarían. Abajo, el humano de negro zumbaba: —Contémplanos, bella Faia, señora de la despensa. Contempla nuestro amor y nuestra necesidad de ti. ¡Aliméntanos, oh Faia! Famélicos vagamos» necesitados de tu sustento. Todos los humanos graznaron: —¡Aliméntanos, oh Faia!

—Blablá —farfulló Oreb; aunque era capaz de hablar tan bien como ellos, le parecía que en situaciones como aquélla hablar servía de muy poco.

—Contémplanos, feroz Esfigse, dama de la guerra. Contempla nuestro amor y nuestra necesidad de ti. ¡Guíanos, oh Esfigse! Y todos los humanos: —¡Guíanos, oh Esfigse!

El de negro dijo:

—Y ahora, inclinadas las cabezas, pongámonos en comunión personal con los Nueve. —Él, el de verde y la roja miraron hacia abajo, pero el sucio se levantó pasó por encima del muerto y suavemente se alejó al trote.

—Hombre marcha —murmuró Oreb, felicitándose de haber dado con las palabras correctas; y, como le gustaba anunciar cosas, repitió más fuerte—: ¡Hombre marcha!

El resultado fue reconfortante. El de verde se levantó de un salto y se lanzó tras el sucio. El de negro chilló y se puso a aletear tras el de verde y la roja echó a correr detrás de los otros, más rápida que el de negro pero no tanto como los dos primeros. Durante el tiempo que una pluma suya se habría tomado en llegar al suelo, Oreb estuvo limpiándose con el pico y sopesando el significado de los acontecimientos.

Le había gustado Alca y pensaba que, de haberse quedado con él, Alca lo habría llevado hasta Seda. Pero Alca se había ido, y los otros ya no lo buscaban.

Oreb bajó planeando hasta una base cómoda en la cara de Mújol y allí cenó, manteniendo un ojo alerta. Nunca se sabía. Malas cosas salían de las buenas y buenas de las malas. Los humanos tenían de ambas y eran en extremo mudables; dormían de noche y compartían generosamente las mejor parte de lo que pescaban.

Y así, repleto el buche, Oreb meditó esas cuestiones mientras se limpiaba con las patas el pico reluciente.

El muerto había sido bueno. De eso no cabía duda. Amistoso dentro de la reserva que Oreb prefería cuando vivo, y cuando muerto una delicia. Allá atrás había otro, pero él ya estaba satisfecho. Era hora de buscar a Seda de verdad. No de mirar un poco aquí y allá. Realmente de encontrarlo. Largarse de ese agujero verde y sus humanos vivos y muertos.

Vagamente recordó el cielo nocturno, los fulgurantes campos invertidos arriba y los campos de verdad abajo. El viento en los árboles. Dejarse llevar por él en busca de cosas interesantes. Hasta allí donde debía de estar Seda y donde él lo encontraría. Donde un pájaro podía volar alto, verlo todo y encontrar a Seda.

Volar no era tan fácil como ir posado en la lanzadora de la roja, pero volar con el viento por el túnel permitía tomarse descansos, momentos de mantener las alas abiertas, solamente, y planear. Había destellos a veces, que le recordaban aquella cosa azul. Nunca había entendido qué era ni por qué le había dado.

Viento a favor por este agujero y aquél, y por un agujero estrecho (aterrizó y echó un prudente vistazo antes de aventurarse) hasta desembocar en otro amplio donde humanos sucios se estiraban en el suelo o merodeaban como gatos, un agujero tapado como un tarro por el recordado cielo de la noche.

Espada en mano, el maestro Jibias miró por la ventana la calle oscura y vacía. Váyase a casa. Eso le habían dicho.

Váyase a casa, aunque la fórmula no había sido tan tajante. ¡El necio de Bisonte, un necio incapaz de empuñar una espada como se debía! El necio de Bisonte, que parecía al mando de todo, se había presentado mientras él discutía con el imbécil de Escama. Sonrisa de amigo, elogios para su espada, sólo había fingido —¡fingido!— creerle cuando él había dicho (sin jactancia, sólo como respuesta simple y llana a preguntas directas e imprevistas) que en la calle de la Jaula había matado cinco coraceros armados.

Luego Bisonte —el viejo maestro de esgrima sonrió de regocijo— se había quedado boquiabierto al verlo —a él, Jibias— cortar en dos una cuerda del grueso de un dedo que colgaba de su mano, la de Bisonte. Había admirado la espada y la había blandido en el aire como el mocoso ignorante que era, y había tenido el descaro de decirle, con palabras dulzonas, haga caso a escama, viejo, y váyase a casa. Váyase a casa a comer, viejo. Váyase a dormir. Descanse un poco, viejo, menudo día ha tenido.

El viento se había llevado las mustias, dulzonas palabras de Bisonte, más leves y más frágiles que las hojas arremolinadas en la calle.— Pero los ecos permanecían, amargos como bilis. Cuando Bisonte gastaba aún pañales él ya luchaba; ya era un guerrero famoso. Había luchado ya antes de que la madre de Escama huyese de su casilla para batir la cola con un sucio cuzco hurgabasuras.

Jibias volvió la espalda a la ventana y se sentó en el antepecho, la cabeza entre las manos, la espada a los pies. Tal vez ya no fuese lo que había sido treinta años antes; lo que había sido antes de perder la pierna. Pero en la ciudad no había un hombre —mi uno solo!— que se atreviese a cruzar filos con él.

Desde la puerta de enfrente, un golpe llegó flotando por la angosta escalera hasta el piso de arriba.

Esa noche no habría alumnos; sus alumnos estarían luchando para alguno de los dos bandos; no obstante, alguien quería verlo. Posiblemente Bisonte había comprendido la gravedad de su error y venía a implorarle que emprendiera una misión casi suicida. Iría, ¡pero por el Alto Hiérax que tendrían que rogarle!

Recogió la espada para colgarla de la pared, pero de golpe cambió de idea. Con los tiempos que corrían...

Otro golpe.

Había alguien. Un alumno nuevo que debía ir esa noche, lo había llevado Alca, alto, zurdo. Había estudiado con otro pero no quería admitirlo. Bueno, sin embargo. ¡Talentoso! De hecho, muy dotado. ¿No podía haber ido a tomar la lección? ¿Sería posible? ¿Con la ciudad así?

Un tercer golpe, casi perentorio. Jibias regresó a la ventana y atisbo la calle.

Seda suspiró. La casa estaba en penumbra; en su visita anterior el piso de arriba desbordaba de luz. Qué tontería haber pensado que el viejo podía estar en casa. Llamó por última vez y empezó a alejarse, solo para oír que encima de él se abría una ventana.

—¡Eres tú! ¡Bien! ¡Bien! —La ventana se cerró de un golpe. Con una rapidez casi cómica la puerta se abrió de par en par—. ¡Adentro! ¡Adentro! Echa el cerrojo, por favor. ¿Qué es eso, un pájaro? ¿Una mascota? ¡Sube! —Jibias hacía amplios gestos con un sable y delante de él bailoteaba su sombra; azotado por el viento nocturno, el rebelde pelo blanco parecía tener vida propia.

—Maestro Jibias, necesito que me ayude. —¿Hombre bueno? —graznó Oreb. —Un hombre muy bueno —le aseguró Seda, esperando tener razón, y aferró el brazo del buen hombre antes de que se alejara—. Sé que debía venir esta noche a tomar otra lección, maestro. No he venido. No puedo. Pero necesito su consejo.

—¿Te han convocado? ¿Tienes que pelear? ¿Qué te dije? ¿Con qué armas?

—Estoy muy cansado. ¿Puedo sentarme en algún sitio?

—¡Arriba! —Lo mismo que el esfigsedo por la noche, el anciano subió la escalera a brincos. Seda lo siguió cansadamente—. ¡Primera lección! —Al sonido de la voz se encendieron las luces; unos golpes de floretes contra el muro les dieron brillo.

Aunque ahora sólo contenía la túnica amarilla, la bolsa de viaje pesaba como si estuviera llena; Seda la arrojó a un rincón. —Maestro Jibias...

Jibias descolgó otro florete y también lo descargó contra la pared.

—¿Has estado peleando?

—En realidad, no. Aunque en cierto sentido sí, supongo.

—¡Yo también! —Jibias le arrojó a Seda el segundo florete—. Maté a cinco. ¡Pelear te estropea! ¡Te echa a perder la técnica!

—¡Cuidado! —chilló Oreb, y echó a volar mientras Seda tintaba.

—¡No te encojas! —Una nueva estocada silbadora acabó tableteando en la hoja de bambú del florete de Seda—. ¿Qué necesitas, muchacho?

—Un lugar donde sentarme. —Estaba cansado, hecho polvo; le palpitaba el pecho y le dolía el tobillo. Esquivó una y otra vez, asqueado de darse cuenta de que la única manera de que ese viejo loco lo escuchase era vencerlo o perder; y esa noche (fue como si un dios se lo susurrara) perder era morir; aquello que lo había mantenido vivo y en marcha después de que lo hiriesen moriría con la derrota, y luego moriría él.

Entre quites y ataques, Seda se valió del florete de bambú para pelear por su vida.

—¿Dónde aprendiste ese revés a dos manos, muchacho? ¿No eres zurdo?

Soltándose de la faja, el lanzagujas de Mosqueta cayó a la alfombrilla. Seda lo apartó de una patada y agarró de la pared un segundo florete. Paró con uno, luego con el otro, atacó con el florete libre, respondió a derecha, a izquierda y a derecha otra vez. Un corte vertical y dé pronto tuvo el pie de Jibias en el florete de la derecha. La punta roma de la hoja de Jibias se le estrelló contra la herida y le causó un dolor lacerante.

—¿Cuánto me cobrarás, muchacho? Por la lección.

Encogiéndose de hombros, Seda intentó ocultar el sufrimiento que le causaba el roce más leve.

—Debería pagarle yo, señor. Ha ganado usted.

—¡Seda gana! —proclamó Oreb desde la empuñadura de un yatagán.

Seda muere, pensó Seda. Que así sea.

—¡He aprendido, muchacho! ¿Sabes cuánto hace que un estudiante no me enseñaba algo? ¡Te pagaré! ¿Comida? ¿Tienes hambre?

—Creo que sí. —Seda se apoyó en un florete; así como tenía rostros de infancia nadando en la conciencia, recordó haber usado una vez un bastón con una cabeza de leona tallada en el mango: en aquel bastón se había apoyado cuando su última visita a ese lugar, aunque no recordaba cómo lo había conseguido ni qué se había hecho de él.

—¿Pan y queso? ¿Vino?

—Magnífico. —Recuperó la mochila y bajó la escalera tras el viejo.

La cocina era a la vez caótica y limpia; copas, tazones, tarros y cucharones se repartían por doquier, y en la silla que le ofreció Jibias había ya una sartén de hierro que acaso esperara unirse a la charla, pero fue confinada al cajón de la leña. Desparejadas copas aterrizaron en la mesa con tal violencia que por un momento Seda no dudó de que se habían roto.

—¿Te sirvo un poco? ¡Vino tinto de las venas de los héroes! ¿Te apetece? —El vino ya borboteaba en la copa de Seda—. ¡Me lo regaló un alumno! ¡Como lo oyes! ¡Pagó convino! Juró que era de primera! ¡Y no mentía! ¿Qué te parece?

Seda sorbió un poco y luego vació media copa con la impresión de beber del botellón que había colgado del poste de la cama. De beber vida nueva.

—¿Pájaro bebe?

Asintió y, como no encontraba una servilleta, se limpió la boca con el pañuelo.

—¿Será una molestia, maestro Jibias, servir un poco de agua para el amigo Oreb?

La bomba del fregadero entró en acción con un gemido.

—¿Has estado en la calle? ¡La ciudad es una barahúnda! ¡Fintas! ¡Pedradas! ¡Desde chiquillo que no tiraba piedras! ¡Tenía una honda! ¡Menuda arma! —Una agua cristalina brotó como las palabras del viejo hasta llenar una jarra maltrecha—. ¡Ese saque nuevo, Seda, les va a enseñar! En fin, ya veremos... ¡He peleado y peleado! Piedras, amagos, gritos! Con la espada bajé a cinco. ¿Quieres que te cuente? ¿Sabes hacer una honda? —Seda volvió a asentir, seguro de que lo embaucaban pero magnánimo—. ¡Yo también!—. Era infalible! —La jarra llegó, y junto a ella una agrietada bandeja verde con un amorfo queso de cáscara blanca apenas menor que la cabeza de Seda—. ¡Mira esto! —Lanzado desde la otra punta de la cocina, un gran cuchillo de carnicero se clavó en el queso.

—Me preguntó si había estado por ahí esta noche.

—¿Te parece que sigue la lucha? —De repente Jibias se encontró del lado de Bisonte—. ¡Nada! ¡Nada de nada! Tiradores disparando a las sombras para no quedarse dormidos. —Hizo una pausa, súbitamente pensativo—. En la oscuridad no se ve la hoja del rival, ¿no es cierto? Interesante. ¡Interesante! Tengo que probarlo. ¡Un campo totalmente nuevo! ¿Tú qué crees?

La presencia del queso y su olor espeso y corrupto le habían abierto a Seda el apetito.

—Creo que tomaré un trozo —replicó de golpe, decidido. Cierto que iba a morir, pero ningún dios lo había condenado a morir con hambre—. Oreb, sé que a ti también te gusta el queso. Es una de las primeras cosas que me dijiste, ¿te acuerdas?

—¿Quieres una bandeja? —La bandeja, una chapa vieja, llegó con un cuarto de una barra gargantuana y un cuchillo de pan casi tan grande como el garfio de Alca—. ¡No hay otra cosa! ¿Tú comes sobre todo en fondas? ¡Yo sí! ¡Ahora es un lío! ¡Están todas cerradas!

Seda tragó.

—Este queso es delicioso y el vino una maravilla. Les doy gracias a usted, maestro Jibias, y a la Espléndida Faia. —Impelido por la costumbre, había dicho las últimas palabras antes de descubrir que no eran sinceras.

—¡Es el pago por la lección! —El viejo se dejó caer en una silla—. ¿Sabes lanzar, hijo? ¿Cuchillos y demás? ¿Como acabo de hacer yo?

—Lo dudo. Nunca he probado.

—¿Quieres que te enseñe? ¿Eres augur? —Seda asintió mientras cortaba una rebanada—. ¡El tal Seda también! ¿Conoces a Bisonte? ¡Fue él quien me contó! ¡Nos lo contó a todos! —Jibias iba a alzar la copa pero descubrió que estaba vacía y la llenó—. ¡Vaya si es raro! ¡Un augur! ¿Has oído hablar de él? ¡También es augur!

—Eso dicen —logró articular Seda, aunque el pan le hacía agua la boca.

—¡Ha llegado! ¡Ha llegado! ¡Todo el mundo lo conoce! ¡Nadie sabe dónde está! Se ha ido a tratar con la Guardia. ¡Ya tiene a la mitad de su lado! ¿Has oído disparate mayor en tu vida? ¡En vez de impuestos, abrir canales! —El maestro Jibias hizo un ruido grosero—. ¡Pas y toda la panda! ¿Y pueden hacer lo que pide la gente de la noche a la mañana? ¡Bien sabes tú que no pueden!

Oreb volvió a saltar al hombro de Seda.

—¡Agua buena!

Seda masticó y tragó.

—Deberías probar este queso, Oreb. Es una maravilla.

—Pájaro lleno.

El maestro Jibias rió.

—¡Yo también, Oreb! ¿Así se llama? ¡Comí al llegar a casa! ¿Has visto cebar un cerdo? ¡Pues eso! ¡Toda la carne que había, la mitad del pan y dos manzanas! ¿Y por qué has salido?

Seda se limpió los labios.

—De eso venía a hablarle, maestro Jibias. Estaba en el extremo este.

—¿Has venido andando?

—Andando y corriendo, sí.

—¡No me extraña que cojees! Querías sentarte, ¿no? ¡Ahora me acuerdo!

—No tenía otra forma de llegar al Palatino —explicó Seda—. Pero en toda la calle de la Caja había guardias de un lado, y del otro el triple de rebeldes, gente de la Generala Menta. Hombres jóvenes la mayor parte, pero también mujeres y hasta niños, aunque en general los niños dormían. Me costó un montón pasar.

—¡Y que lo digas!

—Cuando descubrieron quién era yo, la gente de la máitera... De la generala Menta quiso llevarme ante ella: Me las vi en figurillas para escapar, pero tuve qué hacerlo. Tengo una cita en el Marto.

—¿En el Palatino? ¡Mejor te hubieras quedado con la Guardia! ¡Hay miles allí! ¿Conoces a Lagartija? ¡Lo intentó a la hora de la cena! ¡Menuda paliza se llevó! ¡Dos brigadas! ¡Hasta el talus!

—Pero yo tengo que ir —perseveró Seda—, y si puedo sin pelear. Tengo que llegar al hotel Marto. —Yantes de frenar la lengua ya había agregado—: Es muy probable que ella vaya.

—Vas a ver a una mujer, ¿eh, muchacho? —La desaseada barba de Jibias se reordenó en una sonrisa—. ¿Y si le digo al viejo no sé cuántos...? ¿El del manto púrpura?

—Yo esperaba...

—No lo haré, no lo haré. De todos modos lo he olvidarlo todo, ¿de acuerdo? ¡Pregúntale a quien quieras! ¿Vamos mañana? ¿Necesitas un lugar para dormir?

—Duerme día —aconsejó Oreb.

—Sólo esta noche saldré —dijo el infeliz Seda—. Pero ha de ser esta noche. Créame. Si pudiera lo dejaría para la mañana.

—¿Beber el vino? ¡Suficiente para nosotros! —Jibias tapó la" botella y la dejó en el suelo junto a su silla—. ¡Observa a tu pájaro! ¡Observa y aprende! Sabe más que tú, muchacho.

—¡Pájaro listo!

—¿Has oído? ¡Pues ahí tienes! —Jibias se levantó de un salto—. ¿Quieres una manzana? ¡Me había olvidado! ¡Aún quedan algunas! —Abrió el horno y lo cerró de un portazo—. ¡Aquí no! ¡Tuve que sacarlas! ¡Para asar la carne! ¿Y dónde está Alca?

—Me temo que no tengo ni idea. —Seda se corto un trocito más de queso—. Espero que en su casa, durmiendo. Esa manzana que busca... ¿Puedo guardármela en el bolsillo? Se lo agradezco mucho, y ya me encuentro mucho mejor, pero tengo que irme. Quería preguntarle si conoce alguna ruta al Palatino más segura que las calles principales.

—¡Sí, muchacho! ¡La conozco! —Triunfal, Jibias exhibió una brillante manzana roja rescatada del cubo de las patatas.

—¡Hombre bueno!

—Y si me enseñara alguna treta para eludir a los dos bandos. Sé que existen trucos así, y seguro que Alca los conoce; pero la Orilla me cae muy lejos y no estaba seguro de encontrarlo. Se me ocurrió que él los habría aprendido de otro, y la fuente más probable era usted.

—¿Necesitas un maestro? ¡Y tanto que sí! ¡Suerte que te dieras cuenta! ¿Dónde llevas el lanzagujas, muchacho?

Por un momento Seda se desconcertó.

—¿Mi...? Aquí, en el bolsillo. —Lo tendió como Jibias había tendido la manzana—. En realidad no es mío. Pertenece a la mujer que he de encontrar en el Marto.

—¡El grande! ¡No creas que no lo vi! ¡Se te cayó de los pantalones! ¡Quedó arriba! ¿Quieres que vaya a buscarlo! ¡Cómete tu queso!

Jibias salió de la cocina como una flecha y Seda lo oyó subir la escalera.

—Tenemos que irnos, Oreb. —Levantándose, se metió la manzana en un bolsillo de la túnica—. Pretende venir con nosotros y no puedo permitirlo. —Por un segundo le dio vueltas la cabeza; los muros de la cocina temblaron como gelatina y giraron como un tiovivo antes de volver a su sitio.

Más allá de la cocina un pasillito oscuro llevaba a la escalera y la puerta por donde había entrado. Se afirmó contra el poste de arranque esperando a medias oír al viejo arriba, o bajar la escalera, pero en la antigua casa no habría habido más silencio de haber estado Oreb y él solos. Confundido un momento, al cabo recordó las alfombras de lona del salón.

Corrió el cerrojo y salió a la calle vacía iluminada por el cielo. Presumiblemente, los túneles que había recorrido por tantas horas subyacían al Palatino, como al parecer subyacían a todo; pero casi con certeza habría allí soldados patrullando. De todos modos no conocía otra entrada que la del santuario de Escila junto al lago, y en ese momento el hecho lo alegró. Un gran agujero, había dicho Oreb. ¿Sería posible que Oreb también hubiese vagado por esos túneles terroríficos?

Temblando por los recuerdos, Seda echó a cojear hacia el Palatino con decisión renovada; se dijo que el tobillo no le dolía ni la mitad de lo que él creía. Iba atento a los surcos y baches de la calle porque, pese a lo que pudiera decirse, una torcedura de tobillo sería el fin de la caminata; pero, por mucho que se llamase a la disciplina, los pensamientos le volvieron al túnel y, de la mano de Mamelta, entró en aquella curiosa estructura (semejante en cierto modo a una torre, perq a una torre no elevada en el aire sino incrustada en el suelo) que ella había llamado nave, y una vez más contempló debajo el vacío más negro que cualquier noche y los puntos brillantes que el Extraño —¡al iluminarlo!— señalara como vórtices, vórtices fuera del Vórtice, y en los cuales ni el difunto Pas, ni Equidna ni los inmortales Escila y sus hermanos habían penetrado nunca.

Dijiste que me sacarías de aquí. Lo prometiste.

Alca, que no veía del todo a Gelada, lo oía llorar al viento que llenaba el túnel negrísimo, al tiempo que las lágrimas de Gelada goteaban de la roca del techo. Las cañas de las botas de dos tarjetas que siempre había engrasado bien estaban ahora caladas.

—¿Avutarda? —llamó, esperanzado—. ¿Avutarda? Avutarda no contestó.

Te doy mi palabra, dijiste. Te sacare de aquí. —Te vi, esa vez; a un lado. —Incapaz de recordar cuándo o dónde lo había dicho antes, Alca repitió—: Tengo ojos de gato.

No era tan cierto porque nada más volver el la cabeza Gelada había desaparecido; sin embargo, le parecía bien decirlo. Si creía que lo vigilaban Gelada andaría derechito.

¿Alca? ¿Así te llamas? «Claro, ya te lo he dicho.» ¿Dónde está el Juzgado, Alca? Aquí hay montones de puertas. ¿Cuál es la que sirve, Alca? «No sé. Tal vez la misma palabra las abre todas.»

Este túnel era el más ancho que había visto; sólo que no lo veía. A ambos lados los muros se perdían en la oscuridad y, a decir verdad, bien podía estar andando al sesgo, en el momento menos pensado podía llevarse el muro por delante. De vez en cuando estiraba los brazos sin tocar nada. Arriba de él aleteaba Oreb, o un murciélago, o nada.

(Alo lejos una voz de mujer repetía: «¿Alca? ¿Alca?»)

En la pared del túnel había ahora un resplandor, aunque todo seguía a oscuras, a oscuras con una peculiar calidad de luz, una sombra luminosa. La punta de una de las botas pateó algo sólido, pero los dedos no encontraron nada.

—Alca, mi noctilátero, ¿te has perdido?

La voz, una voz de hombre, profunda y lastrada de pena, era cercana y remota a la vez.

—No. No me he perdido. ¿Quién eres?

—¿Adonde vas, Alca? Di la verdad.

—Busco a Avutarda. —Alca esperó otra pregunta pero no la hubo. Lo que había pateado le llegaba un poco más arriba de las rodillas y era de superficie plana, ancho y sólido al tacto. Se sentó encima de eso frente a la oscuridad luminosa, recogió las piernas y se desanudo las botas—. Avutarda es mi hermano mayor. Ya está muerto, se metió con dos langostas y lo mataron. Sólo que lleva mucho tiempo conmigo aquí abajo, dándome consejos y contándome cosas, me figuro que porque estamos bajo tierra y aquí viven los muertos.

—Se ha ido.

—Sí, se ha ido. Es lo que suele hacer cuando empiezo a hablar con otro. —Alca se quitó la bota derecha; tenía el pie más frío que Mújol después de que Gelada lo matase—. ¿Qué es un noctilátero?

—Uno que adora por la noche, como me adoras tú a mí.

Sobresaltado, Alca alzó la vista.

—¿Eres un dios?

—Soy Tártaro, Alca, el dios de la tiniebla. Te he oído invocarme muchas veces, siempre en la noche.

Alca trazó en el aire el signo de adición.

—¿Estás ahí, hablándome en la oscuridad?

—Donde estoy yo siempre está oscuro, Alca. Soy ciego.

—No lo sabía. —Chivos y corderos negros, el carnero gris cuando Seda volvió sano a casa, una vez una cabra negra, antes que nada los dos murciélagos que él mismo había cazado, que había pillado de día en el oscuro y polvoriento desván de la palestra y había llevado al pátera Perca: todos para este dios ciego—. Eres un dios. ¿No puedes devolverte la vista?

—No. —Suspendida en la tiniebla mucho después de que el sonido se apagara, la desesperanzada negación pareció colmar el túnel—. Soy un dios sin voluntad, Alca. El único dios sin voluntad. Esto me lo hizo mi padre. Si como dios hubiese podido curarme solo, creo que habría obedecido de buena gana.

—Yo le pedí a mi madre... Le pedí a la máitera que hiciese bajar a un dios a caminar con nosotros. Supongo que te trajo a ti.

—No —volvió a decir Tártaro; y luego—: Vengo aquí a menudo, Alca. Es el altar más antiguo que tenemos.

—¿Es donde estoy sentado? Ya me voy. (De nuevo esa voz de mujer: «¿Alca? ¿Alca?».)

—Puedes quedarte. También soy el único dios humilde, Alca, o casi. —Si es sagrado...

—Sobre él se ha apilado leña y cadáveres de animales. No lo profanas más que esas cosas. Cuando llegaron los primeros, Alca, se les mostró cómo deseábamos que nos adoraran. Pronto se les hizo olvidar. Olvidaron, pero como habían visto lo que habían visto, parte de ellos siguió recordando y, cuando encontraron nuestros altares en la superficie interior, sacrificaron como les habíamos enseñado. Primero que nada aquí.

—Yo no tengo nada —explicó Alca—. Tuve un pájaro pero se ha ido. Hace un rato me pareció oír un murciélago. Si te gustan, intentaré cazar uno.

—Me crees sediento de sangre, como mi hermana Escila.

—Supongo. Pasé un tiempo con ella. —Alca trató de recordar cuándo había sido; aunque le volvían a la cabeza ciertos incidentes, verla desnuda sobre una piedra blanca, cocer pescado para ella, los días y los minutos se le escurrían.

—¿Qué deseas, Alca?

De pronto sintió miedo.

—En realidad nada, Terrible Tártaro.

—Los que nos ofrecen sacrificios siempre desean algo, Alca. A menudo muchas cosas. En tu ciudad y muchas otras, lluvia.

—Aquí ya está lloviendo, Terrible Tártaro.

—Lo sé, Alca.

—Si eres ciego...

—¿Tú la ves, Alca?

Sacudió la cabeza.

—Está oscuro como la boca de un lobo.

—Pero puedes oírla. Escucha el lento chapoteo con que las gotas que caen besan a las gotas caídas.

—También la siento —le dijo Alca al dios—. De vez en cuando me baja una gota por la nuca.

—¿Qué deseas, Alca?

—Nada, Terrible Tártaro. —Temblando, Alca se envolvió en sus propios brazos.

—Todos los hombres desean algo, Alca. Sobre todo los que dicen no desear nada.

—Yo no, Terrible Tártaro. Claro que si quieres, a ti te diré un deseo. Me gustaría comer algo.

Le respondió el silencio.

—¿Tártaro? Escucha, si esto donde me he sentado es un altar y tú me estás hablando, ¿no debería haber por aquí una Ventana Sagrada?

—La hay, Alca. Te estás dirigiendo a ella. Estoy aquí.

Alca se quitó la bota izquierda.

—Eso tengo que pensarlo. —Aunque la máitera Menta le había enseñado todo sobre los dioses, le pareció que en realidad los había de dos tipos: los dioses de los que ella le había hablado, los de su libreta de clase, y los de verdad, como Escila dentro de Chenilla, y este Tártaro. Los de verdad eran mucho más grandes, pero los de la libreta, aun cuando no fuesen reales, habían sido mejores y más fuertes—. ¿Terrible Tártaro?

—Sí, Alca, mi noctilátero. ¿Qué es lo que deseas?

—Que me respondas un par de preguntas, si no hay problema. Muchas veces los dioses respondéis a los augures. Yo no soy augur. ¿Está bien, pues, ya que aquí no hay ninguno, que te pregunte yo?

Silencio, salvo por los constantes chapoteos y esa voz de mujer, triste, tosca y muy lejana.

—¿Cómo es que no veo tu ventana, Terrible Tártaro? Si no te molesta, mi primera pregunta es ésa. Porque suelen ser medio grises pero en la oscuridad brillan. ¿Quiere decir que yo también estoy ciego?

El silencio se redobló. Alca se frotó los pies helados. No hacía mucho esas manos habían fulgurado como oro fundido; ahora ni siquiera entibiaban.

—Calculo que estás esperando la otra pregunta. Bien, quiero saber cómo es que oigo voces y todo eso.

En la palestra, la máitera decía que, cuando nos hiciéramos mayores, si alguna vez iba un dios a nuestra ventana, no entenderíamos las palabras; si acaso, pillaríamos una o dos cada tanto. Cuando al fin vino Kipris, fue tal cual había dicho la máitera. Por momentos casi me parecía verla y hubo un par de palabras que me sonaron clarísimas, Terrible Tártaro. Dijo amar y robo, y yo me di cuenta. Aquellas dos palabras las reconocí. Y supe que nos decía que no nos preocupáramos, que nos amaba e iba a protegernos, siempre y cuando creyéramos en ella. Pero cuando hablas tú parece que fueras un hombre, como yo o Avutarda, y estuvieras de pie aquí al lado.

No hubo voz que replicase. Alca soltó un bufido y puso los dedos en los sobacos; luego empezó a quitarse los calcetines.

—Alca, noctilátero mío, ¿nunca has visto un dios en una ventana?

—No del todo claro, Terrible Tártaro. En cierto modo vi un poco a la Amable Kipris, eso sí, y para mí fue bastante.

—Tu humildad te enaltece, Alca.

—Gracias. —Perdido en el pensamiento, el calcetín lacio todavía en la mano, Alca reflexionó sobre su vida y su carácter. Al cabo dijo—: Nunca me ha servido de gran cosa, Terrible Tártaro. Será porque no tengo mucha.

—Si un augur ve el rostro y oye las palabras de un dios, Alca, es porque nunca ha conocido mujer. También las sibilas pueden ver y oír a un dios siempre y cuando no hayan conocido hombre. Por la misma razón nos pueden ver los niños. Tal es la ley que fijó mi madre, el precio que exigió por aceptar el don que mi padre ofrecía. Y aunque no en todos los casos la ley funciona como ella imaginaba, en general funciona bastante bien.

—De acuerdo —dijo Alca.

—Los rostros que tuvimos como mortales se han podrido y vuelto polvo, y las voces que poseímos llevan mil años calladas. No hay en el Vórtice augur ni sibila que los haya visto u oído. Lo que ven vuestros augures y sibilas, si ven algo, es la imagen que tiene de sí el dios que decide ser visto. Tú dices que llegaste casi a ver el rostro de la concubina de mi padre. Ese rostro era la imagen que ella tiene de sí, el aspecto de su ser tal como ella lo imagina. Confío en que era un rostro hermoso. No he conocido una mujer más segura en su vanidad. Del mismo modo, sonamos para ellos tal como concebimos que suenen nuestras voces. ¿Te he sido claro, Alca?

—No, Terrible Tártaro, porque no te veo.

—Lo que ves, Alca, es la parte de mí que puede verse. Es decir, nada. Puesto que salí ciego del vientre, Alca, soy incapaz de formular para ti una imagen visual. Tampoco puedo mostrarte los Santos Tonos, que son los pensamientos de mis hermanos y hermanas antes de concretarse. Ni puedo exhibirte rostro alguno, amable o terrible. Lo que tu ves es el rostro que se me presenta a mí cuando pienso en el mío. Es decir, nada. Cuando me haya ido volverás a contemplar la luminosidad gris que has mencionado.

—Prefiero que te quedes un rato, Terrible Tártaro. Si Avutarda no va a volver, me gusta tenerte a ti. —Alca se mojó los labios—. Esto que viene ahora quizás no debiera, pero no lleva mala intención.

—Habla, Alca, noctilátero mío.

—Bueno, si se me ocurriera una forma de ayudarte lo haría.

Hubo un nuevo silencio, tan largo que Alca temió que el dios hubiese regresado al Marco Central. Hasta la lejana voz de mujer había callado.

—Preguntaste, Alca, en virtud de qué poder tú oyes mis palabras como palabras.

—Sí —dijo Alca con un suspiro de alivio—. Supongo que sí.

—No es inusual. La ley de mi madre ha dejado de afectarte porque en tu mente hay algo que no marcha.

Alca asintió.

—Sí lo sé. Al talus que nos llevaba le dio un cohete y creo que caí de cabeza. Por ejemplo: me da igual que Avutarda esté muerto; para mí anda por acá y me dice cosas. Para mí es como antes. Y tampoco me preocupo por Pechugas como debería. La quiero, y vete a saber si ahora mismo el bruto de Uro no se le está echando encima; pero de todos modos es una puta. —Alca se encogió—. Sólo espero que no le haga daño. —No puedes vivir en estos túneles, Alca, mi noctilátero. Aquí no hay alimento para ti.

—En cuanto encuentre a Avutarda trataremos de salir —prometió Alca.

—Tal vez si te poseyera podría curarte, Alca. —Pues venga.

—Serías ciego, Alca. Ciego como yo. Como nunca he tenido ojos propios, no podría mirar por los tuyos. Pero iré contigo, te guiaré e intentaré curarte usando tu cuerpo. Mírame, Alca.

—No hay nada que ver —protestó Alca. Pero había: una luz balbuceante tan plena de esperanza, de placer y de asombro que, de haber podido mirarla siempre, Alca bien habría desistido de mirar otra cosa.

—Si es cierto que es el pátera Seda —le dijo la joven de la barricada—, no bien dé un paso afuera lo matarán.

—No paso —murmuró Oreb—. No paso.

—Sería muy posible —concedió Seda—. De hecho es casi seguro... Salvo que tú estés dispuesta a ayudarme.

—Si fuese Seda no necesitaría pedirnos nada. —Hurañamente la muchacha estudió la cara fina y ascética revelada por la clara luz del cielo nocturno—. Si fuera Seda, sería nuestro comandante y hasta la generala Menta le obedecería. Tendríamos que hacer lo que dijera.

Seda meneó la cabeza.

—Soy Seda, pero aquí no puedo probártelo. Tendrías que buscar alguien de confianza que me conociera y no puedo perder tanto tiempo. Por eso te estoy rogando. Imagina, aunque va en contra de la verdad, te lo juro, que no soy Seda. Que soy, y esto sí es un hecho, un pobre augur que necesita urgentemente tu asistencia. Si no me ayudas por mí o por el dios a quien sirvo, te imploro que lo hagas por ti misma.

—No puedo lanzar un ataque si no me lo ordena el brigadier Bisonte.

—No debes —le dijo Sed—, ni aunque te lo ordene. Al otro lado de aquellos sacos de arena hay una flotadora blindada. Veo bien la torreta. Si tu gente ataca, quedará en la línea de fuego; y yo he visto lo que puede hacer un zumbador.

La joven se estiró a su altura plena, un palmo y medio menor que la de él.

—Si nos lo ordenan atacaremos, caldé.

Oreb aprobó con un cabezazo.

—¡Chica buena!

Seda miró las siluetas dormidas tras la barricada, chicos de quince y catorce años, de trece y hasta de doce, y volvió a menear la cabeza.

—Son muy jóvenes —la misma muchacha no tendría más de veinte—. Pero si yo los mando pelearán, y yo los voy a mandar. —Como Seda no respondía, agregó—: No todo es esto. También tengo algunos hombres, pocos, y unos trabucos. La mayoría de las mujeres, las demás mujeres digo, están con las brigadas cte fuego. Usted se sorprendió de verme aquí al mando, pero la Generala Menta es mujer.

—También eso me sorprende —dijo Seda.

—Con oficiales machos los hombres acaban peleándose. Además, las mujeres de Trivigaunte son coraceras famosas, ¡y las de Virón no somos menos!

Recordando al doctor Grulla, Seda dijo:

—Ojalá nuestros hombres también sean igual de valientes.

La frase chocó a la joven.

—¡Pero si ellos son esclavos!

—¿Tú has estado allí? —Ella negó con la cabeza—. Yo tampoco —dijo Seda—. Así que no tiene sentido discutir sus costumbres. Hace un momento me llamaste caldé. ¿Lo dijiste en serio...?

—Teniente. Soy la teniente Liana. Fue una cortesía, nada más. Si quiere mi opinión, yo creo que es usted quien dice ser. Ningún augur mentiría tanto, y está el pájaro. Se dice que tiene una mascota.

—Este Seda —informó el pájaro.

—Entonces haz lo que te pido. ¿Tienes una bandera blanca?

—¿Para rendirme? —Liana se ofendió—. ¡Ni hablar!

—En señal de tregua. Basta con un trapo blanco y un palo. Quiero que la agites y llames a los del otro bando. Diles que hay aquí un augur que ha traído el perdón de Pas a tus heridos. Como sabes, es enteramente cierto. Diles que quiere cruzar y hacer lo mismo por los de ellos.

—No bien descubran quién es lo matarán.

—Tal vez no lo descubran. Te prometo no ceder la información.

Liana se pasó los dedos por el pelo alborotado; era el mismo gesto que hacía él cuando estaba indeciso.

—¿Y por qué yo? No, caldé. No puedo dejar que se arriesgue.

—Puedes —dijo él—. Lo que no puedes es sostener esa posición con un mínimo de lógica. O soy el caldé o no lo soy. Si lo soy, tu deber es obedecer todas mis órdenes. Si no, la vida del caldé no corre peligro.

Pocos minutos después, mientras ella y un joven llamado Linsang lo ayudaban a subirse a la barricada, Seda se preguntó si había sido sensato recurrir a la lógica. La lógica condenaba cuanto él había hecho desde que Oosik le entregara la carta de Jacinta. Jacinta había escrito con la ciudad aún en paz, al menos una paz relativa. Sin duda esperaba comprar en el Palatino, pasar la noche en el hotel Marto y regresar...

—No caiga —le previno Oreb.

Eso estaba intentando. En la barricada se amontonaba de todo: escombros de edificios en ruinas, escritorios y mostradores de tiendas, camas, toneles y fardos apilados sin orden ni concierto.

Se detuvo en la cumbre, esperando un disparo. Al otro lado del baluarte de sacos, los coraceros habían oído que era un augur y quizás ya conocieran la carta del prolocutor. Al ver a Oreb también podrían saber de qué augur se trataba.

Y disparar. Si lo hacían, tal vez fuese mejor dejarse caer hacia atrás, hacia Liana y Linsang, y mucho mejor si fallaban.

No hubo ningún disparo; con mucha precaución inició el descenso, levemente impedido por la mochila. Si Oosik no lo había matado era porque pensaba en perspectiva; porque, como oficial de alto rango, era tan coracero como político. El oficial al mando del baluarte, sin duda más joven, obedecería sin cuestionarlas las órdenes del Ayuntamiento.

Sin embargo, allí estaba él.

Una vez invocada, la lógica era como un dios. Uno podía incitar a un dios a visitar su ventana; pero una vez el dios aparecía era imposible desdeñarlo, ni se podía hacer caso omiso del mensaje que llevaba a los humanos. Él había invocado la lógica, y según la lógica él habría debido guardar cama en aquella casa que era el cuartel temporal de Oosik; habría debido tener el descanso y los cuidados que tanto necesitaba.

—Él sabía que yo iba a ir, Oreb. —Algo le había cerrado la garganta; tosió y escupió un bulto blando que acaso fuera mucosidad—. Antes de entrar había leído la carta; y ha visto a Jacinta. —Seda comprendió que ni para sí mismo podía mencionar siquiera que Oosik se había acostado con ella—. Comprendió que iba a ir y lo libraría del problema.

—Hombre vigila —le informó Oreb.

Se detuvo de nuevo a escrutar el muro de sacos, pero a esa distancia no distinguía los sacos redondos de las cabezas con casco.

—Mientras no disparen... —murmuró.

—No tira.

Aquel tramo de la calle del Oro estaba flanqueado de joyerías, tiendas amplias y caras cercanas al Palatino; como las más caras colgaban casi de. la falda, la clientela podía jactarse de comprar sus pulseras «en la colina». Ahora estaban casi todas vacías; centenares de brazos habían arrancado barras y rejas, y en los destripados interiores la única guardia eran los cadáveres de los muertos en la defensa o el saqueo. Más allá del baluarte esperaban otras tiendas todavía intactas. Seda intentó en vano imaginar que las saqueaban esos muchachos sobre cuyos cuerpos en descanso había pasado un rato antes. No lo harían, desde luego. Ellos atacarían, pelearían y en seguida caerían a las órdenes de Liana, que moriría también. Luego vendrían los saqueadores, si lograban pasar. Ese cadáver (Seda se agachó a examinarlo) era de un niño de trece años; un balazo le había arrancado la mitad de la cara.

No había estado muchas veces en la calle del Oro; pero estaba seguro de que nunca había sido tan larga, ni la mitad de ancha.

Y allí yacían un coracero de la Guardia y un hombretón —acaso el que lo había interrogado tras la teofanía de Kipris—, lado a lado, el cuchillo de cada uno entre las costillas del otro.

—¡Pátera! —Era la voz rugosa que había contestado a la petición de liana.

—¿Qué, hijo?

—¡Dese prisa, quiere!

Echó a trotar, no sin que el tobillo se le quejara. Mientras había temido que disparasen, esa leve cuesta del Palatino se le había hecho empinada; ahora apenas tema conciencia de la pendiente.

—Venga. Déme la mano.

Aunque la mitad de alto que la barricada rebelde, el baluarte de la Guardia (como vio Seda al llegar arriba) era más grueso. El frente era abrupto; la retaguardia, escalonada para los tiradores.

El que lo había ayudado dijo:

—Venga. No sé cuánto aguantará.

Sin aliento por la escalada, y temiendo haber roto los puntos que llevaba en el pulmón, Seda asintió.

—Llévame con él.

El coracero saltó del saco; Seda lo siguió con más cuidado. También allí muchos dormían en la calle, una veintena de guardias armados envueltos en mantas, verdes quizás pero negras a la luz del cielo.

—¿Van a atacarnos, esos de ahí? —preguntó el coracero.

—No. Yo diría que esta noche no... Tal vez mañana.

El coracero gruñó.

—Los trabucos harán trizas buena parte de esa pared. He echado un vistazo y hay allí mucho mueble. Tablas de menos de un pulgar de espesor. Soy el sargento Tritón.

Se dieron la mano y Seda dijo:

—Yo pensé lo mismo mientras trepaba, sargento. Pero también hay cosas más pesadas, y hasta las sillas le pueden obstruir la visión.

—No tienen nada que yo quiera ver —dijo Tritón con una sonrisa desdeñosa.

No podía decirse lo mismo de la Guardia, comprendió Seda en cuanto miró más allá de la flotadora. Cien pasos colina arriba, en una intersección, un talus apostado (tan parecido al que él matara bajo el santuario de Escila que los habría creído hermanos) giraba la enorme cabeza con colmillos para atisbar alternativamente las calles. A liana le habría interesado, pensó Seda, si es que ya no estaba informada.

—Por aquí. —Tritón abrió la puerta de una tienda; entre su voz y el portazo encendieron las luces, donde coraceros desprovistos de partes de la armadura y mal o bien vendados yacían sobre mantas en un suelo de baldosas. Uno gimió, despabilado por el ruido o las luces; dos, al parecer, ya no respiraban. Seda se arrodilló junto al que tenía más cerca y le tomó el pulso.

—Ése no. El de allá.

—Todos —dijo Seda—. Les daré el perdón de Pas a todos, y no voy a hacerlo en masa. No hay nada que lo justifique.

—La mayoría ya lo tiene. Ese lo tiene.

Seda miró al sargento, pero la cara severa y poco favorecida no permitía juzgar su sinceridad. Se levantó.

—Este hombre ha muerto, creo.

—De acuerdo, lo haré retirar. Venga por aquí. Éste no. —Tritón se había parado junto al que gemía.

Seda volvió a arrodillarse. La piel del hombre lesionado estaba fría al tacto.

—No lo abriga usted lo suficiente, sargento.

—¿Qué, además es médico?

—No, pero algo sé de cuidar enfermos. Un augur tiene la obligación.

—No herido. —Oreb saltó del hombro de Seda al pecho del que gemía—. No sangre.

—Déjalo en paz, pájaro idiota.

—¡No herido! —subo Oreb—. ¡No sangre!

De detrás de una de las vitrinas vacías salió un hombre calvo no más alto que liana. Aunque empuñaba un trabuco, no llevaba armadura ni uniforme.

—Ehm... No, pátera. No está herido. Al menos... Yo no encontré nada. Puede que sea el corazón.

—Traiga una manta —le dijo Seda a Tritón—. Dos mantas. ¡Pronto!

—No acepto órdenes de carniceros, joder.

—Entonces cargará con esta muerte, sargento. —Seda saco las cuentas del bolsillo—. Traiga dos mantas. Mejor tres. Seguro que los que están vigilando a los rebeldes no las necesitan. Tres mantas y agua limpia.

Se inclinó sobré el hombre con las cuentas colgando de la mano derecha en la forma prescrita.

—En nombre de todos los dioses estás perdonado para siempre, hijo mío. Hablo aquí por el Gran Pas, por la Divina Equidna, por la Hirviente Escila, por la Maravillosa Molpe...

Cada cual con su sonoro honorífico, los nombres le rodaban por la lengua vacíos o cargados de sentido. Pas, cuyo Plan había apoyado el Extraño, había muerto; Equidna era un monstruo. Si un fantasma rondaba ahora la mente Seda, mientras hablaba haciendo oscilar las cuentas, no era el del doctor Grulla sino el de ese quimi apuesto y brutal que se había creída el consejero Lémur.

—El monarca quería un hijo varón que lo sucediera —había dicho el falso Lémur—. Escila era tan tenaz como el monarca mismo, pero mujer. No obstante, su padre le permitió fundar nuestra ciudad y muchas otras. También fundó el Capítulo, una parodia de la religión estatal de su propio vórtice. La reina dio al monarca otro niño, pero fue aún peor: bailaba de maravilla y tenía talento musical pero también era mujer, y dada a arrebatos de demencia. La llamamos Molpe. El tercero fue varón, pero no mejor que las otras dos porque nació ciego. Se convirtió en Tártaro, a quien estaba usted encomendándose, pátera. Usted cree que él puede ver sin luz, cuando lo cierto es que no ve ni de día. Equidna volvió a concebir, y dio a luz otro varón, un niño sano que heredó hasta la indiferencia viril de su padre por las sensaciones físicas de los otros. Hoy lo llamamos Hiérax...

Y este muchacho sobre el cual él trazaba una y otra vez el signo de adición estaba casi muerto. Posiblemente —tan solo posiblemente— de la liturgia obtuviera consuelo y hasta fuerza. Tal vez los dioses que había adorado fueran indignos de su devoción, o de la de cualquiera; pero sin duda la devoción en sí debía de contar de un modo u otro, pesar en alguna balanza. Debía de tener alguna importancia, o el Vórtice estaba loco.

—Asimismo te perdona el Extraño, hijo mío, pues hablo aquí también en su nombre. —Un último signo de adición y ya estuvo. Seda suspiró, tembló y guardo las cuentas.

—El otro no dijo lo mismo —le comento el hombre del trabuco—. Eso del final.

Llevaba tanto tiempo temiendo un comentario como aquél, que le llegó como un anticlímax.

—Muchos augures incluyen al Extraño entre los dioses menores —explicó—. Yo no. ¿El corazón? ¿Eso has dicho? Es muy joven para que le falle el corazón.

—Es el corneta Mattak. El padre es cliente mío. —El joyero bajito se acercó más—. Al otro lo mató el sargento.

—¿El otro?

—El pátera Murena. Me dijo cómo se llamaba. Charlamos un rato mientras rezaba el Perdón y yo... yo... —Bruscas e inesperadas como un chorro de un jarrón roto, de los ojos del joyero brotaron lágrimas. Se sonó la nariz con un pañuelo azul.

Seda volvió a inclinarse sobre el corneta en busca de alguna herida.

—Yo le dije que iba a regalarle un cáliz. Para recoger la sangre, ¿sabe?

—Sí —dijo Seda, ausente—. Sé para qué sirven.

—El me contó que el de ellos era de cerámica amarilla y yo le dije... le dije —Incorporándose, Seda recogió la mochila.

—¿Dónde está el cuerpo? ¿Seguro que está muerto? —Otra vez tenía a Oreb posado en el hombro.

El joyero se secó los ojos y la nariz.

—¿Si está muerto? ¡Santo Hiérax! Si lo hubiese visto no preguntaría. Está fuera, en el callejón. Mientras hablábamos entró ese sargento y le pegó un tiro. ¡En mi propia tienda! Después lo sacó a rastras.

—Por favor, muéstramelo. A todos estos otros les dio el Perdón de Pas, ¿verdad?

El joyero asintió, y entre vitrinas vacías llevó a Seda a la trastienda.

—¿En ese momento aún no habían herido al corneta Mattak?

—No. —Apartando una cortina de terciopelo negro, el joyero reveló un pasillo estrecho. Pasaron por una puerta con candado y se detuvieron ante otra parecida con una pesada barra—. Yo le dije que cuando acabara esto y las cosas se calmaran iba a regalarle uno de oro. Mientras él daba el Perdón yo seguía vaciando las vitrinas, se da cuenta. Él dijo que nunca había visto tanto oro, y que estaban ahorrando para comprar un cáliz de oro de los buenos. Dijo que en el manteón había uno antes de que él llegara, pero que habían tenido que venderlo.

—Comprendo.

El joyero quitó la barra y la apoyó contra la pared.

—Entonces yo dije: «Le regalaré uno como recuerdo de esta noche. Hace un año me entró uno precioso, sólo de oro pero de aspecto nada sencillo, si me explico». Al oír eso sonrió.

La puerta de hierro se abrió con un chirrido de goznes; dolorosamente Seda recordó la del jardín del manso.

—Le dije: «Venga conmigo a la cámara blindada, pátera, que se la enseño». El me puso una mano en el hombro y dijo: «Hijo mío, no te sientas comprometido. No has jurado por un dios y... y...»...

—Deja que lo vea. —Seda salió al callejón.

—Y entonces vino el sargento y lo mató —terminó el joyero—. Así que usted no vuelva a entrar, pátera.

En la fría oscuridad maloliente alguien murmuraba la plegaria que Seda acababa de rezar. Alcanzó a oír los nombres de Faia y de Esfigse seguidos por la convencional frase de cierre. La voz era de anciano; por un momento ominoso, Seda la tomó por la del pátera Perca.

Cuando la figura arrodillada se levantó, él ya había adaptado la vista a la oscuridad.

—Esto es peligrosísimo para usted —dijo Seda, y se apartó justo a tiempo de la figura encorvada.

—Para usted también, pátera —dijo Quetzal.

Seda se volvió hacia el joyero.

—Entre y eche la barra, por favor. Yo debo hablar con el... con mi colega. Prevenirlo.

El joyero entró y la puerta de hierro se cerró con estruendo, dejando el callejón más negro que nunca. Por unos segundos, Seda supuso que en esa oscuridad sólo había perdido a Quetzal de vista; pero de hecho ya no estaba. El pátera Murena —de edad, peso y altura indiscernibles sin una luz mejor—, yacía de espaldas en el barro sucio del callejón, las cuentas en las manos y los brazos en orden sobre el pecho desgarrado, solo en la soledad final de la muerte.