9 —Victoria

Jibias fue a Palacio y volvió con una de las excelentes túnicas de Rémora. Si bien le caía a Seda sorprendentemente bien, la suave tela trasudaba un lujo sombrío que él encontró detestable.

—Sin esto no te reconocerían, muchacho —dijo Jibias. Meneando la cabeza, él se preguntó cómo iban a reconocerlo con aquello. Regresó Oosik.

—He mandado fijar más luces a su flotadora, caldé —dijo—. También habrá una bandera en la antena. La mayoría de las luces lo enfocarán a usted y dos a la bandera. —Sin esperar respuesta le preguntó al cirujano—: ¿Cree que está listo?

—No debería caminar mucho —dijo el cirujano. —Si hace falta puedo recorrer toda la ciudad —les dijo Seda. Jacinta dijo:

—Mientras no llega la hora debería echarse de nuevo. —Y para complacerla a ella Seda se echó.

Medio minuto después, Jibias y el cirujano lo estaban bajando en parihuelas, o ésa fue su sensación. Jacinta caminaba a su lado, como cuando los camareros lo habían sacado del invernadero, y a Seda le pareció que con ella iba el jardín de su madre; desde el otro flanco Quetzal lo asperjaba con bendiciones y su túnica de terciopelo morado aportaba a la oscuridad fresca y ventosa una fragancia mixta de incienso y algo más. El frufrú de la falda de Jacinta y el siseo de la túnica de Quetzal le sonaban en los oídos más fuerte que el aleteo, de. la bandera de Oosik. Los coraceros lo saludaban cotí chasquidos de talones. Uno se hincó para que Quetzal lo bendijera.

—Sería mejor que no entrara así en la flotadora, caldé —dijo Oosik—. ¿Cree que podrá?

Claro que podía. Con ayuda de Jibias se levantó de las parihuelas. A lo lejos se oyó una ráfaga de disparos, seguida de un grito débil, enrarecido e irreal.

—Hombres pelean —comentó Oreb.

—Algunos —le dijo Seda—. Por eso es que vamos.

Por la portilla escapaba una luz macilenta; dentro, el cirujano se había agachado para ayudarlo a entrar.

—La flotadora de Sangre era abierta —observó Seda—. Tenía un dosel transparente, una cúpula que dejaba ver casi como si estuvieran al aire libre; y cuando el aparato se detenía podía estar de pie.

—En ésta también puede ir de pie —dijo el cirujano—. Aquí. —Condujo a Seda hasta el lugar—. ¿Lo ve? Ahora estamos bajo la torreta.

Irguiéndose, Seda asintió.

—Ayer viajé en una parecida... Después de que parara la lluvia. Era casi tan amplia como ésta. —La mayor parte del espacio había estado ocupado por cadáveres entre ellos el del doctor Grulla.

—Hemos sacado mucha munición, caldé —le dijo el coracero al mando de los controles.

Aunque el coracero no le veía la cabeza, Seda estuvo a punto de asentir. Había encontrado la escalerilla que recordaba, una telaraña de varas metálicas, y con prudencia y firmeza trepaba ya a la abierta escotilla de la torreta.

—Mala cosa —le informó Oreb, nervioso—. Cosa brilla.

Ante su sorpresa, Seda sonrió.

—¿Este zumbador, quieres decir? —Era de un negro opaco, pero la brecha abierta revelaba acero brillante—. No nos dispararán, Oreb. No le dispararán a nadie, espero.

Desde abajo llegó la voz del cirujano.

—Hay una silla para el artillero, caldé, y unas cosas para meter los pies.

—Estribos. —Esa era la voz de Oosik.

Seda se propulsó a la silla tapizada de cuero logrando no soltar el bastón de Jibias. Alrededor de la flotadora había oficiales a caballo y a media calle de distancia, al parecer, toda una compañía de coraceros en posición de descanso. El lacayo que lo había recibido en el Marto observaba todo desde su puesto junto a la puerta; Seda lo saludó con el bastón y el hombre le devolvió el saludo, la sonrisa como un destello blanco en la oscuridad.

Va a llover otra vez, pensó Seda. Desde la primavera que no había una mañana tan oscura. A su lado se elevó Quetzal.

—Iré junto a usted, pátera caldé. Están buscando una caja para que me suba.

Con toda la firmeza que logró reunir, Seda dijo:

—No puedo sentarme mientras Su Cognescencia viaja de pie.

En la parte anterior de la flotadora se abrió una escotilla; Oosik sacó la cabeza y los hombros y habló con alguien del interior. Quetzal le rozó a Seda la mano con unos dedos fríos y secos que podrían no haber tenido huesos.

—Está usted herido, pátera caldé, y más débil de lo que se piensa. Quédese sentado. Hágame caso. —Alzó la cabeza hasta el nivel de la de Seda.

—Como Su Cognescencia quiera. —Cogiendo con ambas manos del borde de la escotilla, Seda elevó su cuerpo inusitadamente remiso. Por un instante el esfuerzo pareció excesivo; le latía el corazón y le temblaban los brazos. Luego encontró una esquina del cajón sobre el que estaba Quetzal y pudo tomar suficiente impulso para sentarse en el canalón de la escotilla—. El sitio del artillero es para Su Cognescencia —dijo.

La flotadora se alzó debajo de ellos y se deslizó hacia adelante. Más alta que el bramido del motor, la voz de Oosik llegaba a cada calle de la ciudad.

— ¡Pueblo de Virón! Como—, lo prometimos, ya se acerca el nuevo caldé. Lo acompaña Su Cognescencia el prolocutor, quien ha confirmado que el caldé Seda tiene el favor de todos los dioses. ¡Dadle la bienvenida! ¡Seguidlo!

Brillantes luces blancas que fulguraban a izquierda y derecha, a menos de un brazo de distancia, lo cegaban casi por completo.

—¡Viene chica! —exclamó Oreb.

Una flotadora civil negra había metido el morro entre la de Seda y los coraceros y se abría paso entre los jinetes. Al lado del conductor iba de pie Jacinta; y mientras Seda miraba boquiabierto, pasó por encima de lo que parecía una barrera invisible hasta una cubierta encerada y redonda.

—¡Tu bastón! —dijo.

Seda tensó la manija, se inclinó cuanto pudo y la alargó hacia ella; la flotadora civil avanzó hasta tocar la popa de la otra con su proa. Y Jacinta saltó, la falda escarlata flameando en torno a las piernas desnudas en la corriente ascendente de los reactores. Por un instante él tuvo la certeza de que se caería. Pero pudo asirse al bastón, alzarse sin vacilar en la declinante cubierta trasera de la flotadora grande y saludar triunfalmente a los jinetes, la mayoría de los cuales le devolvieron el saludo. Cuando la flotadora negra se alejaba, perdiéndose en la penumbra más allá de los focos de la suya, Seda reconoció al chófer que el faides por la noche lo había llevado de vuelta al manso.

Jacinta le dirigió una sonrisa maliciosa.

—Parece que hubieras visto un fantasma. No esperabas compañía, ¿verdad?

—Pensé que estabas dentro. Hubiera debido... Lo siento, Jacinta. Lo siento muchísimo.

—Y bien que haces. —Para oírla él tuvo que acercar la oreja a sus labios, y ella la mordisqueó y la besó—. Oosik me había despachado. No le digas que estoy aquí arriba.

Extraviado en el prodigio de su cara, Seda solo pudo tragar aire.

Aunque más allá del resplandor que los rodeaba a los tres Seda no veía a nadie, Quetzal levantó el báculo para impartir una bendición. Ahora los motores bramaban con sordina; un titubeo chirriante sugirió que la proa había tocado los adoquines.

—Dijiste que habías cogido una flotadora —le dijo Seda a Jacinta—. Creí que... bueno, que simplemente la habías cogido.

—No sabría ponerla en marcha. —Se sentó y se acercó más a él, agarrada al canalón de la escotilla—. ¿Tú sí? Pero el chófer es amigo mío y le di un dinerillo.

Doblaron una esquina e innumerables gargantas los aclamaron desde la penumbra.

—¡Nos hemos pasado a Seda! —gritó alguien.

Un crisantemo arrojado le rozó la mejilla y él agitó la mano.

—¡Viva el caldé! —gritó otra voz. Desató una tempestad de ovaciones y Jacinta, que saludaba como si el caldé fuera ella, provocó un nuevo estallido.

—¿Adonde vamos? ¿Te lo dijo Oosik?

—A la Alambrera. —Seda tuvo que gritar para hacerse oír—. Liberaremos a los presos. Después al Juzgado.

Una selva de cajas y muebles se abrió para dejarles paso: la barricada de Liana. Al lado de Seda, Quetzal invocaba a los Nueve:

—En el nombre de la Maravillosa Molpe, yo os bendigo. En el nombre del Tenebroso Tártaro...

Confían en los dioses, estos desdichados, pensó Seda. Y porque confían han hecho de mí su líder. Pero yo siento que no puedo confiar en ningún dios, ni siquiera en el Extraño.

Como en una charla de sobremesa, Quetzal dijo: —Solo un tonto confiaría, pátera caldé. —Seda se quedo mirándolo—. ¿No le dije ya que he hecho todo lo que tenía a mi alcance para evitar las teofanías? Los que llamamos dioses son meros fantasmas. Fantasmas poderosos, pero sólo porque acarreaban ese poder en vida.

—N-no... —Seda tragó saliva—. No tenía conciencia de estar hablando en voz alta. Su Cognescencia. Discúlpeme; fue una observación singularmente inapropiada.

—No habló usted en voz alta, pátera caldé. Le vi la cara y tengo mucha práctica. No nos mire a mí ni a su joven. Mire a la gente. Salude. Mire adelante. Sonría.

Ambos agitaron la mano y Seda también intentó sonreír. Había adaptado los ojos a las luces lo bastante para vislumbrar figuras indistintas más allá de los oficiales montados, muchas de ellas agitando trabucos tal como él agitaba el bastón. Apretando los dientes arriesgó:

—Equidna nos dijo que Pas había muerto. Su Cognescencia lo confirmó.

—Quienquiera que fuese, el pobre viejo murió hace ya mucho —concordó Quetzal—. Lo asesinó su familia, y fue inevitable. —Audazmente atajó un ramito—. Bendiciones, hijos míos. Bendiciones, bendiciones... ¡Que el Gran Pas y los dioses inmortales os sonrían eternamente a vosotros y los vuestros!

—¡Seda caldé! ¡Larga vida a Seda!

Alegre, Jacinta le dijo:

—¡Vaya excursión por la ciudad!

Él sintió que la sonrisa se le volvía cálida y real.

—Mírelos, pátera caldé. Están viviendo su momento. Han vertido sangre para conseguirlo.

—¡Paz! —exclamó Seda a la muchedumbre en penumbra, y agitó el bastón—. ¡Paz!

—¡Paz! —confirmó Oreb, y aleteando le saltó a la cabeza. Por fin estaba clareando pese a la tormentosa nube negra suspendida sobre la ciudad. ¡Qué apropiado que el clarear llegase ahora! ¡Juntos el sol y la paz! Una mujer agitó una rama perenne, símbolo de la vida. Devolviéndole el saludo, él le sonrió a los ojos y pareció que ella se desmayaba de deleite.

—No empieces a echarte flores tú mismo —lo amonestó burlonamente Jacinta—. Pronto van a criticarte.

—Pues disfrutemos de esto mientras se pueda. —Viendo a la mujer con la rama recordó una de las diez mil cosas que le había mostrado el Extraño: un héroe que cabalgaba por una ciudad extranjera entre los vítores de una multitud que agitaba unas hojas como abanicos. ¿Matarían Equidna y sus hijos al Extraño? Una lucidez repentina le dio la certeza de que ya estaban intentándolo.

—¡Mira! Esa que asoma allí es Orquídea.

Un foco dirigido a la bandera la mostró con claridad: sacaba el torso por la misma ventana del segundo piso desde la cual Kipris llamara a Seda y daba la impresión de que en cualquier momento iba a caerse. Era evidente que volaban por la calle de la Lámpara. No podía faltar mucho para la Alambrera.

Mientras Jacinta le lanzaba un beso a Orquídea, algo silbó junto a la oreja de Seda y fue a golpear en la cubierta como un gong. Tras un gemido agudo y una explosión estruendosa se oyó el tableteo de un zumbador. Alguien le gritó a alguien que se echara al suelo y desde dentro de la flotadora tiró a Seda del tobillo herido.

Pero él alzó la vista hacia el cielo, colmado por algo nuevo y enorme que no era una nube. Otro gemido, más alto, fue creciendo hasta que enfrente de ellos la calle de la Lámpara estalló, salpicándole la cara y arrojándole algo sólido a la cabeza.

—¡Más rápido! —gritó Oosik, y desapareció en su escotilla dando un portazo.

—¡Adentro, pátera caldé!

Sin embargo, él alzó a Jacinta en sus brazos y dejó caer el bastón dentro de la flotadora. Ahora la nave se precipitaba por la calle de la Lámpara esparciendo gente como si fuera paja. Jacinta aullaba.

Allí estaba la calle de la Jaula, custodiada por el despótico muro de la Alambrera. Delante, suspendido en el aire, había un único coracero con alas —una coracera, por el volumen del pecho— que apuntaba con un trabuco. Seda, con Jacinta aún en brazos, se dejó caer por la barra sobre los hombres agolpados debajo.

Como escarabajos en un tarro, se desparramaron en una maraña de brazos y piernas. Alguien le pisó un hombro y trepó por la escalerilla de telaraña. La escotilla de la torreta se cerró de un portazo. Al frente de la flotadora Oosik gritó:

—¡Más rápido, sargento!

—Ya casi tengo un vector, señor.

Seda intentó disculparse, tirar de la falda roja de Jacinta (que a Jacinta parecía importarle un rábano) para cubrirle los muslos e incorporarse en un espacio en donde era imposible mantenerse en pie, todo al mismo tiempo. En nada tuvo éxito.

Algo como un mazazo envió la flotadora contra otro sólido; la nave rodó, cayó en picado y remontó el vuelo con el motor bramando como un toro herido. En el compartimiento se deslizó un penacho de oleoso humo negro que hedía a pescado.

— ¡Más rápido!—gritó Oosik.

Como si respondiera, el cañón de la torreta lanzó un tableteo inacabable; daba la impresión de que el artillero se había propuesto masacrar a la ciudad entera.

A gatas entre el cirujano y Jibias, Seda atisbo por encima del hombro de Oosik. Feroces letras rojas bailaban en su cristal: VECTOR INACEPTABLE.

Por encima de sus cabezas algo impactó en la cubierta de proa y el trueno del motor se alzó en un crescendo ensordecedor; Seda se sintió empujado hacia atrás.

Bruscamente cambió el movimiento.

La flotadora ya no se balanceaba ni corría. El ruido del motor disminuyó hasta que se pudo oír la estridente canción de los reactores; fue ascendiendo hasta convertirse en un grito torturado y al fin se apagó. En el panel de instrumentos relampagueó una luz roja.

Por segunda vez en una flotadora, Seda sintió que flotaba de verdad. La ominosa sensación era parecida, pensó, a la de la sala móvil en donde había estado con Mamelta.

Detrás de él Jacinta ahogó un grito. Del flanco de Oosik había surgido un objeto de forma extraña. Antes de que Seda lo reconociera ya había completado un ocioso cuarto de giro a medio palmo de su nariz. Era un lanzagujas grande, semejante al que él llevaba en la faja. Y, sin que nada lo impeliera, había ascendido como un corcho de la funda de Oosik.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Nos llevan hacia arriba! —Apretando sus pechos plenos contra la espalda de él, Jacinta clavaba la vista en el cristal.

Agarró en el aire el lanzagujas de Oosik y lo devolvió a la funda. Cuando volvió a mirarlo, el espejo mostraba una pauta desmañada de líneas torcidas, avivadas aquí y allá por chispas rojas. Parecía una ciudad de los campos del cielo, pensó, sólo que mucho más cercana. Intrigado, destrabó el escotillón que había encima del asiento de Oosik y lo corrió hacia atrás. En cuanto hubo completado el movimiento se le despegaron los pies del suelo. Intentó agarrar la grapa, falló por un dedo y quedó a la deriva como la pistola de Oosik hasta que alguien lo sujetó por un pie.

Allí, ante él, se extendía sin límite la pauta que había visto en el cristal: una crepuscular ciudad de cielo orlada por soleados campos marrones y pueblos ovillados; y a un costado, un espejo de plata anclado junto a un sinuoso hilo pardo. Mientras él miraba estupefacto, Oreb alzó el vuelo y se perdió en la penumbra.

—Estamos volando. —La incredulidad y la consternación convirtieron sus palabras en un suspiro que fue menguando con el pájaro negro. Seda tosió, escupió sangre helada y probó otra vez—. Estamos volando cabeza abajo. Veo Virón y el lago, y hasta el camino del lago.

Quetzal habló desde dentro de la flotadora.

—Mire detrás de nosotros, pátera caldé.

Ahora estaban más cerca, tanto que la oscura panza de la cosa se extendía como un alero en el cielo. Debajo de ella, colgada de cables no más gruesos que una telaraña, había una estructura como un bote con muchos remos cortos; Seda llenó y vació los pulmones antes de comprender que esos remos eran cañones, y tardó medio minuto más en distinguir el triángulo rojo sangre en la base.

—Su Cognescencia...

—No entiende usted por qué no nos disparan. —Quetzal se sacudió—. Imagino que todavía no nos han visto. Como algún viento los obliga a mantener la nave paralela al sol, sobrevuelan una ciudad oscura. De momento, nuestra flotadora les presenta el perfil más angosto. Pero estamos virando y pronto nos verán de pleno. Entremos y cerremos la portilla.

Ahora el cristal mostraba el lago Limna. Mirando pasar la costa de una esquina a otra, Seda pensó en el lanzagujas de Oosik; del mismo modo dilatorio parecía balancearse la flotadora en el cielo. Aferrándose a él, Jacinta susurró:

—No tienes miedo, ¿verdad? ¿Estamos a una altura terrible? —Temblaba.

—Claro que lo tengo; allí fuera tuve pánico. —Seda examinó su estado emocional—. Y sigo muy asustado; pero alejo el miedo pensando en lo que ha pasado, cómo es posible lo que ha sucedido salvo por un milagro. —Miró el cristal para tratar de describir la nave.

—¡Nos llevan arriba, zagal! ¡Tal como dijo ella! ¿Crees que podemos cortarlo?

—No hay con qué hacerlo; y si lo hubiera, nos descubrirían y creo que empezarían a tirar. Esto no se parece a nada. Por cierto, ¿usted me agarro del tobillo? Gracias. —Jibias negó con la cabeza y señaló al cirujano— Gracias —repitió Seda—. Doctor, se lo agradezco de veras. —Apretó el hombro del operador—. Dijo usted que ya casi teníamos un vector. ¿Qué significa eso exactamente?

—Es un mensaje que llega cuando uno flota demasiado rápido, mi caldé, bien hacia el norte, bien hacia el sur. Se supone que hay que disminuir la velocidad. Si no lo hace uno tendría que encargarse el monitor, pero aquí ya no marcha.

—Ya —asintió Seda, con ganas de ser animoso—. ¿Y por qué hay que cUsminuir la velocidad?

Oosik intervino:

—Rumbo al norte, la rapidez excesiva da la sensación de que le estuvieran a uno arrojando arena. No es bueno; todo el pasaje de la flotadora reacciona con lentitud. Rumbo al sur, la rapidez da mareos. Es como nadar demasiado.

En voz casi inaudible, Quetzal preguntó:

—¿Sabe qué forma tiene el Vórtice, caldé?

—¿El vórtice? Vaya, Su Cognescencia, es cilíndrico.

—¿Y nosotros estamos fuera del cilindro, pátera caldé? ¿O dentro?

—Dentro, Su Cognescencia. Si estuviéramos fuera nos caeríamos.

—Exacto. ¿Y qué nos retiene? ¿Qué es lo que hace que un libro caiga cuando uno lo suelta?

—El nombre no lo recuerdo, Su Cognescencia, pero es la tendencia que mantiene a la piedra en la honda hasta que es lanzada. —Jacinta lo había soltado; en ese momento le encontró la mano y se la estrujó—. Mientras el muchacho siga haciendo girar la honda, la piedra no puede caer. El Vórtice gira... ¡Ya entiendo! Si la piedra fuera... un ratón y el ratón corriera en la dirección en que gira la honda, se mantendría sujeto en su sitio, como si la honda girara cada vez más rápido. Pero si el ratón corriese al revés, la velocidad de la honda siempre parecería insuficiente. El ratón caería.

—¡Artillero! —Oosik miraba el cristal—. Mantenga la mira. —Mientras quitaba el seguro de su propio zumbador se hizo visible el triángulo rojo.

—Trivigaunte —murmuró Jacinta—. Esfigse no les permite hacer dibujos de nada. Ése es el signo de su bandera.

Alca no lograba recordar dónde estaba ni cómo había llegado. ¿Se habría caído de un techo? Tenía en los labios un sabor a sangre salada. Frente a él pasó un hombre de brazos y piernas como varillas y rostro de calavera barbuda. Luego otro y otro más.

—No temas —le susurró el dios ciego—. Sé valiente y actúa con astucia que yo te protegeré. —Cogió la mano de Alca, no como minutos antes Jacinta cogiera la de Seda, sino como aprieta un anciano la de un joven que está en crisis.

—De acuerdo —dijo Alca—. No tengo miedo; sólo me he quedado pasmado. —La mano del dios ciego era reconfortante: grande, fuerte y de dedos poderosos. Pero no podía recordar el nombre del dios y el fracaso lo incomodaba.

—Soy Tártaro y soy tu amigo. Dime todo lo que ves. Puedes hablar o no, como desees.

—En medio del muro hay un agujero grandísimo. Sale humo —informó Alca—. Estoy bien seguro de que antes no estaba. Además de los que mató el pátera y el que maté yo hay varios fulanos muertos. Una es una especie de coracera, pero más bien parece una polilla. Tiene las alas rotas, me figuro que por la caída. Es toda marrón, alas, bragas y una especie de venda que lleva sobre las tetas.

—¿Marrón?

Alca miró mejor.

—No exactamente. Más bien marrón amarillento. Color polvo. Aquí viene Chenilla.

—Eso es bueno. Dale ánimo, Alca, mi noctilátero. ¿La nave todavía está allá arriba?

—Seguro —dijo Alca, dando a entender con el tono que en cosas tan elementales no necesitaba un dios que lo adiestrase—. Sí, allí está. —Chenilla corrió a sus brazos—. Calma, Pechugas, ya ha pasado. Todo irá sobre ruedas. Ya verás. Tártaro es un gran colega mío. —Y para el propio Tártaro agregó—: Hay una flotadora de los langostas bajando hacia el foso; va despacio y no deja de disparar. Y un par de cientos de coraceros como la polilla muerta volando por ahí, bastante alto. El dios ciego le pellizcó suavemente la mano. —Desembocamos en este foso por uno más pequeño, Alca. Si no ves salida, bien valdría volver al túnel. Hay otras vías y yo las conozco todas.

—Un momento. Perdí mi herramienta. Allí está. —Soltando a Chenilla, Alca se apresuró a levantar su garfio del barro y limpiar la hoja en la toga. —Alca, hijo mío.

Alca azuzó a Incus con el garfio. —Pátera, vuelva al túnel antes de que le hagan daño. Eso dice Tártaro, y tiene razón.

Ahora la flotadora bajaba más rápido, casi como si estuviera cayendo. A Alca le pareció que realmente caía, si bien no como caían otras cosas. A último momento, sin embargo, logró enderezarse; pero aterrizó de lado, sobre la cubierta de proa, y acabó dando la vuelta.

Algo más lejano caía mucho más deprisa, una minúscula mota negra que se transformó casi en una flecha al dar contra una derruida almena de la Alambrera y arrancó del muro una nueva erupción de llamas. Masas de naufragita grandes como chozas volaron como briznas. A Alca le pareció que nunca había visto nada más hermoso.

—¡Seda aquí! —anunció Oreb, orgulloso, aterrizando en su hombro—. ¡Pájaro trae! —En la parte frontal de la flotadora caída se abrió un escotillón.

—¡Jaco! —gritó Chenilla—. ¡Jaco, ven! ¡Volvemos al túnel!

Alca le hizo un gesto para que callara. El muro de la Alambrera había recibido el golpe mortal. Varias grietas se propagaron hacia abajo para reaparecer como por arte de magia en la roca del borde del foso. Hubo un gruñido más profundo que cualquier trueno. Con un rugido que conmovió el suelo en donde pugnaban por mantenerse, el muro y la pared del foso cayeron a la vez. Medio foso desapareció bajo un alud de piedras, tierra y añicos de losas. Tosiendo en la polvareda, Alca retrocedió.

—Agujero rompe —informó Oreb.

Cuando volvió a mirar, de la flotadora volcada salían varios hombres y una esbelta mujer de vestido escarlata; el cañón de la torreta, que insólitamente apuntaba al cielo, disparaba una ráfaga tras otra contra los coraceros voladores.

—Regresa a la mujer —le dijo el dios ciego—. Debes protegerla. Una mujer es vital. Esto no.

Buscó a Chenilla pero se había ido. Un puñado de figuras esqueléticas desaparecía en el agujero por el que ellos habían surgido del foso. Hombres de la flotadora los siguieron; entre la polvareda distinguió a uno de barba blanca y hábito negro y a otro más alto de toga verde.

—¡Seda aquí! —Oreb voló en círculo sobre dos figuras en fuga.

Alca los alcanzó cuando empezaban a bajar por la senda helicoidal. Seda cojeaba deprisa, apoyándose en un bastón y en la mujer de escarlata. Alca la agarró a ella por el pelo.

—Lo siento pátera, pero no tengo más remedio.

Seda se llevó la mano a la faja pero Alca, más rápido, lo envió de un empujón al foso menor,

—¡Escucha! —Lo urgió a su lado el dios ciego. Alca obedeció y oyó el silbido creciente de la próxima bomba un segundo antes de que golpease el suelo.

Seda miró el cuerpo del augur moribundo con alegría y con pena. Al fin y al cabo era él mismo, o había sido. Quetzal y un augur más joven y menudo estaban de rodillas al lado, con una mujer con capa de augur y un tercer hombre casi tan viejo como Quetzal.

Una ristra de cuentas se balanceaba trazando un signo de adición tras otro:

—Pátera Seda, hijo mío, yo te transmito el perdón de los dioses.

—Recuerda ahora las palabras de Pas.

Hacía bien; y cuando acabase él se podría marchar. ¿Adonde? No importaba. Adonde quisiese. Por fin era libre y, aunque de vez en cuando echaría de menos su vieja celda, la libertad era mejor. Miró el techo de naufragita y sólo vio tierra, pero sabía que arriba estaban el Vórtice entero y el cielo abierto.

—Te ruego que perdones a los vivos —dijo el augur bajito, y trazó ese signo de adición que nunca, ahora que lo pensaba, podría haber sido de Pas. Un signo de adición era una cruz; recordó a la máitera dibujando uno en la pizarra cuando él era un niño que aprendía a sumar. El signo de Pas no era la cruz sino la cruz hueca. Buscó la que llevaba colgada del cuello pero había desaparecido.

El augur anciano:

—Hablo aquí por el Gran Pas, por la Divina Equidna, por la Hirviente Escila.

El augur joven:

—Por la Maravillosa Molpe, por el Tenebroso Tártaro, por el Altísimo Hiérax, por la Pensativa Teljipeia, por la Feroz Faia y por la Fuerte Esfigse.

El augur anciano:

—También por los dioses menores.

La naufragita dio paso a la tierra, la tierra al aire más diáfano y puro que hubiera conocido. Allí estaba Jacinta con Alca; en una pendiente de piedras, restos de naufragita se abrieron y rodaron para revelar los tanteos de una mano de acero. Él se irguió regocijado.

La nave aérea de Trivigaunte era un escarabajo marrón infinitamente remoto; cerca como estaba el Sendero Áureo, supo que no podía ser su destino final.

Se posó en él y descubrió que era un camino de oropel sobre un mundo no mayor que un huevo. ¿Dónde mugían las bestias? ¿Dónde estaban los espíritus de otros muertos? ¡Allí! Dos hombres y una mujer. Parpadeó, fijó la mirada y volvió a parpadear.

—¡Seda! ¡Hijo mío! ¡Hijo! —Uno en brazos del otro, se fundieron en lágrimas de felicidad.

—¡Madre!

—¡Seda, hijo mío! El Vórtice era mugre y pestilencia, futilidad y traición; esto lo era todo: dicha y amor, libertad y pureza.

—Debes regresar, Seda. Nos envía él a decírtelo.

—Tienes que ir, muchacho. —Era una voz de hombre, la voz de la cual la de Lémur había sido una especie de parodia. Al alzar la vista vio el rostro tallado del armario de su madre—. Somos tus padres. —El otro hombre era alto y de ojos azules—. Tu padre y tu madre.

Aunque la otra mujer no habló, sus ojos decían la verdad.

—Tú fuiste mi madre —dijo él—. Lo comprendo. —Bajó los ojos hacia su madre propia y hermosa—. Serás mi madre siempre. ¡Siempre!

—Estaremos esperándote, Seda, hijo mío. Todos. Recuérdalo.

Algo le abanicaba la cara.

Abrió los ojos. Sentado junto a él estaba Quetzal, balanceando una larga mano exangüe con la regularidad y la facilidad de un péndulo.

—Buenas tardes, pátera caldé. Vaya, me figuro que a estas alturas ha de ser ya de tarde.

Yacía en el polvo de cara al techo de naufragita. Un dolor le acuchillaba el cuello; le dolían la cabeza, los brazos, el pecho, las piernas y la base del torso, cada uno de un modo especial y agudo.

—Quédese quieto. Ojalá pudiera ofrecerle agua. —Cómo se encuentra?

—He vuelto a mi sucia jaula. —Demasiado tarde recordó que debía añadir Su Cognescencia—. Antes no sabía que fuera una jaula.

Quetzal le frenó el hombro. —No se siente todavía, pátera caldé. Voy a hacer una pregunta, pero no tiene que ponerse a prueba. Es sólo para especular, ¿de acuerdo?

—Sí, Su Cognescencia. —Asintió, aunque mover la cabeza le costaba un esfuerzo enorme.

—He aquí mi pregunta. Es sólo para conversar. Si yo le ayudara a levantarse, ¿podría caminar?

—Creo que sí, Su Cognescencia.

—Tiene la voz muy débil. Lo he examinado y no encontré huesos rotos. Además de usted somos cuatro, pero...

—Caímos, ¿no es así? íbamos en una flotadora de la Guardia Civil, girando sobre la ciudad. ¿Lo he soñado? —Quetzal negó—. Usted, yo y Jacinta. Y el coronel Oosik y Oreb. Y...

—¿Sí, pátera caldé?

—Un coracero, dos coraceros y un anciano maestro de esgrima que me había presentado alguien. No recuerdo cómo se llamaba, pero debí de soñar que también estaba con nosotros. Es demasiado fantástico.

—En este momento está túnel abajo, no muy lejos, pátera caldé. Los presos que usted liberó nos han causado problemas.

—¿Y Jacinta? —Seda intentó sentarse.

Poniéndole ambas manos en los hombros, Quetzal lo mantuvo acostado.

—Quédese quieto o no le cuento nada.

—¿Y Jacinta? ¡Por amor de todos los dioses! ¡Tengo que saber!

—Los dioses no me gustan, pátera caldé. A usted tampoco. ¿Por qué vamos a decir algo por amor de ellos? Pues no lo sé. Ojalá supiera algo. Puede que haya muerto. No sabría decirle.

—Cuénteme qué pasó, por favor.

Lentamente la calva cabeza de Quetzal se volvió a uno y otro lado.

—Sería mejor que me contara usted, pátera caldé. Ha estado muy cerca de la muerte. Tengo que saber lo que ha olvidado.

—En estos túneles hay agua. Yo ya los conozco. En ciertos lugares hay agua en abundancia.

—Este no es uno de esos lugares. Si se ha recobrado usted lo bastante para entender cuan maltrecho está y mantener una promesa, le encontraré un poco. ¿Recuerda haber bendecido a la muchedumbre conmigo? Cuénteme.

—Intentamos imponer la paz... Que se hiciera la paz en Virón. Sangre la había comprado... Mosqueta... Pero Mosqueta era una mera herramienta de Sangre.

—¿Había comprado la ciudad, pátera caldé? —Seda abrió la boca y volvió a cerrarla—. ¿Qué ocurre, pátera caldé?

—Sí, Su Cognescencia. La ha comprado. Él y otros como él. No se me había ocurrido hasta que usted lo preguntó. He mezclado las cosas.

—¿Qué cosas, pátera caldé?

—La paz y salvar mi manteón. El Extraño me pidió que lo salvara; y luego estalló la insurrección y creí que si lograba traer la paz lo salvaría, porque la gente me había hecho caldé y yo salvaría el manteón mediante un decreto. —Por unos segundos Seda guardó silencio, los ojos entrecerrados—. Sangre... los hombres como Sangre... han robado la ciudad, hasta la menor parte salvo el Capítulo, y el Capítulo sólo ha resistido porque a la cabeza está usted, Su Cognescencia. Cuando usted no esté...

—¿Cuando muera, pátera caldé?

—Si usted muriese, Su Cognescencia, se quedarían con todo. En realidad los papeles los firmó Mosquete. Mosqueta era el propietario del registro... Es el hombre cuyo cadáver quemamos en el altar, Su Cognescencia. Recuerdo haber pensado cuan horrible habría de ser que Mosqueta fuera el dueño, y haber apretado los dientes, haberme insuflado un valor que nunca he tenido y haberme dicho una y otra vez que no podía permitir que eso pasase.

—El único en todo Virón que duda de su valor es usted, pátera caldé.

Seda casi no lo oía.

—Estaba equivocado. De medio a medio. Mosqueta no era el peligro. De hecho, nunca lo había sido. En la Orilla hay docenas de Mosquetas, y Mosqueta amaba a los pájaros. ¿Se lo conté, Su Cognescencia?

—No, pátera caldé. Cuéntemelo ahora, si quiere.

—Pues sí. Mucor me contó que le gustaban los pájaros, y que le había regalado un libro sobre los gatos que él le llevaba a Sangre. Cuando vio a Oreb, dijo que yo lo tenía porque quería que nos hiciéramos amigos, lo que no era cierto, y le lanzó un cuchillo. Falló, y creo yo que falló adrede. El dinero y la codicia de Sangre le han hecho a Virón más daño que todos los Mosquetas juntos. Yo no he hecho más que intentar arañarle a Sangre trocitos de la ciudad. Dije que trataba de salvar mi manteón; pero no se puede salvar un manteón solo; no puedo salvar nuestro barrio y nada más. Ahora lo veo claro. Y sin embargo Sangre me gusta, o al menos me gustaría que me gustase.

—Lo entiendo, pátera caldé.

—Trocitos muy pequeños... El manteón, Jacinta, Orquídea... Y Alca, porque Alca es tan importante para la máitera Menta. Alca...

—¿Sí, pátera caldé?

—Alca me empujó, Su Cognescencia. Habíamos estado todos juntos en la flotadora. Jacinta y yo, también Su Cognescencia... y otros más. Cuando bajábamos, el coronel Oosik...

—Usted lo nombró generalísimo Oosik —le recordó suavemente Quetzal.

—Sí, sí, yo lo nombré. Él me pasó esa oreja y les hablé a los presos, les dije que estaban libres y luego nos fuimos al suelo. Abrimos la portilla y Jacinta y yo salimos.

—Estoy satisfecho, pátera caldé. Si me promete que no intentará levantarse hasta que vuelva, iré a buscar agua.

Seda lo retuvo apretándole una mano sin huesos ni sangre.

—¿No puede decirme qué ha sido de ella, Su Cognescencia? —Una vez más Quetzal movió la cabeza a un lado y otro con lentitud casi hipnótica—. Entonces la tiene Alca, no sé por qué, y yo debo recuperarla. ¿Qué me pasó, Su Cognescencia?

—Quedó sepultado vivo, pátera caldé. Cuando se estrelló la flotadora algunos salimos trepando. San" yo, como ve, y también usted y su joven, como dice. También el maestro de esgrima y el médico. De ésos estoy seguro. Los presos corrieron a un agujero escapando de los tiros y las explosiones. ¿Se acuerda de ellos? —Esta vez Seda pudo asentir sin gran dificultad, aunque tenía el cuello rígido y dolorido—. Por el costado del agujero bajaba una rampa y al fondo había una brecha hasta este túnel. El maestro de esgrima y yo nos metimos. Casi en seguida hubo otra explosión y a nuestras espaldas cayó el agujero. Tuvimos suerte de haber entrado. ¿Conoce al protonotario de mi coadjutor, pátera caldé?

—Me lo han presentado, Su Cognescencia. No lo conozco bien.

—Está aquí. Me sorprendió verlo, y a él verme a mí. Está con una mujer llamada Chenilla que dice conocerlo a usted. Entraron en el túnel ayer, en Limna. Han estado tratando de llegar a la ciudad.

—¿Chenilla, Su Cognescencia? ¿Una mujer alta?

—Exacto. Es una mujer extraordinaria. Poco después de la explosión nos atacaron los convictos. Al principio eran amistosos, pero pronto empezaron a exigir que les diéramos al pátera y a la mujer. Nos negamos y Jibias mató a cuatro. Jibias es el maestro de esgrima. ¿Me expreso con claridad?

—Absoluta, Su Cognescencia.

—Para encontrarlo a usted tuvimos que cavar. Lo dimos por muerto y el pátera y yo le transmitimos la Paz de Pas. Cuando comprendimos que el esfuerzo era vano dejamos de cavar. Una docena de hombres con picos y palas habría necesitado dos días.

—Entiendo, Su Cognescencia.

—Para entonces yo estaba exhausto, y eso que había cavado mucho menos que la mujer. Los otros se habían ido a buscar otra salida. Ella y el pátera están famélicos; creen que una tésera que llevan les servirá para entrar en el Juzgado. Después de que se fueran recé por usted.

—Su Cognescencia desconfía de los dioses.

—Sí. —Con el gesto de afirmación, la cabeza calva de Quetzal se bamboleó sobre el largo cuello—. No me hago ilusiones. Pero piénselo. Creo en ellos. Tengo fe. Usted ha hablado de su barrio. ¿Allí cuántos creen realmente en los dioses? ¿La mitad?

—Me temo que menos, Su Cognescencia.

—¿Y usted, pátera caldé? Examínese el corazón. —Seda callaba—. Le abriré mi pensamiento, pátera caldé. He aquí un joven que cree y ama a los dioses aun después de haber visto a Equidna. Yo también creo, pero desconfío. El querría que yo rezara por él, lo que es mi oficio. Lo he hecho a menudo con la esperanza de que no me oyeran. Esta vez puede que una ae ellas lo restaure, en prueba de que no es tan mala como yo creo. —Débil pero inconfundible, túnel adentro resonó el chasquido de una aguja—. Ése debe de ser el pátera, pátera caldé. En cuestión de armas hemos sido afortunados. Jibias tiene una espada y llevaba un lanzagujas pequeño que dijo que era suyo. Usted lo olvidó en la cama y él lo tomó a su cargo. En su faja encontramos uno grande. Para mi renovada sorpresa, ése lo cogió el pátera. Hay en nuestro clero honduras ocultas.

Pese al dolor y la debilidad, Seda sonrió.

—Tal vez en algunos, Su Cognescencia.

—Anoche, antes de que usted me viera en el callejón, pátera caldé, me encontré con su acólito, el joven Gulo. Parece estar sumamente incómodo.

—Siento oírlo, Su Cognescencia.

—Por favor. El tío de ese joven es mayor de la Segunda Brigada. Uno de sus muchos tíos. ¿Tenía usted conciencia de eso?

—No, Su Cognescencia. No sé mucho del pátera.

—Tampoco yo, aunque era uno de mis copistas hasta que mi coadjutor se lo envió a usted. Ahora está al mando de varios miles. Es una responsabilidad enorme para, una persona tan joven. Ya cada hora se le unen más, me ha dicho, porque saben que es acólito suyo.

Seda se las arregló para tragar saliva.

—Espero que no desperdicie vidas, Su Cognescencia.

—Yo también. Le pregunté si se le hacía difícil. Dijo que cada operación la discute con los que irán a la lucha. Los considera sensatos, y él por su parte aprendió algo de la guerra en las sobremesas de su tío. Después, dice, él combate en primera línea.

—Su Cognescencia dijo que lo notó incómodo.

—Y así es, pátera caldé. —Estremeciéndose, Quetzal alzó el grosor de un pelo una comisura de la boca—. Ha capturado a su tío. Hay en nuestro clero honduras ocultas. El viejo está humillado. Me temo que es una situación embarazosa, pero a mí me hizo gracia.

—También a mí, Su Cognescencia. Gracias.

Quetzal se levanto.

—Ya encontraremos diversión nosotros, cuando descubramos una salida. ¿Puedo ir por agua?

—Desde luego, Su Cognescencia.

—¿No intentará levantarse hasta que vuelva? Prométamelo, pátera caldé —Seda se sentó—. Por favor, pátera...

—He de ir con usted, Su Cognescencia. He de encontrar agua, lavarme y beber para luego hacer lo que pueda por Virón y por Jacinta. Usted no tiene ningún recipiente, y ni entre los cuatro podrían transportarme muy lejos.

—Usted se había asfixiado, pátera caldé. —Quetzal se inclinó sobre Seda— Lo habíamos dado por muerto, así de sencillo, y yo no habría supuesto un milagro. No hay dios capaz de revivir a un muerto y, aunque lo hubiera, ninguno lo haría para complacernos a nosotros. Cuando lo sacamos todavía estaba vivo. Revivió naturalmente...

Sin ayuda, Seda se puso en pie.

—Yo llevaba un bastón, Su Cognescencia. Me lo había dado el maestro Jibias. En aquel momento no me hacía falta, o no mucho. Ahora sí.

Quetzal le ofreció el báculo.

—Use éste.

—Jamás, Su Cognescencia. El consejero Lémur me llamó... No. —Detrás de ellos el túnel estaba casi atascado de tierra; una senda pisoteada llevó a Seda hasta una abertura en la pared—. ¿Fue aquí donde me encontraron, Su Cognescencia? ¿Allí dentro?

—Sí, pátera caldé. Pero si su joven está allí, seguro que a estas alturas habrá muerto.

—Me doy cuenta. —Seda metió la cabeza por la abertura— De todos modos creo que está en el foso con Alca. Pero el maestro Jibias aprecia mucho ese bastón, y yo lo necesito, y puede que esté muy cerca de donde me encontraron. —Empezó a pasar los hombros por la brecha.

—Tenga cuidado; pátera caldé.

La pared de roca de nave tenía más de un cubito de grosor. Más allá había una oscurísima cavidad practicada en el montón de escombros. Cuando intentó erguirse, Seda descubrió que una cúpula tosca le coronaba la cabeza; recibió una invisible lluvia de pedregullo.

—Esto puede derrumbarse en cualquier momento —le dijo a la figura que se balanceaba en el túnel.

—En efecto, pátera caldé. Vuelva, por favor.

Los inquisitivos dedos de Seda habían dado con unos muñones que le parecieron raíces. Explorándose los bolsillos encontró las tarjetas que le había dado Rémora y empleó una para rascar la tierra. Una raíz llevaba una sortija. Siguió escarbando hasta poder asir la mano, tiró de ella, escarbó más y volvió a tirar.

—Hay ruidos nuevos en el túnel, pátera caldé. Mejor salga de allí.

—He encontrado a alguien, Su Cognescencia. Otra persona. —Seda titubeó, remiso a confiar en su juicio—. No creo que sea Jacinta. La mano es demasiado grande.

—Entonces no importa quién es. Tenemos que irnos.

Aferrando el brazo con firmeza, Seda tiró con todas las fuerzas que le quedaban y se vio recompensado con una catarata de tierra y el abrazo de un muerto.

Estoy robando una tumba, pensó, escupiendo polvo y secándose los ojos. Robando desde abajo la tumba de un hombre; robándole la tumba y el cadáver.

Debería hacerle al menos tanta gracia como el mayor tío de Gulo, pero no se la hacía. Sujetándose al mellado borde de la abertura en la pared logró liberar su propio cuerpo medio enterrado. De vuelta en el túnel (contento de pronto con los fríos suspiros del aire y las luces acuosas), pudo extraer el cadáver de los escombros que lo habían reclamado. No vio a Quetzal por ningún lado.

—Ha ido por el agua —murmuró Seda—. Tal vez el agua te reviva como algo me revivió a mí. —Pero el muerto tenía las orejas taponadas de tierra. Mientras limpiaba el rostro lastimero, añadió—: Lo siento, doctor.

Volvió a hurgarse los bolsillos. Las cuentas no estaban; habrían quedado en el Marto con la vieja túnica sucia. Parecía que hiciese años.

Sinuosamente se metió de nuevo en la cavidad. En su habitación del Marto, Jacinta lo había desvestido y lo había bañado y secado palmo a palmo; eso a él habría debido embarazarlo (se dijo), pero exhausto como estaba no había sentido más que una vaga satisfacción, el tenue placer de ser objeto de la atención de una mujer tan guapa. Ahora todo cuidado era inútil y la magnífica toga de Rémora, casi sin uso, una ruina.

—Tú me devolviste a la vida, Extraño —murmuró mientras volvía a escarbar—. Ojalá también me hubieras purgado. —Pero sin duda, como sostuviera el doctor Grulla, el Extraño sólo había sido un derrame arterial.

¿O en realidad el doctor Grulla —que se creía o se llamaba agente de la Rani— había sido agente del Extraño? El doctor Grulla le había hecho posible continuar el intento de salvar el manteón pese a tener un tobillo roto; y el doctor Grulla lo había liberado de las manos del Ayuntamiento. Era concebible y hasta probable que el escepticismo del doctor Grulla hubiera sido una prueba de fe.

¿Había pasado?

Sopesó la pregunta mientras escarbaba con más empeño que nunca, haciendo volar la oscura tierra maloliente. Si había pasado, tras esta caída en la duda era seguro que volverían a probarlo.

La tarjeta tocó algo duro. Aunque al principio lo tomo por una piedra, era demasiado liso; medio minuto más de trabajo arrojó un nuevo hallazgo: un delgado gancho. En cuanto pudo asirlo supo que había encontrado el bastón con listas de plata que Tibias le había llevado al Marto.

De improviso inundó la cavidad una luz brillante. Protegiéndose los ojos, Seda se apartó.

—Lo estoy viendo. Salga. —Había algo familiar en esa voz dura, pero Seda sólo reconoció al sargento Arena cuando lo oyó decir—: Levante las manos para que pueda verlas.

Montada en el corcel blanco en medio de la calle del Fisco, la máitera Menta supervisaba el avance de las filas. Cada uno de aquellos soldados valdría por tres de los mejores suyos pero eran pocos. Alentadoramente pocos, y habían llegado los coraceros de Trivigaunte. Eran apenas unos centenares, pero había miles más en camino.

—Tirad y retroceded —dijo con suavidad, y añadió entre dientes—: Graciosa Equidna, concédeme que me oigan los nuestros pero no esos soldados. —Luego, una pizca más alto—: No demasiado aprisa. Tampoco muy despacio. Ahora no se trata de impresionarme. No os hagáis matar.

La columna metálica de primer nivel estaba prácticamente a tiro de trabuco. Hizo caracolear al caballo y se retiró al galope mientras detrás rompía el tiroteo, el fuizzz y el bang de los misiles y la opaca detonación de los trabucos.

Alguien lanzó un grito.

Se lo dije, se recordó ella. Insistí en las instrucciones.

Pero sabía que la herida era real. Tiró de las riendas y se volvió a mirar; detrás de los soldados, arduamente tomaba posición la fuerza de bloqueo de Grajo. Demasiado pronto, pensó. Demasiado pronto. Una no apreciaba a hombres como Bisonte y el capitán —hombres que ayudaban a hacer planes y desplegarlos— hasta que debía lidiar con esto.

Se había enroscado un largo cable a cada columna de la Bolsa de Granos. Aún no estaba tenso ni habría debido estarlo. Arriesgó un vistazo a la imponente fachada y otro a Lana y sus boyeros, inmóviles en las sombras a media calle de distancia. Prestos junto a sus animales, esperaban una señal.

Los boyeros confiaban en ella. También los hombres y mujeres harapientos que tiraban y retrocedían como les había enseñado. Que tiraban y morían por confiar en una débil mujer... Que confiaban en ella porque de chica Gamo le había enseñado a montar.

Espoleó al caballo. Aunque la víspera lo había usado todo el día, el animal salió disparado como una espumosa ola de fuerza. Ella llevaba en la mano el azot del pátera Seda; puso el pulgar en el demon.

Al ver la terrible hoja hendiendo el cielo, los hombres de Lana azuzaron a sus animales. El cable se tensó, terso monstruo de acero y silencio, serpiente mayor de Equidna.

Los soldados se detuvieron y a una orden miraron en torno, pues el oficial había visto la fuerza de Grajo y detectado la trampa. Ahora les tocaba atacar con alma y vida (se dijo), pero a ella la voz no le daba para lanzar tropas contra el enemigo. Frenó el caballo y de hecho la trompeta de plata que era su voz resonó en todos los muros.

A cinco cadenas de distancia la hoja del azot destrozó un generador de fusión y el soldado que lo animaba murió.

¡Adelante! Dejó atrás el desorden de su propia línea. Otro soldado cayó, y luego otro. ¡Adelante!

Media docena de soldados se lanzó al ataque. El caballo cayó de pura debilidad; le pareció que la calle misma la hubiera golpeado, arrojándole a la vez todos sus bordes y adoquines. Manos de acero la sujetaron y bios y quimis trabaron una lucha loca y desesperada. Una mujer tres veces más grande que ella blandió una barra destructiva. El soldado al que había golpeado la atizó con la culata del trabuco; la mujer cayo hacia atrás y no volvió a levantarse.

La máitera Menta de debatía en la garra de un soldado. El azot había desaparecido... ¡No! Lo tenía bajo el zapato. Con brazos como tenazas él la alzaba del suelo; ella pisó el azot con todas sus fuerzas y la hoja penetrante le rebanó a él un pie. Del muñón brotó un líquido negro viscoso como grasa. Cayeron los dos y la mano de él se aflojó.

Soltándose, ella recogió el azot y echó a correr —y por poco no cae de nuevo—, perseguida a terrible velocidad hasta encontrarse con el ceño de la Bolsa de Granos; entonces dio media vuelta para cortar a un soldado cuyas mitades en llamas fueron tambaleándose a caer a sus pies.

—¡Corred! ¡Corred! ¡Salvaos!

Aunque se oyese la voz como un aullido estéril, su gente emprendió la huida de lleno como un torrente.

—Hiérax, acepta mi espíritu. —La hoja del azot hizo añicos la primera columna como si fuera cristal. Otro golpe y la fachada pareció colgar en el aire como una ominosa nube de ladrillo mugriento.

Un soldado alcanzó a disparar su trabuco un instante antes de que la hoja le partiera la placa del cráneo. Ella sintió que la bala le rasgaba el hábito, olió la pólvora y, mientras escapaba, sin aflojar el paso, rajó salvajemente una tercera columna. Hasta que al fin se detuvo, se volvió y derramando lágrimas dijo:

—¡Veinte años, dioses! Dejadme ir ya.

La ingrávida e inacabable hoja se elevaba. La ingrávida e inacabable hoja volvía a bajar. Y con ella caía la fachada de la Bolsa de Granos, desmoronándose como un dibujo, prácticamente entera y manteniendo incluso su insulso diseño al caer, los poyos de piedra no más rápidos ni lentos que las toneladas de ladrillo y madera. La mano derecha de la máitera Menta, que todavía empuñaba el azot, había empezado a trazar el signo de adición cuando Gamo la agarró por detrás y se la llevó a la carrera.