7 —Donde Telji ofrece un espejo

Seda se detuvo a mirar la fachada imponente del Marto. Al parecer se había construido el Marto como mansión privada para alguien con una tarjetera inagotable y una honda estima por las columnas, los arcos, los frisos y las cornisas; esos elementos, que hasta entonces él sólo había visto como dibujos deslucidos en fachadas por lo demás desnudas de edificios de roca de nave, allí cobraban realidad en una jungla de piedra de cinco plantas de altura. Sobre la amplia puerta verde, una lustrosa placa de bronce, de proporciones ostentosamente modestas, anunciaba: «Hotel Marto».

¿Quién había sido Marto?, se preguntó Seda casi ociosamente. ¿Vivía aún, quizás? En ese caso, ¿sería Linsang un pariente pobre de él, o incluso un pariente rico que se había vuelto contra el Ayuntamiento? ¿Y el pátera Gulo? Cosas más raras se habían visto. Aunque tenía frío, le sudaban las manos; buscó a tientas su túnica pero recordó que estaba en la mochila prestada, con la túnica azul prestada, y se secó las manos en la amarilla que llevaba puesta.

—¿Entra?, —inquirió Oreb.

—En un minuto.

Estaba demorándose y lo sabía. Aquello era el Marto, el fin de los sueños, el clarear de la vigilia. Con suerte, lo reconocerían y le pegarían un tiro. Si no, encontraría la imagen de Teljipeia y esperaría a que el Marto cerrara, pues hasta el Marto debía cerrar en algún momento. Un criado inmensamente superior y glacial lo informaría de que debía marcharse. El se pondría en pie, miraría en torno por última vez e intentaría trabar conversación con el criado para ganar unos minutos más.

Después tendría que irse. La mañana habría agrisado la calle y haría frío. A sus espaldas oiría cerrarse la puerta del Marto, el chasquido del cerrojo y el golpe de la barra. Miraría a un lado y otro de la calle sin ver a Jacinta ni a ningún mensajero de ella.

Entonces se habría acabado... Todo estaría muerto y sellado y no renacería nunca. Él recordaría ese anhelo como algo que una vez ocupara a un augur que por azar se llamaba como él, Seda, un nombre no corriente pero en absoluto extravagante. (El viejo caldé, cuyo busto su madre guardaba al fondo del armario, se había llamado... ¿cómo? ¿También se había llamado Seda? No, Raso; pero el raso era otra tela cara.) Intentaría imponer la paz y salvar su manteón, fracasaría en ambas cosas y moriría. —¿Entra?

Quiso decir que iban a entrar, sí, pero se dio cuenta de que el desaliento lo enmudecía. Un hombre con pluma de faisán en el sombrero y capa de piel murmuró «Perdón» y pasó mostrándole el hombro. Un lacayo de librea (presumiblemente el estirado sirviente que él previese unos segundos antes) le abrió la puerta desde dentro.

Ahora o nunca. Irse o enviar un mensaje. Conservar la ilusión.

—¿Pasa usted, señor?

—Sí —dijo Seda—. Sí. Sólo me preguntaba por mi mascota. Si hay inconveniente lo dejaré fuera.

—Ninguno, señor. —Una tenue sonrisa blanca tocó los labios angostos del lacayo como un rastro de escarcha en una ventana—. No es infrecuente que las damas traigan animales, señor. Sabuesos. Monos. Su pájaro no puede ser peor. Pero, señor, la puerta... Estaba abierta, claro. Era una noche helada y, por mucha rebelión que hubiese fuera, el Marto estaría caliente. Subiendo los escalones hasta la puerta verde, Seda descubrió que la barricada de Liana no era más alta ni más empinada.

—Presumo que viene usted al Marto por primera vez, señor...

—Estoy citado con una dama.

—Comprendo bien, señor. Este es nuestro vestíbulo, señor. —Había sofás y sillas de aspecto rígido—. Se usa más que nada para quitarse las prendas de abrigo, que suelen dejarse en el guardarropas. Si lo desea, señor, puede consignar su equipaje. En el vestíbulo no hay recepción.

—¿Hombre bueno? —Oreb estudió al lacayo con un brillante ojo negro—. ¿Gusta pájaro?

—Sin embargo, esta noche —el lacayo, con voz más confidencial, se inclinó hacia Seda—, yo mismo podría traerle un refrigerio. Es que estamos escasos de personal. La agitación.

—Gracias —dijo Seda—. Muchas gracias, pero no.

—Al otro lado del vestíbulo está la sellaría, señor. Las sillas son más cómodas y hay recepción. Algunos caballeros leen.! —Suponga que entro en la sellaría y doblo a la derecha —preguntó Seda—. ¿Dónde estaría?

—En el Club, señor. Y si el giro es menos pronunciado, en el invernadero. Hay rincones, señor. Bancos y butacas. Hay recepción, señor, pero no a menudo.

—Gracias —dijo Seda, y se internó.

Qué raro que esa sala enorme que contenía cincuenta sillas o más, la mitad de mesas diminutas y docenas de plantas en tiestos, estatuas y urnas panzonas tuviera el mismo nombre que el mohoso recibidor de su manso. Cortando camino entre ellas viró a la derecha, preguntándose si el giro no habría sido muy abrupto y con la impresión de haber entrado en sueños en una casa de gigantes, mientras rehusaba educadamente la bandeja que le ofrecía un camarero deferente. Todas las sillas a la vista estaban vacías; los únicos signos de presencia humana eran un fajo de papel arrugado y una hoja escrita a medias que había sobre una mesa de cristal no más grande que un taburete de ordeñar. Ante él se cernía una pared como la faz de una montaña o, más precisamente, un banco de niebla por cuyas grietas se vislumbraban escenas de lujo incomparable que en realidad eran cuadros. Dobló a la izquierda y veinte pasos más adelante divisó un arco de mármol que enmarcaba una cortina de hojas.

Como había esperado, la sellaría era cálida; a través del arco entró en una atmósfera aún más caliente, húmeda y cargada de perfumes exóticos. Una polilla de alas malvas y grises más grandes que sus manos le aleteó frente a la cara para ir a posarse en una flor del tamaño de una sopera. Al cabo de dos pasos el sendero, revestido como de piedras preciosas y más estrecho aún que el sendero de grava del jardín de su manteón, desaparecía entre dos parras y árboles enanos. Se oía por todas partes una música de agua.

—Lugar bueno —aprobó Oreb.

Por cierto, pensó Seda. Era más extraño y onírico que la sellaría, pero también más amistoso y humano. La sellaría había sido una visión de opulencia rayana en la pesadilla; aquí el sueño, más amable, era de tibieza y de agua, de sol y de fertilidad exuberante y, aunque ese jardín acristalado pudiera servir al vicio, el sol y la fertilidad, el agua y la tibieza eran en sí cosas buenas; la proximidad del mal no hacía sino ilustrar más claramente su calidad deseable.

—Me gusta —le susurró a Oreb—. También debe de gustarle a Jacinta, o no me habría citado aquí, donde una mujer menos hermosa quedaría eclipsada.

El sendero brillante se dividía. Luego de dudar un instante tomó por la derecha. Unos pasos más y dejó de haber otra luz que la de los campos del cielo que notaban sobre el Vórtice.

—Creo, Oreb, que a Su Cognescencia esto le gustaría tanto como a nosotros. Me recuerda su jardín en el Palacio, aunque aquél es mucho más amplio y al aire libre.

En un bloque único de mirto había un asiento para dos labrado con maestría. Se detuvo a mirarlo deseoso de sentarse pero reprimido por el miedo a no poder levantarse mas.

—Tenemos que encontrar la imagen de Teljipeia —murmuró—; seguro que allí habrá donde descansar. Jacinta no va a venir. Lo más probable es que esté en casa de Sangre, en el campo. Pero entretanto descansaremos.

Obsequiosa y afectada, una nueva voz susurró:

—Excúseme, señor.

—Sí, ¿qué pasa? —Seda se volvió.

Tenía un camarero a la espalda.

—Esto me incomoda un poco, señor. De veras que no sé cómo decirlo.

—¿Se supone que no debo estar aquí? —Mientras respondía, Seda decidió no irse sin presentar pelea; tendrían que abrumarlo con una turba de mozos y lacayos; con una simple orden no bastaría.

—¡Oh, no, señor! —El camarero parecía horrorizado—. Faltaba más.

La lucha desesperada que Seda había previsto se desvaneció en una bruma de eventualidades inconcebidas.

—Hay un caballero, señor. Un caballero muy alto, señor, de cara larga. Una cara más bien triste, si se me permite decirlo. Está en el Club.

—No vaya —anunció Oreb con firmeza.

—No quiso darme el nombre, señor. Dijo que es irrelevante —el camarero carraspeó—. Tampoco me dijo cómo se llama usted, señor, pero lo describió. Me pidió que si estaba usted con alguien no dijera nada. Que sólo les ofreciera a ambos un refresco que él pagaría. Pero que si lo encontraba solo lo invitara a reunirse con él.

Seda meneó la cabeza.

—No tengo idea de quién es ese caballero. ¿Y usted?

—Tampoco, señor. No es un cliente habitual. Creo que no lo había visto nunca.

—¿Conoce usted la estatua de Teljipeia, camarero? Parece que está en este invernadero.

—Desde luego, señor. El caballero alto me dijo que lo buscara a usted allí.

El coronel Oosik era alto, reflexionó Seda, aunque tan fornido que nadie habría notado su altura, y no tenía una cara especialmente larga. Puesto que sólo él y el capitán Gueco habían leído la carta de Jacinta, el de cara larga debía de ser Gueco.

—Dígale que al Club no puedo ir —dijo Seda cuidando las palabras— y que lo lamento. Dígale que estaré junto a la estatua de Teljipeia y que estoy solo. Si está dispuesto, puede hablar conmigo allí.

—Sí, señor. Gracias, señor. ¿Puedo traerle algo? Se lo traería aquí. —Impaciente, Seda negó con la cabeza—. Muy bien, señor. Llevaré su mensaje.

—Espere. ¿Qué hora es?

—No llevo reloj, señor —el camarero se disculpó con la mirada.

—Claro. Yo tampoco. Más o menos.

—Hace un par de minutos miré el reloj del barman, señor. Eran las doce menos cinco.

—Gracias —dijo Seda, y sin pensar más en la dificultad de levantarse se sentó en el asiento tallado.

El hiéraces, decía la carta de Jacinta. Intentó vanamente recordar las palabras exactas, pero recuperó el significado. No se mencionaba la hora, aunque acaso fuese el final de la tarde, cuando ella hubiera acabado las compras. Sin duda el reloj del barman estaba en el Club; y el Club sería un lugar de copas, sobre todo para hombres; una versión para ricos del Gallo, la taberna donde había encontrado a Alca. Difícilmente el camarero hubiera mirado el reloj después de hablar con el hombre carilargo, quienquiera que éste fuese; de modo que habrían pasado unos diez minutos. Ya no era hiéraces. Era téljides, y si Jacinta lo había esperado (lo que era altamente improbable), él no había ido.

—Hola, Pechugas —dijo Alca surgiendo de la oscuridad de un túnel lateral—. Quiere que trabajemos en el Plan de Pas.

Chenilla era un torbellino.

—¡Jaco! ¡Te he buscado por todas partes! —Sorprendiéndolo, corrió hacia él, lo rodeó con los brazos y se echó a llorar.

—Venga —dijo él—. Venga, Pechugas, venga. Ya está. Ya esta. —Ella había sufrido, y Alca lo sabía y sabía que de un modo indefinido y perturbador era culpa suya, por más que él no hubiese querido dañarla, le hubiese deseado lo mejor y hubiese pensado en ella con dulzura, cuando había pensado—. Perdóname —murmuró, y soltó la mano de Tártaro para apretarla con los dos brazos.

Cuando al fin pararon los sollozos la besó con toda la ternura posible, un beso que ella devolvió con pasión. Ella se secó los ojos, sorbió y tragó.

—¡Mi Hiérax! ¡Cómo te eché de menos, Jaco! No veas qué sola me sentía y qué miedo tuve. Achúchame.

Eso a él lo confundió, porque ya lo estaba haciendo.

—Lo siento, Pechugas —probó; y como al parecer no alcanzaba, dijo—: No volveré a dejarte nunca, salvo si tú quieres.

Asintiendo, ella volvió a tragar.

—No es nada. Sólo que siempre tienes que volver.

El vio la sortija.

—¿Eso no te lo di yo?

—Sí, gracias. —Retrocediendo un paso ella alargó la mano para mostrarlo mejor, aunque las empañadas luces verdosas no podían hacerle justicia—. Me encanta, pero si necesitas la pasta es tuyo cuando quieras.

—Disculpa, pero ¿yo te lo regale?

—Te has olvidado, ¿eh? —ella lo miro inquisitivamente—. Es por el golpe en la cabeza. ¿O te ha pillado un dios como Kipris me pilló a mí? Aún me cuesta recordar muchas cosas que pasaron cuando mandaba ella, o Escila.

Al sacudir la cabeza Alca descubrió que ya no le dolía.

—A mí nunca me ha mandado ningún dios, Pechugas, ni lo he querido. Es la pura verdad. Ni siquiera supe que fueses Kipris, pero vaya si cambiaste cuando eras Escila.

—Creo que una parte era yo. Abrázame fuerte, ¿quieres? Tengo mucho frío.

—¿Ya no te arde la quemadura?

—No mucho. He empezado a pelarme. Antes de irse, el pájaro tiraba del pellejo. Pero lo hice parar.

Alca miró alrededor.

—¿Dónde está?

—Con el pátera y Peder, supongo. Ese Uro se piró y ellos se largaron detrás. Yo también, sólo que de pronto el túnel se dividía, ¿sabes?

—Seguro. Me pasó un montón de veces.

—Y entonces pensé que ya no iban a buscar pero yo sí. Así que aflojé el paso y cuando cogieron por un lado yo cogí por el otro. Me figuro que el pájaro se fue con ellos.

—Eras tú la que me llamaba.

—Sí. Grité hasta quedarme ronca. Ay, Jaco, ¡qué alegría haberte encontrado!

—Te encontramos nosotros —dijo él, serio—. Es que escapé, Pechugas... —Callado de pronto, se masajeó la gran mandíbula.

—Porque habías visto a alguien, Jaco. O te pareció. Para mí estaba claro, y lo mismo dijo el pátera.

—Sí. A mi hermano Avutarda. Está muerto, ¿entiendes? Pero apareció por aquí y me hablaba. Iba a decirte que en realidad no era él, que debí de soñarlo, pero ahora no estoy tan seguro. A lo mejor era. ¿Me entiendes?

Pareció que las grises paredes de roca de nave presionaban a Chenilla.

—Creo que sí, Jaco.

—Luego dejó de estar y empecé a echarlo de menos como cuando murió. Por eso cuando volví a verlo, unas dos o tres horas más tarde, grité como loco e intenté alcanzarlo pero no lo logré. Luego me perdí; pero no me importó porque buscaba a Avutarda y él podía estar en cualquier parte. Y entonces me topé con este dios. Con Tártaro. Yo sobre todo lo llamo Terrible Tártaro porque la otra forma no me sale.

—¿Te encontraste a un dios, Jaco? O sea, ¿como cuando te encuentras a alguien por la calle?

—Parecido. —Alca se sentó en el suelo del túnel—. Pechugas, ¿quieres sentarte en mis rodillas como en los viejos tiempos? Me gusta mucho.

—De acuerdo. —Sentada, ella dejó el lanzador, cruzó las largas piernas y se reclinó en sus brazos—. Así sí que se está mejor, Jaco. Más caliente. Si no lo hago mucho es porque sé cuánto peso. Orquídea dice que estoy engordando. Hace ya dos meses que me lo repite:

Él la apretó más, deleitándose con su suavidad.

—Gorda será ella. Una bola. Tú no, Pechugas.

—Gracias. Ese dios que te encontraste... Tártaro, ¿sí? Es para vosotros lo que es Kipris para nosotras.

—Sí, sólo que es uno de los Siete.

—Ya lo sé. Társides.

—Pero a parte de nosotros tiene un tropel. Lo principal es que es el dios de la noche. Allí donde esté oscuro él tiene un lugar. Del dormir y los sueños también. Hombre, cualquier dios que lo quiera puede enviar un sueño, pero esos más comunes que parecen no enviados por nadie son de él. Yo lo llamo Terrible Tártaro porque había que decir Terrible o lo otro, o si no la máitera te daba un varazo. Yo temía que diese duro, pero conmigo ha sido muy legal, el tío Ha venido conmigo para ayudarme a encontrarte y salir. Está aquí a mi lado. Claro que no lo ves porque es cierto.

—¿Que está con nosotros, dices? —A Chenilla se le dilataron los ojos.

—Sí, aquí sentado conmigo. Pero mejor no intentes tantear. Puede que no haga nada...

Ella ya estaba agitando el brazo libre a la derecha de Alca, en el vacío. Él la sacudió, sin exagerar.

—No, Pechugas. Te lo he dicho.

—Aquí no está. No hay nada.

—Vale, no hay nada. Me estaba quedando contigo.

—Pues no lo hagas más. —Chenilla se levantó—. No te imaginas el miedo que he pasado en estos túneles, jo, y cómo me muero de hambre.

Alca también se levantó.

—Sí, supongo que no te habrás divertido. Lo siento, Pechugas. No volveré a hacerlo. Ven.

—¿Adonde vamos?

—Afuera.

—¿De verdad, Jaco?

—Claro. Tú tienes hambre. Yo también. Vamos a salir de aquí y comer hasta hartarnos en el Puerco o algún lugar por el estilo. Luego podemos alquilar una habitación y descansar un poco. Él dice que tengo que descansar. Luego quizás hagamos lo que dijo Escila. Pero no sé, habrá que preguntarle a él.

—¿A Tártaro? ¿De él hablas? ¿De veras que te lo has encontrado?

—Sí. Está muy oscuro allí, y húmedo. Del techo cae una especie de lluvia. Si lo vieras no entrarías, me parece, pero no hay nada que haga daño. Bueno, yo no lo creo.

—Todavía tengo la lámpara de ese Gelada, Jaco; solo que no hay forma de encenderla.

—No hace falta —dijo él—. No es muy lejos.

—Dijiste que íbamos a salir.

—Nos queda de paso. —Alca se paró a mirarla—. Claro que iríamos de todos modos porque él tiene que mostrarnos algo. Me lo acaba de decir, ¿te das cuenta? Y ahora escucha. —Ella asintió, envolviéndose en la túnica de Incus—. Éste es un dios de veras. Ya te lo he dicho: Tártaro. Dice que la cabeza me marcha mal porque tengo dentro una herida y un gran coágulo de sangre. Está intentando reparármela, y desde que empezó me he sentido mejor. Sólo que hemos de hacer lo que él dice; o sea que vienes o te llevo.

—Chica madera —chilló Oreb—. ¡Aquí chica!

Seda se enderezó en el asiento; la «chica» podía ser Jacinta. De haber la menor posibilidad, una entre mil o diez millones —si había alguna posibilidad—, tenía que ir. Se obligó a levantarse, recogió la mochila, tosió, escupió y echó a andar tambaleándose. El sendero giraba a la derecha, luego a la izquierda, caía en un vallecito y se bifurcaba. Gotas de humedad chorreaban de unos pimpollos enormes blancos como fantasmas.

—Ya voy, Oreb. Dile que ya voy.

—¡Aquí, aquí!

El pájaro parecía estar cerca. Bajando del sendero destellante, hundió los pies en suelo blando y apartó las hojas. La cara que lo miraba fijo, demacrada y de ojos opacos, podría haber sido la de un cadáver. Sobresaltado, vio que los labios exangües se abrían. Oreb voló hacia él transformado en dos pájaros.

Dio un paso más, procurando no dañar la profusión de plantas, y se encontró sobre unas piedras rojas al borde un estanque, no mayor que un mantel, a cuyo borde opuesto llegaba otro sendero.

—¡Aquí chica! —Oreb saltó a la cabeza de la figura de madera y la golpeteó sagazmente con el pico.

—Sí —dijo Seda—. Es Teljipeia. —No había otra diosa con esos ojos sesgados y un tití tallado en el hombro. Aunque tocó con un dedo el globo plateado que ella sostenía y golpeó las manos, no apareció ningún monitor—. Es un espejo corriente —le dijo a Oreb—. Pensé que quizás Jacinta lo usara para llamarme. —¿No llama?

—A través de esto no se puede, lastima. —Con ayuda de un árbol amistoso recorrió el borde de piedra hasta una hamaca que miraba el agua. Desde allí, como había dicho Oosik, se veía el estanque y el espejo de Teljipeia reflejándose el uno al otro.

El hiéraces había sido el día de morir y de honrar a los muertos. Grulla había muerto; él, Seda, no había hecho ninguna de las dos cosas. Hoy, téljides, era el día de mirar cristal y proyectar suertes, de los trucos y los conjuros, de cazar animales y atraparlos; resolvió no hacer nada de eso, se reclinó y empezó a mecerse con los ojos cerrados. Teljipeia era a un tiempo la diosa más cruel y la más bondadosa; aunque más mercurial incluso que Molpe, se decía —por eso tal vez estaba allí su imagen— que protegía a los amantes. El amor era el encanto más grande; si Equidna y sus hijos lograban matar a Kipris, sin duda, indudablemente, Teljipeia...

En menos de un siglo será la diosa del amor, dijo el Extraño, de pie no detrás de Seda como en la cancha de pelota, sino delante de él, sobre las quietas aguas del estanque, alto, sabio, amable, con la cara casi en foco. En ese caso yo la vindicaré mucho antes delfín. Como he vindicado a muchos otros. Como vindico ahora mismo a Kipris, pues el amor siempre procede de mí; el amor real, el amor verdadero. El primer romance.

El Extraño era el bailarín de un juguete, y las aguas, la lustrosa superficie sobre la que él bailaba con Kipris, que también era Jacinta y era Madre. Primer romance, cantaba el Extraño sobre la caja de música. Primer romance. Por eso lo llamaban el Extraño. Estaba fuera de...

—Ehm, espero y, ah, confío en no molestarlo. Seda despertó de un respingo y miró alrededor desorbitado.

—Hombre viene —señaló Oreb—. Hombre malo. —Estaba sobre una roca junto al estanque de Teljipeia; una vez hechos sus comentarios, probó picotear a un pececillo plateado que huyó despavorido.

—No es, ehm, imprescindible dar nombres, ¿eh? Yo lo conozco. Usted me conoce a mí, ¿cierto? Que con eso nos baste. —Seda reconoció al vacilante recién llegado, empezó a hablar y, asimilando lo que acababa de oír, permaneció en silencio—. Es capital. Tanto, ah, usted como yo asumimos un riesgo. Una, ehm, cruda apuesta. Por el simple hecho, hum, de estar donde nos corresponde. Aquí en la colina, ¿sí?

—¿No quiere sentarse? —Arduamente, Seda se puso en pie.

—No... Yo, ehm... no. —El visitante dejó escapar otro leve eructo—. Gracias. He estado esperando en el bar, ehm, donde, mmm, me he visto obligado a pagarme unas copas. Y, ahm, beberías. De pie se está mejor. Por el momento, ¿eh? Sólo, ehm, me apoyaré en esto, si me permite. Pero usted, por favor, siéntese, pát... —Se llevó una mano a la boca—. Haga el favor de sentarse. Soy yo quien debería... y eso hago. Yo, ehm, como puede ver, ¿eh?

Seda volvió a su lugar en la hamaca.

—¿Puedo preguntarle...?

El visitante levantó una mano.

—¿Cómo sabía que iba usted a estar aquí? No lo sabía, pát... No lo sabía. Nada de eso. Pero estaba, ¡berp!, sentado en ese nosecuantos cuando lo vi entrar. No ese sitio, ehm, para beber sombrío y enmaderado, ¿eh?, sino el otro. El exterior, el más grande.

—La sellaría —apuntó Seda.

—Hombre, exacto. Y el caso es que, ehm, fui hasta la puerta y lo espié. —El visitante meneó la cabeza en señal de autorreproche.

—Lo que es de perdonar, sin duda, dadas las circunstancias —dijo Seda—. Últimamente yo he hecho cosas mucho peores.

—Qué bien que lo diga. Pues yo, ahm, abordé al camarero. Usted ha hablado con él. —Seda asintió—. Lo había observado, eh, pasar bajo el arco. Por mi parte, ehm, nunca había tenido el placer, ¿eh? Con todo, inferí que se trataba de, ehm, una especie de jardín, y pregunté. El hombre, uhm, indicó que se empleaba... se emplea, sospecho, para discusiones de, ehm, carácter amoroso.

—Usted sabía que iba a estar exactamente en este lugar. —A Seda le resultaba de lo más incómodo no poder decir Su Eminencia—. Le dijo al camarero que me buscara aquí.

—¡No, no! —El visitante hizo un gesto enfático—. Le anticipé que, ehm, posiblemente tendría usted una, ah, cita. Cosa que, eh, él no había advertido. Pero, además, eh, no obstante, consideré que, ehm, acaso quisiera usted hacer una, ah, petición a los dioses inmortales. Lo mismo que yo. Pregunté, ehm, cuál era el lugar para hacerlo en, ehm, este invernáculo. Y él mencionó la, ah, xilografía que aquí vemos. —El visitante sonrió—. Pues allí es, le dije yo. Allí lo encontrará. Ehm, ¿le importa que ahora me siente? Estoy, ehm, bastante fatigado.

—Por favor —Seda se apresuró a hacerle sitio.

—Gracias. Ah... gracias. Muy considerado. No he cenado nada. En ese lugar, ehm, no sabía qué pedir. Con el vino. Parsimonia. En realidad, un tonto... ehm... un imbécil.

—Pescado —sugirió Oreb.

El visitante no le hizo caso.

—Tengo fondos, ¿eh? ¿Y usted?

—No. Nada.

—Tenga, pát... muchacho. A ver, abra la mano. —Sobre el regazo de Seda llovieron tarjetas doradas—. ¡Nada de hablar! ¡Tómelas! Hay, ehm, muchas más. En el lugar de donde vienen, ¿sí? Espere al camarero. Páguese algo de comer. Y además para mí, ¿eh? Estoy, mmm, necesitado de... ayuda. De, ehm, socorro. En resumidas cuentas, tal es la cuestión. Me rindo... ehm... Nos rindo... Nos rindo a su, ehm, conmiseración.

Seda miró cautelosamente a Teljipeia, que le devolvió la mirada con aplomo de leña. ¿Estaría encantado ese oro? ¿Se fundiría (figurativamente al menos) al primer toque? Si no, ¿qué había hecho él para ganarse el favor de la diosa?

—Gracias —logró decir al cabo—. Si puedo ser de alguna utilidad a Su... serle de utilidad, haré de buen grado lo que me pida. —Contó al tacto: siete tarjetas.

—No lo creerá usted si, ehm, le cuento que vinieron al Palacio. Al, ehm, mismísimo Palacio. —El visitante se cogió la cabeza—. Yo estaba, ehm, cenando. Cenando. De golpe entra, mmm, un paje. Uno de los muchachos que nos llevan mensajes. ¿Usted hace eso?

—No. Pero los conozco, claro.

—Algunos lo hemos hecho, ¿eh? Yo mismo. Hace muchos años. Nos, ehm... matriculamos en la scola. Algunos. Un gordito. No yo. Él. Dijo que me arrestarían. ¡Que arrestarían a Su Cognescencia! Dije yo, eh, estupefacto. Cómase usted eso, ¿eh? Y bien, uhm, llegaron. De improviso. Oficial, ehm, capitán... teniente algo. Rodeado de coraceros. Montones de guardias. Lo revolvieron todo buscando a Su Cog... Lo pusieron todo patas arriba. Pero no lo encontraron. Me llevaron a mí. Me maniataron. jA mí! Con las manos atadas a la espalda bajo la túnica.

—Lo siento mucho —dijo Seda, sincero.

—Me llevaron al, ehm, cuartel de la Cuarta Brigada. Un cuartel transitorio. ¿Logro, ehm, darme a entender? La casa del brigadier. En la Guardia Civil ya no hay, mmm, generales de título. Ningún generalísimo. Sólo estos, ehm, brigadieres. Me interrogaron, ¿sí? Horas y horas. Como le cuento. La carta del viejo Quetzal, ¿eh? ¿Sabía usted algo?

—Sí, la he visto.

—La, ehm, compuse yo. Pero no, ehm... informe al brigadier, ¿eh? No confesé. Me habría matado, ¿eh?

Nosotros», yo sabía que habría problemas... Me esforcé por formularlo con... suavidad. Su... El no quena oír nada. —El visitante miró a Seda con una expresión de perro apaleado, el aliento espeso de vino—. ¿Percibe usted a quién, ehm, me refiero?

—Desde luego.

—Me la devolvió. Dos veces. No me había ocurrido en años, ¿en? A la tercera la aceptó. «Con toda la presteza con que, ehm, es posible ponerlo por escrito...» Sí, ponerlo por escrito. Ehm, «os exhorto a obedecerlo, uhm, como a uno de los nuestros. Pero cuánto me deleitaría escribir en cambio: ¡démosle la bienvenida y obedezcámosle, que es uno de los nuestros!». Así decía el tercer borrador que pasé a Su... ehm... a la persona que ambos sabemos, ¿eh? Tal como, ehm, presumo. Un orgullo, ¿eh? Y para mí también. Para mí también.

—Con razón —le dijo Seda—. Pero eso a la Guardia Civil no puede haberle importado. Me sorprende que lo hayan dejado ir. Bostezó y se frotó los ojos, descubriendo que los escasos momentos de sueño lo habían despejado bastante.

—Lo conseguí a fuerza de palabra, ¿eh? Elocuente. Nadie habla de mí de ese modo. En el ambión, un poco insulso, ¿eh? Es lo que dicen. Lo sé. Lo sé. Pero esta noche, elocuente. O nada uno o se hunde, y eso hice, pát... eso hice. Mensajero. Pacificador. Fin de la rebelión. Usé el espejo de ellos para hablar con el consejero Lorí. ¡Indemne, ap! Lo dejaron en libertad. Malestar en sus filas, ¿sí? Augures muertos, ¿eh? También una sibila. La, ehm, misiva. Ropas de laico, como usted, ehm... Sensato. Pero asustado. Terriblemente asustado. Sin, ehm, vergüenza por la acusación... admisión. No obstante con miedo. Sentado en ese tugurio, bebiendo. Temiendo que vinieran por mi. A un porteador se le cayó algo en la calle y salté como un conejo.

—Supongo que todos los hombres temen cuando peligra su vida. La voluntad de admitirlo sólo habla bien de Su... de usted.

—¿Me... ehm... ayudará usted? ¿Si puede?

Oreb levantó los ojos de la pesca.

—¡Cuidado!

—Estoy cansado y muy débil —dijo Seda—. Pero sí, lo ayudaré. ¿Hay que andar mucho?

—No hay que andar nada. —El visitante metió la mano bajo la toga color crema—. Ya le, ehm, he informado de que no era a mí a quien buscaban, ¿eh? En realidad era al viejo Quetzal. El prolocutor. Su Cognescencia. El firma la carta, ¿sí? —Seda asintió—. Le habrían pegado un tiro. Antes. Antes. Cuando, ehm, me constriñeron a mí. Eso fue entonces, ¿sí? Esto es el... momento presente. Pasada la medianoche. Casi la una, ¿eh? Casi la una. Ya era tarde cuando me soltaron. ¿Se lo he dicho? La nota de la cena... Más tarde, de hecho. Ellos, pát... conocen su... profesión. Su, ehm, vocación. Menta es sibila. ¿Me sigue?

—Por supuesto —dijo Seda.

El visitante sacó un elegante estuche de plumas de avestruz.

—Por otro lado, está el viejo Quetzal, ¿sí? Inconfundible. La carta es la prueba. Y está... ehm... ese otro asunto. La vocación, ¿eh? El brigadier piensa que entre él y yo podríamos arreglar un, berp, hiato en las hostilidades. Una tregua, ¿sí? Es la palabra que empleó él. Ya ha habido una. ¿Por qué no, pues?

Seda se enderezó.

—¿Ha habido una? ¡Es maravilloso!

—Poca cosa, eh. Incluyó a unos pocos centenares. No duró mucho. Pero un augur... ¿ve usted la conexión? Ese augur, uno de los nuestros... ehm, un miembro del Capítulo, cruzó las líneas. Entre los dos bandos, ¿eh? Para hacerlo consiguió que pararan de disparar. Un hijo del coronel, herido. Casi muerto. Ese, ehm, santo augur le llevó el Perdón. De momento funcionó. Los rebeldes, ehm, propusieron que se extendiera. Ambos bandos retiraron los, ahm, cadáveres. Reclamaron sus muertos, ¿eh? Pues eso. ¿Por qué no una más larga, pues? El viejo Quetzal lo conseguiría. Lo respetan los dos bandos. Un hombre de paz. ¿Me sigue? —Seda asintió para sí—. Pero ¿y si sus, ehm, seguidores supieran que me ha enviado el brigadier? ¿Entonces qué? ¿Me matarían? Posible. Muy posible. Por eso le solicito a usted un, ah, documento, pát... Firmado —la voz del visitante se redujo a un susurro— con su, mmm, título civil.

—Entiendo.

—¡Capital! —El visitante sacó del estuche una hoja de papel—. Estos cueros elegantes no, ehm, no incitan a la escritura. Pero acaso el papel ayude, ¿eh? Yo le sostendré el frasco de tinta. Breve, ehm, no desdeñable. Conciso. El, ehm, ¿portador? Respetar su, ehm, ah...

—No dispara —sugirió Oreb.

El visitante le dio a Seda una pluma.

—¿Le va bien esta punta? No demasiado fina, ¿eh? Mi protonotario, el pát... Incus. ¿Lo conoce?

—Lo encontré una vez que intentaba verle a usted.

—¿Ahá? Mmm —dijo el visitante. Con el estuche apretado entre las piernas, Seda mojó la pluma—. Ehm, Incus. El les saca punta. Yo le mandaba que lo hiciera. Los mólpedes. Pero las afinaba demasiado. Cortaban un pelo. Me libraré de Incus, ehm, de inmediato. En este momento podría estar muerto. Entre los dioses, ¿eh? Hace días que no lo veo. Le di, ehm, un recado. No volvió nunca. Con toda esta agitación.

Inclinado sobre la hoja, Seda apenas si lo oía.

A la generala Menta, sus oficiales y soldados. El portador, pátera Rémora, queda autorizado por mi y mi...

Seda levantó la vista.

—¿Con quién habló usted? ¿Quién era el brigadier que lo liberó?

—El brigadier, eh, Guaraguo. También me firmó, ¿eh? Su segundo.

...brigadier Guaraguo a negociar una tregua. Se ruega tratarlo con toda amabilidad.

La temblorosa punta de la pluma se detuvo y asomó una manchita; daba la impresión de que no había más que decir. Seda la obligó a continuar.

Si conocieran el paradero de Su Cognescencia el prolocutor, agradeceré que guíen al portador a fin de que pueda asistir a Su Cognescencia en el desarrollo de las negociaciones.

Oreb dejó caer un resistente pececillo dorado y lo pinchó con una pata.

—No dispara —repitió—. Hombre escondido.

Por la presente les hago responsables de la seguridad del portador y de la de Su Cognescencia. Ha de permitirse a ambos circular sin perjuicio. En modo alguno se restringirán sus movimientos.

Es sumamente de desear que se llegue a una tregua y se la observe de buena fe.

Yo, pátera Seda, de la calle del Sol, caldé.

—¡Capital!. En efecto, capital, pát... ¡Gracias!

Con el pico apuntado hacia el techo de cristal, Oreb tragó un bocado de pececillo y anunció en voz alta:

—¡Hombre bueno!

—Por aquí tiene que haber, ehm, un rociador. —El visitante recuperó el estuche y sacó una especie de salero—. Si quiere usted arena, ¿eh?

Seda se estremeció, añadió la firma, sopló la hoja y al fin escupió al musgo un coágulo de sangre congelada. —Le agradezco. Así, ehm, lo he expresado previamente, creo, ehm, reconocerlo. Quedo, ah, en su libro de cuentas, ¿sí? Como deudor —dijo el visitante. Seda le entregó el salvoconducto—. Bien, ehm, imagino que ya podré anclar. Lo que queda. Me había mareado un poco aquí, ¿eh? Por un, ehm, momentáneo. —Logró levantar su estatura, firmemente agarrado a la cadena de la que pendía la hamaca— Creo que, mmm, me proporcionaré un bocado de comida. Una, uhm, colación. Aunque mucho me complacería, ehm, tal vez sea una imprudencia...

—Yo he cenado bien —le dijo Seda—. Y podría ser peligroso que nos vieran juntos. Me quedaré aquí.

—También, ehm, yo, ah, lo creo más atinado. —Sonriendo, el visitante soltó la cadena—. Mejor, ¿eh? Con un bocado me pondré bien. Demasiado vino. Lo... concedo. Más de lo debido. Fue el miedo, pero el vino empeoró, ehm, las cosas. Pensar que, ump, paguemos nosotros... —De pronto calló. Poco a poco la risa se fue dilatando en un rictus de calavera—. Hola, Seda —dijo—. Me han mandado encontrarte.

Seda asintió de mala gana.

—Hola, Mucor.

—Cuánto humo hay aquí. Es puro humo. —Por un momento él no entendió de qué hablaba—. Tiniebla, Seda. Como caer por una escalera.

—Los vahos del vino, supongo. ¿Quién te ha mandado encontrarme?

—Los consejeros me quemarán otra vez.

—¿Te torturarán si no haces lo que dicen? —Seda intentó despojar la voz de la ira que sentía—. ¿Sabes como se llaman? ¿Los consejeros que te amenazan con quemarte?

El visitante subió y bajó la cabeza.

—Lorí. Tarsiero. Potto. Mi padre dijo que no, pero el soldado lo obligó a ir.

—Ya. Su Eminencia—, el hombre a quien tienes poseído, me dijo que había hablado con el consejero Lorí por un espejo. ¿Por eso cuando te mandaron a buscarme lo poseíste a él?

—Tuve que hacerlo. Me quemaron como a Mosqueta.

—Entonces has hecho bien en obedecer. Para evitar que te quemaran de nuevo. No te culpo en absoluto.

—Te vamos a matar, Seda.

Junto al estanque se agitó el follaje, despidiendo un rocío cristalino tibio como la sangre. Apareció un hombre de pelo blanco. En una mano llevaba el bastón con bandas de plata con el que había apartado las ramas. La otra esgrimía un sable, la delgada hoja dirigida al corazón del visitante.

—¡No! —le dijo Seda.

—No palo —añadió Oreb, como quien aclara una situación difícil.

—¡Tú mismo eres Seda, muchacho! ¡Eres él!

—Me temo que sí. Si ha dejado usted su escondite para protegerme, me daría más seguridad si no hablara tan alto. —La atención de Seda volvió a la máscara de la muerte que había suplantado el rostro de su visitante—. Mucor, ¿cómo se supone que vas a matarme? El lanzagujas de Mosqueta lo tiene ahora este hombre; imagino que me ha seguido hasta aquí para devolvérmelo. ¿Tú... el hombre que estás poseyendo lleva una arma?

—Les avisaré y ellos vendrán.

—Ya veo. Y si no les avisas te queman.

La cabeza del visitante asintió otra vez.

—Me lleva de nuevo. Cuando me queman no puedo quedarme lejos.

—Debemos sacarte de allí. —Seda levantó el tobillo que se había roto al saltar por la ventana de Jacinta y se lo frotó—. Yo he dicho que eras una especie de demonio... Se lo dije al doctor Grulla, lo sé. Lo mismo pensé cuando vi a los durmientes muertos. Olvidaba que los demonios, que atormentan a los demás, también son atormentados.

El sable avanzó una pulgada.

—¿Lo mato, muchacho?

—No. Es la mejor posibilidad de paz que tiene la ciudad, y no creo que matarlo nos asegure el silencio de Mucor. Aquí no es usted útil.

—¡Puedo protegerte, zagal!

—Antes de irme de su casa yo ya sabía que esta noche me encontraría con Hiérax. —Seda tenía una expresión lúgubre—. Pero no hay razón para que usted muera conmigo. Si ha seguido mi rastro por media ciudad para devolverme la pistola, démela y váyase.

—¡Esto también! —Alargó el bastón veteado de plata—. Estás cojo, ¿no? ¡Ya cojeabas cuando nos batimos! ¡Ten! —Le arrojó a Seda el bastón y también le arrojó al regazo el lanzagujas de Mosqueta—. ¿Eres el caldé, muchacho? ¿El que está en boca de todos?

—Supongo que sí.

—¡Alca me lo dijo! ¿Cómo pude olvidarme? ¡Me dijo cómo te llamabas! No lo supe hasta que oí a este sujeto. ¡Los consejeros! ¿Lorí? ¿Te van a matar?

—Potto y Tarsiero también. —Después de hacer a un lado el lanzagujas, Seda recapacitó y se lo puso bajo la faja—. Me alegro de que haya sacado el tema. Lo había perdido de vista y eso aumenta las probabilidades. Mucor, ¿tienes que volver a Lorí en seguida? Si puedes, me gustaría que me hicieras un favor.

—Está bien.

—Gracias. Primero: ¿Lorí te habló del hombre que estás poseyendo? ¿Te pidió él que lo encontraras?

—Yo lo conozco, Seda. Habla con el hombre que no está.

—Con Pas, quieres decir. Sí, estoy seguro. Pero Lorí fue quien te lo indicó. ¿Te dijo por qué?

La cabeza del visitante negó. —Tengo que volver pronto.

—Ve primero a ver a la máitera Menta... a la generala Menta; son la misma persona. —Con el índice, Seda se trazó un círculo en la mejilla—. Cuéntale dónde estoy y que vendrán a matarme. Luego dile a la máitera Mármol...

—Chica va —señaló Oreb.

Por cierto, la sonrisa cadavérica ya se desvanecía. Con un nuevo suspiro Seda se levantó.

—Envaine esa espada, por favor. No nos hace falta.

—¿Posesión? ¿Así se llama esto, zagal?

—Sí. En un instante volverá en sí.

El visitante de Seda se afirmó agarrándose de la cadena.

—¿Ha proferido usted un comentario, pát...? Otra vez caí, ehm, en un vértigo, me temo. Acepte, por favor, mis... ah... abiertas excusas. ¿Este, mmm, caballero es...?

—El maestro Jibias. El maestro Jibias enseña esgrima, Su Eminencia. Maestro Jibias, le presento a Su Eminencia el pátera Rémora, coadjutor del Capítulo.

—Caramba, pátera, ehm, ¿no debería ser más, ah, prudente?

—Me temo que ya no hace falta, Su Eminencia. No corre peligro. Dudo que lo haya corrido. Y el que corro yo es tan grande que no aumentaría mucho si fueran ustedes a denunciar al primer guardia al alcance que el caldé Seda espera en el Marto que lo arresten.

—¡Vaya! Yo... ehm...

—Usted, me ha dicho, habló con el consejero Lorí por el espejo del brigadier Guaraguo.

—Bueno, pues, ahm, sí.

—Por un momento, durante su mareo, Su Eminencia, se me ocurrió que acaso Lorí le hubiese dicho dónde encontrarme; que cierta persona de la casa donde él está de visita le había dicho que yo podía estar aquí, o había confiado en otra que luego lo reveló. Pudo haber salido a la luz del modo más inocente; pero nada de esto es cierto, porque a fin de localizarme Lorí envió a alguien hasta usted. Es evidente que la información hizo el camino inverso: usted sabía que quizás yo viniera aquí esta noche. Dudo que se lo haya contado a Lorí; no podía estar tan seguro. Pero de algún modo lo indujo a pensar que sabía. En el lugar de él, yo habría mandando al brigadier Guaraguo a seguirle los pasos. Debido a un negligente comentario mío del társides, eso no le hizo falta. ¿Me dirá, pronto, si no le molesta, cómo consiguió usted el dato?

—Juro... Le garantizo, pátera...

—Tendremos que dejarlo para después. —Aunque apoyado en el bastón con bandas de plata, Seda flaqueaba más que Rémora—. Hace un momento le dije al maestro Jibias que no lo matara. No sé si habría estado mal decirle que procediera, pero ahora no hay tiempo para preguntas. Debemos irnos antes de que llegue la Guardia. Usted, maestro Jibias, tiene que volverse a casa. Es un gran espadachín, pero no puede defenderme de un pelotón de coraceros con trabucos. Usted, Su Eminencia, ha de ver a la máitera Menta. No se moleste en llenarse el estómago. Sí...

—¡Viene chica! —Aleteando, Oreb saltó al hombro de Seda y agregó—: ¡Viene rápido!

Seda perdió un segundo buscando en la cara de Rémora signos de la presencia de Mucor. Jacinta apareció antes de que él oyera sus suaves pasos descalzos en el sendero de gemas falsas y la vio, la boca abierta, los ojos oscuros brillantes de lágrimas sobre la rosada confusión de un vaporoso salto de cama, el pelo siguiéndola como una nube de medianoche.

Se detuvo. Fue como si al verlo quedara suspendida en ámbar.

—¡Estás aquí! ¡Estás aquí de veras!

Por el hechizo de Teljipeia cayó en sus brazos y lo ahogó en besos.

—Yo no... Sabía que no podías venir, pero tenía que hacerlo. Si no no iba a saberlo nunca. Siempre creí...

Él la besó, torpe pero sin embarazo, procurando decir con el beso que a él también lo había arrastrado algo más fuerte que él mismo.

Siempre oscuros, el estanque y el diminuto valle que lo contenía se oscurecieron más aún. Al levantar la vista tras un sinfín de besos, Seda vio ociosos pececillos moteados de oro y plata, negros, blancos y rojos, flotando en el aire sobre la alzada mano de la diosa, y por primera vez notó la luz que fluía de una lámpara de filigrana de plata colgada de una rama de un árbol podado.

—¿Adonde han ido? —preguntó.

—¿Había... alguien más? —Jadeante, la sonrisa de ella le causó a Seda el dolor más dulce que había sentido nunca.

—Su Eminencia y un maestro de esgrima. —Seda pensó que debía mirar alrededor, pero no lograba apartar los ojos de ella.

—Habrán sido educados —ella volvió a besarlo— y se habrán ido en silencio. —El asintió, incapaz de hablar—. Y lo mismo deberíamos hacer nosotros. Tengo una habitación. ¿No te lo he dicho? —Él negó con la cabeza—. Una suite, de hecho. Son todas suites, pero las llaman habitaciones. Es un juego, van de sencillos, fingen que es una posada de campo. —Con una gracia de bailarina cayó de rodillas sin soltar el brazo de él—. ¿Te arrodillas conmigo junto al estanque? Quiero mirarme y al mismo tiempo mirarte a ti. —Bruscamente desbordaron las lágrimas—. Quiero mirarnos. Sabía que no podías venir. —La caída de una lágrima provocó una pequeña ola—: Por eso tengo que vernos. Mírate a mi lado.

Como en la cancha de pelota (aunque tal vez sólo por haberlo experimentado allí), le pareció que estaba fuera del tiempo.

Y cuando volvieron a respirar y a besarse, le pareció que sus reflejos permanecían inmutables en el agua quieta, invisibles pero presentes para siempre.

—Tenemos... tengo que irme —le dijo al cabo de un enorme esfuerzo—. Ellos saben dónde estoy o lo sabrán pronto. Enviarán soldados a matarme, y si estás conmigo te matarán a ti también.

Ella rió con una risa blanda más dulce que cualquier música.

—¿Tú sabes las que he pasado para venir? ¿Lo que me hará Sangre si descubre que me llevé una flotadora? Cuando llegué a la colina, después de pasar por un montón de controles y centinelas... ¿Te encuentras mal? No tienes buena cara.

—Estoy cansado, nada más. —Seda se sentó sobre los talones—. Al pensar que debía escapar de nuevo sentí... Ya pasará. —En cuanto lo hubo dicho creyó que era cierto, persuadido por el esfuerzo de que lo creyera ella.

Ella se levantó y le tendió la mano.

—Cuando llegué al hotel pensé que había sido una locura, ahogarse en un vaso de agua. —Feliz de nuevo, sonrió—. Ni siquiera eché un vistazo porque no quería descubrir que no había nadie. No quería recordar lo boba que había sido. Subí a la habitación, me preparé para acostarme y de repente pensé... pensé...

Él la abrazó; desde una percha en la lámpara de filigrana, Oreb graznó:

—¡Pobre Seda!

—¿Y si está abajo? ¿Y si realmente está abajo y yo aquí arriba? Ya me había soltado el pelo y quitado el maquillaje, pero me lancé por la escalera, corrí por la sellaría y aquí estabas, y es un sueño, nada más, pero es el mejor sueño del mundo.

Él tosió. Esta vez la sangre era fresca y roja. Se aparto y la escupió en un arbusto con flores de lavanda y hojas esmeraldas, y sintió que caía y no podía evitarlo.

Yacía en el musgo junto al estanque. Ella ya no estaba. Pero los reflejos de los dos seguían en el agua para siempre.

Cuando volvió a abrir los ojos ella había vuelto con un anciano cuyo nombre él no recordaba, el camarero que le había ofrecido vino en la sellaría el que le había hablado de Rémora, el lacayo de la puerta y otros. Lo hicieron rodar sobre algo y lo levantaron y le pareció que flotaba un poco por debajo de sus cinturas, mirando esa vasta cosa oscura que se había interpuesto entre el brillo de los campos del cielo y el techo de cristal. Encontró la mano de ella. Ella sonrió desde arriba y él sonrió también, de modo que viajaron juntos como habían viajado en el coche fúnebre de aquel sueño suyo, en ese silencio comunicativo de los que han vencido muchos obstáculos para estar juntos y más que palabras ruidosas necesitan descansar... uno en otro.