1 —Los esclavos de Escila

Tan imperturbable ante los trastornos que sacudían la ciudad como ante una tormenta cuyas ráfagas amenazaban con demoler la roca de nave y devolver los ladrillos al barro primordial, Su Cognescencia el pátera Quetzal, prolocutor del Capítulo de Ésta Nuestra Santa Ciudad de Virón, estudió su estado presente y sus rasgos macilentos en la lustrada panza de la tetera de plata.

Como cada día a la misma hora, giró la cabeza a la derecha para contemplarse el perfil de nariz casi inexistente, hizo una inspección similar del lado opuesto y elevó la barbilla para exhibir un cuello largo y notablemente arrugado. Según su invariable costumbre matinal, se había modelado y coloreado cara y cuello; no obstante quedaba la posibilidad (bien que remota) de que hacia las diez se hubiera malogrado algo: de ahí el divertido pero minucioso autoexamen presente.

—Porque soy un hombre cuidadoso —murmuró, fingiendo alisarse una fina ceja blanca.

Con la última palabra un trueno estrepitoso conmovió el palacio del Prolocutor hasta los cimientos, dando un esplendor fugaz a todas las luces de la habitación; lluvia y granizo repicaban en las ventanas.

El pátera Rémora, coadjutor del Capítulo, asintió con solemnidad.

—Sin duda, Su Cognescencia. Es usted sumamente... ehm... esmerado.

Con todo, siempre existía esa posibilidad.

—Estoy envejeciendo. Hasta los más cuidadosos envejecemos. —Con una expresión de pena en el rostro huesudo, Rémora volvió a asentir.

—Por desgracia así es, Su Cognescencia.

—Como envejecen tantas otras cosas, pátera. Nuestra ciudad... El mismo Vórtice. Durante la juventud nos fijamos en las cosas jóvenes como nosotros. La hierba nueva en viejas tumbas. Las hojas nuevas en árboles añosos. —Quetzal elevó otra vez la barbilla para estudiar su convexo reflejo con ojos encapotados.

—La estación dorada de la belleza y... ehm... las elegías, Su Cognescencia. —Los dedos de Rémora juguetearon con un pequeño sándwich.

—Y a medida que observamos los signos de la edad en nosotros, empezamos a verlos en el Vórtice. Hoy no hay más que un puñado de quimis que vieron alguna vez a alguien que hubiera visto a alguien que recordara el día en que Pas hizo el Vórtice.

Algo perplejo por el veloz repaso a tantas generaciones, Rémora asintió una vez más.

—Sin duda, Su Cognescencia. Sin duda no más que un puñado. —Subrepticiamente se chupó la mermelada de un dedo.

—Se vuelve uno consciente de las recurrencias, de la naturaleza cíclica del mito. Cuando recibí el báculo tuve ocasión de revisar muchos documentos antiguos. Los leí todos con atención. Solía dedicar a esa actividad tres hiéraces al mes. Sólo a ella y a ofrendas ineludibles. Le di a mi protonotario la rigurosa orden de no establecer compromisos para ese día. Es una práctica que le recomiendo, pátera.

Un nuevo trueno sacudió la estancia; tras las ventanas se iluminó un dragón.

—Me ocuparé de... ehm... reinstaurar de inmediato la sabia costumbre, Su Cognescencia.

—¿De inmediato, dice? —Quetzal alzó la vista de la tetera, resuelto a empolvarse de nuevo la barbilla a la primera oportunidad—. Si quiere, puede ir usted a instruir al joven Incus. Dígaselo ahora, pátera. Dígaselo ahora.

—Me temo, Su Cognescencia, que no es... ehm... posible. El mólpedes envié al pátera Incus a... ehm... hacer un recado. Todavía... ehm... no está con nosotros.

—Ya. Ya. —Con mano temblorosa, Quetzal se llevó a los labios el dorado borde de la taza; luego la bajó, aunque no tanto como para exponer la barbilla—. Quiero té de ternera, pátera. Esto no tiene fuerza. Quiero té de ternera. Encárguese, por favor.

Largamente habituado al pedido, el coadjutor se levantó.

—Voy a prepararlo con mis propias manos, Su Cognescencia. Estará... ehm... en un santiamén. Es sólo esperar el hervor hasta... ehm... que se enturbie el agua. Su Cognescencia puede confiar en mí.

Mirando a Rémora retirarse de espaldas, Quetzal depositó la delicada taza en el plato; derramó incluso unas gotas en él pues era, como había dicho, cuidadoso. El mesurado cierre de la puerta. Bien. El tañido de la barra. Bien otra vez. Ya nadie podía entrometerse sin ruido y un leve retraso; él mismo había diseñado el mecanismo del cerrojo. Sin dejar la silla, extrajo la polvera de un cajón del otro lado de la estancia y delicadamente aplicó polvos color carne a la aguda barbilla que con tanto celo modelara al levantarse. Volviendo la cara a un lado y a otro, alternativamente frunciendo el entrecejo y sonriendo, estudió el efecto en la tetera. ¡Bien, bien!

La lluvia daba tan fuerte en las ventanas que colaba hilillos de agua fría por las grietas de las junturas; formaba incitantes charcos en los antepechos y caía en cataratas hasta empapar la alfombra. También eso era bueno. A las tres el prolocutor presidiría el sacrificio privado de veintiún caballos pintos, ofrenda póstuma del consejero Lémur: uno para todos los dioses por cada semana desde que algo más sustancial que un chubasco viniera bendiciendo los campos de Virón. Se podía transformar en una ofrenda de gracias, y eso iba a hacer él.

¿Sabría la congregación para entonces que Lémur había fallecido? Quetzal debatió la conveniencia de anunciarlo si no lo sabía. Era una cuestión de cierto peso; y al cabo, por el alivio pasajero que le proporcionaba, soltó sus colmillos articulados de los ceñidos retenes del paladar, con gratitud los insertó a cada uno en su cuenca y sonrió de dicha a su imagen distorsionada.

El ruido del pasador se perdió casi en otro trueno, pero él estaba vigilando el cerrojo. Hubo un tañido más fuerte mientras Rémora peleaba con el incómodo pomo de hierro que, una vez completada la rotación, alzaba laboriosamente la torpe barra. Distraído, Quetzal se rozó los labios con la servilleta; cuando la tuvo de nuevo en las rodillas, los colmillos habían desaparecido.

—¿Sí, pátera? —preguntó quejumbroso—. ¿Qué sucede? ¿Ya es la hora?

—El té de ternera, Su Cognescencia. —Rémora apoyó la bandejita en la mesa—. ¿Le sirvo... ehm... una taza? He obtenido a ese fin una... eh... taza limpia.

—Hágalo, pátera. Por favor. —Quetzal sonrió—. En su ausencia estuve reflexionando sobre la naturaleza del humor. ¿Alguna vez la ha considerado?

Rémora volvió a ocupar su asiento:

—Me temo que no, Su Cognescencia.

—¿Qué ha sido del joven Incus? ¿Esperaba usted que se demorase tanto?

—No, Su Cognescencia. Lo envié a Limna. —Rémora puso en la taza limpia unas cucharadas de cecina y, desatando un fino penacho de vapor, añadió agua de la tetera de cobre que había traído—. Tengo una preocupación... ehm... moderada. Hubo anoche una... ehm... módica agitación civil. —Removió con energía—, ese... ehm... mocoso de Seda. El pátera Seda, ay. Lo conozco.

—Mi protonotario me habló de ello. —Con un ligerísimo asentimiento, Quetzal aceptó la taza humeante—. Yo habría pensado que Limna era más segura.

—Lo mismo yo, Su Cognescencia. Eso pensé.

Un sorbo cauteloso. Quetzal retuvo el caliente líquido salado en la boca, dejándolo escurrirse deliciosamente entre los colmillos plegados.

—Lo envié en busca de cierto... eh... individuo, Su Cognescencia. Un... ehm... conocido del pátera Seda. Al pátera mismo lo está buscando la Guardia Civil, ¿eh? Como lo buscan... ehm... algunos otros. Otros... eh... bandos. Eso me han dicho. Esta mañana, Su Cognescencia, he despachado a otros en busca del joven Incus. No obstante es inevitable que la lluvia... ehm... sea un inconveniente para todos.

—¿Usted nada, pátera?

—¿Yo, Su Cognescencia? ¿En... ehm... el lago, quiere decir? No. Al menos no desde hace años.

—Ni yo.

Rémora buscó a tientas un punto que no alcanzaba a discernir.

—Saludable ejercicio, sin embargo. Para los de... ehm... edad detenida, ¿sí? ¿Un baño caliente antes del sacrificio, Su Cognescencia? O bien... ¡ya lo tengo! Fuentes. Hay... ehm... unas fuentes termales en Urbs. Fuentes curativas, de lo más saludable. Quizás, mientras aquí las cosas están... ehm... tan inestables.

Quetzal se sacudió. Solía hacerlo con un temblor de hombre gordo pese a que, las pocas veces en que Rémora se había visto obligado a transportarlo a la cama, el cuerpo le había resultado ligero y sinuoso.

—No hay que servir... —Sonrió.

—...sino a los dioses. Claro que sí, Su Cognescencia. Yo estaré allí asegurando que... ehm... se salvaguarden los intereses del Capítulo, ¿eh? —Rémora se apartó de los ojos el lacio pelo negro—. Que cada rito se lleve a cabo con... eh...

—Recordará usted esa historia, pátera. —Quetzal se balanceó de un lado a otro, quizás con silenciosa alegría—. A-Man y Da-Ma como conejos en un jardín. La... ¿cómo la llaman? —Ahuecó la palma de una fina mano de venas azules.

—¿La cobra, Su Cognescencia?

—La cobra persuadió a Da-Ma a comer el fruto del árbol de él, un fruto milagroso que daba la sabiduría.

—Recuerdo la... ehm... alegoría —asintió Rémora, preguntándose cómo volver al tema de las fuentes.

Quetzal asintió con más fuerza, como un maestro docto elogiando a un pequeño.

—Está todo en las Escrituras. O casi todo. Un dios llamado Ah-La expulsó a Da-Ma y su esposo del jardín. —Dejó de hablar, como si vagara entre pensamientos—. Por cierto, parece que a Ah-La lo hemos perdido de vista. No tengo recuerdo de un solo sacrificio dedicado a él. Nadie pregunta nunca por qué quiso la cobra que Da-Ma comiera su fruto.

—¿Por pura... ehm... maldad, Su Cognescencia?

Solemne el rostro, Quetzal se balanceó más rápido.

—Para que trepara al árbol, pátera. Y lo mismo el hombre. La historia no termina porque aún no se han bajado. Por eso le pregunté si había reflexionado sobre la naturaleza del humor. ¿Es buen nadador el pátera Incus?

—Vaya, Su Cognescencia. No tengo... ehm... idea.

—Porque usted cree saber por qué razón la mujer a quien lo envió a buscar estaba en el lago con el bribón de Seda, cuyo nombre veo en los muros.

—Bueno, ehm, Su Cognescencia demuestra... ehm... una gran perspicacia, como siempre. —Rémora se removió en la silla.

—Ayer lo vi garabateado en uno de cinco pisos de altura —siguió Quetzal como si no hubiera oído— Y desvié la mirada.

—¡Una calamidad, Su Cognescencia!

—Respeto por nuestros hábitos, pátera. Por mi parte, nado bien. No como un pez, pero bastante bien. O nadaba.

—Me complace oírlo, Su Cognescencia.

—Las bromas de los dioses tardan mucho en revelarse. Por eso debería usted leer todos los hiéraces las crónicas del pasado, pátera. Hoy es hiéraces. Aprenderá a pensar de modos nuevos y mejores. Gracias por el té de ternera. Ahora váyase.

Rémora se levantó e hizo una reverencia.

—Como Su Cognescencia desee.

Perdido en especulaciones, Su Cognescencia ya no lo miraba.

Arriesgándose en extremo, Rémora aventuró:

—He observado a menudo que usted piensa de un modo... ehm... diferente y mucho más... mmmm... selecto que el de la mayoría. —No hubo respuesta. Rémora retrocedió un paso—. Trátese del tema de que se trate... ehm... la información de Su Cognescencia es... eh... prodigiosa.

—Un momento. —Quetzal se había decidido—. La revuelta. ¿Ha caído la Alambrera?

—¿Cómo? ¿La Alambrera? Pues... no. No que yo sepa, Su Cognescencia.

—Esta noche. —Quetzal se alargó hasta el té de ternera—. Siéntese, pátera. Siempre está saltando. Me pone nervioso. No puede hacerle bien. Lémur ha muerto. ¿Lo sabía?

Rémora abrió la boca y la cerró de golpe. Se sentó.

—No lo sabía. Es su responsabilidad enterarse de las cosas.

Con una venia avergonzada Rémora aceptó su responsabilidad.

—¿Me permite preguntarle, Su Cognescencia...?

—¿Cómo lo he sabido? De la misma forma que supe que la mujer por quien mandó usted a Incus se había marchado al lago Limna con el pátera caldé Seda.

—¡Su Cognescencia!

Una vez más Quetzal favoreció a Rémora con su sonrisa sin labios.

—¿Teme que me detengan, pátera? ¿Que me arrojen a los fosos? Es de presumir que sería usted prolocutor. Los fosos no me dan miedo. —La cabeza oblonga y totalmente calva de Quetzal osciló sobre la taza—. No a mi edad. Ningún miedo.

—De todos modos, imploro a Su Cognescencia que se conduzca con más... ehm... circunspección. —¿Por qué la ciudad no está en llamas, pátera?

Tomado por sorpresa, Rémora miró la ventana más próxima.

—Muros de ladrillo y roca de nave. Pisos sostenidos por leños. Tejados de madera. Anoche ardieron cinco manzanas de tiendas. ¿Por qué hoy no está en llamas la ciudad entera?

—Está lloviendo, Su Cognescencia. —Rémora convocó todo su valor—. Llueve... eh... intensamente desde la mañana temprano.

—Exacto. El mólpedes el pátera Seda fue a Limna con una mujer. Ese mismo día usted envió allí a Incus en busca de alguien a quien conoce. Una mujer, ya que es usted reticente. Una hora antes del almuerzo el consejero Loris habló por el espejo.

Rémora se puso tenso.

—¿Él le dijo que el consejero Lémur ya no está entre nosotros, Su Cognescencia?

Quetzal movió la cabeza atrás y adelante.

—Que Lémur aún vive, Pátera. Circulan rumores. Eso parece. Quería que los denunciara esta tarde.

—Pero si el consejero Loris... ehm... asegura...

—Está claro que Lémur ha muerto. De lo contrario me hablaría él en persona.

—Aun así, Su Cognescencia... —empezó Rémora. Un nuevo trueno se alió con la fina mano de Quetzal para interrumpirlo.

—¿Puede el Ayuntamiento imponerse sin él? Ésa la pregunta, pátera. Quiero su opinión.

A fin de darse tempo, Rémora sorbió su té ya tibio.

—Las municiones, las... ehm... armas de batalla, están almacenadas en la Alambrera, así como en el... eh... acantonamiento de la Guardia Civil, al este de la ciudad.

—Eso ya lo sé.

—Es... ah... un complejo muy... ehm... temible, Su Cognescencia. Me han informado de que el muro externo tiene doce codos de... ehm... espesor. Sin embargo, ¿Su Cognescencia prevé que esta noche se rinda? Antes de aventurar una opinión, ¿puedo inquirir sobre la fuente informativa de Su Cognescencia?

—No tengo ninguna —dijo Quetzal—. Estaba pensando en voz alta. Si dentro de un día o dos la Alambrera no ha caído, el pátera Seda fracasará. Ésa es mi opinión. Ahora quiero la suya.

—Su Cognescencia me honra. También hay que considerar al ejército... eh... latente. Si a su... parecer... la situación se vuelve... mmm... grave, indudablemente el consejero Lémur... digo, Loris... lanzará una llamada a las armas.

—Su opinión, pátera.

La taza de Rémora tableteó en el platillo.

—Mientras la Guardia Civil mantenga una fidelidad... ehm... intachable, me da la impresión, aunque no soy... ehm... perito en asuntos militares, que la... ehm... causa del pátera Seda no puede imponerse.

Quetzal parecía escuchar sólo la tormenta; durante unos quince tictacs del reloj en forma de ataúd que había junto a la puerta el aullido del viento y los azotes de la tormenta llenaron la sala. Por fin preguntó:

—¿Y si le dijeran, pongamos, que parte de la Guardia ya se ha pasado a Seda?

A Rémora se le dilataron los ojos.

—¿Su Cognescencia ha...?

—No hay motivo para pensarlo. Es una pregunta hipotética.

Rémora, que tenía amplia experiencia en las preguntas hipotéticas de Quetzal, volvió a aspirar hondo.

—Pues entonces, Su Cognescencia, diría que, de... ehm... darse tan infeliz circunstancia, la ciudad se encontraría en... mmm... aguas peligrosas.

—¿Y el Capítulo?

Rémora tenía un aire compungido.

—Lo mismo, Su Cognescencia, si no peor. En tanto augur, Seda bien podría... ehmm... proclamarse prolocutor, además de caldé.

—¿De veras? ¿No guarda reverencia por usted, mi coadjutor?

—No, Su Cognescencia. Muy... mmm... al contrario.

Quetzal sorbió el té de ternera en silencio.

—¿Su Cognescencia... ehm... intenta que el Capítulo apoye a las huestes del... pátera caldé?

—Quiero que redacte una circular, pátera. Tiene casi seis horas. Debería alcanzarle de sobras. Yo la firmaré cuando acabemos en el Gran Manteón. —Quetzal contempló el estancado líquido marrón de su taza.

—¿A todo el clero, Su Cognescencia?

—Haga hincapié en nuestra tarea de llevar consuelo a los heridos y la Fórmula Final a los moribundos. Sugiera, pero no diga... —Quetzal hizo una pausa, inspirado.

—¿Sí, Su Cognescencia?

—Que con la muerte de Lémur acaba el derecho a gobernar que los consejeros tuvieron en el pasado. ¿Dice usted que conoce al pátera caldé Seda?

Rémora asintió.

—Conversé con él una... ahm... extensa noche de ésciles, Su Cognescencia. Discutimos los... ehm... apuros financieros de su manteón y varias... ehm... cuestiones más.

—Yo no, pátera. Pero he leído todos los informes de su expediente, los de sus instructores y los de su predecesor. De ahí mi recomendación. Diligente, sensible, inteligente y piadoso. Impaciente, como cabe esperar a su edad. Respetuoso, lo que ahora confirma usted. Trabajador infatigable, punto que su instructor en teonomía se desvivió por poner de relieve. Flexible. En los últimos días se ha hecho inmensamente popular. Si consiguiera subyugar al Ayuntamiento, tiene posibilidades de seguir siéndolo un año o más. Tal vez mucho más. Gobierno foral de un joven augur que para permanecer en el cargo va a necesitar consejeros curtidos.

—Sin duda, Su Cognescencia —asintió Rémora con energía—. Yo he tenido la... ehm... misma intuición.

Quetzal señaló con la taza la ventana más próxima.

—Estamos sufriendo un cambio de clima, pátera.

—Y bien... eh... profundo, Su Cognescencia.

—Tenemos que amoldarnos. Por eso le he preguntado si el joven Incus sabía nadar. Si le da alcance, dígale que arremeta sin vacilar. ¿He sido claro?

Rémora volvió a asentir.

—Me... eh... esforzaré para que el Capítulo haga bien manifiesto su apoyo entusiasta a un gobierno legítimo y santo.

—Pues entonces vaya. Redacte esa carta.

—Si la Alambrera no... hum... ¿eh?

No hubo ningún indicio de que Quetzal le hubiera oído. Rémora se levantó de la silla y retrocedió, cerrando al fin la puerta detrás de sí.

Cuando Quetzal se puso de pie, un observador circunstancial (de haber habido alguno) no se habría asombrado poco de la altura que cobraba su figura encogida. Como si se deslizara sobre ruedas, cruzó la estancia y abrió la amplia ventana que daba al jardín, dejando entrar una lluvia batiente y una ráfaga que le hizo flamear la túnica morada como un estandarte.

Permaneció un rato ante la ventana, inmóvil, con los cosméticos chorreándole por la cara en arroyuelos rosa y beige, contemplando el tamarindo que había hecho plantar hacía veintitrés años. Ya era más alto que los edificios que se consideraban encumbrados; las relucientes hojas mojadas rozaban los marcos y hasta se adentraban un palmo en la estancia de Quetzal como otras tantas sibilas tímidas, confiadas de ser bien recibidas aunque de habitual reticentes. El árbol padre, nutrido del esfuerzo propio, tenía ahora un tamaño más que suficiente y era para él una fuente de gozo: una presencia abrigadora, un recuerdo del hogar, la carretera a la libertad.

Quetzal cruzó la estancia, cerró la puerta y se quitó la túnica empapada. Aunque podía escapar, incluso bajo ese diluvio, lo más seguro era el árbol.

Sentado en la proa, Alca sintió pasar la empinada presencia del acantilado y con ella una última ráfaga siseante de viento glacial. Miró la hirsuta roca; luego dirigió su lanzagujas hacia el augur que estaba de pie sujetando la driza.

—Esta vez no has intentado nada. ¿Ves qué listo te has vuelto? —La tormenta se había desatado al clarear y no daba muestras de remitir.

Chenilla dijo:

—Cuidado con eso. —Y señaló. Fríos hilillos caídos del pelo carmesí le confluían en un arroyo entre los pechos plenos y corrían hasta las ingles desnudas.

En la caña, el viejo pescador se tocó la gorra:

—Sí, Hirviente Escila, sí.

Habían zarpado de Limna la noche del mólpedes. Del clarear al velar, el sol había sido un torrente de fuego blanco en un cielo deslumbrante; el viento, sostenido y fuerte por la mañana, había languidecido en brisa, luego en un soplo ocasional y, a la hora de cierre del mercado, en nada. Alca había pasado la mayor parte de la tarde a la sombra de la vela y Chenilla al abrigo del toldo de cubierta; pero a los dos, como al augur, el sol los había arrebatado. Con la noche se había levantado otro viento, malo para su rumbo. Dirigidos por el viejo pescador y cada vez más cercanos bajo el mando de la diosa mayor que poseía a Chenilla, Alca y el augur habían bordado una vez y otra, y otra más, achicando sin parar a cada bandazo, el bote escorándose hasta hundir casi la regala, la linterna bamboleante golpeando contra el palo y apagándose a menudo dejando a los reacios tripulantes con un miedo mortal a estrellarse o ser embestidos en la oscuridad.

En un momento el augur había intentado birlarle a Alca el lanzagujas del cinturón. Alca lo había golpeado y pateado, y lo había arrojado por la borda a las revueltas aguas del lago, de donde por un milagro de recursos y suerte el pescador lo había rescatado con un bichero. El clarear había traído un tercer viento, ahora del sudeste, una borrasca que lanzaba una cortina de lluvia tras otra, oblicuas y azotadas por los relámpagos.

—¡Recoge! —aulló Chenilla—. ¡Suelta eso, idiota! ¡Deja caer la verga!

El augur se apresuró a obedecer; acaso diez años mayor que Alca, tenía dientes protuberantes y unas manos suaves, menudas, que habían empezado a sangrar antes casi de que zarparan de Limna.

Una vez que la verga hubo caído, Alca se giró en su sitio a atisbar hacia el destino, sin ver más que roca mojada y provocando indignados graznidos bajo la magra protección de sus piernas.

—Anda, sal —le dijo al pájaro de Seda— Estamos bajo un acantilado.

—¡No fuera!

Pero por seco que se estuviese allí en comparación, y defendido del viento, el frío mayor que en lago abierto recordó forzosamente a Alca que la nueva toga de verano que llevara a Limna se le había empapado, y los pantalones también, y que tenía las botas de montar llenas de agua.

La estrecha ría en donde se deslizaron se estrechó más aún; a derecha e izquierda, húmedos muros de roca negra se alzaban más de cincuenta codos por encima del palo. De vez en cuando un regato, nacido de la tormenta, bajaba en una leve línea de plata a zambullirse ruidosamente en el agua serena. Arriba los muros se unían, y el asta de hierro del palo arañaba la roca.

—Pasará —le dijo Chenilla al pescador, confiada—. Adelante el techo es más alto.

—Agradecería que izara de nuevo la mayor, señora —observó el hombre en tono de charla—, y recogiera los rizos. Si no se van a pudrir.

Chenilla no le hizo caso; Alca hizo un gesto en dirección a la vela y fue hasta la driza con el augur, deseoso de algún ejercicio que lo calentase. Oreb saltó a la regala para echar un vistazo y sacudirse las plumas.

—¡Pájaro mojado! —Se deslizaban frente a unos imponentes tanques de metal pintado de blanco, ya casi a final de trayecto.

—¡Una Ventana Sagrada! ¡Allí! ¡Hay una ventana y un altar! ¡Mirad! —La voz del augur temblaba de alegría. Soltó la driza. Un puntapié de Alca lo dejó despatarrado.

—Trataré de ponerla al pairo, señora, si hay más canal.

—Cuídate de lo tuyo. Acércate a la ventana. —Y para el augur Chenilla añadió—: ¿Llevas tu cuchillo? —Lastimeramente el augur negó con la cabeza—. Pues entonces tu espada —le dijo ella a Alca—. ¿Sabes sacrificar?

—He visto hacerlo, Encrespada Escila, y tengo mi puñal en la bota. Va a ser más útil. —Tan atrevido como Rémora, Alca añadió—: Pero... ¿un pájaro? Creía que los pájaros no te gustaban.

—¿Ese? —Chenilla escupió en el agua. Una defensa de soga tejida dio contra la piedra con un ruido sordo. La borda estaba a un codo del muelle natural en donde se alzaban los tanques y la ventana.

—Amárranos. —Chenilla señaló al augur—. ¡Tú también! No, idiota: la popa. La proa la amarrará él.

Alca se apresuró a sujetar la driza y saltó al muelle de piedra. Tan húmedo y musgoso estaba que por poco se cayó. En la acuosa luz de la caverna no alcanzó a ver la gran anilla de hierro hasta que casi la pisó. El augur encontró su anilla antes. Se enderezó.

—Yo..., yo soy un augur, Salvaje Escila. He sacrificado para tí y para los Nueve muchas veces. Me encantaría hacerlo, Salvaje Escila. Con el cuchillo de él...

—Pájaro malo —graznó Oreb—. Dioses odian. —Agitó el ala herida como juzgando cuan lejos podría llevarlo.

Chenilla saltó a la resbaladiza piedra y dirigió al viejo pescador un dedo doblado.

—Tú. Sube aquí.

—Tendría que...

—Tú tienes que hacer lo que se te ordena, o mi lacayo te matará.

Para Alca fue un alivio desenfundar de nuevo el lanzagujas; un regreso a terreno conocido.

—¡Escila! —boqueó el augur—. ¿Un ser humanó? Verdaderamente...

Ella se giró y se encaró con él:

—¿Qué hacías en mi barca? ¿Quién te ha enviado?

—Corta mal —le aseguró Oreb.

El augur respiró hondo.

—Soy el p-protonotario de Su Eminencia. —Se alisó la túnica calada, como si de golpe fuera consciente de su apariencia astrosa—. S-su E-eminencia deseaba que l-localizara a cierta joven.

Alca lo apuntó con el lanzagujas.

—A t-ti. Alta, pelirroja y demás. No sabía que fueras tú. —Tragó saliva y, desesperado, agregó—: E-era un interés t-tootalmente amistoso. S-su E-eminencia...

—Hay que felicitarte, pátera. —La voz de Chenilla era suave y casi cortés. Tenía la alarmante costumbre de quedarse inmóvil en actitudes que un mero ser humano no habría podido mantener más de unos segundos; ahora la cabeza rotatoria y los ojos fulgurantes parecían lo único vivo de ese cuerpo lujurioso—. Has cumplido espléndidamente. ¿Es posible que identificaras a la ocupante anterior? ¿Dices que te describieron —se tocó el pecho— ...a esta mujer?

Rápidamente el augur asintió.

— Sí, Salvaje Escila. Pelo feroz, hab-bilidad con el c-cuchillo y...

Los ojos de Chenilla giraron hacia el cráneo hasta que sólo quedó a la vista el blanco.

—Su Eminencia. Así se dirigió a él Seda. Asistió usted a mi graduación, Su Eminencia.

—Deseaba —se apresuró a decir el augur— que yo te asegurase nuestra sumisión. La sumisión del Capítulo. Que te ofreciese nuestro consejo y nuestro apoyo y te declarase nuestra lealtad. Ciertas informaciones recibidas por S-su Eminencia indicaban que habías marchado al lago con el pátera Seda. Su Eminencia es el superior del pátera. Él d-declara su... nuestra lealtad inquebrantable, Salvaje Escila.

—A Kipris.

Había algo en la voz de Chenilla que hacía sus palabras incontestables. El augur sólo pudo mirarla.

—Hombre malo —anunció Oreb, virtuoso—. ¿Corta?

—¿Un augur? No lo había pensado, pero...

El viejo pescador carraspeó y escupió.

—Si de veras es usted la Hirviente Escila, señora, me gustaría decir algo. —Se limpió el bigote gris con el dorso de la mano.

—Soy Escila. Date prisa. Si es que vamos a hacerlo, tenemos que sacrificar ahora. Pronto llegará mi esclavo.

—Le he rezado y he sacrificado para usted toda mi vida. Los pescadores sólo nos cuidamos de usted y de su padre. No estoy diciendo que me deba nada. Tengo un bote, tengo mujer y he criado a más hijos. Siempre me he ganado la vida. Lo que quiero decir es que cuando me vaya perderá usted a uno de los suyos. Uno menos para usted y para el viejo Pas. A lo mejor se figura que la acepté porque ese gigante lleva pistola. El caso es que nada más saber quién era la habría llevado a cualquier parte del lago.

—Debo reintegrarme al Marco Central —le dijo Chenilla—. Podría haber nuevas incidencias. ¿Has acabado?

—Casi casi. Este gigante hará lo que usted quiera, lo mismo que haría yo en su lugar. Sólo que él pertenece a Hiérax, señora.

Alca se sobresaltó.

—Ni a usted ni a su padre. Tal vez ni él mismo lo sabe, pero es así. Todo lo demuestra: el pájaro, el lanzagujas, la espada colgante, el cuchillo que dice que lleva en la bota, todo. Usted debería saberlo mejor que yo. Y en cuanto a ese augur que usará usted para ofrendarme, lo pesqué en el lago la otra noche, y al día siguiente vi que pescaban a otro. Y dicen...

—Descríbelo.

—Sí, señora. —El viejo pescador meditó—. Supongo que en ese momento usted estaba abajo. Cuando lo sacaron, lo vi mirar hacia nuestro lado. Como si mirase al pájaro. Muy joven. Alto como el gigante. Pelo amarillo.

—¡Seda! —exclamó Alca.

—¿Dices que lo sacaron del agua?

El pescador asintió:

—La barca del Platija. Al Platija lo conozco desde hace treinta años.

—Tal vez tengas razón —le dijo Chenilla—. Tal Vez valgas demasiado para sacrificarte, y de todos modos los viejos no valen nada.

Fue hasta la ventana antes de encararse a ellos de nuevo.

—Prestad los tres atención a lo que digo. Dentro de un momento abandonaré a esta puta. Mi divina esencia pasará de ella a esta ventana, que se encuentra aquí por obra mía, para reintegrarse a mi más grande identidad divina en el Marco Central. ¿Me comprendéis? ¿Todos?

Alca asintió en silencio. El augur se arrodilló, la cabeza gacha.

Kipris, mi enemiga mortal y enemiga de mi madre mis hermanos y mis hermanas, de toda nuestra familia, de hecho, ha estado haciendo daño aquí en Virón. Al parecer ya ha ganado para su bando al triste necio que este idiota... Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Incus, Salvaje Escila. S-soy el pátera Incus.

—Al triste necio que este idiota llama Su Eminencia. No dudo que también tratará de ganar a mi prolocutor y a mi Ayuntamiento, si puede. Vosotros cuatro, e incluyo a la puta una vez que me desprenda de ella, os encargaréis de que fracase. Usad las amenazas, la fuerza y el poder de mi nombre. Matad a quien sea necesario matar; no seréis acusados. Si vuelve Kipris, haced algo para atraer mi atención. Cincuenta o cien niños me harán volver los ojos, y en Virón los niños sobran.

Lanzó una mirada destellante a cada hombre.

—¿Preguntas? Oigámoslas ahora, si las hay. ¿Objeciones?

Dirigiendo a ella un huraño ojo negro, Oreb lanzó un graznido gutural.

—Bien. De ahora en adelante sois mis profetas. Mantened a Virón leal y tendréis mi favor. No creáis nada de lo que os diga Kipris. En breve estará aquí mi esclavo. Él os va a llevar allí y os va a ayudar. Ved al prolocutor y hablad con los comisionados del Juzgado. Habladle de mí a quien quiera escuchar. Contad todo lo que os he dicho. Esperaba que en este muelle estuviera el barco del Ayuntamiento. Suele estar. Pero como hoy no, tendréis que ver vosotros a los consejeros en mi nombre. El viejo puede traeros de vuelta. Decidles que si mi ciudad pasa a manos de Kipris pienso hundirles el barco y ahogarlos a todos.

Incus tartamudeó:

—Una t-teofanía, S-salvaje Es-scila, los...

—No convencerá a vuestros consejeros. Se creen demasiado sabios. Sin embargo, las teofanías pueden ser útiles. Quizás lo considere cuando me haya reintegrado.

Dio unas zancadas hasta el altar de piedra y se encaramó sin esfuerzo..

—Hice construir esto para que vuestro Ayuntamiento pueda ofrecer sacrificios privados y, cuando yo decida, consultar conmigo. ¡Ni rastro de ceniza! También por esto van a pagar. —Señaló a Alca—. Tú —dijo—. Ese augur Seda planea derribarlos para Kipris. Si no logra entenderlo, mátalo. En ese caso te doy permiso para gobernar como caldé mío. Supongo que en tales circunstancias este idiota puede ser prolocutor.

Se puso frente a la ventana y se arrodilló. También se arrodilló Alca, y tiró del pescador. (Incus ya estaba de rodillas.) Después de aclararse la garganta, Alca inició la plegaria que había equivocado en la Vía de los Peregrinos, cuando Escila le revelara su identidad divina.

—Contémplanos, Hermosa Escila, maravilla de las aguas...

Incus y el pescador se le unieron.

—Contempla nuestro amor y nuestra necesidad de ti. ¡Límpianos, oh, Escila!

Al ser nombrada la diosa, Chenilla alzó los brazos con un grito estrangulado. Los colores danzantes llamados Santos Tonos llenaron la Ventana Sagrada de castaño y marrón, de aguamarina, escarlata, azul cerúleo y un curioso matiz de rosa agrisado. Y por un momento, Alca creyó vislumbrar la sonrisa burlona de una muchacha prepúber.

Presa de un temblor violento, aflojándose al fin, Chenilla se desplomó en el altar y rodó hasta caer en la resbaladiza piedra del muelle.

Oreb se le acercó aleteando:

—¿Diosa fuera?

La cara de la muchacha —si había sido una cara— se desvaneció en un muro de agua verde como una ola avasalladora. Volvieron los Santos Tonos, primero como chispas de sol en la ola, luego reclamaron la ventana toda para llenarla con su danza en espiral, y por último se apagaron en un gris reverberante.

—Pienso que sí —dijo Alca. Se puso en pie y descubrió que aún tenía el lanzagujas en la mano; se lo guardó bajo la toga y cautelosamente preguntó—: ¿Estás bien, Pechugas?

Chenilla gimió. Él la ayudó a sentarse.

—Te golpeaste la cabeza contra la piedra, Pechugas. Pero se te pasará. —Deseoso de ayudarla, pero sin saber bien cómo, gritó—: ¡Eh, pátera! Traiga un poco de agua.

—¿Ella tiró?

Alca le lanzó a Oreb un mandoble. El pájaro se hizo ágilmente a un lado.

—¿Jaco?

—Sí, Pechugas. Aquí estoy. —La estrujó suavemente con el brazo que la sostenía, consciente del calor febril de su piel insolada.

—Has vuelto, Jaco. Qué alegría.

El viejo pescador tosió, luchando por apartar los ojos de los pechos de Chenilla.

—¿No será mejor que ése y yo esperemos en la barca?

—Todos nos vamos a la barca —dijo Alca. Recogió a Chenilla.

Con un jarro de agua en la mano, Incus preguntó:

—¿Pretendes desobedecer?

—Ella dijo que fuéramos al Juzgado —se escurrió Alca—. Tenemos que volver a Limna. Allí hay carretas que llevan a la ciudad.

—Iba a mandar a alguien, dijo que un esclavo, para que nos llevara. —Incus levantó el jarro y sorbió—. También dijo que yo iba a ser prolocutor.

El pescador frunció el ceño:

—Ese tío que va a enviar debe venir con su propia barca. De alguna forma ha de llegar aquí. ¿Y qué hago con la mía si nos vamos con él? Ella dijo que yo llevara a los demás ante los consejeros, ¿no? Ya me dirán como lo hago sin barca.

Oreb aleteó hasta el hombro de Alca.

—¿Encuentra Seda?

—Tú lo has dicho. —Cargando a Chenilla, Alca midió el agua que se abría entre el muelle y la barca; una cosa era saltar de la borda al muelle y otra saltar del muelle a la cubierta llevando en brazos a una mujer más alta que la mayoría—. Coja ese cabo —le dijo a Incus—. Acérquela más. La dejó demasiado suelta.

Incus frunció los labios.

— No podemos desobedecer las indicaciones de la diosa.

—Quédese usted si quiere a esperar a ese enviado. Dígale que nos reuniremos con él en Limna. Pechugas y yo nos vamos en la barca de Mújol.

—Si deseas desobedecer, hijo mío, no seré yo quien te lo impida. Sin embargo...

Más allá del último tanque, en la oscuridad, cayó algo y el estrépito de piedra y metal resonó entre las paredes de la caverna. Una voz nueva, más profunda y voluminosa que cualquier voz humana, bramó:

— ¡La llevo yo! ¡Dádmela!

Era la voz del talus más grande que Alca había visto en su vida; en la giratoria cara de bronce había labrada una mueca de odio, los ojos fulguraban con una cegadora luz amarilla y por la boca abierta asomaban los oleosos cañones negros de un lanzallamas y un par de zumbadores. Detrás, en vez de las sombras negras del fondo de la caverna, había ahora un repulsivo resplandor verdoso.

— ¡La llevo yo! A ver, todos: ¡dádmela! —Rodando hacia ellos, el talus alargó un brazo extensible. Una acerada mano grande como el altar de donde Chenilla había caído se cerró sobre la muchacha y la arrancó de los brazos de Alca, como un niño hubiera arrebatado una muñequita despreciada de brazos de otra muñeca—. ¡Devolvédmela! ¡Es una orden de Escila!

Media docena de espaciados travesaños en comba se escalonaban en el flanco metálico del talus. Alca trepó con el grajo nocturno aleteando sobre la cabeza, al llegar a la cumbre, vio que la enorme mano del talus depositaba a Chenilla frente a él en el metal inclinado.

— ¡Agarraos!

Por la espalda del talus corrían dos hileras de barrotes como peldaños de una escalerilla. De una de ellas se aferró Alca con una mano mientras daba la otra a Chenilla. Ella pestañeó.

—¿Jaco?

—Sigo aquí.

Asomó la cabeza de Incus, que intentaba trepar; en la luz acuosa, su cara taimada tenía un aspecto enfermizo.

—¡P-por Hiérax! —Oreb cloqueó—. A-ayúdame a subir.

—Ayúdese usted, pátera. Era usted el que quería esperarlo. Ha ganado. Aquí lo tiene.

No había Alca acabado de hablar cuando Incus saltó sobre la espalda del talus con vivacidad sorprendente, al parecer impelido por el brazo musculoso del pescador, que apareció un momento después.

—Pareces un ladrón cualquiera, hombre —le dijo Alca.

—Jaco, ¿dónde estamos?

—En una cueva de la orilla oeste del lago.

El talus giró en su sitio, deslizando una ancha correa negra mientras bloqueaba la otra. Alca sintió debajo de sí el clamor de la maquinaria.

Penachos de humo negro salían por la juntura entre el tórax superior y el largo abdomen parecido a un furgón al cual estaban aferrados. Se balanceó, cimbreó y se deslizó hacia atrás. Un nauseabundo movimiento lateral culminó con un chorro de agua helada en el momento en que una de las correas se separaba del muelle. Incus se agarró de la toga de Alca, el talus se sumergió y en un segundo de mareo Alca vio la barca alzada por encima de sus cabezas.

La ola que el talus había provocado rompió sobre ellos como un golpe; un vórtice sofocante y glacial que no tardó en escurrirse; cuando volvió a abrir los ojos, Alca vio a Chenilla sentada y gritando, con el rostro empapado blanco de pánico. Algo negro y rojo le aterrizó en el hombro con un ruido sordo.

—¡Bote malo! ¡Hunde!

No era así, según comprobó cuando el talus volvió a subirse al muelle; la barca de mújol estaba de lado, el palo sin vela golpeando como un madero el agua turbulenta.

Enorme como un peñasco, la cabeza del talus se volvió a mirarlos con un giro que pareció a punto de romperle el pescuezo.

— ¡Viajan cinco! ¡El pequeño puede irse!

Alca paseó la mirada del augur al pescador y de éste a la histérica Chenilla antes de comprender a quién se refería.

—Ya puedes pirarte si quieres, pajarito. Dice que no te hará nada.

—Pájaro queda —murmuró Oreb—. Encuentra Seda.

La cabeza del talus completó la revolución y se pusieron en marcha. Los alcanzó un haz amarillo, reflejado por la curva superficie del último tanque, y la Ventana Sagrada quedó detrás de ellos vacía y como muerta. Cetrinas luces verdes parpadearon en el casco del talus y las aguas aún revueltas del canal se fueron congelando en tosca piedra a medida que la caverna se estrechaba en mero túnel.

Alca rodeó con el brazo la cintura de Chenilla.

—¿Te apetece un poco de compañía, Pechugas?

Ella seguía llorando. Los sollozos se perdían en la brisa del movimiento.

Alca la soltó, sacó el lanzagujas y retiró la placa lateral; un hilo de agua arenosa le corrió por los dedos mientras soplaba en el mecanismo.

—En cuanto se seque —le dijo a Oreb—, quedará como nuevo. Igual le echaré un poco de aceite en las agujas.

—Buena chica —le informó Oreb, nervioso—. No dispara.

—Mala chica —explicó Alca—. Y también mal hombre. No dispara. Tampoco se va.

—¡Pájaro malo!

—Cariño. —Con mucha suavidad Alca le besó a Chenilla la espalda inflamada—. Recuéstate si quieres. Apoya la cabeza en mis piernas. A lo mejor te duermes un rato.

Acababa de decirlo cuando presintió que ya era tarde. El talus estaba descendiendo porque, si bien levemente, el túnel entraba en un declive. A izquierda y derecha pasaban como relámpagos las bocas de otros túneles, más oscuras todavía que los húmedos muros de naufragita. En el techo inmutable, las gotas de agua brillaban como diamantes y desaparecían detrás de ellos.

El talus redujo la marcha y algo le golpeó la gran cabeza de bronce con un tañido como de gong. Tambalearon los zumbadores y escupió una lengua de fuego azul.