2 —¡Seda vuelve!
—Sería mejor que lo hiciera, sibi —murmuró la máitera Mármol a la máitera Menta.
La máitera Menta quedó boquiabierta pero en seguida cerró los labios con firmeza. Obediencia significaba obedecer, se había dicho miles de veces; la obediencia no se limitaba a poner la mesa o ir a buscar una bandeja de galletas. —Como quiera, máitera. Sabe el Alto Hiérax que yo no tengo voz, pero supongo que debo hacerlo.
Satisfecha, la máitera Mármol suspiró para sí; fue un siseo tan suave de su altavoz interior que nadie pudo oírlo. La máitera Menta se adelantó, con las mejillas arreboladas, y estudió a la congregación. A buen seguro más de la mitad eran ladrones; por un instante se preguntó si las imágenes de los dioses estarían siquiera a salvo. Subió los escalones del ambión, con una consciencia aguda del rumor de charla que llenaba el manteón y el firme redoble de lluvia en el techo; por primera vez desde comienzos de la primavera una lluvia de olor fresco apuñalaba el umbral divino salpicando la mesa negruzca, si bien en las últimas horas había amainado.
Molpe, rezó, Maravillosa Molpe, por una vez dame voz.
—Algunos... —respiró hondo—. Algunos de ustedes no me conocen...
Pocos la miraban, y era evidente que no alcanzaban a oírla. ¡Qué orgulloso estaría de ella ahora el gallardo capitán que le había mostrado su espada!
¡Por favor, Kipris! Armada Esfigse, gran diosa de la guerra.
Tenía una extraña inflamación bajo las costillas; en la mente, un remolino de sonidos que no había oído nunca y visiones que desconocía: clamor de cascos de caballería y estruendo de grandes cañones, rugido aterrador de leones de Esfigse, argentinas voces de trompetas, el tableteo de crótalos de un zumbador. Una mujer con un trapo ensangrentado en la cabeza ordenaba las filas: ¡En formación! ¡Adelante! ¡Seguidme! Con un amplio ademán la máitera Menta desenvainó una espada que ni siquiera ella veía.
—¡Amigos! —La voz se le quebró en medio de la palabra—. ¡Más fuerte, muchacha! ¡Sacude las vigas!
—Amigos: algunos de vosotros ni siquiera me conocéis. Soy la máitera Menta, una sibila de este manteón. —Recorrió la congregación con los ojos y vio que la máitera Mármol aplaudía en silencio; el vocerío se había apagado—. Las normas del Capítulo permiten que, no habiendo augures presentes, sea una sibila quien sacrifique. Por desgracia, tal es el caso de nuestro manteón. Comprendo que pocos vais a desear quedaros. Hay otro manteón en la calle del Sombrero; un manteón querido por todos los dioses, estoy segura, donde ahora mismo hay un augur preparando el sacrificio. Dirigíos al mercado y doblad a la izquierda. No está lejos.
Esperó, confiada, escuchando el tamborileo de la lluvia; pero, de los quinientos afortunados que habían conseguido asiento y los varios cientos que estaban de pie, no se movió ni uno solo.
—Ayer por la noche el pátera Seda no volvió al manso. Como muchos sabéis, vinieron unos guardias a detenerlo. —La audiencia emitió un rumor airado como el gruñido de una bestia enorme—. Eso fue ayer, cuando la Amable Kipris, de quien seremos eternos deudores, nos honró por segunda vez. Todos estamos seguros. Todos tenemos la certeza de que fue un error tonto. Pero hasta que el pátera Seda vuelva no nos queda sino aceptar que está detenido. Al parecer el pátera Gulo, el digno augur que Su Cognescencia el Prolocutor envió para asistir al pátera Seda, se ha marchado del manso hoy a primera hora, sin duda con la esperanza de liberarlo.
La máitera Menta hizo una pausa; palpando nerviosamente la piedra astillada del antiguo ambión, miró a los atentos devotos agachados delante del primer banco y la emparchada cortina de rostros que llenaban el arco del nártex.
—De este modo la tarea del sacrificio recae en la máitera Mármol y en mí. Hay hoy docenas de víctimas. Hay incluso un inmaculado toro blanco para el Gran Pas, un sacrificio que ni el Gran Manteón ve a menudo. —Se detuvo de nuevo a escuchar la lluvia y echar una mirada al altar—. Antes de que empecemos, tengo otras nuevas que transmitiros, sobre todo a quienes habéis venido a honrar a los dioses no sólo hoy sino todos los ésciles desde hace años. A muchos os entristecerán, pero son nuevas alegres.
»Nuestra amada máitera Rosa se ha marchado con los dioses, a cuyo servicio dedicó una larga vida. Por razones que estimamos buenas y apropiadas, hemos decidido no exhibir sus restos mortales. Eso que está frente al altar es su ataúd.
»Podemos estar seguros de que los dioses inmortales conocen bien su piedad ejemplar. He oído decir que era la persona bioquímica más anciana de este barrio, y bien puede ser cierto. Pertenecía a la última de las generaciones afortunadas para las cuales existieron dispositivos protéticos, dispositivos cuyos principios se han perdido hoy incluso para los más sabios. Prolongaban su vida más allá de las de los hijos de muchos a quienes habían enseñado de niños, pero no podían prolongarla indefinidamente. Tampoco es que la máitera lo hubiera deseado. Ayer esos dispositivos fallaron al fin, y nuestra amada sibila fue eximida de los sufrimientos que le trajera la vejez y de los afanes que eran su único solaz.
Unos hombres de pie en los pasillos estaban abriendo las ventanas; parecía entrar muy poca lluvia. La tormenta había cesado, resolvió la máitera Menta, o casi.
—Por eso nuestro sacrificio de esta mañana no es meramente el que ofrecemos a los dioses eternos siempre que a esta hora contemos con una víctima. Es el último sacrificio de nuestra querida máitera Rosa; y con esto quiero decir que no es sólo el del toro blanco y las demás bestias, sino el sacrificio de la propia máitera. Existen dos clases de sacrificios. En el primero, enviamos un presente. En el segundo, compartimos una comida. Tal vez por eso, nos atrevemos a esperar mi querida sibi y yo, no os sorprenda oír que mi querida sibi ha tomado para uso propio algunos de los maravillosos dispositivos que mantenían a la amada máitera Rosa. De este modo, aunque nos propusiéramos olvidarla, lo que os aseguro no es así, no podríamos hacerlo. Los dispositivos nos recordarán a ambas su vida de servicio. Si bien sé que su espíritu recorre ahora la Senda Áurea, siempre sentiré que algo de ella vive en mi sibi.
Ahora o nunca.
—Nos llena de gozo que, como es justo, hayáis venido tantos a honrarla; Pero fuera hay muchos más, hombres, mujeres y niños, que, aunque la honrarían si pudiesen, no han encontrado sitio en nuestro manteón. Parece vergonzoso, ante ella y también ante los dioses.
»Como sin duda sabréis algunos, hay un expediente a adoptar en situaciones como ésta. Consiste en trasladar temporalmente a la calle el ataúd, el altar y la ventana misma.
Iban a perder los preciados asientos. En parte esperaba que se sublevaran, pero no. Estaba a punto de decir «Propongo...» pero se contuvo a tiempo. La decisión era suya; suyas la responsabilidad y la realización.
—Es eso lo que haremos hoy. —Frente a ella, en el ambión, estaban las gruesas Escrituras Crasmológicas encuadernadas en cuero; las cogió—. ¿Cuerno? Cuerno, ¿estás aquí?
Él agitó la mano y se levantó para hacerse ver.
—Cuerno era alumno de la máitera Rosa. Cuerno, quiero que escojas cinco muchachos más para que te ayuden con el ataúd. Me figuro que el altar y la Ventana Sagrada son muy pesados. Para moverlos vamos a necesitar voluntarios. —Tuvo un golpe de inspiración—. Sólo los hombres más fuertes, por favor. ¿Tendrán la voluntad de acercarse veinte o treinta hombres vigorosos? Mi sibi y yo os dirigiremos.
El tropel por poco la abruma. Medio minuto después el altar flotaba entre un encrespado oleaje de manos y brazos, cabeceando, balanceándose rumbo a la puerta como una caja en un lago. Con la Ventana Sagrada fue más difícil, no porque pesara más, sino porque las abrazaderas tricentenarias que la sujetaban al suelo del santuario se habían oxidado y hubo que martillarlas. Además los cables sagrados iban arrastrándose durante el transporte, a veces escupiendo el crepitante fuego violeta que denotaba la inmanente presencia de divinidades.
—¡Lo ha hecho de maravilla, sibi! ¡De maravilla! —La máitera Mármol había seguido afuera a la máitera Menta. Le puso una mano en el hombro—. ¡Sacarlo todo a la calle para un tránsito! ¿Cómo se le ocurrió?
—No lo sé. Fue simplemente que la mayoría estaba en la calle y nosotros dentro. Y no había modo de recibirlos como siempre. Además —la máitera Menta sonrió, picara—, piense qué cantidad de sangre, sibi. Nos habría llevado días limpiar el manteón.
Había demasiadas víctimas para alojarlas en el jardincito de la máitera Mármol. Se había dicho estrictamente a los donantes que las tuvieran con ellos hasta el momento de entrarlas; de ahí que, la calle del Sol pareciera el rincón de venta de animales del mercado ¿Cuántas habría, se preguntó la máitera Menta, si no hubiera llovido? Se estremeció. Empapados pero radiantes, las víctimas y sus donantes echaban vapor bajo el sol de la calle.
—Si quiere que la oigan —la previno la máitera Mármol—, tendrá que subirse a algo.
—¿Y por qué no a estos escalones? —preguntó la máitera Menta—. Amigos... —A sus oídos, al aire libre la voz sonó más débil; intentó imaginarse heraldo, luego trompeta—. ¡Amigos! No repetiré lo que he dicho dentro. Éste es el último sacrificio de la máitera Rosa. Sé que sabe lo que habéis hecho por ella, y que está contenta. Ahora mi sibi y sus ayudantes van a hacer en el altar una hoguera sagrada. Hoy necesitaremos que sea grande.
La explosión de júbilo la sorprendió.
—Necesitaremos que sea grande, y parte de la leña se ha mojado. Pero esta tarde el cielo todo será para nosotros umbral divino y dejará entrar el fuego de Pas venido del sol.
Como hormigas de vivos colores, una hilera de niñitas había empezado a acarrear al altar leños de cedro, donde la máitera Mármol partía los más pequeños.
—Antes de sacrificar, el pátera Seda tiene la costumbre de consultar las Escrituras. Hagámoslo también nosotros. —La máitera Menta cogió el libro y lo abrió al azar—. «Lo que somos, sea lo que fuere, no es sino un poco de carne, aliento y la parte que rige. Como si estuvieses muriendo, desprecia la carne; es sangre, huesos y una red, un tejido de nervios y venas. Mira el aliento, también, qué cosa es: aire, y nunca el mismo, sino exhalado y aspirado a cada momento. Lo tercero es la parte que rige. No dejes que sea esclavizada, no dejes que la manejen con hilos como a una marioneta. Deja de quejarte de tu suerte; no te arredres ante el futuro.»
»El pátera Seda nos dijo muchas veces que cada pasaje de las Escrituras guarda al menos dos sentidos. —Había soltado las palabras antes de notar que sólo alcanzaba a ver uno. A tientas, la mente de la máitera buscó furiosamente una segunda interpretación—. El primero resulta tan claro que me parece una necedad explicarlo, aunque hacerlo es mi deber. Estoy segura de que ya lo habéis visto todos. Ha muerto una parte de la máitera Rosa (dos partes, diría el escritor crasmológico). No debemos olvidar que era la más baja, la parte que ni ella ni nosotros teníamos razones para apreciar. La mejor, la parte amada por los dioses y por quienes la conocimos, no perecerá nunca. Éste es pues el mensaje para aquellos que la lloran. En particular, para mi querida sibi y para mí.
¡Ayudadme! ¡Hiérax, Kipris, ayudadme, por favor!
Había tocado la espada del oficial que había arrestado a Seda; la mano le hormigueó de necesidad de empuñarla y, desde muy dentro de ella, algo negado hasta ese momento escrutó a la multitud.
—Veo un hombre con espada. —No lo veía, pero había docenas de esos hombres—. Un hombre magnífico. ¿Querrás adelantarte, señor? ¿Me prestarás tu espada? Será apenas un momento.
Un bravucón arrogante, persuadido al parecer de que se había dirigido a él, usó los hombros para abrirse paso. La espada era de caza, seguramente robada, con guarda de nácar, empuñadura de asta y poderosa hoja de doble filo.
—Gracias. —La levantó y el acero bruñido destelló al sol caliente—. Hoy es hiéraces. Un día apropiado para los ritos últimos. Creo que el hecho de que los ojos de la máitera Rosa se oscurecieran un társides, y que su último sacrificio tenga lugar un hiéraces, da la medida de la alta consideración en que la tenían los dioses. Pero nosotros, ¿qué? ¿No nos hablan también a nosotros, las Escrituras? ¿No es hiéraces para nosotros tanto como para la máitera? Sabemos que nos hablan. Sabemos que es hiéraces. ¿Veis esta espada?
A través de ella hablaba su ser negado, de modo que ella —la pequeña máitera Menta, que durante tantos años sólo se había considerado la máitera Menta— escuchaba tan perpleja como la muchedumbre, no menos ignorante de qué diría a continuación.
—Muchos de vosotros lleváis cosas como ésta. Y puñales y lanzagujas, y esos picos pequeños de plomo que no se ven y golpean tan duro. Y sólo Hiérax sabe qué más. ¿Pero estáis dispuestos a pagar el precio? —Blandió la espada de caza por encima de la cabeza. Entre las víctimas había un caballo blanco; un chispazo de la hoja o un matiz en la voz de ella lo hizo recular y alzar dos patas, levantando en peso al sorprendido donante—. Porque el precio es morir. No dentro de treinta o cuarenta años, ¡sino ahora! ¡Morir hoy! Estas cosas dicen: ¡No bajaré la cabeza ante vosotros! ¡No soy esclavo ni buey para que me lleven al matadero! ¡Agraviadme, agraviad a los dioses, y moriréis! ¡Pues no temo a la muerte ni a vosotros!
El bramido de la multitud pareció sacudir la calle.
—Eso nos dicen las Escrituras, amigos de este manteón. He ahí el segundo sentido. —La máitera Menta devolvió la espada a su dueño—. Gracias, señor. Es una arma hermosa.
Él se inclinó.
—Es suya cada vez que la necesite, máitera. Con la dura mano que la empuña.
La máitera Mármol había colocado en el altar el chato cuenco de bronce pulido que capturaba la luz del sol. Un rizo de humo se alzaba de las astillas de cedro y, mientras la máitera Menta miraba, apareció la primera llama, pálida, casi invisible. Recogiéndose la larga falda, trotó escaleras abajo y extendió los brazos ante la Ventana Sagrada.
—Aceptad, dioses todos, el sacrificio de esta santa sibila. Aunque se nos parta el corazón, hermanas y amigos suyos consentimos. Pero habladnos, os suplicamos, de los tiempos por venir, tanto los de ella como los nuestros. ¿Qué hemos de hacer? Guardaremos vuestra palabra más leve como un tesoro. —A la máitera Menta se le quedó la mente en blanco; hubo una pausa dramática hasta que recordó el sentido, aunque no la fórmula sancionada, del resto de la invocación—. Si no es vuestra voluntad hablar, también eso lo consentimos. —Dejó caer los brazos a ambos lados.
Desde su puesto junto al altar, la máitera Mármol señaló al primer donante.
—Este espléndido chivo blanco es ofrecido a... —La memoria de la máitera Menta flaqueó una vez más.
—Kipris —proveyó la máitera Mármol.
A Kipris, claro. Los tres primeros sacrificios eran para Kipris, que con su teofanía del ésciles había electrizado la ciudad. ¿Pero cómo se llamaba el donante?
La máitera Menta miró a la máitera Mármol pero, extrañamente, la máitera Mármol agitaba la mano hacia alguien de la multitud.
—...a la Cautivante Kipris, diosa del amor, por su devoto suplicante...
—Pargo —dijo el donante.
—Por su devoto suplicante Pargo. —Por fin había llegado el momento que más temía—. Por favor, máitera, si quiere usted, por favor... —Pero era ella quien tenía en la mano el cuchillo del sacrificio, y la máitera Mármol elevaba ya el antiguo ululato, batiendo al danzar, con los miembros metálicos, el pesado bombasí de su hábito.
Los machos cabríos tenían fama de contumaces, y los largos cuernos curvos de éste parecían peligrosos; sin embargo, se mantenía dócil como una oveja y la miraba con ojos somnolientos. Había sido una mascota, sin duda, o así lo habían criado.
La máitera Mármol se arrodilló a su lado y puso bajo el cuello el mejor cáliz de cerámica que el manteón podía costearse.
Cerraré los ojos, se prometió la máitera Menta, pero no lo hizo. La hoja se deslizó en el cuello del chivo blanco con tanta facilidad como en un fardo de paja. Durante un momento horrible el animal la miró, traicionado por los humanos en quienes confiara toda la vida; corcoveó, regando a las dos sibilas con su sangre vital, se desplomó y rodó de costado.
—Una hermosura —susurró la máitera Mármol—. Vaya, ni el mismo pátera Perca lo habría hecho mejor.
—Creo que tengo náuseas —susurró a su vez la máitera Menta. Y, como tantas veces había hecho ella, la máitera Mármol se levantó para verter el contenido del cáliz en el crepitante fuego del altar.
Primero la cabeza, con los cuernos impotentes. Encuentra la coyuntura entre el cráneo y la columna, recordó. Por bueno que fuese, el cuchillo no iba a cortar hueso. Luego las pezuñas, alegres de pintura dorada. ¡Más rápido! ¡Más rápido! A ese ritmo estarían allí toda la tarde; deseó haberse dedicado más a la cocina, aunque rara vez tenían mucha carne que cortar. Siseó:
—Del próximo debe ocuparse usted, sibi. ¡De veras!
—¡Ahora no podemos cambiar!
Arrojó al fuego la última pezuña, dejando en las patas del pobre chivo cuatro muñones sanguinolentos. Con el cuchillo todavía en la mano, se encaró de nuevo a la ventana.
—Acepta, Amable Kipris, el sacrificio de este macho cabrío blanco. Y háblanos, te suplicamos, de los días por venir. ¿Qué hemos de hacer? Guardaremos tu palabra más leve como un tesoro. —Ofreció una plegaria silenciosa a Kipris, una diosa que desde el ésciles le parecía casi una identidad más amplia—. No obstante, si decidieras otra cosa... —dejó caer los brazos— ...también consentiremos. Te ruego que nos hables por medio de este sacrificio.
El ésciles pasado, los sacrificios del funeral de Orpina habían sido, sin exagerar, de mal agüero. Abriendo ahora el vientre del chivo, la máitera Menta esperó fervientemente mejores indicios.
—Kipris bendice... —Más fuerte. Les costaba oírla—. Kipris bendice el espíritu de nuestra difunta sibila. —Enderezándose, echó los hombros atrás—. Asegura que cualquier mal que haya hecho la máitera le ha sido perdonado.
La cabeza del chivo estalló en el fuego despidiendo carbones: un presagio de violencia. La máitera Menta se inclinó otra vez sobre el cadáver, debatiéndose furiosa por recordar lo poco que sabía de vaticinios: observaciones hechas en raros momentos por el pátera Perca y el pátera Seda, desganadas lecciones de sobremesa de la máitera Rosa, que había hablado tanto para enseñarle como para disgustarla.
El lado derecho de la bestia concernía al donante y al augur que presidía; al ofrendante y al oficiante del sacrificio. El izquierdo a la congregación y la ciudad toda. Este hígado rojo auguraba hechos de sangre, y entre la maraña de venas había un cuchillo que representaba al augur —aunque ella no era un augur— y señalaba un cuadrado, sin duda el tallo cuadrado de la menta, y la empuñadura de una espada. ¿Moriría ella bajo el filo? No: la hoja no la amenazaba. Ella iba a empuñar la espada. Pero eso ya lo había hecho, ¿no?
En las vísceras, un pececillo gordo (presumiblemente un pargo) y un amasijo de objetos circulares, collares o quizás sortijas. Seguro que esa interpretación gustaría. Como estaban junto al pargo, uno de ellos encima, faltaba muy poco para el momento. Subió los dos primeros escalones.
—Para el ofrendante. La diosa te favorece. Tu sacrificio la ha complacido mucho. —Había sido un magnífico macho cabrío, y era de suponer que Kipris no habría indicado riqueza si no se hubiera sentido gratificada—. Dentro de muy poco obtendrás riquezas, joyas y sobre todo oro. —Sonriendo de oreja a oreja, Pargo se retiró—. Para nosotros y nuestra ciudad, violencia y muerte, que serán para bien. —Miró los despojos, deseando estar segura del signo de adición que había vislumbrado; pero ya no estaba, si es que había existido—. Eso es todo cuanto veo en esta víctima, aunque estoy segura de que un augur experto como el pátera Seda vería mucho más. —Buscó con la mirada a Pargo—. El primer derecho lo tiene el donante. Si desea participar de esta comida, que se adelante.
Los pobres ya pugnaban por acercarse al altar.
—¡Queme las vísceras y los pulmones, sibi! —susurró la máitera Mármol.
De ser la congregación grande —y ésta sumaba al menos dos mil personas— era sabio, bueno y habitual trocear los despojos. Pero había docenas de víctimas, y además la máitera Menta confiaba poco en su habilidad. Distribuyó espaldas y cuartos y a cambio recibió sonrisas de deleite.
Lo siguiente era un par de palomas blancas. ¿Qué se hacía con las palomas: repartirlas o quemarlas enteras? Eran comestibles, pero recordó que en el último sacrificio de Orpina el pátera Seda había quemado un gallo negro. Aunque era posible leer las aves, raramente se hacía. ¿No se ofendería el donante si ella no leía éstas?
—Una será leída y quemada —le dijo sin vacilar—. La otra la compartiremos con la diosa. Si la quieres tú, quédate aquí.
El hombre negó con la cabeza.
Degolló a las palomas en medio de aleteos desesperados.
Respiró hondo.
—Acepta, Kipris, el sacrificio de estas magníficas palomas. Y háblanos, te suplicamos, de los tiempos por venir. ¿Que hemos de hacer? Guardaremos tu más leve palabra como un tesoro. —¿Las había matado de verdad? Se arriesgó a pinchar los cuerpos inertes—. Si no obstante decidieras otra cosa... —dejó caer los brazos, consciente de que se estaba ensangrentando más el hábito— ...consentiremos. Te suplicamos que nos hables por medio de este sacrificio.
Rascando las plumas, la piel y la carne del hombro derecho de la primera paloma, examinó las finas líneas que lo cubrían. Una ave con las alas desplegadas; seguro que el donante se llamaba Cisne o algo así, aunque ella ya se había olvidado. Había un tenedor en un plato. ¿Le diría la diosa a alguien que iba a comerse una cena? ¡Imposible! Pareció que del hueso manaba una diminuta gota de sangre.
—Un plato obtenido por la violencia —le anunció al donante—. Pero si la diosa me envía un segundo mensaje, mi ignorancia me impide leerlo.
La máitera Mármol murmuró:
—El siguiente es mi hijo, Sangri.
¿Quién era Sangri? La máitera Menta estaba segura de que habría debido reconocer el nombre.
—Se te concederá el plato en conjunción con el próximo donante —le dijo al hombre de las palomas—. Ojalá la diosa no esté diciendo que se lo arrebatarás.
La máitera Mármol siseó:
—Ha comprado el manteón, sibi.
Ella asintió sin comprender. Sentía fiebre y náuseas; el sol abrasador y el calor del fuego eran abrumadores y, cuando se inclinó a escrutar el hombro izquierdo de la paloma, le pareció que los vahos de tanta sangre la envenenaban.
Cadenas de anillos varias veces interrumpidas.
—Muchos de los encadenados de nuestra ciudad serán liberados —anunció, y echó la paloma al fuego santo. La niñita que llevaba más cedro dio un respingo. Una exultante anciana recibió la segunda paloma.
El siguiente donante era un hombre rollizo de unos sesenta años; lo acompañaba un joven guapo que apenas le llegaba al hombro; el joven llevaba una jaula con dos conejos blancos.
—Para la máitera Rosa —dijo el mayor—. Esta Kipris es la del amor, ¿no? —Mientras hablaba se enjugó la frente con un pañuelo de fragancia espesa.
—Es la diosa del amor, sí.
Con una sonrisita, el joven le pasó la jaula a la máitera Menta.
—Bueno, el amor se dice con rosas —dijo el mayor—. Pienso que éstos valdrán.
La máitera Mármol olisqueó.
—No se puede aceptar víctimas en reclusión. Haz abrir eso, Sangri, y dame uno.
El hombre mayor pareció sobresaltarse. La máitera Mármol sujetó el conejo y le echó la cabeza atrás para exponer la garganta. Si había una regla para los conejos, la máitera Menta la había olvidado.
—Los trataremos como a las palomas —dijo con la mayor firmeza posible.
El hombre mayor asintió.
Caramba, hacen todo lo que les digo, reflexionó ella. ¡Aceptan cualquier cosa que diga! Decapitó al primer conejo, arrojó la cabeza al fuego y abrió el vientre. Pareció que las vísceras de fundían al calor del sol, transformándose en una encrespada línea de hombres zaparrastrosos con trabucos, espadas y toscas picas. En algún confín de lo audible, mientras uno de ellos pisaba un conejo en llamas, el zumbador resonó una vez más. Buscando a tientas un modo de empezar, la máitera Menta subió de nuevo los escalones.
—El mensaje es muy claro. Extraordinariamente claro. ¡Es insólito!
Un rumor de la multitud.
—En... general encontramos mensajes separados para el donante y el augur. Y también para la congregación y la ciudad, aunque éstos suelen venir unidos. En esta víctima está todo junto.
El donante gritó:
—¿Dice que mi recompensa vendrá del Ayuntamiento?
—Muerte. —Ella le miró la cara sonrojada, sin sentir piedad y sorprendida de no sentirla—. Vas a morir muy pronto, o al menos morirá el donante. Puede que se trate de tu hijo. —Sin dejar de oír el tableteo del zumbador, alzó la voz; le extrañaba que no lo oyera nadie más—. El donante de este par de conejos me ha recordado que en el llamado lenguaje de las flores la rosa, la flor que daba nombre a nuestra difunta sibila, significa amor. Tiene razón, y la Agraciada Kipris, que tan amable ha sido con los de la calle del Sol, es la autora de ese lenguaje que permite a los amantes decirse cosas con ramos. Mi propio nombre, Menta, significa virtud. Siempre me he inclinado a pensar que me dirigía hacia las virtudes propias de una santa sibila. Me refiero a la caridad, la humildad y..., y todas las demás. Pero virtud es una palabra antigua, y las Escrituras Crasmológicas nos dicen que en el principio significó fortaleza y valor en pro de lo justo.
La escuchaban en un silencio reverencial; ella por su parte prestó atención al zumbador, pero ya no se oían descargas, si es que en algún momento habían sonado.
—De ninguno de los dos yo tengo mucho, pero en la lucha que se avecina daré lo mejor de mí. —Miró al donante, decidida a decir algo sobre el coraje frente a la muerte, pero el hombre se había desvanecido entre la multitud y con él su hijo. En la calle había quedado la jaula vacía—. Para nosotros —les dijo a todos—, ¡victoria! —¿Qué era esa voz de plata que tintineaba por encima de la muchedumbre?—. ¡Debemos luchar por la diosa! ¡Con su ayuda venceremos!
¿Cuántos faltaban? ¿Más de sesenta? La máitera Menta sintió que las fuerzas no le daban ni para uno.
—Pero ya he sacrificado demasiado. Soy menor que mi querida sibila, y sólo he presidido por voluntad suya. —Le entregó a la máitera Mármol el cuchillo de los sacrificios y sin darle tiempo a negarse tomó de ella el segundo conejo.
Tras el conejo, un cordero negro para Hiérax; y para la máitera Menta fue un alivio indescriptible observar cómo la máitera Mármol lo recibía y lo ofrecía a la deshabitada irradiación gris de la Ventana Sagrada; ulular y danzar como tantas veces lo hiciera para el pátera Perca y el pátera Seda, recoger la sangre del cordero y lanzarla al altar; mirar cómo la máitera echaba la cabeza al fuego, sabiendo que todos la miraban también y que nadie la miraba a ella.
Una a una las delicadas pezuñas del cordero alimentaron a los dioses. Un veloz tajo del cuchillo le abrió la panza y la máitera Mármol susurró:
—Sibi, venga aquí. —Sorprendida, la máitera Menta dio un paso titubeante. Viéndola confundida, la máitera Mármol encorvó uno de sus dedos nuevos—. ¡Por favor! —Y cuando la máitera Menta se le hubo unido junto al cadáver, murmuró—: Tendrá que leer usted, sibi. —La máitera Menta miró el rostro metálico de la sibila mayor—. Lo digo en serio. Conozco lo del hígado y qué significan los tumores. Pero los dibujos no los veo. Nunca he podido.
Cerrando los ojos, la máitera Menta sacudió la cabeza.
—¡Es su deber!
—Máitera, tengo miedo.
No tan lejano como antes, el zumbador volvió a hablar. Al tabaleo siguió un opaco estruendo de trabucos. La máitera Menta enderezó la espalda. Ahora era evidente que al borde de la multitud algunos habían oído el tiroteo.
—¡Amigos! No sé quién se ha lanzado a luchar. Pero se diría...
Entre la multitud, derribando a algunos en su prisa, se abría paso un joven rechoncho vestido de negro. Al verlo, la máitera Menta conoció el intenso alivio de pasar la responsabilidad a otro.
—Amigos y vecinos: este magnífico cordero no os lo leeremos ni mi querida sibi ni yo. Ya no hace falta que soportéis la irregularidad de un sacrificio hecho por sibilas. ¡Ha regresado el pátera Gulo!
No había dicho la última palabra cuando él ya estaba allí, desgreñado y sudando en la túnica de lana pero en un transporte triunfal.
—El sacrificio lo hará para vosotros, para todo el pueblo de la ciudad, un verdadero augur. ¡Sí! Pero no seré yo. ¡Vuelve el pátera Seda!
Hubo tales hurras y gritos que la sibi se tapó los oídos. Gulo alzó los brazos pidiendo silencio.
—Máitera, yo no quería contároslo, no quería preocuparos ni comprometeros. Pero he pasado casi toda la noche escribiendo en los muros. Hablando con..., con gente. Con todo el que quisiera escuchar, y convenciéndolos de que hicieran lo mismo. Me llevé de la palestra una caja de tizas. ¡Se-da caldé! ¡Se-da caldé! ¡Aquí viene!
Gorras y pañuelos volaron al aire.
— ¡SE-DA CALDÉ!
Entonces ella lo divisó. Agitando la mano, sacaba la cabeza y los hombros por la torreta de una flotadora verde de la Guardia Civil. Una flotadora que escupía polvo, como todas, pero parecía maniobrar en un silencio espectral, tan grande era el bullicio.
—¡Aquí voy! —tronó de nuevo el talus—. ¡Al servicio de Escila! ¡La diosa de más poder! ¡Dejadme pasar! ¡O pereced!
Los dos zumbadores hablaban al mismo tiempo, llenando el túnel de un violento estruendo de balas rebotadas.
Alca, que al comenzar el tiroteo había tendido a Chenilla boca abajo, la aferró con más fuerza que nunca. Al cabo de medio minuto el zumbador derecho calló, y luego el izquierdo. No se oía réplica. Incorporándose, Alca atisbo sobre el amplio hombro del talus. Hasta donde las serpenteantes luces lo alumbraban, había en el túnel un reguero de quimis. Varios estaban en llamas.
—Soldados —informó Alca.
—Hombres luchan —amplió Oreb. Agito medrosamente el ala herida—. Hombres hierro.
—El Ayuntamiento... —Incus se aclaró la garganta—. Debe de haber convocado al Ejército.
Antes de que acabara el talus rodó hacia adelante y un soldado gritó, aplastado por las correas. Alca se sentó entre Incus y Chenilla.
—Creo que es hora de que usted y yo conversemos, pátera. Con la diosa delante no podía decirle mucho.
Incus no respondió ni lo miró a los ojos.
—Estuve algo bestia con usted, y no me gusta hacerle eso a un augur. Pero me sacó de quicio, y yo soy así.
—¡Alca bueno! —sostuvo Oreb.
Alca sonrió amargamente.
—A veces. Lo que intento decirle, pátera, es que no quiero tener que tirarlo de este trasto. No quiero tener que dejarlo en este túnel. Pero si hace falta lo haré. Antes, allá, dijo usted que había ido al lago a buscar a Chenilla. Si la conocía, ¿no sabía también algo de Seda y de mí?
Pareció que Incus estallaba.
—¡Cómo puedes seguir hablando de nada mientras ahí abajo hay hombres que mueren!.
—Antes de que le preguntara, usted también parecía muy sereno.
Mújol, el viejo pescador, dejó escapar una risita.
—Estaba rezando por ellos.
Alca volvió a ponerse de pie.
—Entonces no le importará saltar a llevarles el perdón de Pas. —Incus parpadeó—. Mientras se lo piensa... —Alca frunció el ceño para acentuar el efecto, mientras se iba enfadando de veras—, tal vez pueda decirme qué quería su jefe de Chenilla.
De pronto el talus disparó, como si un gran cañón que ignoraba poseer se hubiera manifestado ensordecedoramente; sin intervalo siguió el golpe del casquillo expulsado.
—Dices bien. —Incus se levantó. Con mano temblorosa sacó del bolsillo de la túnica una sarta de cuentas de rezar de azabache—. Tienes razón, porque Hiérax te ha urgido a recordarme mi deber. V-voy.
Algo rozó la oreja del talus y, con un lamento de espíritu afligido, fue a rebotar túnel abajo. Oreb, que estaba observando la batalla posado en el casco, saltó al regazo de Alca con un chillido de espanto.
—¡Lucha mala!
Sin prestarle atención, Alca miró a Incus, que ayudado por Mújol bajaba mal que bien por el flanco del talus. Atrás, el túnel se alargaba hasta lo invisible, menguante vórtice de un verde espectral diversificado por fogonazos. Viendo a Incus agacharse junto a un soldado caído, Alca escupió.
—Si no lo viera... No pensé que tuviera agallas.
Una descarga acribilló al talus, ahogando la respuesta de Mújol. El talus bramó; por la boca le salió una gota de fuego azul que alumbró el túnel como un relámpago; un zumbador apoyó al lanzallamas con un largo estampido en estacato. Luego la enorme cabeza volvió a girar, emitiendo por un ojo un lápiz de luz dirigido a la túnica negra de Incus.
— ¡Vuelve conmigo!
Aunque Incus respondió, todavía junto al soldado, Alca no oyó las palabras. Curioso como siempre, Oreb los siguió aleteando. El talus se detuvo, rodó marcha atrás y alargó hacia Incus un brazo extensible. Ahora la voz se oyó bien.
— Volveré si también lo llevas a él.
Hubo una pausa. Alca se volvió a ver la máscara metálica que era la cara del talus.
— ¡Puede hablar!
—Pronto, espero. Estoy intentando repararlo.
La inmensa mano empezó a descender e Incus le dejó espacio. Desde el pulgar donde se había posado, Oreb pasó airosamente a la espalda del talus.
—¡Aún vivo! —Mújol soltó un gruñido de duda. La mano giró hacia abajo. Oreb saltó al hombro de Alca—. ¡Casa de pájaro!
Con grotesca ternura unos dedos gruesos como los muslos del soldado lo depositaron entre asideros inclinados.
—¿Aún vivo? —repitió Oreb, lastimero.
Sin duda no lo parecía. El soldado yacía inmóvil, con la pintura rayada y deslucida, los brazos y las piernas estaban en ángulos antinaturales; en la cara metálica, diseñada como modelo de valor, dominaba el pathos que se adhiere a todo lo roto. Inquirido por uno de los brillantes ojos negros de Oreb, Alca sólo atinó a encogerse de hombros.
Mientras el talus echaba a rodar de nuevo, por encima del flanco apareció la cabeza de Incus.
—Voy a... No está muerto —jadeó el augur menudo—. No del todo. —Alca lo agarró de la mano para subirlo—. Estaba recitando la liturgia, os dais cuenta, y lo vi... ¡Los dioses nos proporcionan tales gracias! Le he revisado la herida, justo en la placa de los muelles. En la scola nos educan para reparar Ventanas Sagradas, ¿sabéis? —Temiendo quedarse al filo de la espalda del talus, gateó hasta el soldado inmóvil y lo señaló—. Yo era bastante bueno. Y-y desde entonces tuve ocasión de ayudar a varios quimis. Quimis moribundos, no sé si entendéis. —Se descolgó el gamadión del cuello y se lo dio a inspeccionar a Alca—. Ésta es la cruz hueca de Pas. Seguro que la has visto muchas veces. Pero con las piezas se pueden abrir los cerrojos de un quimi y desarmarlo. Fíjate. —Quitó audazmente la placa de muelles. Cerca del centro había un agujero rasgado en el cual metió un dedo—. Por aquí entró la flecheta.
Alca escrutaba la masa de mecanismos que había escondido la placa.
—Veo motas de luz.
—¡Hombre, claro! —dijo Incus, triunfal—. Lo que ves es lo que vi yo bajo la placa cuando iba a transmitirle el perdón de Pas. Tenía cortado el cable primario y éstos son los cabos de las fibras. Es lo mismo que si a ti te cortaran la columna.
—¿Y no puede empalmarlo? —preguntó Mújol.
— ¡Desde luego! —Incus resplandecía francamente—. ¡Tal es la misericordia de Pas! ¡Tal es su cuidado por nosotros, sus hijos adoptivos, que aquí en el lomo de este gallardo talus está el único hombre capaz de devolverle en concreto la salud y las fuerzas!
—¿Para que entonces nos mate? —preguntó Alca con sequedad.
Incus vaciló, con los ojos recelosos y una mano en alto. Como ahora el talus avanzaba más despacio, el viento gélido que había silbado antes del tiroteo empezaba a volverse mera brisa. Chenilla (hasta entonces tumbada en la plancha en declive que era la espalda del talus) se sentó, cubriéndose los pechos desnudos con los brazos.
—Vaya, no —dijo Incus por fin. De un bolsillo de la túnica sacó un diminuto dispositivo negro, especie de tenacilla o pinza de cejas—. Esto es un optisinaspro, una herramienta enormemente valiosa. Con ella... Bien, fíjate aquí. —Volvió a señalar—. Este cilindro negro es el tríplex, lo que corresponde a tu corazón. En este momento está parado, pero le presuriza el fluido motor para que pueda mover los miembros. El cable primario, que va hasta el microbanco, esta cosa grande de plata que hay debajo del tríplex, lleva las órdenes del postprocesador.
Chenilla preguntó:
—¿De veras puede resucitarlo?
Incus pareció asustarse.
—Si estuviera muerto no podría, Superlativa Escila...
—No soy ella. Soy yo. —Por un instante dio la impresión de que iba a llorar de nuevo—. Yo, nada más. Usted ni me conoce, pátera, y yo no lo conozco a usted.
—Tampoco yo te conozco —dijo Alca—. ¿Te acuerdas? Sólo que alguna vez me gustaría conocerte. ¿Qué opinas?
Ella tragó saliva, pero no habló.
—¡Chica buena! —les informó Oreb. Ni Incus ni Mújol se arriesgaron a decir nada, y el silencio se hizo opresivo.
Con un brazo del gamadión, Incus le retiro al soldado la placa del cráneo. Tras un escrutinio de al menos media hora, estimó Alca, introdujo un extremo de un segundo gama entre dos cables finísimos. Y el soldado habló:
—K-treinta y cuatro, doce. A-treinta y cuatro, noventa y siete. B-treinta y cuatro...
Mientras quitaba el gama, Incus le dijo a Mújol:
—Estaba escaneando, ¿me sigues? Es como si tú fueras a consultar a un médico. Te auscultaría el pecho y te diría que tosieras.
Mújol meneó la cabeza.
—Si cura usted a este recluta puede matarnos a todos, como dice el grandullón. Yo digo que lo echemos por la borda.
—No va a hacerlo. —Incus volvió a inclinarse sobre el soldado.
Chenilla alargó una mano hacia Mújol.
—Siento lo de su barca, capitán, y siento haberle pegado. ¿Amigos? Me llamo Chenilla.
Mújol la tomó en su mano callosa y la soltó para tocarse la visera de la gorra.
—Mújol, señora. Nunca he tenido nada contra usted.
—Gracias, capitán. Pátera, yo soy Chenilla.
Incus alzó la vista.
—Me preguntaste, hija, si puedo restaurar la vida. Este hombre no ha muerto; sólo es incapaz de activar las partes que requieren fluido. En otras palabras, no puede mover la cabeza, ni los brazos ni las piernas. Como has oído, puede hablar. Si no lo hace es por el shock que ha sufrido. Tal es mi prudente opinión. El problema es volver a conectar correctamente las fibras cortadas. De lo contrario, cuando trate de caminar va a mover los brazos. —Rió.
—Yo insisto... —empezó Mújol.
— Por añadidura, intentaré volverlo dócil. En bien de nuestra seguridad. No es legal, pero si hiciéramos lo que ordenó Escila... —Una vez más se inclinó sobre el soldado tendido.
Chenilla dijo:
—Hola, Oreb.
Oreb saltó del hombro de Alca al de ella.
—¿No llora?
—Basta de llanto. —Ella dudó, mordiéndose el labio inferior—. Como soy tan grande, las otras chicas dicen que soy durísima. Creo que a partir de hoy intentaré estar a la altura.
Incus volvió a mirarla.
—¿No querrías que te prestase la túnica, hija mía?
Ella negó con la cabeza.
—Un simple roce me duele, y lo peor son los hombros y la espalda. Montones de hombres me han visto desnuda. Claro que por lo general llevo encima una pizca de óxido. Con óxido es más fácil. —Se volvió hacia Alca—. Me llamo Chenilla, Jaco. Soy una de las muchachas de la casa de Orquídea.
Alca asintió, sin saber qué decir, y al cabo dijo:
—Yo soy Alca. Un verdadero placer, Chenilla.
Era lo último que lograba recordar. Estaba boca abajo sobre una superficie fría y húmeda, consciente de un dolor penetrante y unos pasos rápidos que se alejaban hasta lo inaudible. Rodó de espaldas; cuando se hubo sentado, descubrió que le chorreaba sangre de la nariz por la barbilla.
—Toma, coracero. —La voz, desconocida y metálica, tenía una resonancia áspera—. Usa esto.
Le pusieron en la mano una banda de tela blanca; ariscamente se la llevó a la cara.
—Gracias.
A cierta distancia oyó una voz de mujer.
—¿Eres tú?
—¿Pechugas?
A su izquierda no se veía casi nada; el túnel era un rectángulo negro aliviado por un solo y remoto punto verde. A su derecha ardía algo: por lo que podía juzgar, un cobertizo o un carro grande. La voz desconocida preguntó:
—¿Puedes levantarte, coracero?
Apretándose la cara con el trapo, Alca sacudió la cabeza. Más cerca de la estructura en llamas, fuera lo que fuese, había alguien: una figura chaparra con un brazo en cabestrillo. Y hombres de piel oscura y extrañamente abigarrada... Alca parpadeó y volvió a mirar.
Eran soldados, quimis de esos que se veía a veces en los desfiles. Estaban muertos, con las armas al lado, ominosamente iluminados por las llamas. Una negra figura menuda se materializó desde las sombras dedicándole una sonrisa dentuda.
—Yo te había consignado a los dioses, hijo, pero veo que te han devuelto.
A través del trapo Alca se las arregló para decir:
—Que yo recuerde, no me he encontrado a ninguno. —Pero entonces recordó que sí, que durante casi dos días habían tenido a Escila por compañera y que no era en absoluto como él la había imaginado. Se arriesgó a quitarse el trapo—. Venga, pátera. Tome asiento. Tengo que hablar con usted.
—Con el mayor gusto. Yo también tengo que hablar contigo. —El pequeño augur se agachó hasta el suelo de naufragita. Alca le vio el fulgor blanco de los dientes.
—¿De verdad era Escila?
— Tú lo sabes mejor que yo, hijo.
Alca asintió despacio. Le dolía la cabeza y con el dolor le costaba pensar.
—Psé. Sólo que no estoy seguro. ¿Era ella, o un diablo astuto?
Con una sonrisa titubeante, Incus mostró los dientes más todavía.
—Eso es bastante difícil de explicar.
—Lo escucho. —Alca se tanteó el cinturón buscando el lanzagujas. Seguía en su lugar.
—Hijo mío, si el diablo lograra persuadir a una diosa, en cierto modo se transformaría en ella. —Alca levantó una ceja—. O en el dios del caso. Pas, pongamos, o Hiérax. Correría grave riesgo de fundirse con el dios total. Eso al menos nos enseña la ciencia de la teodaimonía.
—Eso es un cuento. —También seguía teniendo el puñal en la bota, y el garfio a su lado.
—Ésos son los hechos, hijo mío. —Incus se aclaró majestuosamente la garganta—. Es decir, los hechos tal como se pueden expresar en términos puramente humanos. Allí se afirma que, por esa misma razón, pocas veces los demonios se atreven a impersonar dioses, mientras que, por su parte, los dioses inmortales nunca se rebajan a impersonar demonios.
—Pamplinas —dijo Alca. El hombre del brazo herido circundaba el fuego. Cambiando de tema, Alca preguntó—: Eso de ahí es nuestro talus, ¿no? ¿Le dieron los soldados?
La voz desconocida dijo:
—Exacto. Le dimos.
Alca se volvió. Detrás de él había un soldado en cuclillas.
—Yo soy Alca —dijo. Con las mismas palabras se había presentado a Chenilla, recordó, antes de lo que había ocurrido, fuera lo que fuese. Ofreció la mano.
—Cabo Pedernal, Alca. —Por poco el apretón del soldado no le rompió los huesos.
—Encantado. —Alca intentó levantarse, y hubiera caído si Pedernal no lo hubiera sostenido—. Supongo que todavía no estoy bien.
—Yo también estoy un poco inestable, coracero.
—Mújol y esa jovencita me han estado persiguiendo para que hiciera que Pedernal se te cargase, hijo. He resistido sus impertinencias en bien de él. De habérselo pedido, lo habría hecho de buena gana. Somos grandes amigos.
—Más que amigos —le dijo Pedernal a Alca; no había en su voz ni un deje de humor—. Más que hermanos. —Él haría cualquier cosa por mí. Estoy casi tentado de demostrarlo, pero me contengo. Prefiero que pienses en eso un rato, siempre con algún elemento de duda. Tal vez te estoy provocando. Tal vez sólo presumo. ¿Qué te parece?
Alca meneó la cabeza.
—Lo que a mí me parezca no importa.
—Exacto. Porque tú te creíste que podías tirarme de esa barca impunemente. Que me ahogaría y te habrías librado de mí. Y ahora vemos, ¿verdad?, cuánto te equivocabas. Has perdido cualquier derecho a que tus opiniones se escuchen con el menor respeto.
Chenilla avanzó desde la oscuridad llevando una arma larga de depósito cilíndrico.
—¿Ya puedes andar, Jaco? Te estábamos esperando.
Desde su percha en el cañón, Oreb añadió:
—¿Estás bien?
—Muy pronto —les dijo Alca—. ¿Qué es eso que llevas?
—Un lanzagranadas. —Chenilla lo apoyó en el suelo—. Es lo que acabó con nuestro talus, o eso pensamos. Peder me ha enseñado a manejarlo. Puedes mirar, pero no toques.
Aunque el dolor se lo impedía, Alca se las ingenió para festejar el chiste:
—No mientras no pague, ¿eh? Ella le dedicó una sonrisa malévola que le levantó el ánimo.
—Quizás ni siquiera así. Escuche, pátera. Tú también, Peder. ¿Puedo contaros lo que he estado pensando?
—¡Chica lista! —les aseguró Oreb.
Incus asintió; encogiendo los hombros, Alca dijo:
—Yo no me pondré en pie por un rato. Ven p'acá, pájaro.
Oreb saltó a su hombro:
—¡Agujero malo!
Chenilla lo refrendó.
—Tiene razón. Mientras estaba allí detrás, buscando algo con que disparar, oí unos ruidos realmente raros, y es probable que más adelante haya más soldados. Claro que por allí también hay más luces, y tal vez eso nos convenga.
Pedernal dijo:
—No si queremos eludir las patrullas.
—Me figuro que no. Pero el caso es que Oreb podría decir lo que fuera sobre cualquier lugar de aquí abajo y no se equivocaría. Lo que yo iba a contarte, Alca, es que yo solía llevar una daguita muy mona atada a la pierna. La hoja era larga como el pie, y a mí me parecía perfecta. Pensé que a ti tu cuchillo, tu lanzagujas o lo que sea debía encajarte, como los zapatos. ¿Entiendes de qué hablo?
Él no entendía, pero asintió igualmente.
—¿Recuerdas cuando era Escila?
—La cuestión es si lo recuerdas tú. Eso querría saber.
—Recuerdo un poco. También recuerdo haber sido Kipris, aunque quizás un poco menos. De eso usted no sabía nada, ¿no, pátera? Pues sí. Era ellas, aunque por debajo seguía siendo yo. Imagino que así se siente un burro cuando lo monta alguien. Sigue siendo él, Caracol o como se llame, pero también es usted, que va donde quiere y le obliga hacer lo que se le antoja. Y cuando se niega, recibe una patada y al fin tiene que hacerlo de todos modos.
Oreb ladeó, la cabeza, comprensivo:
—¡Pobre chica!
—Así que en seguida se rinde. Usted lo patea y él anda, tira de la rienda y se para, y eso sin poner nunca mucha atención. Algo parecido me pasaba a mí. Yo me moría por un poco de óxido, y no dejaba de pensar en eso y en lo hecha polvo que estaba. Y de golpe fue como si hubiera estado soñando. De pronto me encontré en un manteón de Limna, después en un altar en medio de una cueva y ni me enteraba. Y no recordaba nada, y si recordaba no pensaba mucho. Pero cuando iba a los tumbos al santuario, en esos peñascos altos, empezaron a volver cosas. De cuando fui Kipris, digo.
Incus lanzó un suspiro.
— Escila lo mencionó, hija, y por eso yo lo sabía. ¡Has compartido el cuerpo con la diosa del amor! ¡Qué envidia me das! ¡Ha de haber sido maravilloso!
—Supongo que sí. Bonito no fue. Nada divertido. Pero cuanto más lo pienso, más maravilloso me parece, en plan cuento. Como sea, tampoco soy exactamente la misma que antes. Creo que al marcharse los dioses debieron de dejar unas migas, y puede que también hayan pellizcado algo.
Recogió el lanzador y pasó los dedos por los alfileres que sobresalían del depósito.
—Lo que iba a decir es que, después de que le dieron al talus, comprendí que eso de las cosas que encajaban, mi daga y lo demás, era un error. Estas cosas no son zapatos. Cuanto más pequeño es el cuerpo, más grande el arma que necesita. Eso me lo dejó Escila, pienso, o tal vez algo que me sirviera para entenderlo yo sola. Pero en fin, Alca lleva un simple lanzagujas, y dudo que lo necesite a menudo. Si yo viviera como él, tendría que usarlo cada día. De modo que encontré este lanzador, que es más grande. Estaba vacío, pero luego encontré otro con el cañón aplastado por el talus, y ése estaba lleno. Peder me enseñó a cargar y descargar.
Alca dijo:
—Creo que yo también conseguiré algo. Por ejemplo un trabuco. Seguro que por aquí hay cantidad.
Sacudiendo la cabeza, Incus alargó la mano hacia la cintura de Alca.
—Esta vez, hijo mío, mejor me dejas quitarte el lanzagujas.
En el acto una fuerza acerada sujetó por detrás los brazos de Alca. Con evidente disgusto, Incus le levantó la túnica y cogió el lanzagujas del cinturón.
—Al cabo Pedernal esto no le haría daño, pero supongo que a mí me mataría. —Le dirigió una sonrisa dentuda—. Y a ti también, hijo.
—¡No dispara! —balbuceó Oreb. Alca tardó un momento en comprender que le hablaba a Chenilla.
—Si lo ves con un trabuco, cabo, debes quitárselo y romperlo en el acto. Un trabuco o cualquier arma de esas.
—¡Eh, eh, aquí! —Agitando la mano, el viejo pescador les gritaba, contra el fondo anaranjado de las llamas del talus—. ¡Dice que se está muriendo! ¡Quiere hablarnos!
Seda se elevó hasta poder sentarse casi con comodidad en la torreta; luego alzó las manos. El barro de la tormenta le había embadurnado la cara, un barro que ya empezaba a agrietarse y caer; también tenía embarrada la llamativa túnica que el doctor Grulla le había comprado en Limna, y se preguntó cuántos de los que saludaban, ovacionaban y saltaban en torno a la flotadora lo reconocían de verdad.
¡SE-DA CALDÉ!
¡SE-DA CALDÉ!
¿Realmente habría de nuevo un caldé, y ese caldé iba a ser él? Caldé era un título que su madre mencionaba de tanto en tanto, una cabeza tallada dentro de un armario. Levantó la vista y observó la calle del Sol. Aquello, casi perdido en la luz del sol, era el gris plateado de la Ventana Sagrada; una ventana en medio de la calle.
El viento acarreaba un olor familiar de sacrificio: humo de cedro, grasa quemada, pelo quemado y plumas quemadas, una mezcla más fuerte que la de metal ardiente, aceite de pescado y polvo candente que envolvía a la flotadora. Delante del cabrilleo plateado de la ventana, una manga negra resbaló por un flaco brazo de metal gris, y un momento después Seda divisó el amado rostro brillante de la máitera Mármol bajo la mano casi carnal. Parecía demasiado bueno para ser cierto.
— ¡Máitera! —En el tumulto apenas oyó su propia voz; acalló a la multitud con un gesto, brazos extendidos, palmas hacia abajo—. ¡Silencio! ¡Silencio, por favor!
Disminuyó el ruido, reemplazado por un inquieto balar de ovejas y un furioso chillido de gansos. Al abrirse la muchedumbre frente a la flotadora, Seda vio los animales.
—¡Máitera! ¿Están ofreciendo un sacrificio de tránsito?
—¡La máitera Menta! ¡Yo la ayudo!
—¡Pátera! —Gulo ya estaba de vuelta y trotaba junto a la flotadora, con la túnica negra cubierta de polvo—. ¡Hay docenas de víctimas, pátera! ¡Multitud!
Si no querían que la ceremonia se alargase hasta la penumbra tendrían que turnarse para sacrificar; que era, claro, lo que Gulo quería: la gloria de ofrecer tantas víctimas y aparecer ante una congregación tan nutrida. Sin embargo (recordó Seda, tajante) no pedía más que lo que como acólito le era debido. Además Gulo podía empezar en seguida mientras que él, Seda, tendría que asearse y cambiarse.
—Pare —le gritó al conductor—. Pare aquí. —La flotadora se posó en tierra frente al altar.
Seda desprendió las piernas de la torreta para plantarse al borde de la cubierta, amonestado por un pinchazo en el tobillo.
— ¡Amigos! —Una voz que, pensó, debía reconocer en seguida, atiplada pero estremecedora, sonó desde todos los edificios de la calle del Sol—. ¡He aquí al pátera Seda! He aquí al hombre cuya fama os ha traído al manteón más pobre de la ciudad. ¡A la ventana por la cual los dioses vuelven a mirar a Virón!
La multitud bramó de aprobación.
—¡Oídlo! ¡Recordad vuestro sagrado cometido, y el suyo!
Seda, que a la cuarta palabra había reconocido la voz, pestañeó, sacudió la cabeza y alzó de nuevo los ojos. Luego se hizo silencio y él olvidó lo que iba a decir.
Viendo entre las víctimas que aguardaban un corzo encornado (presumible ofrenda para Teljipeia, patrona de los adivinos), se le ocurrió un abordaje; buscó a tientas un ambión.
—Sin duda hay muchas preguntas que queréis hacer a los dioses sobre estos tiempos de turbación. Hay muchas preguntas, por cierto, que necesito hacer yo mismo. Sobre todo, quiero rogar el favor de cada dios; y, sobre todo, rogarle a la Rasgadora Esfigse, a cuyas órdenes marchan y pelean los ejércitos, que nos dé paz. Pero antes de pedir a los dioses que nos hablen, y antes de rogar su ayuda, debo lavarme y ponerme ropas adecuadas. Vengo de una batalla, ya sabéis; una batalla en la que han muerto hombres buenos y valientes; y antes de volver a nuestro manso a frotarme la cara y las manos y arrojar estas ropas a la estufa, debo contaros lo que he visto.
Todos escuchaban con los rostros alzados y los ojos muy abiertos.
—Verme en una flotadora de la Guardia seguramente os habrá asombrado. Algunos habréis pensado, al avistar la nave, que la Guardia quería impedir el sacrificio. Lo sé porque os vi sacar las armas y agarrar piedras. Pero os digo que estos guardias han refrendado un nuevo gobierno para Virón.
Hubo vítores y gritos.
—O mejor dicho un retorno al antiguo. Quieren que tengamos un caldé...
— ¡El caldé es Seda! —gritó alguien.
—...y volvamos a las formas que estipula nuestra Carta. Me encontré a algunos de esos guardias bravos y devotos en Limna y, como temía que otras unidades de la Guardia nos detuviesen, tontamente sugerí que fingiesen tenerme prisionero. Muchos de vosotros conocéis el resultado. Otros guardias nos atacaron, convencidos de que me estaban rescatando. —Se detuvo para tomar aliento—. Recordad pues esto. No debéis dar por supuesto que todo guardia que veáis es vuestro enemigo, y recordad que quienes aún se nos oponen son vironeses. —Los ojos buscaron otra vez a la máitera Mármol—. He perdido las llaves, máitera. ¿Está abierta la puerta del jardín? Quiero entrar al manso por allí.
Ella ahuecó las manos (manos que habrían podido pertenecer a una biomujer) alrededor de la boca.
—¡Yo se la abro, pátera!
—Pátera Gulo, proceda con el sacrificio, por favor. Yo me uniré lo antes que pueda.
Torpemente Seda saltó de la flotadora, procurando descargar todo el peso posible en la pierna sana; en seguida se vio rodeado de adeptos, algunos con el uniforme verde de la Guardia Civil, otros con la armadura moteada de conflicto, la mayoría con togas brillantes o vestidos amplios y no pocos con harapos; lo tocaban como a la imagen de un dios, en súbitos chapurreos se declaraban sus discípulos, defensores y partidarios eternos, y lo fueron arrastrando como la corriente de un río crecido.
Luego llegó al muro del jardín. Desde el zaguán la máitera Mármol lo saludó mientras los guardias frenaban a la multitud blandiendo las culatas de los trabucos. Una voz le dijo al oído:
—Iré con usted, mi caldé. Ahora debe llevar siempre alguien que lo proteja. —Era el capitán con quien había desayunado en Limna a las cuatro de la mañana.
La puerta del jardín se cerró de golpe tras ellos; al otro lado la llave de la máitera Mármol rechinó en la cerradura.
—Quédese aquí —le ordenó el capitán a otro guardia con armadura—. No debe entrar nadie. —Volviéndose hacia Seda, señaló el cenobio—. ¿Ésa es su casa, mi caldé?
—No. Es ésa. La triangular. —Tarde se dio cuenta de que desde el jardín no parecía triangular en absoluto; el capitán lo tomaría por loco—. La pequeña. Espero que el pátera Gulo no haya echado la llave. Las mías las tiene Potto.
—¿El consejero Potto, mi caldé?
—Sí, el consejero Potto. —El dolor de la víspera volvió como un torrente: los puños y los electrodos de Potto, la caja negra de Arena. Respuestas escrupulosas que le acarreaban más golpes y electrodos en la entrepierna. Seda apartó los recuerdos mientras cojeaba por el sendero de grava, el capitán tras él y cinco coraceros tras el capitán, pasando frente a la higuera moribunda a cuya sombra descansaran los animales que iban a morir por el espíritu de Orpina, el cenador donde había hablado con Kipris y conversado con la máitera Mármol, el jardín de la máitera y sus moras y tomates mustios, todo en menos tiempo que el que requería su mente para reconocerlos y amarlos.
—Deje a sus hombres fuera, capitán. Si quieren, pueden descansar bajo el árbol que hay junto al portón. —¿También ellos estaban condenados? Desde la cubierta de la flotadora había hablado de Esfigse; y a los que morían en combate se les consideraba sacrificados a ella, tal como se consideraba ofrenda a Pas a todo el que cayera bajo un rayo.
La cocina estaba exactamente igual; si desde su llegada al manso Gulo había comido, no lo había hecho allí. La taza de agua de Oreb seguía en la mesa junto a la pelota arrebatada a Cuerno.
—De no haber pasado aquello, habrían ganado los mayores —murmuró.
—¿Perdón, mi caldé?
—No me haga caso... Hablaba solo. —Rechazando la ayuda del capitán, luchó con la palanca de la bomba hasta que se salpicó la cara y el pelo desordenado con agua fría que, no pudo evitarlo, imaginó que olía a túnel, y luego se enjabonó, se enjuagó y se secó con un trapo de cocina—. Usted también querrá lavarse un poco, capitán. Hágalo, por favor, mientras yo me cambio arriba.
La escalera era más abrupta de lo que recordaba; y el manso, que siempre había creído pequeño, más pequeño que nunca. Sentado en la cama que en la mañana del mólpedes dejara sin hacer, azotó las sábanas arrugadas con la venda del doctor Grulla.
Había dicho a la multitud que quemaría la toga y los pantalones anchos, pero, aunque empapados y sucios, estaban casi nuevos y eran de una calidad excelente; bien lavados, acaso vistieran a un pobre durante más de un año. Se quitó la toga y la arrojó a la cesta. En la faja de los pantalones estaba el azot que había hurtado del tocador de Jacinta. Lo apretó contra los labios y fue hasta la ventana para examinarlo otra vez. Según le dijo Grulla, nunca había sido de Jacinta; Grulla sólo le había pedido que lo guardara, pensando que era poco probable que revisaran las habitaciones de ella. Por su parte, el doctor lo había recibido de un anónimo jan de Trivigaunte como regalo para Sangre. ¿Era de Sangre, entonces? De ser así, a Sangre había que devolvérselo sin falta. No había que robarle a Sangre nada más. El faides se había propasado.
Por otro lado, si Grulla había tenido autorización para disponer (como parecía), el azot era suyo, porque Grulla se lo había dado antes de morir. Se podría vender por miles de tarjetas y dar buen uso al dinero... Pero le bastó un momento de autoexamen para convencerse de que nunca cambiaría el azot por dinero, aunque tuviera derecho.
Alguien de la multitud, más allá del jardín, lo había divisado en la ventana. La gente vitoreaba, se daba codazos, lo señalaba. Retrocedió, cerró las cortinas y examinó de nuevo el azot de Jacinta, una arma de belleza severa que valía además por toda una compañía de la Guardia: el arma con que en los túneles había matado al talus y con la que Jacinta lo había amenazado por no querer acostarse con ella.
¿Era tan grande la necesidad de la muchacha? ¿O entregándose esperaba que él la amaría, como había esperado él (en esto reconoció el meollo de la verdad) que ella lo amara a causa del rechazo? Jacinta era una prostituta, una mujer que por unas tarjetas se dejaba alquilar por una noche; es decir, para destrucción mental de algún monitor abandonado y aullante como el de la torre enterrada. Él era un augur, un miembro de una de las profesiones más elevadas y sagradas. Eso le habían enseñado.
Un augur dispuesto a robar para conseguir tarjetas como las que compraban el cuerpo de ella. Dispuesto a robarle por la noche al mismo hombre a quien al mediodía estafara tres tarjetas. Una de esas tarjetas había comprado a Oreb y la jaula para guardarlo. ¿Habrían sido suficientes tres para comprar a Jacinta? ¿Para llevarla al manso, esa jaula de tres lados con cerrojos en las puertas y barrotes en las ventanas?
Dejó el azot sobre el escritorio, puso al lado el lanzagujas de Jacinta y sus cuentas y se quitó los pantalones. Estaban más sucios aún que la toga; de hecho tenían las rodillas enyesadas de barro, aunque como eran marrones no se les notaba tanto. Mientras los miraba, se le ocurrió que los augures vestían de negro no para oír a los dioses escondidos en el color de Tártaro, sino porque el negro daba un fondo dramático a la sangre fresca y disimulaba las manchas imborrables.
También los calzoncillos, más limpios que los pantalones pero igualmente empapados, fueron a parar a la cesta.
La gente bruta tenía razón en llamar a los augures carniceros, y a él lo esperaba una buena carnicería. Aparte de su inclinación hacia el robo, a los ojos de un dios como el Extraño, ¿era un augur mejor, realmente, que una mujer como Jacinta? ¿Podía ser mejor que aquellos a quienes representaba ante los dioses y no obstante seguir representándolos? A los ojos de los dioses, bíos y quimis eran criaturas despreciables por igual, y en definitiva no había otros ojos que importasen..
Desde el brumoso espejito donde se afeitaba unos ojos le atraparon los ojos, aliados con la sonrisa mortal de Mucor; travestida de coquetería, lo regañó:
—No es la primera vez que te veo sin ropa.
Él giró en redondo, esperando verla sentada en la cama. No estaba.
—Quería hablarte de mi ventana y mi padre. Ibas a decirle que la cerrara con llave para que yo no pudiera molestarte más.
Él ya había recuperado el aplomo. Sacó del escritorio unos calzoncillos limpios y se los puso.
—No. Esperaba no tener que hacerlo.
Al otro lado de la puerta se oyó una voz:
— ¿Mi caldé?
—En seguida voy, capitán.
— Oigo voces, mi caldé. ¿No está en peligro?
—El manso está embrujado, capitán. Venga a ver usted mismo, si quiere.
Mucor ahogó una risita.
—¿Con ellos hablas así? ¿Por los espejos?
—¿Con los monitores, dices? —Acababa de pensar en uno; ¿le leería el pensamiento?—. Sí, es muy parecido. Tu tienes que haberlos visto.
—A mí no me parecen lo mismo.
—Supongo que no. —Con alivio considerable, Seda se puso unos pantalones negros limpios.
—Se me ocurrió que yo podía ser el tuyo.
Él asintió, agradeciendo la consideración.
—Así como usas tu ventana y los dioses las Ventanas Sagradas. Nunca lo había comparado, pero habría debido.
Sin reflejarse, el rostro de ella en el espejo osciló de arriba abajo.
—Quería decirte que ya no sirve decirle a mi padre que me cierre la ventana. Si ahora te ve, te matará. Potto dijo que tenía que hacerlo y él también estuvo de acuerdo.
Era evidente que el Ayuntamiento, se había enterado de que estaba vivo y en la ciudad; pronto se enteraría de que estaba allí, si no lo sabía ya. Enviaría guardias leales, tal vez hasta soldados.
—O sea que ya da igual. De todos modos pronto mi cuerpo morirá y yo seré libre como los otros. ¿Te importa?
—Sí. Sí, mucho. ¿Por qué va a morir tu cuerpo?
—Porque no como. Antes me gustaba, pero ya no. Prefiero ser libre.
El rostro se estaba desvaneciendo. Bastó un parpadeo de Seda para que sólo quedaran de Mucor los huecos que habían sido sus ojos. Un hálito agitó las cortinas y también esos huecos desaparecieron.
Él dijo:
—Tienes que comer, Mucor. Yo no quiero que te mueras. —Esperó un momento la respuesta—. Sé que me estás oyendo. Tienes que comer. —Habría querido decirle que los había perjudicado, a ella y a su padre. Que los desagraviaría, aunque después Sangre pudiera matarlo. Pero ya era tarde.
Se secó los ojos y sacó la última toga limpia. A un bolsillo fueron las cuentas de los rezos y un pañuelo; al otro el lanzagujas de Jacinta. (En cuanto pudiera se lo devolvería, pero el problemático e hipotético momento de reencontrarse se le antojaba dolorosamente lejano.) La faja reclamó el azot; tal vez el augurio le diera algún indicio de qué hacer con él. Estimó la posibilidad de revenderlo; volvió a pensar en la cara aullante del espejo, tan parecida a la de Mucor, y se estremeció.
Tendría que arreglárselas con un cuello y unos puños limpios en su segunda mejor túnica. Y allí estaba el capitán, esperando al pie de la escalera y casi tan acicalado como lo viera en aquella posada de Limna. ¿Cómo se llamaba? La Farola Oxidada.
—Estaba preocupado por su seguridad, mi Caldé.
—Por mi reputación, querrá decir. Oyó una voz de mujer.
—De niña, me pareció, mi Caldé.
—Si quiere puede revisar el piso de arriba, capitán. Si encuentra una mujer, o una niña, le ruego que me lo comunique.
—¡Hiérax me lleve si he pensado algo semejante, mi Caldé!
—Sin duda es una hija de Hiérax.
Como era debido, la puerta de la calle de la Plata tenía cerrojo; Seda movió el pomo para cerciorarse de que también llevaba llave. La ventana estaba cerrada, y con pestillo, tras los barrotes.
—Si lo desea, puedo apostar aquí un guardia, mi Caldé.
Seda negó con la cabeza.
—Me temo que necesitaremos a todos los guardias que tenga, y más. Ese oficial de la flotadora...
—El mayor Civeta, mi Caldé.
—Dígale al mayor Civeta que apueste unos hombres para que avisen si el Ayuntamiento envía coraceros a arrestarme. Tendrían que estar a un par de calles de distancia, supongo.
—Dos calles o más, mi Caldé, y más allá tiene que haber patrullas.
—Muy bien, capitán. Arréglelo usted. Si es preciso estoy dispuesto a someterme ajuicio, pero sólo si ha de traer la paz.
—Usted está dispuesto, mi Caldé. Nosotros no. Tampoco los dioses.
Encogiéndose de hombros, Seda entró en la sellaría. La puerta de la calle del Sol estaba cerrada y barrada. Dos cartas en la repisa, una sellada con el cuchillo y el cáliz del capítulo, la otra con una llama entre manos ahuecadas. Se las metió en el bolsillo grande de la túnica. Ambas ventanas de la calle del Sol tenían el pestillo echado.
Mientras se apresuraban por el jardín rumbo a la calle, se encontró pensando en Mucor. Y en Sangre, que la había adoptado. Luego en el Supremo Hiérax, que pocas horas antes bajara del cielo a buscar a Grulla y el solemne guardia joven con quien él y Grulla habían conversado en La Farola Oxidada. Mucor quería morir, rendirse a Hiérax; y él, Seda, tendría que salvarla si podía. ¿Había sido injusto, pues, llamarla hija de Hiérax?
Puede que no. Tanto mujeres como hombres eran hijos adoptivos de los dioses, y no había dios más apropiado a Mucor.