4 —El plan de Pas

—Siento que hicieras eso, Mucor —dijo Seda dócilmente.

La anciana sacudió la cabeza.

—No iba a matarte. Pero habría podido hacerlo.

—Desde luego.

Quetzal había recogido el lanzagujas; estuvo acariciándolo y sacó un pañuelo con el que limpiar la sangre del toro blanco. La anciana se volvió a mirarlo y los ojos se le dilataron al tiempo que se borraba la sonrisa de calavera.

—Lo siento, hija mía. Una que otra vez he reparado en ti durante el sacrificio pero no recuerdo cómo te llamas.

—Mandioca. —Hablaba como en un sueño.

Seda asintió, solemne.

—¿Te encuentras mal, Mandioca?

—Me...

—Es el calor, hija. —Para salvar la conciencia, añadió—: Tal vez. Tal vez es el calor, al menos en parte. Deberíamos apartarte del sol y de este fuego. ¿Crees que podrás caminar, Villus?

—Sí, pátera.

Quetzal le tendió el lanzagujas.

—Tenga esto, pátera. Puede que le haga falta. —Como en el bolsillo no cabía, Seda se lo puso en la faja, bajo la toga, donde había llevado el azot—. Más atrás, me parece —dijo Quetzal—. Detrás de la punta de la cadera. Es más seguro e igual de cómodo.

—Sí, Su Cognescencia.

—Este niño no debe caminar. —Quetzal alzó a Villus en brazos—. En este momento tiene veneno en la sangre, lo que no es una bagatela, aunque es de esperar que sea poco. ¿Puedo llevarlo a su manso, pátera? Tendría que acostarse, y esta pobre mujer también.

—A las mujeres no... Desde luego, Su Cognescencia.

—Cuentan con mi permiso —dijo Quetzal—. Lo doy. También le permito a usted, pátera, que entre en el cenobio a buscar un hábito de sibila. La máitera —miró a la máitera Mármol— puede volver en sí de un momento a otro. Hemos de ahorrarle todo el embarazo posible. —Con Villus al hombro, cogió a Mandioca por el brazo—. Ven conmigo, hija mía. Por un tiempo tú y este muchacho os tendréis que cuidar el uno al otro.

Seda ya había cruzado el umbral del jardín. Aunque nunca había pisado el cenobio, creía tener una buena noción del plano: sellaría, refectorio, cocina y despensa en los bajos; habitaciones (cuatro por lo menos, y acaso hasta seis) en la planta alta. Si bien la máitera Mármol nunca dormía, era de presumir que una de ella fuera la suya.

Iba trotando por el sendero de grava cuando recordó que el altar y la Ventana Sagrada habían quedado en la calle del Sol. Habría que entrarlos lo antes posible al manteón, si bien se necesitaría una docena de hombres. Abrió la puerta de la cocina y se encontró muy poco seguro de que hiciera falta. Pas había muerto —no por eso era menos divino que lo que afirmara Equidna— y él, Seda, no se concebía sacrificando de nuevo para Equidna, y ni siquiera asistiendo a un sacrificio en su honor. ¿Qué importaba realmente, salvo para los dioses, que el altar o la ventana por la cual tan rara vez los dioses condescendían a comunicarse decayeran bajo carretillas de bosta y furgones de mercaderes?

Y, sin embargo, era una blasfemia. Se estremeció.

La cocina del cenobio le resultó casi familiar, en parte, decidió, porque a menudo la máitera Mármol había mencionado la estufa y la caja de leña, los armarios y la alacena; y en parte porque, si bien mucho más limpia, se parecía a la suya.

El corredor que encontró arriba era una versión ampliada del rellano superior del manso; tres cuadros deslucidos decoraban las paredes: Pas, Equidna y Tártaro llevando a una boda (empalagosamente simbolizada por un ramo de caléndulas) obsequios de comida, progenie y prosperidad; Escila desplegando su hermoso manto invisible sobre un viajero que bebía de un estanque del desierto del sur; y Molpe, someramente disfrazada de joven de clase alta, aprobando a una humilde anciana que daba de comer a las palomas.

Se detuvo un instante a examinar el último. La modelo de la anciana bien podía haber sido Mandioca; Seda pensó con amargura que mejor hubiera sido que las palomas la alimentaran a ella; y luego recordó que en cierto sentido lo estaban haciendo: que la certeza de tener algo que dar, aunque fuese tan pobre, daría brillo a los últimos años de su vida.

Al final del corredor sonó un portazo. La curiosidad lo hizo entrar. La cama estaba hecha y el suelo barrido. Como en la mesilla de noche había una jarra de agua, sin duda ésa era la habitación de la máitera Menta o la máitera Rosa, o tal vez donde Chenilla había pasado la noche del ésciles. Muy oscurecido por las lámparas votivas de un altarcillo, de la pared colgaba un icono de Escila. Y eso que había allí parecía, sí, un espejo de trabajo. Sin duda era la habitación de la máitera Rosa. Seda batió palmas y en el fondo grisáceo apareció el rostro exangüe de un monitor.

—¿Por qué la máitera Rosa no me dijo nunca que tenia este espejo? —preguntó.

—No tengo idea, señor. ¿Ha indagado?

—¡Desde luego que no!

—Podría ser por eso, señor.

—Si piensas... —iba a replicar Seda y se encontró sonriendo. ¿Qué era esto comparado con la muerte del doctor Grulla o la teofanía de Equidna? Debía aprender a relajarse y pensar.

Era muy natural y digno de elogio que al construirse el manteón se hubiera previsto, lo mismo que para el primer augur, un espejo para uso de la sibila superiora. Si éste seguía funcionando quizás sólo fuese porque tenía menos uso. Seda se pasó los dedos por el desgreñado pelo rubio.

—¿Hay más espejos en el cenobio, hijo mío?

—No, señor.

Dio un paso adelante; ojalá hubiera tenido un bastón.

—¿Y en el manteón?

—Sí, señor. Hay uno en el manso, pero ya no es convocable.

Seda asintió para sí.

—Tú no podrás decirme, supongo, si la Alambrera ya se ha rendido, ¿no?

Al instante la cara del monitor se desvaneció, reemplazada por la muralla y las torrecillas del edificio. Varios miles de personas se arremolinaban ante las macabras puertas de hierro, que una docena de hombres intentaba derribar con lo que parecía una viga. Mientras Seda miraba, dos guardias apoyaron los trabucos en un parapeto y abrieron fuego.

La máitera Menta apareció al galope, con el hábito negro flameando al viento, no más grande que una niña en el amplio lomo de su montura. Hacía gestos apremiantes, quizás llamando a retirada con la flamante trompeta de plata que era su voz, aunque Seda no distinguía las palabras. De su mano alzada surgió la terrible discontinuidad de la hoja del azot y el parapeto estalló en un diluvio de piedras.

—Otra vista —anunció suavemente el monitor.

Seda se encontró mirando la turba desde un punto panorámico situado unos veinte metros por encima de la calle; algunos se desbandaban a la carrera; otros seguían rabiando contra el hierro y la roca. Antes de que los sudorosos hombres de la viga pudieran empezar un nuevo ataque, uno de ellos cayó con el rostro convertido en una pulpa rojiblanca. —Suficiente —dijo Seda. El monitor regresó.

—Considero seguro, señor, asumir que la Alambrera no se ha rendido. Si se permite, añadiría que en mi opinión es improbable que lo haga antes de que llegue la fuerza de relevo, señor.

—¿Hay una fuerza de relevo en camino?

—Sí, señor. El Primer Batallón de la Segunda Brigada de la Guardia Civil, señor, y tres compañías de soldados. —El monitor hizo una pausa—. Ahora mismo no puedo localizarlas, pero hace un rato avanzaban por la calle de la Cerveza. ¿Se le ofrece verlos?

—No, está bien. Tengo que irme. —Seda empezó a alejarse pero volvió—. ¿Cómo has podido...? Al otro lado de la calle de la Jaula hay un ojo más en lo alto de un edificio, ¿verdad? Y otro encima de las puertas de la Alambrera...

—Exacto, señor.

—Tú debes de conocer bien este cenobio. ¿Cuál es la habitación de la máitera Mármol?

—Menos de lo que supone usted, señor. Ya le he dicho que aquí no hay otros espejos. Ni otros ojos que los míos, señor. Por ciertas observaciones de mi ama, sin embargo, infiero que podría ser la segunda de la derecha.

—¿Por tu ama te refieres a la máitera Rosa? ¿Dónde está?

—Sí, señor. Mi ama ha abandonado este valle de fatigas y pesares por una comarca infinitamente más agradable, señor. Me refiero al Marco Central. Hace poco que mi llorada señora se ha unido a la asamblea de los dioses inmortales.

—¿Ha muerto?

—Exacto, señor. En cuanto al paradero presente de sus restos, creo que están un tanto dispersos. Más no sabría decirle, señor.

El rostro del monitor volvió a desvanecerse y se concretó la calle del Sol: el altar (del que el chamuscado cadáver de Mosqueta había caído en parte) y, más allá, el desnudo cuerpo metálico de la máitera Mármol, tendido cerca de un ataúd de pino manchado de negro.

—Eran sus ritos finales —murmuró Seda para sí—. El último sacrificio de la máitera Rosa. Yo no lo sabía.

—Sí, señor. Me temo que sí. —El monitor suspiró—. La serví a lo largo de cuarenta y tres años, señor, ocho meses y cinco días. ¿Le gustaría verla como era en vida, señor? ¿O la última escena que tuve el placer de mostrarle? ¿Como una suerte de homenaje informal, señor? Tal vez sirva de consuelo a su evidente pena, señor, si me permite el atrevimiento.

Seda iba a negarse, cuando cambió de idea.

—¿Algún dios te incita a hacerlo, hijo mío? ¿Tal vez el Extraño?

—No que yo sea consciente, señor.

—El faides pasado conocí un monitor muy solícito —explicó Seda—. Me guió hasta las armas de su señora, algo que, pensándolo ahora, normalmente yo no habría esperado de un monitor. Desde entonces he supuesto que la diosa Kipris le ordenó que me ayudara.

—Un elemento de prestigio para todos nosotros, señor.

—Desde luego que él no lo habría admitido. Lo habían instado a guardar silencio. Muéstrame esa escena, la última que vio tu ama.

El monitor desapareció. Una agua azul rizada se extendía hasta el horizonte; a media distancia, una barquita de pesca navegaba a toda vela bajo un cielo bajo. En los aparejos aleteaba un pájaro negro (Seda se acercó más) y junto al timonel iba sentada una mujer alta casi desnuda; en el momento en que ella movió la mano hubo un tenue destello carmesí, Seda se acarició la mejilla.

—Esto debiste mostrarlo a causa de una orden de la máitera Rosa. ¿Puedes repetirla?

—Claro, señor. La orden fue: «Ahora veamos qué esta haciendo esa putilla que nos ha endilgado Seda». Me excuso, señor, como lo hice ante mi ama, por la pobreza de la imagen sobre el tema en cuestión. No había un punto más cercano desde donde captarla, y la distancia focal del cristal del que me valí estaba al máximo.

Oyendo que Seda se acercaba a su habitación, la máitera Mármol se apartó de la ventana e intentó cubrirse con las manos nuevas. Desviando la mirada, él le pasó el hábito que había descolgado de un clavo.

—No importa, máitera. De veras que no.

—Lo sé, pátera. Sin embargo, siento que... Ya está, ya me lo he puesto.

Él le tendió una mano.

—¿Puede levantarse?

—No lo sé, pátera. I-iba a intentarlo cuando entró usted. ¿Dónde se han metido todos? —Tomó los dedos de Seda con dedos más duros que la carne. Él tiró con toda su fuerza, despertando las heridas no del todo curadas que le dejara el pico del albino.

Casi firme, la máitera Mármol se afanó por sacudirse el polvo de la larga falda negra.

—Gracias, pátera —murmuró—. ¿Pudo entrar...? Muchas gracias.

—Pensará usted, me temo —Seda respiró hondo—, que he actuado incorrectamente. Debería explicarle que Su Cognescencia el Prolocutor en persona me autorizó a entrar en el cenobio a traerle eso. Su Cognescencia está aquí; en este momento se encuentra en el manso, creo. —Esperó un momento, pero ella no dijo nada— Tal vez si sale al sol...

Pesadamente apoyada en el brazo de Seda, ella se dejo conducir por la arcada y el jardín hasta el habitual asiento del cenador. En una voz que no era del todo la suya dijo:

—Tengo que contarle una cosa. Algo que habría debido contarle hace mucho.

Seda asintió:

—Yo también tengo desde hace tiempo algo que contarle. Y ahora hay algo nuevo. Déjeme primero a mí, por favor. Será mejor, me parece.

Dio la impresión de que ella no había oído.

—Una vez tuve un niño, pátera. Un hijo, un bebé. Fue... Uf, hace mucho tiempo.

—Querrá decir que construyó un hijo. Usted y su marido.

Ella sacudió la cabeza.

—Lo parí con sangre y dolor, pátera. La Gran Equidna me había cegado para los dioses, pero eso no bastó. De modo que tuve que sufrir, y sin duda también sufrió él, pobrecillo, aunque no hubiera hecho nada. Estuvimos a punto de morir. Los dos. —Seda no podía sino mirarle el terso rostro metálico—. Y ahora arriba hay alguien muerto. No puedo recordar quién es. De aquí a poco vendrá a por mí. Anoche soñé con víboras, y yo a las víboras las odio. Pienso que si le cuento el sueño a usted quizás no vuelva a tenerlo.

—Espero que no, máitera. Piense en otra cosa, si puede.

—No fue..., no fue una reclusión fácil. Yo tenía cuarenta años y nunca había dado a luz. Entonces nuestra superiora era la máitera Betel, una mujer excelente. Pero gorda; de esas personas que cuando ayunan no pierden el menor peso. Durante los ayunos se cansaba que era un espanto, pero de adelgazar, nada.

Seda asintió, cada vez más seguro de que la máitera Mármol volvía a estar poseída, y a saber quién la poseía.

—Fingimos pues que yo también estaba engordando. Ella me hacía bromas y las sibis la creían. Yo siempre había sido menuda.

Muy atento a la reacción, Seda dijo:

—De haber podido, máitera, yo la habría cargado; pero sabía que era muy pesada para mí.

Ella lo pasó por alto.

—Había algunas lenguas malévolas, pero nada más. Entonces me llegó el tiempo. Tenía unos dolores terribles. La máitera había arreglado que me cuidara una mujer de la Orilla. Dijo que, aunque no era una buena mujer, en tiempos difíciles era mejor amiga que muchas mujeres buenas. La mujer me dijo que había dado a luz muchos niños, se lavó las manos, me las lavó a mí y me indicó qué hacer, pero el bebé no salía. Mi hijo. Por mucho que yo empujara y empujara él se negaba a venir a este mundo, hasta que me cansé tanto que pensé que me moría.

Su mano —Seda reconoció que era la de la máitera Rosa— encontró la de él. Esperando tranquilizarla, él la apretó con todas sus fuerzas.

—Me cortó con un cuchillo de cocina que había metido en agua hirviente y la sangre salpicó por todas partes. ¡Fue horrible! ¡Horrible! Luego vino un doctor y me cortó de nuevo y allí estaba, cubierto de sangre y chorreando. Mi hijo. Querían que lo amamantara pero yo no. Sabía que ella, la Ofidia Equidna, me había castigado cegándome para los dioses, pero pensé que si no lo amamantaba ella cedería y al cabo me dejaría ver. Pero nunca lo ha hecho.

Seda dijo:

—No tiene por qué contarme esto, máitera.

—Me pidieron que le pusiera un nombre y se lo puse. Dijeron que encontrarían una familia que quisiera un hijo, y que ellos lo recibirían y él nunca descubriría nada, pero aunque debió de llevarle mucho tiempo él acabó por descubrirlo. Habló con Mármol, le ordenó que me contase que lo había comprado, y como se llama. Y cuando oí el nombre lo supe todo.

Suavemente, Seda dijo:

—Ya no importa, máitera. Eso fue hace mucho.

Ahora se ha rebelado la ciudad entera y eso ya no importa. Tiene que descansar. Hallar paz.

—Y he ahí por qué —concluyó la máitera Mármol— mi hijo Sangre ha comprado nuestro manteón y armado semejante lío.

El viento le acercó a la nariz el humo de la higuera y Seda estornudó.

—Que cada uno de los dioses lo bendiga, pátera. —La voz volvía a ser la de siempre.

—Gracias —dijo él, y aceptó el pañuelo que ella le ofrecía.

—¿Cree que me podrá traer agua? ¿Agua fresca?

Con toda la comprensión posible, él dijo:

—Usted no bebe agua, máitera.

—Por favor. Sólo una taza de agua fresca...

Se apresuró hasta el manso. Al fin y al cabo era hiéraces; sin duda quería que le bendijese el agua en nombre de Hiérax. Más tarde ella misma rociaría el ataúd de la máitera Rosa y los rincones de su habitación para impedir que el espíritu de la máitera volviese a perturbarla.

En la cocina estaba Mandioca, sentada en la silla que el pátera Perca solía usar para sus comidas.

—¿No sería mejor que te echaras, hija? Seguro que te haría bien, y en la sellaría hay un diván.

Ella lo miraba fijamente.

—Aquello era un lanzagujas, ¿no? Le di un lanzagujas. ¿Y por qué tenía yo una cosa de ésas?

—Porque alguien te la dio para que me la dieras —sonrió Seda—. Voy a ir a la Alambrera, te das cuenta, y me hará falta. —Manipuló con vigor la palanca de la bomba; dejó correr los primeros chorros herrumbrosos, llenó un vaso con el agua clara y fría que empezó a salir después y se lo presentó a Mandioca—. Bebe esto, por favor, hija. Te hará bien.

—Usted me llamó Mucor —dijo ella—. Mucor. —Dejando el vaso intacto en la mesa, se frotó la frente—. ¿No me llamó Mucor, pátera?

—Mencioné a Mucor, es cierto; es la persona que te dio la pistola para que me la dieras. —Mientras le estudiaba el ceño atribulado, Seda decidió que lo más juicioso era cambiar de tema—. ¿Puedes decirme qué ha sido de Su Cognescencia y del pequeño Villus, hija?

—Ha llevado al chico arriba, pátera. Quería que se echara, como quiere usted que haga yo.

—Sin duda bajará en seguida. —Seda reflexionó que el prolocutor, decidido a vendarle a Villus la pierna, habría perdido un rato buscando equipo médico—. Hazme el favor de beberte esa agua. Estoy seguro de que te sentirás mejor. —Llenó otro vaso y se lo llevó afuera.

La máitera Mármol estaba en el cenador, sentada donde la había dejado. Apartando las hojas de parra él le entregó el vaso y dijo:

—¿Quiere que se la bendiga, máitera?

—No hace falta, pátera.

El agua se le derramó por los labios; hilos de agua le corrieron por los dedos y hubo un repique de lluvia contra la tela negra que le cubría los muslos metálicos. Sonrió.

—¿Se siente mejor? —preguntó él.

—Sí, mucho. Mucho más fresca, pátera. Gracias.

—Si quiere, me alegrará traerle otro.

Ella se levantó.

—No, pátera. No, gracias. Creo que ya se me ha pasado.

—Máitera, siéntese, por favor. Todavía me preocupa usted, y tengo que hablarle.

Remisa, ella le hizo caso.

—¿Hay otros heridos? Tengo la sensación de que había... Y la máitera Rosa, el ataúd.

Seda asintió.

—En parte es de eso que quiero hablarle. Toda la ciudad es una batalla.

—Disturbios —vaciló ella.

—Rebelión, máitera. El pueblo, al menos parte de él, se ha levantado contra el Ayuntamiento. Me temo que durante varios días no habrá funerales. Así que en cuanto se sienta con fuerzas, usted y yo debemos entrar al manteón el ataúd de la máitera. ¿Pesa mucho?

—Me parece que no, pátera.

—Pues entonces tendríamos que arreglárnoslas. Antes, sin embargo, debo contarle que Villus y la anciana que se llama Mandioca están en el manso con Su Cognescencia. Como yo no puedo quedarme, ni tampoco podrá él, estoy seguro, pienso pedirle que la autorice a entrar a cuidarlos. —La máitera Mármol asintió—. Y nuestro altar y la ventana todavía están en la calle. Dudo que mientras no haya paz consiga usted ayuda para entrarlos. Pero si puede, hágalo, por favor.

—Esté seguro de que lo haré, pátera.

—Quiero que se quede a cuidar el manteón, máitera. La máitera Menta se ha marchado; sintió que su deber era encabezar la lucha y respondió a la llamada con una valentía ejemplar. Pronto tendré que ir yo también. Hay gente que está muriendo, y matando, para hacerme caldé. Y, si es posible, he de parar eso.

—Le ruego que se cuide, pátera. Por todos nosotros.

—Con todo, este manteón sigue siendo importante, máitera. Terriblemente importante. —En un rincón de la mente de Seda, el doctor Grulla soltó una carcajada—. Me lo dijo el Extraño, ¿recuerda? Alguien debe cuidarlo y sólo quedáis vosotros.

En señal de aprobación la máitera Mármol movió la elegante cabeza de metal, extrañamente mecánica sin la cofia.

—Me esforzaré al máximo, pátera.

—Lo sé. —Él se llenó los pulmones—. Dije que tenía dos cosas que decirle. Quizás usted no lo recuerde, pero yo sí. Cuando usted empezó a hablar descubrí que había muchas más. Ahora debo decirle esas dos y luego, si podemos, trasladaremos a la máitera al manteón. La primera es una cosa que habría debido decirle hace meses. Quizás lo hice; sé que lo he intentado. Ahora..., ahora me parece bastante probable que me maten, y si no la digo tal vez no pueda decirla nunca.

—Estoy ansiosa por oírla, pátera. —La voz de ella era suave; la máscara metálica, inexpresiva y piadosa. Apretó la mano de él, dura, húmeda y tibia.

—Quiero decirle, esto es lo más viejo, que aquí yo no habría podido aguantar de no haber sido por usted. La máitera Rosa y la máitera Menta intentaban ayudar, bien lo sé. Pero usted, máitera, ha sido mi brazo derecho. Quiero que lo sepa.

La máitera Mármol miraba el suelo.

—Es usted muy generoso, pátera.

—He amado a tres mujeres. La primera fue mi madre. La tercera... —Se encogió de hombros—. No importa. Usted no la conoce, y dudo que yo vuelva a verla. —Un remolino de polvo se elevó por sobre el muro del jardín, listo a ser barrido en cualquier momento.

»La segunda cosa, la nueva, es que no puedo seguir siendo la clase de augur que he sido. Pas, el gran Pas, que gobernaba el Vórtice todo como un padre, ha muerto, máitera. Nos lo dijo la propia Equidna. ¿Recuerda?

La máitera Mármol no dijo nada.

—Como nos enseñan las escrituras, Pas construyó nuestro vórtice. Lo construyó, creo, para que durase mucho tiempo, mucho, pero no para perdurar indefinidamente en su ausencia. Ahora que él ha muerto, el sol no tiene amo. Creo que los voladores han estado tratando de amansarlo, o acaso de curarlo. Una vez, en el mercado, un hombre me contó que su abuelo había dicho que la aparición de los voladores presagiaba lluvia; de modo que yo, mi madre y los padres de ella hemos vivido siempre bajo su protección, mientras ellos bregaban con el sol. —A través del follaje mustio Seda atisbo la menguante línea dorada, más estrecha ya por obra de la cortina—. Pero han fracasado, máitera. Ayer un volador me lo dijo casi con su último aliento. En el momento no lo entendí; pero ahora entiendo, o al menos eso creo. En la calle ocurrió algo que disipó toda confusión. Nuestra ciudad, como todas las ciudades, debe ayudar hasta donde pueda y prepararse para la peor época que hayamos conocido.

De más allá del cenador llegó la vieja y trémula voz de Quetzal.

—Perdón, pátera. Máitera. —Las marchitas hojas de parra se apartaron y Quetzal entró—. Al pasar he oído lo que decía. Hay tanto silencio que no pude evitarlo. Supongo que me excusará.

—Desde luego, Su Cognescencia. —Los dos se levantaron.

—Siéntate, hija; siéntate, por favor. ¿Puedo sentarme a su lado, pátera? Gracias. Me imagino que todos se han escondido en sus casas o han partido a la lucha. Yo he estado en su manso, pátera, mirando por la ventana de arriba. Por la calle no pasa ni un carro y se oyen disparos.

Seda asintió.

—Es terrible, Su Cognescencia.

—Lo es, como acabo de oírle decir, pátera. Máitera, por lo que me han dicho y he leído en nuestros registros, usted es una mujer muy juiciosa. De hecho, esa valiosa cualidad hace de usted una mujer sobresaliente. Virón está en guerra consigo misma. Mientras hablamos, mueren hombres, mujeres y hasta niños. Porque ofrecemos sangre de animales a los dioses, a nosotros nos llaman carniceros, aunque sólo sean animales y mueran rápido por un fin supremo. Ahora las alcantarillas desbordan de sangre humana desperdiciada. Si nosotros somos carniceros, ¿qué título se darán ellos cuando esto acabe? —Meneó la cabeza—. Héroes, supongo. ¿Está de acuerdo conmigo? —La máitera Mármol asintió sin hablar—. ¿Puedo preguntarle cómo se le pone fin? Dígame, máitera. Díganoslo a los dos. A mi coadjutor le da miedo mi sentido del humor, y a veces pienso que me lo consiento en exceso. Pero nunca he hablado más en serio. —Ella murmuró algo inaudible—. Más alto, máitera.

—El pátera Seda debe ser nuestro caldé.

Quetzal se reclinó en la rústica silla.

—Ahí tiene. La máitera justifica plenamente su fama de buen juicio, pátera caldé.

—¡Su Cognescencia!

Todavía sentada, la máitera Mármol hizo una reverencia.

—Agradezco su amabilidad, Su Cognescencia.

—Máitera: pongamos que yo afirmo que la suya no es la única solución. Pongamos que digo que el Ayuntamiento ya nos ha gobernado y puede volver a gobernarnos. Que basta con que nos sometamos. ¿Cuál sería el problema?

—Habría otra rebelión, Su Cognescencia, y más desórdenes. —La máitera Mármol rehuía la mirada de Seda—. Más pelea y nuevas revueltas cada pocos años hasta que cayera el Ayuntamiento. Hace veinte años que veo cómo crece el descontento, Su Cognescencia, y el pátera dice que ahora se están matando. La próxima vez saldrán a pelear más rápido, y cada vez más rápido hasta que esto no pare nunca. Y..., y...

—¿Sí? —Quetzal hizo un gesto imperioso—. Díganos.

—Y uno a uno los soldados irán muriendo, Su Cognescencia. Cada vez que se alce el pueblo habrá menos soldados.

—Ya ve, pues. —La cabeza de Quetzal giró en su arrugado cuello para volverse hacia Seda—. Sus seguidores tienen que ganar, pátera caldé. Y deje de pestañear cuando lo llamo así; debe habituarse. Y tienen que ganar porque su victoria traerá paz a Virón. Dígale a Lorí y los demás que si se rinden ahora pueden salvar la vida. ¿Sabía que Lémur ha muerto?

Tragando saliva, Seda asintió...

—Desaparecido Lémur; bastará que haga usted restallar la fusta para que los demás le obedezcan. Pero tiene que ser caldé y el pueblo tiene que verlo.

—¿Me permite, Su Cognescencia?

—Si va a decirme que usted, un augur ungido, no hará lo que le pide su prolocutor, no le permito nada.

—Usted es prolocutor desde hace muchos años, Su Cognescencia. Desde mucho antes de que yo naciera. Era prolocutor en tiempos del último caldé.

—Lo conocí bien —aceptó Quetzal—. Y mejor aún procuro conocerle a usted, pátera caldé.

—Cuando él murió, Su Cognescencia, yo era un niño que aprendía a caminar. Habrán sucedido entonces muchas cosas de las que nunca oí nada. Lo digo para hacer hincapié en que pregunto desde la ignorancia. Si prefiere no responderme, la cuestión no volverá a mencionarse.

—Si la que preguntase fuera la máitera —dijo Quetzal—, o su acólito, digamos, o aún mi coadjutor, quizás me negara, como sugiere usted. Pero no concibo una pregunta de mi caldé que no me sienta en el deber de contentar por completo y con claridad. ¿Qué le inquieta?

Seda se pasó los dedos por los cabellos.

—Cuando murió el caldé, Su Cognescencia, ¿protestó usted, o alguien, contra la decisión del Ayuntamiento de no llamar a elecciones?

Asintiendo para sí, Quetzal, con un gesto parecido al de Seda pero marcadamente distinto, se pasó una mano temblorosa por el cráneo calvo.

—Si sólo me propusiera darle una respuesta breve, le diría que sí. Protesté. También lo hicieron otros. Pero usted merece más que una respuesta breve. Merece una explicación completa. Mientras, el cuerpo de ese joven afortunado está a medio consumir en el altar. Lo he visto desde la ventana. Usted sugiere que no es dado a esgrimir su cargo para excusar desobediencias. ¿Vendrá conmigo a la calle para ver qué se puede hacer? Cuando hayamos acabado lo satisfaré plenamente.

Acuclillada tras los restos de pared de una tienda destripada por el fuego, la máitera Menta estudió el rostro de sus subordinados. Zoril parecía temible, Lima, azorada, y el gigante de barba negra (descubrió que no recordaba el nombre, si es que alguna vez lo había oído), decidido.

—Veamos, pues. —Vaya, pensó, es como hablarle a la clase. No hay la menor diferencia. Ojalá tuviera una pizarra—. Veamos, pues. Acabamos de recibir noticias, y son malas. No pretendo negarlo. Pero no son noticias inesperadas. No para mí, y espero que para vosotros tampoco. Tenemos guardias encerrados en la Alambrera, donde se supone que ellos tienen encerrada a otra gente. —Sonrió, confiada en que apreciasen la ironía—. Era de esperar que el Ayuntamiento les mandara ayuda. Yo lo esperaba, aunque me habría gustado que no fuese tan pronto. Pero ha sucedido, y me parece que tenemos tres alternativas. —Mostró tres dedos—. Podemos seguir atacando, con la esperanza de tomar la Alambrera antes de que lleguen. —Bajó un dedo—. Podemos retirarnos. —Bajó otro—. O podemos dejar la Alambrera como está y pelear contra los refuerzos antes de que entren. —Bajó el último dedo—. ¿Tú qué propones, Zoril?

—Retirarnos es no hacer lo que nos dijo la diosa.

El de barba negra resopló.

—Lo que dijo fue que tomáramos la Alambrera y la echáramos abajo —le recordó la máitera a Zoril—. Lo hemos intentado pero no pudimos. Lo que hay que decidir, en realidad, es si seguimos intentándolo hasta que nos interrumpan. O si descansaremos un rato hasta haber recuperado fuerzas, sabiendo que también las recuperarán ellos. O si nos ocuparemos de que no nos interrumpan. ¿Lima?

Era una mujer lánguida, de unos cuarenta años, con un pelo color jengibre que, había decidido Menta, probablemente fuera teñido.

—Yo no creo que debamos tener en cuenta sólo lo que dijo la diosa. Si quisiera simplemente echarla abajo, lo habría hecho ella misma. Lo que quiere es que lo hagamos nosotros.

—Totalmente de acuerdo —dijo la máitera Menta.

—Somos mortales, y como mortales tenemos que hacerlo. —Lima tragó saliva—. Yo no tengo tanta gente como vosotros, y la mayoría son mujeres.

—Eso no tiene nada de malo —le aseguró la máitera—. Yo también soy mujer. Y la diosa... O al menos es hembra como nosotras. Sabemos que es la mujer de Pas y ha parido siete veces. En cuanto a que no tienes un montón de seguidores, no se trata de eso. Bienvenido quien no cuente con ninguno si es que tiene ideas buenas y realizables.

—Lo que intentaba decir... —Una ráfaga de viento introdujo polvo y humo en el consejo, Lima se abanicó la cara con una mano larga y chata—. Es que la mayoría de las mías no están muy bien armadas. Muchas sólo llevan cuchillos de cocina. Ocho, si no me equivoco, tienen lanzagujas, y una que es dueña de un establo se ha traído una horca. —La máitera Menta tomó nota mental—. Por eso iba a decir que se sienten impotentes. Desalentadas, ¿comprendéis? —La máitera le aseguró que sí—. Y si nos fuéramos a casa creo que muy pocas volverían a salir. En cambio, si derrotáramos a estos langostas que vienen, nos podríamos hacer con trabucos. Mi gente se sentiría mejor y nosotros también.

—Un argumento muy válido.

—Aquí Bisonte...

La máitera Menta volvió a apuntar: estaba claro que Bisonte era el de barba negra; resolvió usar el nombre cada vez que pudiera hasta fijárselo en la memoria.

—Bisonte piensa que no lucharán. Y no lucharán, por mucho que él quiera. Pero si tuvieran trabucos, dispararían el día entero con sólo que usted lo mandara, máitera. O les mandara ir a un sitio y les salieran langostas al paso.

—¿Estás por atacar la columna de refuerzo, Lima?

Lima asintió. Bisonte dijo:

—Está por atacarla mientras sea otro quien pelee. Yo estoy por atacarla y conduciré la pelea.

—¿La pelea entre nosotros, Bisonte, quieres decir? —La máitera Menta sacudió la cabeza—. Esa clase de pelea no nos devolverá nunca la Carta y estoy segura de que no es lo que pretende de la diosa. ¿Pero estáis a favor de atacar la columna de refuerzo? ¡Bien, yo también! Dudo que sepáis qué quiere Zoril, y dudo que lo sepa él. Aun así, es una mayoría clara. ¿Dónde propones que ataquemos, Bisonte?

—No sé, máitera. Pienso que debería decidirlo usted.

—Yo también, y lo decidiré. Pero es una estupidez tomar decisiones sin escuchar consejos, cuando hay tiempo. Creo que tenemos que atacarlos aquí mismo, cuando lleguen a la Alambrera. —Bisonte asintió, enfático—. En primer lugar, así aprovecharemos mejor el poco tiempo que hay para prepararnos.

Bisonte dijo:

—La gente les está tirando piedras desde los tejados. Eso contó el mensajero, ¿os acordáis? Quizás ya hayan matado a unos cuantos langostas. Démosles la oportunidad.

—Y puede que algunos jóvenes se pasen a nuestro bando. Hemos de darles todas las ocasiones posibles. —Inspirada por el recuerdo de los juegos de la palestra, añadió—: Un cambio de bando vale por dos; uno más para nosotros y uno menos para ellos. Además, cuando lleguen, los guardias de la Alambrera tendrán que abrirles esos portalones inmensos. —Las expresiones dieron a entender que en eso no había pensado nadie. La máitera siguió—: No digo que podremos meternos. Pero quién sabe. Veamos, pues, ¿cómo vamos a atacar?

—Por detrás y por delante, con todos los que podamos —tronó Bisonte. Lima agregó:

—Hay que pillarlos por sorpresa, máitera.

—Una razón más para atacarlos aquí. Cuando lleguen, van a pensar que han alcanzado su meta. Tal vez se relajen un poco. Lo cual nos dará tiempo para actuar.

—Cuando se abran las puertas. —Bisonte descargó un puño en la palma de la otra mano.

—Sí, pienso lo mismo. ¿Qué pasa, Zoril?

—Yo no. Sé lo que vais a pensar, pero nos han estado disparando desde los muros y las ventanas de arriba. Casi todos los que hemos perdido los hemos perdido así. —Esperó que lo desmintieran pero nadie lo hizo—. Al otro lado de la calle hay edificios altos como el muro, máitera, y un poco más arriba hay uno más alto. Yo creo que deberíamos poner allí gente que dispare contra los del muro. Algunos de los míos que no llevan trabuco ni pistola también podrían tirar piedras desde los tejados, como han contado los mensajeros. Un buen trozo de roca de nave cayendo desde esa altura pega tan fuerte como un trabucazo, y los langostas van con armadura.

La máitera Menta volvió a asentir.

—Tienes razón. Quedas al mando. Consigue gente, no sólo de la tuya, sino sobre todo los chicos y chicas mayores, y empezad ahora mismo a reunir piedras y escombros. Después de los incendios ha de haber en cantidad.

»Lima, tus mujeres ya no son combatientes a menos que lleven pistolas o trabucos. Tendrán que ocuparse de retirar a los heridos y atenderlos. Si alguien intenta estorbarlas, que usen los cuchillos o lo que tengan. ¿Y esa mujer de la horca? Ve a buscarla. Quiero hablar con ella. —La máitera reparó en un fragmento de yeso—. Bien, Bisonte, mira aquí. —Recogiéndolo, trazó dos líneas bien separadas en el muro ennegrecido que tenía detrás—. Esta es la calle de la Jaula. —Con una velocidad conseguida en años de práctica, dibujó la Alambrera y los edificios de enfrente.

Aún quedaba una buena cantidad de cedro y el fuego del altar no se había apagado del todo. Seda amontonó leña nueva y, mientras las chispas veteaban la calle del Sol, dejó al viento el trabajo de abanicar.

Quetzal se había encargado del cadáver de Mosqueta; lo había colocado decentemente junto al ataúd de la máitera Rosa. La máitera Mármol, que había ido al cenobio a buscar una sábana, aún no había regresado.

—Era el hombre más malo que he conocido. —Aunque no había querido hablar en voz alta, las palabras salieron por su cuenta—. Con todo, ahora que se ha ido no puedo evitar apenarme por él y por todos nosotros.

—Lo que habla bien de usted, pátera —murmuró Quetzal limpiando el cuchillo de los sacrificios del manteón, que había rescatado del polvo.

Seda se preguntó vagamente cuándo lo había dejado caer. Siempre se había ocupado de él la máitera Rosa; después de cada sacrificio, por grande o pequeño que fuese, era ella quien lo lavaba y afilaba. Pero la máitera Rosa estaba tan muerta como Mosqueta.

Después de grabar el signo de adición en el tobillo de Villus, claro; al arrodillarse para chupar el veneno.

El faides, al encontrarse con él, Sangre había dicho que le había prometido a alguien, una mujer, rezar por ella en ese manteón. De pronto Seda supo (sin entender en absoluto cómo lo sabía) que esa «mujer» era Mosqueta. ¿Se demoraba ahora el espíritu de Mosqueta cerca del cuerpo de Mosqueta, espoleando a Seda en cierto modo, susurrando con una voz inaudible? Seda trazó el signo de adición; aunque supiera que debía añadir una plegaria a Teljipeia, la diosa de la magia y los fantasmas, era incapaz de hacerlo.

Mosqueta había comprado el manteón para Sangre con el dinero de Sangre; y Mosqueta debía de haber sentido, en algún recoveco profundo no estropeado por las malas acciones, que con esa compra había ofendido a los dioses. Le había pedido a Sangre que rezara por él, o acaso por los dos, en el manteón que había comprado; y Sangre había prometido hacerlo.

¿Había cumplido Sangre la promesa?

—Si ayudara usted con los pies, pátera caldé... —Quetzal estaba a la cabecera del ataúd de la máitera Rosa.

—Por supuesto, Su Cognescencia. Podemos entrarlo.

Quetzal desechó la idea.

—Lo depositaremos en el fuego sagrado, pátera caldé. Cuando no puede practicarse el entierro está permitido cremar. ¿Me haría el favor...?

El ataúd le pareció a Seda más ligero de lo que se esperaba.

—¿No deberíamos rogar a los dioses por ella, Su Cognescencia?

—Ya lo he hecho, pátera caldé. Usted estaba enfrascado. Y ahora, venga, levante todo lo posible y a ponerlo en el fuego. Que no se vaya a caer, por favor. Uno..., dos..., ¡tres!

Seda hizo lo que le indicaba y se apartó de un salto de las llamas inflamadas.

—Quizás deberíamos haber esperado a la máitera, Su Cognescencia.

—Sí, es mejor, pátera caldé —replicó Quetzal— Más le valdría, además, no mirar tanto el fuego. Por cierto, ¿sabe por qué los ataúdes tienen esa forma peculiar? Míreme, pátera caldé.

—Para que quepan los hombros, Su Cognescencia. Eso he oído.

Quetzal asintió.

—Es lo que se les dice a todos. ¿Cree que esta sibila suya necesita espacio de más para los hombros? Míreme, le he dicho.

La delgada madera manchada, ya muy ennegrecida, se iba chamuscando a medida que las llamas que la lamían creaban otras.

—No —dijo Seda, y volvió a desviar los ojos. Era extraño pensar que aquel anciano encorvado y calvo fuese de hecho el prolocutor—. No, Su Cognescencia. Ni la mayoría de las mujeres ni muchos hombres lo necesitarían.

Había un hedor a carne quemada.

—Es para que nosotros, los vivos, sepamos dónde está la cabeza una vez se ha puesto la tapa. A veces los ataúdes quedan al revés, se da cuenta. ¡Pátera! —A la deriva, la mirada de Seda había vuelto al fuego. La apartó y se cubrió los ojos—. De haber estado en mí se lo habría ahorrado —dijo Quetzal, y la máitera Mármol, que llegaba con la sábana, preguntó: —¿Le habría ahorrado qué, Su Cognescencia?

—Ver la cara de la máitera Rosa consumida por las llamas —dijo Seda. Se frotó los ojos. Quizás ella pensara, esperó, que ya se los había frotado antes, que le había entrado humo.

Ella le extendió un lado de la sábana.

—Siento haber tardado tanto, pátera. Por casualidad vi mi reflejo. Luego busqué el espejo de la máitera Menta. Tengo un rasguño en la mejilla.

Seda tomó las puntas de la sábana con dedos mojados de llanto; el viento intentó arrebatársela, pero él la sujetó más fuerte.

—Así es, máitera. ¿Cómo se lo hizo?

—¡No tengo idea!

Para su sorpresa, Quetzal levantó con facilidad el cuerpo medio consumido de Mosqueta. Evidentemente, el venerable anciano era más fuerte de lo que aparentaba.

—Extiéndanla. Lo pondremos encima y luego lo envolveremos.

Al cabo de un momento también Mosqueta descansaba entre las llamas.

—Es nuestro deber cuidar el fuego hasta que estén los dos incinerados. No estamos obligados a mirar y sugiero que no lo hagamos. —Quetzal se colocó entre Seda y el altar—. Recemos en intimidad por el reposo de sus espíritus.

Seda cerró los ojos, inclinó la cabeza y se dirigió al Extraño, sin confiar demasiado en que ese dios oscurísimo lo oyera, se cuidase de lo que decía o siquiera existiese.

— Y sin embargo sé esto. —Movía los labios, pero sin emitir sonido alguno—. Para mí no hay otro dios que tú. Y aunque no lo seas, para mí es mejor consagrar mi devoción a ti que adorar a Equidna o aun a Kipris, cuyos rostros he visto. Así te imploro que te apiades de estos, nuestros muertos. Recuerda que yo, a quien una vez hiciste el honor de señalar, no pude amarlos cuando habría debido; que fracasé en proporcionarles el ímpetu que habría podido llevarlos a ti antes de que los reclamara Hierax. Mía por tanto es la culpa de todo mal que hayan hecho mientras me conocieron. La acepto y te ruego que perdones a estos que arden, y también me perdones a mí, cuyo fuego aún no se ha encendido. Oscuro Extraño: aunque nunca te hayamos honrado lo bastante, no sientas ira contra nosotros. Tuyo es todo lo apartado, lo proscrito, lo descartado y despreciado. ¿Has de descuidar tú también a esta mujer y este hombre a quienes descuidé yo? Recuerda la desdicha en que vivimos y morimos. ¿No hemos de encontrar nunca reposo? He pasado revista a mi conciencia, Extraño, para descubrir en qué te pude disgustar. Esto es lo que he encontrado: que, aunque la máitera Rosa habría podido ser la abuela que nunca conocí, yo la evité siempre que pude; y que odié a Mosqueta, y también le temí, cuando él no me había hecho el menor daño. Ahora veo, Extraño, que ambos eran tuyos; y por causa de ti habría debido amarlos a los dos. Renuncio pues a mi orgullo; honraré sus recuerdos. Lo juro. Te entrego mi vida, Extraño, si perdonas a este hombre y esta mujer que hoy damos a las llamas.

Al abrir los ojos vio que Quetzal ya había terminado, si es que había rezado algo. Pronto también la máitera Mármol alzó la cabeza, y Seda preguntó:

—¿Querría Su Cognescencia, que sabe más que nadie en el Vórtice sobre los dioses inmortales, instruirme acerca del Extraño? Si bien me ha iluminado, como informé a su coadjutor, agradecería en extremo que me contara usted más.

—Pátera caldé, yo carezco de información que dar respecto al Extraño o a cualquier otro dios. Lo poco que haya podido aprender en el curso de una larga vida he intentado olvidarlo. Usted vio a Equidna. Después de eso, ¿podrá preguntarme por qué?

—No, Su Cognescencia. —Seda miró aprensivamente a la máitera Mármol.

—Yo no la vi, Su Cognescencia. Pero vi los Santos Tonos y oí su voz, y me dio una felicidad inmensa. Recuerdo que nos exhortó a la pureza y confirmó el patronazgo de Escila. ¿Sabe usted qué más dijo?

—Le dijo a su sibi que derrocara al Ayuntamiento. De momento, máitera, confórmese con eso.

—¿A la máitera Menta? ¡Pero la matarán!

Quetzal alzó los hombros.

—Pienso que podemos darlo por descontado, máitera. Antes de que el ésciles pasado Kipris se manifestara aquí, hacía décadas que las ventanas de nuestra ciudad estaban vacías. No me arrogaré el mérito; no fue por mi causa. Pero he hecho cuanto estaba en mi poder por evitar las teofanías. No mucho, pero todo lo que he podido. Para empezar, proscribí los sacrificios humanos y convertí la prohibición en ley. Y me enorgullezco, lo admito. —Se volvió hacia Seda—. Pátera caldé, usted quería saber si protesté cuando el Ayuntamiento no convocó a elecciones para un nuevo caldé. Es justo que lo pregunte, más justo de lo que cree. De haber sido elegido otro caldé cuando murió el anterior, hoy no habríamos tenido la visita de Equidna..

—Si Su Cognescencia...

—No, quiero contárselo. Como caldé deberá saber usted muchas cosas, y ésta es una. Pero la situación no era tan sencilla como se piensa. ¿Qué sabe usted de la Carta?

—Casi nada, Su Cognescencia. Cuando era chico la estudiábamos... Es decir, la maestra nos la leía y contestaba nuestras preguntas. Tenía diez años, creo.

La máitera Mármol dijo:

—Ahora no tenemos que enseñarla. Hace años que la sacaron de los planes de estudio.

—Por orden mía —les dijo Quetzal—, cuando el mero hecho de mencionarla se volvió peligroso. En el Palacio tenemos copias, de todos modos, y yo la he leído muchas veces. No dice, como al parecer cree usted, pátera caldé, que a la muerte del caldé se deban convocar elecciones. Lo que dice es que el cargo es vitalicio, que cada caldé debe elegir a su sucesor y que, si muere sin nacerlo, el sucesor ha de ser elegido. ¿Entiende la dificultad?

Incómodo, Seda miró a un lado y otro de la calle; no vio a nadie lo bastante cerca para oír.

—Me temo que no, Su Cognescencia. Me suena bastante fácil.

— No dice, notará usted, que el caldé deba anunciar qué ha decidido. Si quiere puede mantenerlo en secreto. Las razones son tan obvias que vacilo en explicárselas.

Seda asintió.

—Veo que los pondría a los dos en una posición embarazosa.

—En una posición peligrosísima, pátera. Los seguidores del sucesor podrían asesinar al caldé, mientras que todo ambicioso podría verse tentado a asesinar al sucesor. Al leerse el testamento del último caldé se encontró que designaba uno. Recuerdo las palabras exactas: «Aunque no es hijo de mi cuerpo, mi hijo me sucederá». ¿Qué se hace con eso?

Seda se acarició la barbilla.

—¿No decía el nombre de ese hijo?

—No. Le he repetido la frase entera. Debí decirle antes, además, que el caldé no estaba casado. Hasta donde se sabía, no tenía hijos.

La máitera Mármol arriesgó:

—Nunca supe nada de esto, Su Cognescencia. ¿El hijo no dijo nada?

—No que yo sepa. Tal vez lo hizo y Lémur o algún otro consejero lo mató en secreto, pero lo dudo. —Quetzal seleccionó una larga varilla de cedro para atizar el fuego—. De haber sido así, tarde o temprano yo me habría enterado. No se hizo ningún anuncio público, se da cuenta. De haberse hecho, habrían surgido aspirantes e inacabables problemas. El Ayuntamiento investigó en secreto. Para ser franco, si hubieran encontrado al niño creo que no habría vivido. —Seda asintió, retraído—. De haber sido hijo natural, habrían recurrido a pruebas médicas. Tal como estaban las cosas, la única esperanza era abrir un registro. Se convocó a los monitores de todos los espejos. Se leyeron y releyeron viejos documentos y se interrogó a los parientes y conocidos del caldé, todo sin resultado. Habría debido llamarse a elecciones y yo insté una y otra vez a que se hiciera, porque temía que en caso de no hacerse nada tuviéramos una teofanía de Escila. Pero tuve que admitir que habría sido ilegal convocarlas. El caldé había designado un sucesor. La mera verdad era que no lo encontraron.

—Si me imponen el cargo, entonces, no tengo derecho a ejercerlo.

—No es así. Primero, aquello fue hace una generación; si existió el hijo adoptivo, es probable que ya haya muerto. Segundo, la Carta la escribieron los dioses. Es un documento que expresa su voluntad respecto a nuestro gobierno, nada más. Está claro que el actual estado de cosas les disgusta y, como le ha dicho la máitera, la única alternativa es usted. —Quetzal le entregó a la máitera Mármol el cuchillo de los sacrificios—. Creo que ya podemos irnos, máitera. Usted debe quedarse. Vigile el fuego hasta que se apague. Después lleve las cenizas al manteón y haga con ellas lo habitual. Puede que encuentre en medio dientes o huesos. No los toque, ni en modo alguno los trate de otro modo que al resto de las cenizas. —La máitera Mármol hizo una reverencia—. Purifique el altar como de costumbre. Si encuentra quien la ayude, llévelo de nuevo al manteón. La Ventana Sagrada también.

La máitera volvió a inclinarse.

—El pátera ya me ha indicado que lo haga, Su Cognescencia.

—Magnífico. Es usted una mujer buena y sensible, máitera, como ya le he dicho. Me alegra ver que para entrar en el cenobio ha recuperado la cofia. Tiene mi venia para entrar en el manso. Hay allí una anciana. Pienso que ya la encontrará lo bastante repuesta para enviarla a su casa. En una de las camas de arriba hay un muchacho. Puede dejarlo allí o cuidarlo en el cenobio, si le es más cómodo. Ocúpese de que no se canse y que beba mucha agua. Si es posible, hágalo comer. Puede cocinarle carne de ésta. —Quetzal se volvió hacia Seda—. Mientras la máitera se cuida del fuego, pátera, quiero entrar a echarle un último vistazo al chico. También tomaré prestada una túnica que vi arriba, supongo que de su acólito. Para usted parecía demasiado corta, pero a mí tiene que irme bien, y cuando encontremos a los rebeldes... Tal vez deberíamos llamarlos Sirvientes de la Reina del Mundo, algo así... Cuando los encontremos, quizás sea útil que me reconozcan a mí tanto como a usted.

Seda dijo:

—No dudo que el pátera Gulo le ofrecería de buen grado cualquier cosa que pueda serle de utilidad, Su Cognescencia.

Mientras Quetzal se alejaba con paso tambaleante, la máitera Mármol preguntó:

—¿Va a ayudar a la máitera Menta, pátera? Correrán un peligro terrible. Rezaré por los dos.

—Me preocupa mucho más usted que yo mismo —le dijo Seda—. Más que ella, incluso. Pese a lo que dijo Su Cognescencia, ella ha de estar bajo la protección de Equidna.

La máitera Mármol alzó la cabeza con una sonrisa leve y atormentada.

—Por mí no tema. La máitera Mármol me cuidará bien. —Inesperadamente le rozó la mejilla con los labios metálicos. Si llega a ver a mi hijo Sangri, dígale que él tampoco tema.

—Desde luego, máitera. —Seda dio un rápido paso atrás—. Adiós, máitera Rosa. Respecto a los tomates... Lo siento, lo siento de veras. Espero que me haya perdonado.

—La máitera falleció ayer, pátera. ¿No se lo había dicho?

—Sí —balbuceó Seda—. Sí, claro.

Alca yacía en el suelo del túnel. Estaba cansado. Cansado, débil y aturdido, admitió. ¿Cuándo había dormido por última vez? El mólpedes durante el día, después de dejar a Pechugas y el pátera, antes de marchar al lago, pero había dormido en la barca una guardia antes de la tormenta. Ella y el carnicero también estaban cansados, más que él, y eso que no los habían golpeado en la cabeza. Cuando estalló la tormenta habían ayudado, y Mújol estaba muerto. Uro no había hecho nada; en cuanto tuviera una oportunidad, ése lo mataría. Se imaginó a Uro de pie sobre él con una porra como la que le había visto y se sentó a mirar a su alrededor.

Uro y el soldado conversaban tranquilamente. El soldado dijo:

—Yo vigilo. Tú duerme un rato, coracero.

Alca volvió a tumbarse, aunque ningún soldado podía ser amigo de alguien como él; pero antes habría confiado en Uro aunque no confiara en él en absoluto.

¿Qué día era? Téljides. Faides, lo más probable. A la lúgubre Faia, comida y cura. Lúgubre porque comer significa matar algo para comérselo y no es bueno fingir lo contrario. Matar como Gelada mató a Mújol con el brazo malo y la cuerda al cuello. Por eso hay que ir de vez en cuando al manteón. El sacrificio enseña, enseña el carnero gris muriendo y la sangre arrojada al fuego, y la pobre gente agradeciendo a Faia o al dios que fuere por «este buen alimento». Lúgubre porque curarse duele más que morir, los cortes del médico hacen bien, coloca el hueso y duele. Mújol dijo que tenía roto un hueso de la cabeza, una fisura o algo así, y seguro que él tenía una fractura, porque a veces le entraba un mareo terrible, no veía bien, ni siquiera lo que tenía delante. Un chivo blanco, Faia, si salgo de ésta.

Habría debido ser un chivo negro. Él le había prometido un chivo negro a Tártaro, pero como el único que había en el mercado no podía pagarlo, compró el gris. Eso había sido antes de la última vez, antes de que Kipris les prometiera que todo sería coser y cantar, antes de la sortija para Pechugas, de la ajorca para el pátera. Tal vez allí habían empezado los problemas, con ese chivo de color equivocado. Claro que algunos chivos negros eran teñidos...

Por el árbol hasta el techo, luego por la ventana del altillo, pero se mareaba, se mareaba, y el árbol era tan alto que la parte superior de la copa tocaba la cortina, rozaba con un rumor de hojas muertas la puta cortina, y el techo más alto aún, y Uro silbando, silbando desde la esquina porque los langostas estaban prácticamente a los pies del árbol, joder.

Estaba en un limbo, entraba en el limbo mientras veía el techo alejarse con los puntiagudos tejados de Limna y la vieja barca del viejo zarpaba con la Escila Ladradora al mando en la cabeza de Pechugas, no ocupando espacio sino llevando las riendas, tirando de las hierras, clavándole las espuelas, la Aguerrida Escila como un gallo de pelea espoleando a Pechugas para hacerla trotar. Un pasito más y otro y el techo cada vez más lejos, más alto que la copa del jodido árbol, y el pie le resbalaba en la sangre de Gelada que había en la corteza y caía.

Despertó sobresaltado, temblando. Tenía al lado algo cálido, muy cerca pero sin tocarlo. Volviéndose, puso las piernas contra la suavidad de los grandes muslos de ella, el pecho contra su espalda, un brazo alrededor para calentarla y ahuecó la mano sobre un pecho.

—Por Kipris, cómo te quiero, Pechugas. Estoy demasiado enfermo para achucharte, pero te adoro. Eres la mujer que siempre quise.

Aunque ella no dijo nada, él le notó un pequeño cambio de aliento y supo que no dormía por más que eso quisiera hacerle creer. Eso le pareció cojonudo, quería pensárselo y él no la culpaba, una mujer que no se lo pensara un poco no le habría gustado porque esas mujeres le ponían a uno los cuernos aunque no se lo propusieran.

Sólo que él ya lo había pensado, lo había pensado de sobras mientras se volvía a abrazarla. Y se durmió junto a ella tan contento.

—Lo dejé asombrado, pátera caldé, no puede negarlo. Se lo vi en la cara. Mis ojos ya no son lo que eran, me temo. Ya no leo tan bien las expresiones. Pero la suya la leí.

—Un poco, Su Cognescencia. —Caminaban juntos por una desierta calle del Sol, un augur alto y joven y otro anciano y encorvado, Seda dando un paso lento por cada dos pasos cojos y vacilantes de Quetzal.

—Desde que dejó la scola, pátera caldé, desde que vino a este barrio, usted, ha rezado para que viniera un dios a su ventana, ¿no es cierto? Estoy seguro de que es así. Todos ustedes lo hacen. ¿A quién esperaba? ¿A Pas o a Escila?

—Sobre todo a Escila, Su Cognescencia. Para serle franco, entonces apenas pensaba en los dioses menores. Me refiero a los que no son los Nueve... Porque en realidad no hay ningún dios menor, supongo. La más probable parecía Escila. Para empezar, sólo los ésciles teníamos alguna víctima. Y al fin y al cabo ella es la patrona de la ciudad.

—Ella iba a decirle cómo actuar, que es lo que usted quería. —Quetzal lo escudriñó con una sonrisa desdentada que a Seda le resultó desconcertante—. También iba a llenarle la caja de dinero. Usted podría reparar esos edificios ruinosos, comprar libros para la palestra y sacrificar a lo grande todos los días. —Reacio, Seda asintió—. Lo comprendo. Vaya si lo comprendo. Es absolutamente normal, pátera caldé. Hasta encomiable. Pero y yo, ¿qué? ¿Cómo es que yo no quiero que vengan los dioses? Eso no es normal, ¿no? Pues no lo es, y le molesta.

Seda meneó la cabeza.

—No me corresponde a mí juzgar sus actos ni sus palabras, Su Cognescencia.

—Sin embargo, lo hará. —Quetzal se detuvo a otear la calle de la Lámpara y pareció que aguzaba el oído—. Lo hará, pátera caldé. Es inevitable. Por eso tengo que decírselo. Después hablaremos de algo de lo cual usted, probablemente, crea haberlo aprendido todo cuando era un bebé. Me refiero al Plan de Pas. Y luego podrá ir en busca de la máitera no sé cuántos.

—Menta, Su Cognescencia.

—Podrá ir a ayudarla a que derroque al Ayuntamiento en nombre de Equidna, y yo iré a buscar más gente y mejores armas. Empecemos por...

—Su Cognescencia... —Incapaz de seguir conteniéndose, Seda se pasó unos dedos nerviosos por el cabello de paja— Su Cognescencia, ¿usted sabía que el Gran Pas ha muerto? ¿Lo sabía antes ya de decírnoslo hoy?

—Por cierto. Si es eso lo que le inquieta, pátera caldé, podemos empezar por ahí. En mi lugar, ¿lo habría anunciado usted desde el ambión del Gran Manteón? ¿Habría hecho un anuncio público, llevado a cabo ceremonias de duelo y todo eso?

—Sí —dijo Seda con firmeza—. Sí.

—Ya. ¿Qué cree que lo mató, pátera caldé? Usted es un joven inteligente. Sé que en la scola estudió con ahínco. Los informes de sus instructores son muy elogiosos. ¿Cómo pudo haber muerto el Padre de los Dioses?

A lo lejos, débilmente, se oyó un estruendo de trabucos y un largo rugido concentrado que podría haber sido de truenos.

—Edificios que caen —le dijo Quetzal—. Ahora olvide eso. Contésteme.

—Me resulta inconcebible, Su Cognescencia. Los dioses son inmortales, intemporales. De hecho, más que cualquier otra cosa, es la inmortalidad lo que los hace dioses.

—Una fiebre —sugirió Quetzal—. Todos los días muere de fiebre algún mortal. ¿Habrá pillado una fiebre?

—Los dioses son seres espirituales, Su Cognescencia. No están sujetos a enfermedades.

—Un caballo le pateó la cabeza. ¿Cree que habrá sido eso? —Seda no replicó—. Bromeo, pátera caldé, claro que bromeo. Pero no en vano. La pregunta es muy seria. Equidna le ha dicho que Pas ha muerto y usted no puede sino creerle. Yo lo sé desde hace treinta años; de hecho, desde poco después de que muriese. ¿Cómo murió? ¿Cómo fue posible?

Seda volvió a peinarse las guedejas amarillas con los dedos.

—Cuando me nombraron prolocutor, pátera caldé, en el palacio teníamos un jarrón que había sido arrojado al Vórtice del Sol Corto, un objeto muy bello. Me dijeron que tenía quinientos años. Casi inconcebible, ¿no le parece?

—E invalorable, diría yo, Su Cognescencia.

—Lémur quería asustarme, mostrarme cuan despiadado podía ser. Yo ya lo sabía, pero él no sabía que yo sabía. Seguramente pensó que al saberlo nunca me atrevería a oponerme a él. Levantó el jarrón de la peana y lo estrelló a mis pies.

Seda se quedó mirándolo.

—¿E-en serio, Su Cognescencia? ¿De veras que hizo eso?

—De veras. Pero mire. Aquel jarrón era inmortal. No envejecía. Era a prueba de enfermedad. Pero podía ser destruido, y así fue. A Pas le ocurrió lo mismo. No podía envejecer ni enfermar. Pero podía ser destruido, y lo fue. Lo asesinó la familia. Hay muchos hombres que mueren de ese modo, pátera caldé. Ya lo sabrá cuando tenga la mitad de mis años. El caso es que también murió así un dios.

—Pero Su Cognescencia...

—Virón está aislada, pátera caldé. Como todas las ciudades. Él nos dio flotadoras y animales. Nada de máquinas grandes capaces de llevar cargas pesadas. Pensó que para nosotros sería mejor y me atrevo a decir que acertaba. Pero el Ayuntamiento no está aislado. Ni lo estaba el caldé, cuando lo había. ¿Usted piensa que sí?

—Entiendo que tenemos diplomáticos, Su Cognescencia —dijo Seda—, además de mercaderes, barcos fluviales..., e incluso espías.

—Cierto. Yo, como prolocutor, no estoy más aislado de lo que estaba él. Menos, pero no intentaré demostrarlo. Estoy en contacto con líderes religiosos de Urbs, Pabilia y otras ciudades, ciudades donde los hijos de Pas se jactaron de haberlo matado.

—¿Entonces fueron los Siete, Su Cognescencia? ¿No Equidna? Y Escila, ¿participó?

Quetzal había encontrado cuentas de oración en la túnica de Gulo; las recorrió con los dedos.

—Equidna estaba en el centro. Usted la ha visto. ¿Le queda alguna duda? Los que participaron fueron Escila, Molpe y Hiérax. Lo han dicho varias veces.

—¿Pero Tártaro, Teljipeia, Faia y Esfigse no, Su Cognescencia? —Seda tuvo un arranque de esperanza irracional.

—De Tártaro y los dioses más jóvenes no sé nada, pátera caldé. ¿Pero comprende por qué no lo anuncié? Habría habido pánico. Y si llega a difundirse lo habrá. Será destruido el Capítulo y con él desaparecerán las bases de la moral. Imagine a Virón desprovista de ambas cosas. En cuanto a los ritos públicos, ¿cómo cree que reaccionarían los asesinos si llorásemos a Pas?

—Nosotros... —A Seda se le tensó algo en la garganta—. Usted y yo, Su Cognescencia, Villus y la máitera Mármol, todos... también éramos hijos suyos. Es decir, él construyó el Vórtice para nosotros. Nos gobernaba como un padre. Acabo...

—¿Qué pasa, pátera caldé?

—Acabo de recordar algo, Su Cognescencia. Kipris. Sabrá usted que el ésciles pasado en nuestro manteón hubo una teofanía de Kipris.

—He oído una docena de informes. Está en boca de todos.

—Dijo que estaba acosada y yo no comprendí. Creo que ahora puedo.

—Ya me lo imagino —asintió Quetzal—. Lo increíble es que no lograran acorralarla en treinta años. No ha de tener ni una décima parte de la fuerza que tenía Pas. Pero ni a una diosa menor ha de ser fácil matarla si sabe que uno lo está intentando. No es como matar a un padre o un marido confiado. Ahora comprende por qué he tratado de impedir las teofanías, ¿no, pátera caldé? Si no lo comprende, no sé cómo aclarárselo más.

—Sí, Su Cognescencia, claro que comprendo. Es... espantoso. Inenarrable. Pero hizo usted bien. Hace bien.

—Me alegro de que lo vea. ¿Se da cuenta de por qué seguimos sacrificándole a Pas? He intentado difuminarlo un poco. Volverlo más remoto de lo que era. A expensas de él he realzado a Escila, pero como es usted joven no debió de notarlo. A veces los viejos se quejan.

Silencioso, Seda se acarició la barbilla sin dejar de caminar.

—Haga preguntas, pátera caldé. O hágalas cuando lo haya digerido. No tema ofenderme. Estoy a su disposición.

—Tengo dos —dijo Seda—. Dudo en hacerle la primera, que raya en la blasfemia.

—Como tantas preguntas necesarias. —Quetzal alargó el cuello—. No es que ésta sea una de ellas, pero ¿no oye ruido de caballos?

—¿De caballos, Su Cognescencia? No.

Seda caminó unos segundos en silencio para aclarar sus ideas. Al cabo dijo:

—Las dos preguntas se han convertido en tres, Su Cognescencia. He aquí la primera, por la que me excuso de antemano: ¿no es cierto que Equidna y los Siete nos aman como nos amaba Pas? En cierto modo siempre he sentido que Pas los amaba a ellos, mientras que ellos nos amaban a nosotros. Y si esto es así, ¿nos significará esta muerte, por terrible que sea, un gran cambio?

—Usted tiene una mascota, pátera caldé, un pájaro. No lo he visto, pero me lo han contado.

—Tenía, Su Cognescencia. Un grajo nocturno. Me temo que lo he perdido, aunque podría estar con un amigo. Espero que algún día vuelva.

—Si lo hubiera enjaulado, pátera, aún lo tendría.

—Lo quería demasiado para enjaularlo, Su Cognescencia.

La cabecita de Quetzal se balanceó en el largo cuello.

—Pues ya ve. Hay gente que quiere a los pájaros tanto como para dejarlos en libertad. Otros los quieren tanto que los enjaulan. El amor de Pas por nosotros era del primer tipo. El de Equidna y los Siete es del segundo. ¿Me iba a preguntar por qué mataron a Pas? ¿Era ésa otra de sus preguntas?

—La segunda, Su Cognescencia.

—Ya la he respondido. ¿Y la tercera?

—Usted señaló que quería discutir conmigo el Plan de Pas, Su Cognescencia. Si Pas ha muerto, ¿qué sentido tiene discutir su plan?

Detrás de ellos se produjo un tenue ruido de cascos.

—El plan de un dios no muere con él, pátera caldé. Como nos dijo la Sinuosa Equidna, él ha muerto. Nosotros no. A nosotros nos toca llevar a cabo el plan de Pas. Dijo usted que nos gobernaba como un padre. ¿Acaso los planes de un padre lo benefician a él? ¿O benefician a los hijos?

—¡Su Cognescencia, acabo de recordar algo! Otro dios, el Extraño...

—¡Páteras! —El jinete, un teniente de la Guardia Civil en moteada armadura verde de conflicto, se levantó el visor—. ¿Usted no es...? Usted, pátera, el joven. ¿No es el pátera Seda?

—Sí, hijo mío —dijo Seda—. Sí.

El teniente soltó las riendas. Aunque la mano pareció lenta cuando desenfundó el lanzagujas, no dio tiempo a que Seda sacara el de Mosqueta. El chato estampido llegó un instante después que el pinchazo de la aguja.