8 —Paz

Sonriendo para sí, la máitera Mármol alzó la cabeza y la inclinó a la derecha. Al fin tenía limpias las sábanas y todo lo demás: las cosas de la máitera Menta, una falda de trabajo muy manchada en las rodillas y los calcetines sucios que había dejado en la cesta antes del sacrificio.

Tras un enérgico bombeado enjuagó todo en el fregadero y lo retorció. Con un cazo transfirió la mayor parte de esa agua al caldero antes de quitar el tapón de madera y dejar que se escurriera el resto. Una vez se enfriara, podría dar el agua del caldero a su sufrido jardín.

Usó los inteligentes dedos nuevos para rascar de la sartén la grasa de toro congelada. Un trapo hizo de tamiz; un cuenco agrietado recibió la grasa semilíquida. Limpiándose las manos con otro trapo, estudió las tareas que le quedaban por delante: ¿engrasaba primero los peldaños plegables o colgaba la colada?

La colada, a no dudarlo; podía secarse mientras hacía lo otro. Era muy probable que cuando acabase la ropa estuviera ya seca o casi.

Al otro lado del umbral una tormenta ennegrecía el jardín. ¡Qué mala suerte! La lluvia (aunque sabía Pas cómo la necesitaban) le iba a manchar las sábanas limpias. Enfurruñada, hizo a un lado la cesta de ropa y salió a la noche extendiendo una mano para recibir las primeras gotas.

Al menos aún no llovía; y el viento (ahora que lo pensaba, más temprano había soplado mucho) había amainado. Al alzar la vista hacia la nube se dio cuenta, con un sobresalto, que no era una nube en absoluto; que lo que había tomado por nube era en realidad el extraño objeto volador que atisbara antes por encima del muro y contemplara desde el tejado.

Con la tercera visión se le agitó un recuerdo tan remoto que parecía enterrado bajo su curvo cráneo metálico. Había polvo en el aire, como lo hay siempre que al fin se mueve algo que ha estado mucho tiempo inmóvil.

— ¿Por qué no la sacudes? (Risas.)

De habérselo permitido su construcción, habría parpadeado. Bajó la vista a su oscuro jardín y volvió a subirla (bien que con sensatez y prudencia) hasta las pálidas líneas del tendedero. Estaban en su lugar, aunque a veces los niños las cogieran para hacer látigos y saltar a la cuerda. Lanzada hacia arriba con toda prudencia y sensatez, la mirada siguió trepando a voluntad propia.

— ¿Por qué no la sacudes?

Como un lejano sol de estío baja a llenar una copa de virto, una risa la llenó por entero y no tardó en apagarse. Meneando la cabeza, la máitera volvió a entrar. Todavía soplaba una pizca de viento para colgar la ropa, y además estaba oscuro. Si le daba el viento, la colada siempre olía mejor; esperaría que amaneciera y la colgaría antes de la oración matutina. Al acabar estaría seca.

¿Cuándo había sido aquello, ese campo inundado de sol? ¿Las bromas, las risas y la sombra suspendida, pasmosa, que los había hecho callar?

Ahora a engrasar los peldaños y lustrarlos. Luego habría luz y tiempo para colgar la colada, cuando la primera hebra del Sol Largo cortara en dos los campos del cielo.

Subió por la escalera al segundo piso. Allí estaba de nuevo ese cuadro, la anciana de las palomas bendecida por Molpe. Una postulante gordinflona cuyo nombre ella no recordaba solía admirarlo; y ella, la vieja máitera Mármol flaca y sin rostro, halagada, había dicho que para la imagen de Molpe había posado ella. Era prácticamente la única mentira que había dicho en su vida y aún seguía viendo la incredulidad y la impresión en la mirada de la chica. Purgada una y otra vez de aquella mentira, no obstante en cada confesión volvía a contársela a la máitera Betel. La máitera Betel, que ahora estaba muerta.

Habría debido llevar algo, quizás un pincel viejo, para pasar la grasa. Tras un recorrido por su cerebro se acordó del cepillo de dientes, conservado décadas enteras después de que los dientes se hubiesen estropeado. (¡No lo necesitaría nunca más!) Al abrir la rota puerta de su habitación... Tenía que repararla. Al menos intentarlo. No creía que pudiesen costearse un carpintero.

Con todo, esta noche le parecía recordar al pintor, el jardincito en el centro de su casa y el banco dé piedra en donde se había sentado antes la anciana (de hecho la madre de ella). Haber posado de diosa, de gala y enjoyada, con tiara y una mariposa muerta en el pelo.

Había sido incómodo, pero el pintor tenía unos pinceles fantásticos, ni punto de comparación con este cepillo de dientes de ella, todo gastado, con el mango de madera lleno de grietas y las cerdas, en un tiempo orgullosamente negras, grisáceas y deslucidas.

Hundió el viejo cepillo en la blanda, blanca grasa de toro y luego lo pasó enérgicamente por la guía.

Imposible que por entonces fuera sibila; debía ser criada. Pero el artista era pariente de la sibila superiora y ella había accedido a dejarla posar. Los quimis podían mantener la postura mucho más tiempo que los tríos. El había dicho que, de ser posible, todos los artistas preferían usar quimis; aunque para la anciana había usado a su madre porque los quimis nunca parecían muy viejos...

Pensando en eso sonrió, la cabeza demasiado ladeada a la derecha. Ahora las bisagras y luego la otra guía.

Después de acabar el cuadro se lo había regalado a las dos.

En una de las mangas negras tenía una mancha gris. Polvo de los escalones, lo más probable. Qué sucia! Golpeó la manga hasta que el polvo desapareció y fue a buscar el cubo y el cepillo grande. ¿Cumpliría la grasa de toro su supuesta función? Quizás hubiese debido comprar aceite. A modo de prueba levantó la escalerilla plegable. Sin duda la grasa había ayudado. ¡Hasta arriba!

Reconfortantemente suave; o sea que se había ahorrado tres tarbits, posiblemente más. ¿Cómo había hecho para bajarla? Eso: con la aguja de ganchillo. Pero si no empujaba la argolla hacia arriba no iba a necesitarla. Para cepillar los peldaños tendría que bajarlos de nuevo, y se moría de ganas de verlos trabajar como debían. Un simple tironcito de la argolla y se deslizaron, con una bocanada de polvo casi inaudible.

— ¿Por qué no la sacudes?

Todos se habían reído y ella también, pese a ser tan tímida. Él era alto y... ¿cómo era eso? Cinco-punto-dos-cinco veces más fuerte que ella, con bellas facciones de acero que se desvanecieron cuando intentó verlas de nuevo.

Puras tonterías, en realidad.

Como creer que había posado después de haberle dicho cien veces a la máitera que era mentira. Nunca habría cogido esas partes nuevas de no ser... Aunque por cierto eran suyas.

Una vez más escalones arriba. Una última vez, y allí estaba su viejo arcón.

Abrió la ventana del gablete y salió al tejado.— Si había vecinos espiándola se llevarían una sorpresa de locos. Arcón sólo le evocaba su búsqueda anterior del dueño.

Baúl, eso era. Allí tenía una lista de los vestidos que había usado antes de la votación para admitirla. Su perfume. El cuaderno de citas que había llevado por el mero placer de escribir, de ejercitar la mano. Tal vez si regresaba al altillo a abrir el baúl los encontraría todos y no tendría que mirar nunca aquello que seguía allá arriba.

Sin embargo, lo miró.

Enorme, aunque no tan grande para no dejar ver los campos del cielo a ambos lados. Ahora a más altura y más al oeste, sobre el mercado y con el morro hacia el Palatino, el largo eje bisectado por la calle de la Jaula, donde ya no se exponía enjaulas a los convictos. El ruido superaba casi el umbral de audición; un ronroneo de gato montes grande como una montaña.

Tenía que bajar ahora mismo. Ponerse a hacer cosas. Lavar o cocinar... Aunque estaba muerta, y la máitera Betel y las demás también, y la máitera Menta se había ido Pas sabía dónde, y a menos que se presentaran los niños no había nadie a quien cocinarle.

Una oscuridad enorme en lo alto, poniendo un borrón en el campo soleado, la tambaleante fila de sirvientes en donde estaba ella y la precisa columna de soldados. La había visto bajar del cielo, primero una mota negra no más grande que una escama de hollín; había dicho: «Qué sucia parece». Un soldado, al oírla, había exclamado: «¿Por qué no la sacudes?».

Todo el mundo se había reído y ella también, aunque se había sentido humillada hasta las lágrimas si las lágrimas le hubiesen sido posibles. Enfadada y desafiante, lo había mirado a los ojos y percibido el deseo.

Y había deseado.

¡Qué alto era! ¡Qué grande y fuerte! ¡Cuánto acero!

Aladas siluetas del tamaño de mosquitos volaban de un lado a otro bajo el vasto volumen oscuro; estaba mirándolas cuando un rayo subió hasta ellas; un fulgor amarillo como grasa de tocino chorreando en el horno. Algunas cayeron.

—Ya estamos —le dijo Alca a Chenilla. En la pared del túnel había una brecha.

—¿Esto lleva al foso?

—Así dice él. Deja que vaya yo primero y aguza el oído. Si oyes algún ruido raro lárgate pitando.

Chenilla asintió, pero decidió que ella y su lanzador tendrían algo que decir sobre ruidos raros. Lo miró alejarse como un ciempiés (estrecho paso para unos hombros como los de él), prestó atención durante unos diez minutos y luego oyó el trueno de su rosa, débil y lejano.

También para ella era estrecho el paso; le pareció que se le atascaban las caderas. Se retorció y maldijo recordando las advertencias de Orquídea, y que las caderas de Orquídea eran el doble —¡por lo menos el doble!— de las suyas.

Al parecer, el lugar en donde se debatía por entrar era un foso en el foso; profundo como una cisterna, sin espacio para subir, aunque si Alca no estaba debía de haberlo encontrado.

Por fin las caderas pasaron. Jadeando, de rodillas en él suelo irregular, estiró una mano hacia atrás y recogió el lanzador.

—¿Vienes, Pechugas? —Él estaba apoyado en el borde, casi invisible en la oscuridad.

—Pues claro. ¿Cómo hago para salir de aquí?

—Al lado hay un senderillo. —Desapareció.

Claro que lo había; una senda de un codo de ancho y empinada como una escalera. Trepó despacio, guardándose de mirar hacia abajo, con la lámpara de Gelada golpeteando el cañón del lanzador. Arriba, oyó que Alca decía:

—Vale, puede que sí, pero cuando llegue ella. Quiero que lo vea.

Luego asomó la cabeza por el borde y vio el pozo a un estadio de distancia, los confines mera aniebla, los desnudos lados de algo que parecía roca de nave. En el extremo más cercano a ella se alzaba un muro. Lo miró desde abajo sin comprender, volvió la cabeza hacia las tenebrosas figuras que rodeaban a Alca y lo miró una vez más antes de reconocerlo como el familiar, ceñudo muro de la Alambrera, que ahora veía por primera vez desde dentro.

Alca la llamó.

—Ven pa'quí, Pechugas. ¿Aún llevas la lámpara?

Una voz vagamente conocida aventuró:

—Quizás no convenga encenderla, Alca.

—Tú calla.

Ella descolgó del cañón del lanzador la lámpara de Gelada y avanzó hacia Alca con paso titubeante. Estuvo a punto de caer al tropezar con un rollo de harapos.

Alca dijo:

—Hazlo tú, Uro. Ponía muy baja. —Y uno de los hombres le cogió la lámpara.

Un acre olor de humo rompió el tufo a excremento y cuerpos sucios; un barbudo de ojos de calavera abrió la tapa de un brasero. Sopló las brasas hasta que el resplandor carmesí le iluminó la cara; una cara, decidió en seguida ella, que habría preferido no ver. Apareció una llamita. Uro acercó la lámpara, cerró la tapa y la luz amarilla se redujo a un rayo no más grueso que el índice de Chenilla.

—¿La quieres, Alca?

—No tengo donde ponerla —le dijo Alca; y Chenilla, acercándose más, vio que llevaba el garfio en la mano derecha y un trabuco en la izquierda. La hoja del garfio estaba teñida de sangre—. Primero muéstrale al pátera.

Sobre unas piernas finas como varillas, las figuras tenebrosas se apartaron; una linterna señaló un bulto que la miró con los despavoridos ojos de Incus. Estaba amordazado.

—Bonita pinta, ¿verdad? —rió Alca.

Ella arriesgó:

—Hombre, al cabo es un augur...

—Disparó contra un par de ellos con mi lanzagujas, Pechugas. Se pusieron como locos y se le abalanzaron. Tal vez en un minuto lo soltemos. Uro, muéstrale el soldado.

Pedernal también estaba maniatado, aunque sin mordaza. Chenilla se preguntó si de todos modos con un quimi hubiera servido y decidió que quizás no.

—Lo siento, Peder —dijo—. Lo sacaré de ésta, pátera.

—Iban a degollarlo —le dijo Pedernal—. Lo habían agarrado por la espalda. —Hablaba despacio, sin rencor, pero en la voz había un mundo de desprecio hacia sionismo—. Me descuidé.

—Las cuerdas están hechas de ese músculo que hay en la pantorrilla —le dijo Alca a ella en tono de charla—. Con eso lo han atado. Me figuro que son muy fuertes.

Ni. ella ni Pedernal replicaron.

—Pero no creo que a él lo aguanten. Si prueba de veras, no. Haría falta una cadena. Grande, si me lo preguntas.

—Jaco, tal vez no deba decírtelo...

—Adelante.

—¿Y si saltaran sobre nosotros como hicieron con el pátera?

—Iba a decirte por qué Pedernal no se suelta. Quizás debería empezar por eso.

—¿Porque tienes su trabuco?

—Ajá. Sólo que en su momento lo tenían ellos, ¿fe das cuenta? Cogieron a Incus y obligaron a Pedernal a que lo entregara. Por difícil que sea matar a un soldado, con un trabuco se puede. Con tu lanzador también.

Ella casi no lo oía. Al surgir trabajosamente por la abertura lateral del túnel, el ronco zumbido que venía de arriba se le había mezclado hasta tal punto con el rumor de su sangre en los oídos que los había tomado por la misma cosa; ahora comprendió que el zumbido provenía en realidad de ese bulto del cielo (como la máitera Mármol) había creído una nube. Lo atisbó atónita.

—En seguida pasaremos a eso. —Le dijo Alca mirando también hacia arriba—. El Terrible Tártaro dice que es una nave aérea. Es algo así como la barca del viejo, ¿entiendes? Sólo que navega por el aire. La Rani de Trivigaunte ha invadido Virón. Ahí tienes otro motivo para que hagamos lo que él nos enseñó allí abajo...

Lanzando a los lados a cuatro flacuchos que intentaban detenerlo, Pedernal logró incorporarse. Los tendones que le sujetaban muñecas y tobillos reventaron con un tableteo de traca.

Casi con indiferencia Alca clavó el garfio en el suelo y apuntó el trabuco.

—Ni se te ocurra.

—Tenemos que luchar —dijo Pedernal—. El pátera y yo. Tenemos que defender la ciudad.

A regañadientes Chenilla apuntó al amplio pecho de metal el lanzador que el mismo Pedernal le había enseñado a cargar y disparar. El se arrodilló a arrancarle a Incus la mordaza y romper las cuerdas que lo maniataban.

—¡Mirad! ¡Mirad! —gritó Uro levantando un brazo. Fútilmente dirigió hacia arriba el haz de la lámpara de Gelada. A su alrededor otros señalaban también, vociferantes.

Otra voz, remota pero más fuerte que la más fuerte voz meramente humana, los silenció llenando el foso con un trueno:

— Convictos: ¡estáis en libertad! Virón os necesita a todos. En nombre de todos... En nombre del Extraño, olvidad vuestra disputa con la Guardia Civil, que ahora apoya a— nuestro Capitulo. Olvidad cualquier disputa que tengáis con vuestros conáudadanos. ¡Sobre todo, olvidad cualquier disputa entre vosotros!

Chenilla aferró el brazo de Alca.

—¡Es el pátera Seda! ¡Yo le conozco la voz!

Alca sólo podía menear la cabeza con incredulidad. Inverosímilmente algo —un objeto tambaleante y volador que al parecer tenía una torreta y un zumbador— había salvado el parapeto del muro y descendía cada vez más sobre el foso: una flotadora armada remontando un viento que no era nada, cientos de codos por encima de la Alambrera.

La lanzadora le fue arrebatada a Chenilla y en el acto disparada. Pedernal había apuntado a la inmensa forma suspendida mucho más arriba que la flotadora, le había dirigido un misil (tal vez no a ella sino al enjambre de figuras aladas que la rodeaban como humo) y esperaba el impacto para apuntar mejor.

— ¡Allí Alca! —tronó una voz desde la lenta flotadora que se tambaleaba sobre sus cabezas—. ¡Aquí chica!

Un segundo misil, y Alca se puso a disparar también el trabuco que fuera de Pedernal, apuntando a los coraceros alados que caían en picado sobre el foso y disparaban sus propios trabucos.

Del vasto objeto volador que Alca había llamado nave aérea cayó un diminuto lunar negro. Chenilla lo vio hendir el remolino de coraceros alados. Un instante después el sombrío muro de la Alambrera explotó con una fuerza que meció el Vórtice.

De pie en la habitación de su infancia, Seda miraba dormir al niño que había sido. El niño tenía el rostro hundido en la almohada; mediante un esfuerzo de voluntad lo hizo volverse hacia él. Cada vez que giraba los rasgos se disolvían en bruma.

Se sentó en el poyo de la ventana abierta, consciente de la borraja que crecía debajo y de las lilas y las violetas. En la mesilla de noche del niño dormido esperaba abierta una libreta de clase; al lado había plumas con las puntas más o menos mordidas. Sabía que debía escribir: decirle al muchacho que había sido que iba a llevarse su toga azul y dejarle aviso de que iba a ser útil en los conflictos que se avecinaban.

Sin embargo, no daba con las palabras justas y sabía que el niño no tardaría en despertarse. Ya estaba clareando y llegaría tarde a la palestra; Madre ya se había acercado a la cama.

¿Qué decir para que el niño significara algo? ¿Para que ese niño pudiera recordar una década más tarde? Madre le sacudió el hombro y Seda sintió que le tocaban el hombro a él; qué raro que ella no lo viese.

No temas a ningún amor, escribió, y luego: Lleva adelante el Plan de Pas. Pero la mano de Madre lo sacudía con tal fuerza que las palabras finales le salieron prácticamente ilegibles; de Passe apagó ante sus ojos en el suave papel de renglones azules. Al fin y al cabo Pas era cosa del pasado. Como el niño.

De pie ante la cama del niño, que ahora era la suya, estaban Jibias y el prolocutor. Parpadeó.

Como si fuera a presidir un sacrificio en el Gran Manteón, el prolocutor llevaba una vestidura morada incrustada de diamantes y zafiros y empuñaba el gran báculo de oro que simbolizaba su autoridad. Jibias llevaba doblado bajo el brazo algo que parecía una túnica de augur. Se habría dicho que era un sueño enloquecido.

Le apartaron las cobijas; y el cirujano, que estaba al lado de la cama junto a Jacinta, lo hizo rodar de lado para retirarle el vendaje que aplicara antes. Seda consiguió sonreírle a Jacinta y ella le sonrió a su vez, con una sonrisa tímida y asustada semejante a un beso.

Al otro lado de la cama el coronel Oosik preguntó: —¿Puede hablar, caldé?

No podía, aunque eran la emoción lo que le mantenía en silencio.

—Anoche me habló antes de dormirse —le dijo Jacinta a Oosik.

—¡Seda habla! —confirmó Oreb desde la cumbre de un poste.

—Por favor, no sé siente. —Para impedirlo, el cirujano puso en el hornero de Seda una mano mucho más grande y fuerte que la mano que lo había despertado.

—Puedo —les dijo él—. Su Cognescencia, lamento mucho haberlo sometido a esto.

Quetzal minimizó el asunto con un gesto y le dijo a Jacinta:

—Quizás convenga empezar a vestirlo.

—¡No hay tiempo de holgazanear, muchacho! —exclamó Jibias—. ¡En una hora aclarará! ¿Quieres que se pongan a disparar de nuevo?

Ahora el cirujano que lo había frenado lo ayudaba a levantarse y Jacinta (que olía mejor que un jardín Heno de flores) le ponía la toga.

—La última vez que hice esto fue el faides por la noche, ¿te acuerdas?

—¿Todavía tengo el azot? —le preguntó él. Y luego—: ¿Qué vórtices ocurre?

—Mandaron a Oosik a matarte. Pero acaba de volver y no quiere.

Seda miraba o intentaba mirar los rincones de la habitación. Había allí dioses y otros que no lo eran esperando, estaba seguro, vigilantes y casi invisibles, las cabezas brillantes vueltas hacia él. Recordó haber subido al tejado de Sangre, y la desesperada pelea con el de cabeza blanca, y que Jacinta le había birlado la hachuela de la faja. La buscó a tientas, pero no llevaba hachuela ni faja.

Quetzal murmuró:

—Alguien tendrá que indicarle qué decirles. Cómo hacer la paz.

—No voy a esperar que me crea, Su Cognescencia... —empezó Jacinta.

—Que te crea o no, hija mía, dependerá de lo que digas.

—¡No lo hicimos! Le juro por Teljipeia y la Hirviente Escila...

—Por ejemplo: si me dijeras que el pátera caldé Seda ha violado el juramento y desgraciado su vocación, no te creería.

Encaramado al brazo del sillón de lectura de su madre, él había estudiado la cabeza del caldé, tallada por una mano diestra en dura madera castaña. «¿Este es mi papá?» La madre lo había bajado al suelo, sonriente, adviniéndole que no la tocara. «No, no, es mi amigo el caldé.» Luego, muerto el caldé y enterrado, también había sido enterrada su cabeza; enterrada en los recovecos más oscuros del armario de Madre, aunque a veces ella hablaba de quemarla en la gran estufa negra de la cocina y al fin quizás llegara a creer que lo había hecho. No era bueno haber sido amiga del caldé.

—Conozco demasiado al pátera caldé Seda para creérmelo —le decía Quetzal a Jacinta—. Por otra parte, si dijeras que no ha pasado nada de esa especie, hija, implícitamente te creería.

Jibias ayudó a Seda a ponerse en pie y Jacinta le subió unos impecables calzones de hilo, que no se supo cómo le habían aparecido en los tobillos y eran nuevos, limpios y en absoluto suyos, y le anudó el cordón.

—Caldé...

En ese momento el título sonó como una sentencia de muerte.

—Llámame sólo pátera. Sólo Seda —dijo—. Nadie es caldé ahora.

Oosik se acarició el caído bigote de puntas canas. —Teme usted que, dada nuestra lealtad al Ayuntamiento, mis hombres y yo lo matemos. Lo entiendo. Como ha dicho esta joven, es indudablemente cierto...

En presencia del prolocutor Oosik fingía no conocer a Jacinta, exactamente como había intentado él fingir que no era caldé. Eso le causó a Seda una agria diversión.

—...y usted ya pudo haber perecido en esta pelea demencial —dijo Oosik—. Mientras estamos hablando muere alguien más. De su lado o del nuestro, poco importa. Si es uno de los nuestros, pronto mataremos a uno de ustedes. Si es uno de los suyos, matarán a uno de nosotros. Puede que sea yo. Puede que sea mi hijo, aunque él ya...

Jibias lo interrumpió.

—¡No pude volver a casa, hijo! ¡Lo intenté! ¡Un terrible ataque nocturno! ¡Todavía están luchando! No creí que iban a intentar algo así. ¿Te molesta que haya venido a buscarte?

Arrodillada con sus pantalones en las manos, Jacinta asintió afirmativamente.

—Si prestas atención a la ventana oirás los disparos.

Seda se sentó en la cama desordenada y metió los pies en las perneras.

—Estoy confundido. ¿Todavía estamos en el Marto?

—Sí —dijo ella—. En mi habitación.

Para captar su atención Oosik había rodeado la cama;

—¿No sería una gran cosa, caldé, que nosotros... que usted, yo y Su Cognescencia pudiéramos acabar con esta lucha antes del clarear?

Menos confiado en sus piernas de lo que había mostrado, Seda se levantó a ajustarse la faja.

—Eso tenía yo la esperanza de conseguir. —Se sentó lo más rápido que pudo sin merma de dignidad.

—Lo conseguiremos...

Quetzal intervino:

—Hay que golpear deprisa. No podemos esperar a que se recupere, pátera. Ojalá pudiéramos. Le ha asombrado verme vestido así. Me temo que mi ropa siempre lo impresiona.

—Así parece, Su Cognescencia.

—Técnicamente me encuentro bajo arresto. Pero, lo mismo que usted, intento que prevalezca la paz.

—En ese caso hemos fracasado los ¿los, Su Cognescencia.

Oosik puso su mano sobre la de Seda, una mano cálida y húmeda, densa de músculos.

—No se cargue de reproches, caldé. ¡No! Todavía es posible lograrlo. ¿A quién tenía en mente como comandante de su Guardia Civil?

Cierto que los dioses ya no estaban; pero uno —quizás la mañosa Teljipeia, cuyo día empezaba ya— había dejado una pequeña dádiva de astucia.

—Quienquiera que lograse parar el derramamiento de sangre merecería sin duda una recompensa mayor.

—¿Y si fuera ésa toda la recompensa que pide?

—Yo haría todo lo posible para que la obtuviese.

—¡Seda sabio! —Desde el poste de la cama Oreb aprobó con una brillante mirada negra.

Oosik sonrió.

—Creo que ya está usted mejor. Cuando lo vi me dejó muy preocupado. —Miró al cirujano—. ¿Usted qué opina, doctor? ¿Habría que darle a nuestro caldé más sangre?

Quetzal se endureció y el cirujano negó con la cabeza.

—Quizás alcanzar la paz no cueste tanto como supone, caldé. Hay que hacer comprender a nuestra gente y la suya que ser leal al Ayuntamiento no significa ser desleal con usted. Como ser leal a usted no es ser desleal con el Ayuntamiento. Cuando yo era joven cabían ambas cosas. ¿Lo sabía?

—¡Es verdad, zagal! —exclamó Jibias.

—En el Ayuntamiento hay una vacante. Es obvio que hay que ocuparla. Por otro lado, ahora hay consejeros. Los puestos que ocupan son de ellos. ¿Por qué no iban a mantenerlos?

Un compromiso. Seda recordó a la máitera Menta en la calle del Sol, menuda y desgarradoramente valiente sobre su corcel blanco.

—¿La Alambrera...?

—No se puede permitir que caiga. La moral de su guardia Civil no superaría una humillación tan aplastante.

—Entiendo. —Volvió a levantarse, esta vez con más confianza; se sentía débil pero, paradójicamente, lo bastante fuerte para afrontar lo que viniera—. Los pobres, sobre todo los más pobres de nuestro barrio, los que iniciaron la insurrección, se desviven por liberar a los presos. Tienen allí amigos y parientes.

Quetzal añadió:

—Equidna ha dado la orden.

Sin perder la sonrisa, Oosik consintió.

—Eso he oído. Lo dicen muchos de nuestros prisioneros y algunos afirman incluso haberla visto. No obstante, insisto en que un asalto exitoso a la Alambrera sería un desastre. No hay que permitirlo. ¿Pero no podría nuestro caldé, al asumir su cargo, decretar una amnistía general? ¿Hacer un gesto a la vez generoso y humano?

—Entiendo —repitió Seda—. Sí, por cierto, si así cesa la lucha... o hay una mínima posibilidad de que cese. ¿Debo ir con usted, generalísimo?

—Debe hacer algo más. Debe dirigirse, es forzoso, tanto a los insurgentes como a nuestros hombres. Puede empezar a hacerlo desde esta misma cama. Tengo un medio de transmitir su voz a las tropas que defienden el Palatino. Después tendremos que ponerlo en una flotadora y llevarlo a la Alambrera para que ambos bandos se convenzan de que no hay engaños. Su Cognescencia ha accedido a acompañarlo para bendecir la paz. Muchos ya saben que se ha alineado con usted. Cuando se vea que mi brigada está de su lado como un solo hombre, el resto se sumará.

Desde el poste Oreb graznó:

—¡Seda gana!

—Yo también voy —declaró Jacinta.

—Hay que entender bien que aquí no habrá rendiciones, caldé. Virón habrá elegido retornar a su Carta. Un caldé, usted, y un Ayuntamiento. —Oosik se volvió pesadamente hacia Quetzal—. ¿No es el sistema de gobierno estipulado por Escila, Su Cognescencia?

—En efecto, hijo, y mi más caro anhelo es verlo reinstaurado.

—Si desfilamos por la ciudad en esa flotadora —dijo Seda— muchos van a imaginar que me han herido. —En un santiamén se acordó de agregar—: Generalísimo.

—Y nosotros no intentaremos esconderlo, caldé. ¡Usted ha combatido, y como un héroe! Tengo que decirle a Gueco que introduzca eso en su breve discurso. Bien, alguien ha de ocuparse de todo esto, me temo, y no hay nadie capaz de hacerlo salvo yo. Con permiso, señora. —Hizo una reverencia—. Con permiso, caldé. Volveré en breve. Con permiso, Su Cognescencia.

—¿Hombre malo? —murmuró Oreb.

Seda sacudió la cabeza.

—Nadie que acabe con el asesinato y el odio es malo, aun si lo hace en provecho propio. Necesitamos tanto hombres así que no debemos permitir siquiera que los condenen los dioses. Jibias, anoche lo despedí al mismo tiempo que despedía a Su Eminencia. ¿Partió usted en seguida?

El viejo maestro de esgrima se ruborizó. —¿Tú dijiste que me fuera en seguida, muchacho?

—Creo que no. Si lo dije no me acuerdo.

—Yo te había traído esto, ¿recuerdas? —Saltó al rincón más lejano de la habitación a levantar el bastón con listas de plata—. ¡Invalorable! —Paró las estocadas de un oponente imaginario—. ¡Utilísimo! ¿Crees que iba a permitirles abandonarlo en el jardín?

Jacinta dijo:

—Cuando lo subieron usted nos siguió, ¿verdad? Yo lo vi mirarnos desde el pie de la escalera, pero en aquel momento no lo habría distinguido de un ratón.

—Comprendo. —Seda asintió casi imperceptiblemente—. Supongo que Su Eminencia partió de inmediato. Le dije que hiciera lo posible por encontrarlo, Su Cognescencia. ¿Lo consiguió?

—No —dijo Quetzal. Con paso vacilante fue hasta una butaca de terciopelo amarillo y se sentó con el báculo sobre las rodillas. ¿Tiene alguna importancia, pátera caldé?

—Es probable que no. Intento ordenar las cosas mentalmente, nada más. —El índice de Seda trazó meditabundos círculos en su mejilla—. Acaso a estas alturas Su Eminencia haya llegado hasta la máitera Menta... La Generala Menta, debería decir. Es posible que ya hayan empezado a fraguar una tregua. Eso espero; podría ser útil. Como sea, Mucor sí que llegó; y al oír el mensaje de Mucor, la generala Menta atacó el Palatino esperando rescatarme... Yo tendría que haberlo previsto. Anoche no debía de tener la mente muy despejada; de lo contrario jamás le habría dicho dónde estaba.

Jacinta preguntó:

—¿Mucor? ¿La hija chiflada de Sangre? ¿Estuvo aquí?

—En cierto modo. —Seda descubrió que fijando la vista en las copitas amarillas y los violonchelos de chocolate que bailaban en la alfombra podía hablar con Jacinta sin asfixiarse y hasta, fragmentariamente, pensar en lo que decía—. La conocí el faides por la noche y hablé con ella en el invernadero antes de que me encontraras. De todos modos te explicaré algo sobre ella más tarde, si puedo; es desolador y bastante complejo. Lo decisivo es que accedió a llevar un mensaje mío a la Generala Menta y lo hizo. Cuando hablé antes con el coronel Oosik, su brigada estaba en la reserva. Al lanzarse el ataque han de haberla trasladado a reforzar el Palatino.

—Eso me contó antes de que te despertáramos. Dijo que habías tenido suerte, que el consejero Lorí le había ordenado que mandara alguien a matarte, pero que en vez de eso había ido él mismo con un médico.

—Lo operé ayer, Caldé —dijo el cirujano—, pero no espero que me recuerde. Estaba usted medio muerto. —Era un hombre calvo, de cara equina; tenía una aureola roja en los ojos y manchas de sangre en la arrugada túnica gris.

—No habrá dormido mucho, doctor.

—Cuatro horas. Y habría dormido menos si no me hubieran empezado a temblar las manos. Tenemos más de mil heridos.

Jacinta se sentó en la cama junto a Seda.

—Más o menos lo mismo que dormimos nosotros. Cuatro horas. Debo de estar hecha una arpía.

Él cometió el error de intentar verificarlo, y descubrió que los ojos se le negaban a dejar de mirarla.

—Eres la mujer más hermosa del Vórtice —dijo. Le tomó la mano, pero con un leve cabezazo ella señaló a Quetzal.

Al parecer, Quetzal dormitaba en la butaca roja; de pronto alzó la vista como si ella lo hubiera nombrado.

—¿Tienes un espejo, hija mía? En una suite como ésta debe de haber alguno.

—En el vestidor, Su Cognescencia. Si se lo pide le mostrará su reflejo. —Jacinta se mordió el grueso labio inferior—. Lo único es que yo tendría que empezar a vestirme. En cualquier momento volverá Oosik, pienso, con un discurso para el pátera y una de esas orejas para hablar.

Con ayuda del báculo Quetzal se puso laboriosamente en pie y a Seda el corazón le dio un vuelco. ¡Qué frágil era!

—Yo he dormido cuatro horas; Jacinta todavía menos, me temo, y el doctor más o menos lo mismo; pero creo que Su Cognescencia no ha dormido nada.

—A mi edad no se necesita mucho sueño, pátera caldé. Pero quisiera un espejo. Tengo una enfermedad de la piel. Es usted demasiado cortés para señalarlo, pero la tengo. De modo que me pinto y empolvo como las mujeres, y a la menor ocasión me arreglo la cara.

—Hay un espejo en el baño, Su Cognescencia. —Jacinta también se levantó—. Mientras usted lo usa yo me vestiré.

Quetzal salió al trotecillo. Jacinta se demoró con la mano en el pomo de la puerta, claramente en pose, pero tan adorable que Seda le habría perdonando cosas peores.

—Los hombres pensáis que las mujeres tardan siglos en vestirse; pero esta mañana yo no tardaré nada. No os vayáis sin mí.

—No —prometió Seda, y contuvo el aliento hasta que la puerta del vestidor se cerró tras ella.

—Mala cosa —murmuró Oreb.

Jibias le exhibió a Seda el bastón con listas de plata.

—¡Ya puedo enseñarte, zagal! ¿Modesto? ¿Correcto? Cierto que los augures no llevan espada, ¡pero tú puedes usar esto! ¿No llevabas un bastón la primera vez que te vi?

—¡Mala cosa! —Oreb saltó al hombro de Seda.

—Sí. Me temo que ya no lo tengo. Lo rompí.

—¡Este no lo romperás! ¡Mira! —Las manos de Jibias separaron la vara del bastón de la empuñadura, exponiendo una hoja recta y angosta de doble filo—. ¡Un giro y un tirón! ¡Prueba tú!

—Preferiría con mucho volver a guardarla. —Seda aceptó el bastón. Como bastón parecía algo pesado, y como espada, algo ligera—. Como dice Oreb, es una cosa maligna.

—¡El acero lleva níquel! ¡También cromo! ¡De ve ras! ¡Puede parar un azot! ¿Me crees?

Seda se estremeció.

—Supongo. Una vez tuve un azot y no logré perforar una puerta de acero. —El azot le recordó el lanzagujas dorado de Jacinta; rápidamente se llevó la mano al bolsillo—. Aquí está. Tengo que devolvérselo. Temía que ya no estuviera, aunque no me imagino quién habría podido cogerlo salvo la misma Jacinta. —Lo dejó sobre la sábana color melocotón.

—Yo te devolví el grande, muchacho. ¿Todavía lo tienes?

Seda sacudió la cabeza y Jibias se puso a revisar la habitación, abrir armarios y examinar estantes.

—Admito que ese bastón me será útil —le dijo Seda—. Pero lanzagujas no necesito. De veras.

Jibias se volvió y se lo alargó.

—Vas a hacer la paz, ¿en?

—Eso espero, maestro Jibias, y es exactamente...

—¿Y si no les gusta cómo la haces, muchacho? ¡Acéptalo!

—Cómo está, caldé. —Oosik irrumpió con una hoja de papel y un objeto negro menos parecido a una oreja que a una especie de flor de material sintético.

—Se lo pasaré ya encendido, de modo que sólo tendrá que hablar. ¿Comprende? Mis altavoces repetirán cuanto diga y lo oirá todo el mundo. Aquí tiene el discurso. —Le entregó la hoja—. Tal vez convenga que antes le eche un vistazo. Si quiere inserte algún pensamiento. Claro que sin desviarse demasiado del texto, si es posible.

Por la hoja corrían palabras como hormigas, algunas con trozos de significado en las mandíbulas negras, la mayoría no. Fuerza insurgentes. La Guardia Civil. Los comisionados y el Ayuntamiento. El ejército. Armas de la Alambrera. Los insurgentes y la Guardia. Paz.

Allí estaba por último. Paz.

—Muy bien. —Seda dejó caer la hoja sobre sus rodillas.

Oosik hizo una seña a alguien que estaba en la antecámara, esperó una respuesta que no tardó, se aclaró la garganta y se llevó la oreja a los labios.

—Les habla el generalísimo Oosik, de la Guardia del caldé. A todas las tropas y en especial a los rebeldes. Están ustedes combatiendo para hacer caldé al patera Seda, pero el pátera Seda está con nosotros. Esta con la Guardia porque sabe que nosotros lo apoyamos. Atención, soldados. Es deber de todos ustedes obedecer a nuestro caldé. Aquí lo tengo, sentado a mi lado. Escuchen sus instrucciones.

Seda sintió una necesidad dolorosa de su viejo y astillado ambión; mientras hablaba lo buscó ciegamente, el papel temblándole en las manos.

—Conciudadanos míos: lo que ha dicho el generalísimo Oosik es cierto. ¿Acaso no somos...? —Parecía como si las palabras quisieran escondérsele entre los dedos—. ¿Acaso no somos todos y cada uno ciudadanos de Virón? En este día histórico, conciudadanos... —La letra se emborronaba y la línea siguiente traía media frase sin sentido—. Nuestra ciudad está en grave peligro —continuó—. Creo que el Vórtice entero está en grave peligro, aunque no puedo asegurarlo. —Tosió y escupió en la alfombra un coágulo de sangre—. Tened a bien excusarme. Me han herido. No tiene importancia porque no voy a morir. Tampoco moriréis vosotros si me escucháis.

Débilmente oyó el eco de sus palabras en la noche, más allá de los muros del Marto: «Me escucháis». De algún modo los altavoces que mencionara Oosik lo habían oído, y de algún modo, bocas de voz estentórea, repetían sus pensamientos.

Se abrió la puerta del baño. Enmarcado en el vano, Quetzal lo animó con un gesto. Oreb voló otra vez a su lugar en el poste de la cama.

—No podemos rebelarnos contra nosotros mismos —dijo Seda— Por eso no hay rebelión. No hay ninguna insurrección y ninguno de vosotros es insurgente. Desde luego que podemos luchar entre nosotros y hemos estado haciéndolo. Era necesario; pero la necesidad ha desaparecido. Hay de nuevo un caldé; vuestro caldé soy yo. Necesitábamos que lloviera y se nos ha dado lluvia. —Hizo una pausa para mirar las pesadas cortinas color humo—. Maestro Jibias, ¿querrá abrirme esa ventana, por favor? Gracias.

Profunda y casi dolorosamente aspiró el aire fresco y húmedo.

—Ha llovido y, si sirvo para juzgar el clima, lloverá más Que ahora haya paz: es un don que podemos proveernos nosotros mismos, un don más precioso que la lluvia. Tengamos paz.

(¿Qué era lo que había dicho el capitán hacia tantas edades en aquella posada?)

—Muchos de vosotros tenéis hambre. Nuestro plan es comprar alimentos con fondos de la ciudad y vendéroslos muy baratos. Gratis no, porque siempre habrá quien desperdicie lo que es gratuito. Pero muy baratos, para que puedan comprarlos hasta los mendigos. Mi Guardia liberará a los presos de los fosos. Esta mañana el generalísimo Oosik, Su Cognescencia el prolocutor y yo mismo iremos a la Alambrera a dar la orden. A partir de este momento todos los convictos están perdonados: los perdono yo. Puesto que habrá hambrientos y débiles, por favor compartid con ellos la comida que tengáis.

Recordó su propia hambre, hambre en el manso y una hambre peor bajo tierra, una hambre mordiente que, para cuando Mamelta había localizado las raras viandas humeantes de la torre del subsuelo, era ya una suerte de enfermedad.

—Este año la cosecha ha sido escasa —dijo—. Recemos todos, pues, para que la del año entrante sea mejor. Yo he rezado por eso muchas veces y volveré a rezar; pero si queremos tener comida suficiente para el resto de nuestras vidas, cuando llueva hemos de guardar agua para los campos.

»Debajo de la ciudad hay túneles antiguos. Algunos podréis confirmarlo porque habéis dado con ellos al cavar cimientos. Sé que esos túneles llegan hasta el lago Limna porque he estado en ellos. Si abriéramos bocas cerca del lago, y no me cabe duda de que es posible, podríamos usarlos para llevar agua a las granjas. Entonces, por largo tiempo, tendríamos aumento barato en abundancia.

Hasta que nos llegue la hora de dejar este Vórtice, habría querido agregar, pero hizo una pausa para mirar el balanceo de las cotonas en la brisa y escuchar su propia voz por la ventana abierta.

—Si habéis luchado por mí, no volváis a usar las armas a menos que os veáis atacados. Si sois guardias, recordad que habéis jurado obedecer a vuestros oficiales. —De esto no estaba seguro, pero era tan probable que lo había asegurado sin reparos—. En definitiva, eso significa obedecer al generalísimo Oosik, que comanda tanto la Guardia como el Ejército. Ya habéis oído lo que dice. Está por la paz. Y yo también.

Oosik se señaló a sí mismo y luego indicó la oreja.

—Volveréis a oírlo muy pronto.

Pensó que el velo ya se habría alzado; de hecho, que ya era la hora de la luz primera y de la oración matinal a Teljipeia; con todo, más allá de las cortinas grises la ciudad estaba en penumbra.

—A aquellos que sois leales al Ayuntamiento tengo dos cosas que deciros. La primera es que estáis peleando (y muchos muriendo) por una institución que no necesita defensa. Ni yo, ni el generalísimo Oosik ni la generala Menta deseamos destruirla. ¿Por qué entonces no ha de haber paz? ¡Ayudadnos a hacer la paz!

»La segunda es que el Ayuntamiento fue creado por nuestra Carta. De no haber sido por ella no habría tenido derecho a existir, y no existiría. La Carta os garantiza, a vosotros, el pueblo de Virón, y no a cualquier oficial, el derecho a elegir un nuevo caldé cada vez que el cargo quede vacante. Por lo tanto subordina al Ayuntamiento al caldé que hayáis elegido. No es menester que os diga que la Carta procede de los dioses inmortales. Eso lo sabéis todos. Respecto a la cuestión del caldé y el Ayuntamiento, el generalísimo Oosik y yo hemos consultado a Su Cognescencia el prolocutor. Él se encuentra aquí con nosotros, y si no os he informado bien estoy seguro de que me corregirá.

Con la mano izquierda Quetzal aceptó la oreja; la derecha trazó un tembloroso signo de adición.

—Benditos seáis en el Santísimo Nombre de Pas, Padre de los Dioses, en el de la Graciosa Equidna, su Consorte, en el de sus Hijos e Hijas, en este día y para siempre, en el de su hija mayor, Escila, patrona de esta...

Siguió hablando, pero Seda dejo de prestarle atención: se había abierto la puerta del vestidor. Por ella entró Jacinta, bella y radiante en un lacio vestido de seda escarlata. En voz baja dijo:

—Allí dentro, el espejo acaba de decirme que el Ayuntamiento ofrece diez mil de recompensa por matarte y dos mil por Oosik y por Su Cognescencia.

Seda le agradeció; Oosik murmuró:

—Era de esperar.

—Pensad, hijos míos —decía Quetzal—, cuan doloroso ha de ser para la Auxiliadora Escila ver a los hijos e hijas de la ciudad que fundó arrancándose los ojos. Ella ha provisto todo cuanto requeríamos. Ante todo nuestra Carta, cimiento de la paz y la justicia. Para recuperar el amparo de Escila no tenemos más que regresar a ella. Ya la Carta hemos de volver si queremos reclamar la paz perdida. Sé que hay un deseo de justicia. La deseo yo, y el mismo deseo ha sido plantado por el Gran Pas en cada pecho. Hasta el peor de nosotros desea vivir en santidad. Acaso haya un puñado de ingratos para quienes no es así, pero son muy pocos. Deseamos esas cosas, y podemos hacerlas nuestras mediante un simple acto. Volvamos a nuestra Carta. Es lo que quieren los dioses. Aceptemos a este augur ungido, el pátera caldé Seda. Los dioses también lo quieren. Para satisfacer la Carta de la Sustentadora Escila debemos tener un caldé, y hasta la menor de nuestras criaturas sabe en quién ha recaído la elección. Si os queda la menor duda acerca de estas cuestiones, hijos míos, os ruego que consultéis con el augur ungido a cuyo celo fuisteis dados. Sabéis que en cada barrio hay uno. De no seros posible, consultad al primero que veáis, o a cualquier santa sibila. Ellos os dirán que la senda del deber no es ardua; es llana y sencilla.

Haciendo una pausa, Quetzal exhaló con un leve silbido.

—Y ahora, hijos míos, una cuestión sumamente penosa. Llegan rumores de que hay demonios con forma humana que buscan destruirnos. Falsos y malignos, prometen por nuestra sangre un dinero que no tienen y que no pagarán. No creáis sus mentiras. Son mentiras que ofenden a los dioses. Quien mate a gentes buenas por dinero es peor que un demonio, y quien mate por un dinero que no verá nunca es un necio. Peor que necio: es un bobo.

Oosik estiró la mano hacia la oreja pero Quetzal lo frenó con un gesto.

—Hijos míos: pronto será el clarear. Un nuevo día. Que sea un día de paz. Unámonos. Apoyemos a los dioses, su Carta y el caldé que nos han elegido. De momento me despido de vosotros, pero espero hablaros pronto cara a cara y bendeciros por la paz que le habréis dado a la ciudad. Ahora creo que el generalísimo Oosik quiere dirigirse a vosotros de nuevo.

Oosik carraspeó.

—Os habla el generalísimo. Se cancelan todas las operaciones contra los rebeldes; esto se hará efectivo de inmediato. Cada oficial es responsable de su obediencia a mi orden y de las acciones de sus coraceros y soldados, en caso de que las haya. El caldé Seda y Su Cognescencia recorrerán la ciudad en una de nuestras flotadoras. Espero que todos los oficiales, coraceros y soldados los reciban de modo por completo acorde con la lealtad y la disciplina. Mi caldé, ¿tiene usted algo más que decir?

—Sí. —Seda se inclinó hacia él y le habló a la oreja—. Por favor: dejad de pelear. Era necesario, ya lo he dicho, pero se ha vuelto absurdo. Deténgalos, si puede, máitera Menta. Por favor, generala Menta, deténgalos. Tenemos la paz al alcance; desde el momento en que la aceptemos, habremos ganado todos.

Se enderezó, saboreando el prodigio de la oreja. De veras que parece una flor negra, pensó, una flor concebida para prosperar durante la noche; y puesto que está abierta, se acerca ya el clarear aunque la noche siga igual de oscura. Acercó la boca a la oreja y añadió:

—Dentro de unos minutos estaremos con vosotros en la flotadora que ha mencionado el coronel Oosik. No nos disparéis, por favor. Sin duda, nosotros no tiraremos contra vosotros. Nadie lo hará. —Se volvió hacia Oosik buscando confirmación y Oosik asintió con vigor—. Ni siquiera si alguien me dispara a mí. Si puedo, estaré de pie para que me veáis. —Se detuvo. ¿Había algo más que decir?

Amortiguadas como un trueno lejano, sus palabras le volvieron por la ventana en tempestad menguante: «Que me veáis».

—A los que hayan combatido por Virón se los recompensará, no importa en qué bando lo hayan hecho. Máitera Mármol, si oye usted esto haga el favor de acercarse a la flotadora. La necesito urgentemente. Venga, pues, por favor. Lo mismo a Alca y a Chenilla.

¿Habría poseído Kipris a Jacinta, que se le hacía tan irresistible? ¿Podía poseer a dos mujeres simultáneamente? Por un segundo sopesó la cuestión entre los recordados rostros de los profesores de la scola. Debía acabar con aquello, pensó, invocando a los dioses; pero los marchitos honoríficos se la atascaron en la garganta.

—Hasta que os vea —concluyó—, os ruego que recéis por mí, por nuestra ciudad y por todos nosotros. Rezad ala Amable Kipris, que es amor. Rezad en especial al Extraño, porque es el dios cuyo tiempo se aproxima y porque yo soy la ayuda que él nos ha enviado.

Dejo caer la mano y Oosik recuperó la oreja.

—Por lo cual todos os estamos agradecidos —dijo Oosik.

Y Oreb murmuró:

—Vigila.

Después no habló nadie. Aunque seguían presentes Oosik y su cirujano, Jibias y Quetzal, pareció que la habitación hubiera quedado vacía. Al otro lado de la ventana flotaba una quietud sobre el Palatino. Ningún vendedor voceaba mercancías ni hablaba ninguna arma.

Paz.

Allí estaba la paz al fin; para los del Palatino y los que lo rodeaban había paz. Por increíble que pareciese; cientos —miles— habían dejado de combatir sólo porque se lo había pedido él, Seda.

Se sentía mejor. Tal vez, como la sangre, la paz hiciera bien. Estaba más fuerte, aunque no fuerte del todo. Durante el sueño el cirujano le había vertido sangre —más sangre— y ese sueño debía de haber sido semejante a un coma, porque la aguja no lo había despertado. Aunque la víspera tenía la certeza de que moriría, esa noche, la sangre de otro —la vida de otro le había permitido vivir. Estaba claro que los presagios nacidos de la debilidad podían frustrarse; tendría que recordarlo. Con amigos que lo ayudaran, un hombre podía forjar su destino.