La estancia en el castillo, más de cerca
El conjunto de lo narrado, por la naturaleza de sus materiales y por el modo de su disposición, puede dividirse en dos secciones: desde el encuentro de don Quijote con la bella cazadora hasta el final del viaje en Clavileño (capítulo LXI), la primera; la segunda, desde el LXII hasta la marcha de los personajes. La narración, en la primera, es lineal y casi siempre unitaria; la segunda, si lineal, se bifurca más ampliamente, pues en ella alternan los sucesos que protagoniza don Quijote en el castillo con los de la llegada de Sancho a la ínsula, sus desventuras, el fin de su gobierno y el regreso, a partir del cual la narración recobra la unidad y sigue manteniendo la linealidad. La materia de la primera procede de los libros de caballerías y de las anteriores aventuras del caballero, y su modo de manifestación es espectacular, teatral: la iniciativa es de los duques, a los que se transfieren, por usucapción, los «poderes» de don Quijote, puesto que son ellos quienes crean apariencias y trasmudan realidades; en la segunda, por lo que al caballero respecta, la iniciativa se desplaza a Altisidora y a la dueña doña Rodríguez. Los sucesos de esta segunda sección, sean reales o fingidos, prescinden de la tramoya y se desenvuelven en trámites ordinarios, salvo al final, con el frustrado duelo con Tosilos, que cierra la sección.
Consta la primera de una «introducción», propuesta como real, y que comienza con una escena de reconocimiento; su novedad argumental más importante es el propósito logrado de los duques de destacar el protagonismo de Sancho, que llega a suplantar a don Quijote en interés y espacio narrativo; primero, durante la cacería nocturna, de la que es objeto o víctima, no sólo por el incidente de la encina, sino porque de ella se deriva su colaboración en el desencantamiento de Dulcinea. La aparición de la Trifaldi le sitúa aparentemente en segundo término, ya que recobra la primacía durante y después del viaje de Clavileño. No hay ningún momento en que esté por debajo de don Quijote: cuando no le supera, se mantiene en pie de igualdad. Es algo que vale la pena tener en cuenta, sin buscarle otra explicación que ésta: como «personaje capaz» de suscitar un interés novelesco, Sancho Panza está ya a la altura de don Quijote; los duques al montar la tramoya, y el narrador al relatarlo, son instrumentos de un propósito estrictamente novelesco del autor, detrás del cual no hay que buscar razones extraliterarias de ninguna índole.
No hace mucho espacio que se ha insinuado que Sancho, en estas páginas, en este momento, se convierte en burlador, y la prueba se halla no sólo en sus mentiras, sino en el desenfado con que miente y con que responde a su amo y a los duques. Da la impresión de hallarse al cabo de la calle, de no creer una palabra de cuanto sucede y de tomar la broma a broma. Hay ocasiones en que el narrador parece tan engañado como los duques; pero en una de ellas se le escapa (o deja deslizarse adrede) una frase reveladora:
«Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote; en Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la Cueva de Montesinos» (Capítulo XXXIV).
Hasta ahora, todos han aceptado (los personajes y el lector) que Sancho, en su ingenuidad, había creído que efectivamente Dulcinea estaba encantada, y que él se había equivocado al pensar que engañaba a don Quijote; ahora se ve que no es así. Por lo que al caballero respecta, el narrador sigue manteniendo la duda de si lo que contó de la cueva era o no invención suya, pero esta vez, transferida al propio inventor, «que ignora la información» suministrada por Sancho a los duques y se asombra de que reaparezca su invención movida por mano ajena. El efecto es, pues, una carambola: quieren hacer creer a Sancho que el encantamiento es cierto, y lo que consiguen es que don Quijote dude de sí mismo. La información acerca de Sancho no autoriza a vacilar: el empecinamiento de los demás le causa admiración, pero no por eso deja de creer que Dulcinea está encantada por su voluntad y no por manos o conjuros de encantadores. Luego no se le oculta la falsedad de todo lo que está presenciando y va a presenciar. ¿Hay, pues, que concluir que Sancho, como su amo, es un farsante excelente? ¿Que se ha dado cuenta del juego y que sigue jugando cuando gana, pero no cuando hay amenazas de pérdida? ¿Por qué remolonea cuando le invitan a cabalgar en Clavileño? Hay derecho a pensar que sabe o sospecha de qué se trata por su conducta anterior y posterior; por la anterior, ya que teme salir malparado de la burla; por la posterior, ya que, no siendo mayor el golpe, la situación le permite reírse de todos, su amo incluido. La famosa y discutida frase de don Quijote, al final de la aventura, la frase pronunciada al oído y sin testigos, de farsante a farsante, cobra aquí su sentido cabal:
«Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la Cueva de Montesinos, y no digo más».
¿Para qué, si con eso basta? Si quieres, Sancho, que yo respete tu papel, no intentes destruir el mío. Adviértase que don Quijote, al hablarle de ese modo, «se pone solemne»: es una de las escasas ocasiones en que abandona el tuteo y le trata de «vos», como a un igual.
La farsa del bosque tiene su precedente y justificación en el encantamiento de Dulcinea; la de Trifaldi barbuda es repetición, en su esquema, de la de Dorotea–Micomicona, salvo la distinta finalidad: falsa mujer desgraciada a causa de encantadores, que reclama la ayuda del caballero. Más rica que la otra en elementos grotescos, aunque quizá no en revelaciones, ya que el bonete grasiento a la aventura de Dorotea–Micomicona pertenece. «Clavileño» es un buen ejemplo de utilización paródica de elementos caballerescos tradicionales, y redondea, de manera inesperada, la aventura. El carácter paródico es común a las tres. Pero importa insistir en la de la Trifaldi en cuanto su paralelismo con la de Micomicona es evidente, y, sobre todo, en la posición y sentido del viaje aéreo: que ocupa el mismo lugar que la batalla con los cueros de vino (donde, prácticamente, la aventura de Micomicona remata), pero en sentido positivo, si bien en aquélla la iniciativa partió de don Quijote, y en ésta, el caballero es sujeto paciente. Diríase que toda la invención de los duques busca precedentes en la primera parte, no sólo en cuanto a las historias, sino también en lo que a las estructuras afecta. Los nombres burlescos que Trifaldi enuncia (Maguncia, Antonomasia, Malambruno, y el suyo propio) son paralelos, en cierto modo, a los inventados por don Quijote, aunque obtenidos por otros procedimientos lingüísticos: Maguncia y Antonomasia, por desplazamiento de significado; Trifaldi, por juego de palabras; en cuanto a Malambruno, parece deformación y contaminación; quizá de Mambrino y Bruno con la cooperación de «malo». Y si se recuerda que la gran cabalgata nocturna continúa el tema de Montesinos, se puede asegurar que, pese a la apariencia de aventuras independientes las unas de las otras, el Quijote oculta un entramado de relaciones temáticas y argumentales bastante más complejo y «pensado» de lo que a primera vista parece. Las que se acaban de citar no son más que una muestra.
El protagonismo de Sancho, que le sitúa en pie de igualdad con don Quijote, cuando no a éste en segundo término, hace recordar que, también en la primera parte, en los capítulos de la venta, don Quijote pierde importancia argumental. Dichos acontecimientos están situados, en la primera parte, a la misma altura de la narración que éstos de la segunda. También en este sentido asoma el paralelismo. El protagonismo de Sancho se presenta como obra de los duques, que insisten, al parecer, en reírse de él más que de don Quijote, y que disponen de razones de peso para obligarle a hacer lo que él no quiere: o acepta el compromiso de los azotes, o no habrá ínsula; o cabalga en Clavileño, o no será gobernador. El modo de favorecer e incluso de suscitar la sinceridad de Sancho es dialéctico: la respuesta de Sancho entera al lector de su verdadera opinión sobre don Quijote y sus verdaderos sentimientos: nunca con tanta claridad llama a su amo loco y mentecato, ni nunca con tan elocuentes palabras declara el afecto que por él siente. Del mismo modo expresa don Quijote su opinión sincera acerca del escudero, aunque movido no por razones o invitaciones, sino por las situaciones que Sancho provoca y que el caballero cree necesario explicar hasta la impertinencia. Sancho le deja constantemente en ridículo, y él se disculpa: síntoma claro de su inseguridad[44]. Resalta en este sector de la novela el contraste de las conductas respectivas más que en otros lugares: el desparpajo de Sancho, moviéndose en el castillo como Perico por su casa, y los melindres de don Quijote, que son, como se verá más por lo extenso, los que de verdad le hacen ridículo. Don Quijote, desplazado de su ambiente, tiene sus puntos y ribetes de esnob, y su gravedad y ceremonia resultan afectadas. De hecho, se deduce, frenado por prejuicios que Sancho ignora o que le tienen sin cuidado, y puede, pues, moverse con entera libertad. Don Quijote tiene la timidez del provinciano. Es un dato de la realidad, del que los duques no saben sacar partido, pero sí el autor. Las relaciones con Altisidora lo muestran, pues, aunque la razón real de la repulsa de don Quijote sea la que se ha dicho, las «formas» en que se manifiesta ponen al descubierto su falta de naturalidad y, en cierto modo, su pedantería. Las «coplas» que le canta a la vihuela resaltan por su insufrible y cómica intención pedagógica. Se ha dicho en otro lugar de este ensayo, que don Quijote, para andar por el mundo, necesita de la experiencia de Alonso Quijano, y aquí se ve cuan escasa y, sobre todo, cuan pueblerina es en materia de relaciones sociales. En este sector de la novela, Alonso Quijano sale de su escondrijo y desborda a don Quijote, que debería portarse con la galantería de un caballero andante, no con la torpeza de un paleto. La situación saca a luz un modo de ser oculto y lo pone de relieve. Al hacerlo, el autor, como ya se indicó, se aprovecha para mostrar el punto flaco de don Quijote, para pergeñar una serie de acontecimientos en que la comicidad no viene de accidentes externos o de catástrofes a lo Chaplín de la primera época, como la caída del caballo al llegar junto a los duques, sino de la persona misma del caballero. El narrador no olvida ningún detalle a este respecto, de modo que se asiste a la envanecida satisfacción de don Quijote al sentirse adorado, y al temor ridículo de que la adoración pase de las canciones a las obras:
«… para dar a entender que allí estaba, dio un fingido estornudo (…) ¡Que tenga de ser tan desdichado caballero andante que no ha de haber doncella que me mire que de mí no se enamore! ¡Que tenga de ser tan corta de ventura la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de la incomparable firmeza mía!».
En este «incomparable» monólogo —su interlocutor habitual se ha marchado ya a su ínsula—, ¿a quién habla don Quijote? ¿A quién pretende engañar? Porque él sabe que Dulcinea «no existe y que no la ama». ¿Es él mismo el objeto de su engaño, el espectador de su ficción? La respuesta no es fácil, y conviene maldecir aquí al autor y al narrador (o quizá sólo a este último), que así embarullan al lector curioso. Pero lo que queda fuera de toda duda es la continuada ridiculez del caballero y la irremediable comicidad de su situación. Ante Maritornes tuvo, al menos, un movimiento de virilidad. Si no fuese por sus últimas consecuencias, que apesadumbraron a los mismos duques, uno siente que «el temeroso espanto cencerril y gatuno» se lo tiene bien ganado.
De otra manera que en la primera parte de esta secuencia ducal, don Quijote se desquijotiza, da un salto atrás y se comporta como pudiera hacerlo el mismo Alonso Quijano. Pero si buena parte de lo que le acontece y, sobre todo de lo que hace, tiene su causa en su miedo a lo real —y lo real aquí es el cuerpo de una mujer—, por ese delgado hilo mantiene la relación con su personalidad, puede volver a sí mismo y salvarse. Lo hace con ocasión del duelo con el lacayo Tosilos, por lamentables que sean sus trámites y resultados.
Cuando don Quijote llega al castillo de los duques, el narrador tiene buen cuidado de informar de que
«aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante y no fantástico, viéndose tratar del mismo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos».
Es, por lo pronto, una convicción refleja, una creencia que se asienta en la fe de los demás; pero ¿puede tenerse por falaz la información del narrador y entenderla limitadamente, como que «por primera vez creyó que los demás lo tomaban por caballero verdadero y no fantástico»? Deducir que, hasta entonces, «sabía que no era caballero», viene por su propio peso, y no es discutible. Lo es, en cambio (el texto es el texto, y perdón por la tautología), mantener que ni aun así lo creyó, si bien para su conducta bastaba que lo creyeran los demás. De un modo u otro, en esa frase del narrador se encierra la desquijotización transitoria de don Quijote, que lo es mientras sabe que no es caballero andante de verdad, y en el momento mismo en que se cree caballero de verdad deja de ser don Quijote, porque la esencia de don Quijote en cuanto a su «ser», no a su conducta, consiste en «aparecer» como caballero real y «en serlo» fantástico a sabiendas. Creer de verdad lo que el narrador afirma que creyó, es ni más ni menos que una dimisión (transitoria, ya se ha dicho) de sí mismo. Parece inferirse del pesar que le lleva a despedirse de los duques y volver a la vida aventurera:
«… imaginaba la falta que su persona hacía en dejarse estar encerrado y perezoso (…) y parecíale que había de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad y encerramiento».
En tal contexto, «falta» significa «pecado» y no «carencia» o «ausencia»; está claro. No es que «haga falta a los demás», sino que «comete una falta» contra sí mismo. De todas suertes, la frase aislada o en su contexto constituye un escollo difícil de salvar para cualquier interpretación. Su contundencia, la precisión de sus conceptos, no dejan lugar a escapatorias más o menos vagas o divagantes. Dice tajantemente que, hasta entonces, don Quijote se había creído caballero fantástico (es decir, que tenía correcta conciencia de sí mismo), y que empezó a creerse verdadero (es decir, que adquirió una conciencia errónea) a causa de la conducta de los demás. ¿Hasta qué punto es esto verosímil si lo juzgamos, no con criterios objetivos de verosimilitud, sino en función de las verosimilitudes internas de la novela? ¿Habrá que acudir al subterfugio de la locura transitoria o conformarse con aproximaciones? ¿O bien poner la frase en relación con el hecho de haberse publicado la primera parte, lo que confiere a don Quijote el título público de caballero andante para los demás, aunque no para él hasta este mismo momento, en que una situación objetiva le convence de que es lo que parece? ¿Querrá decir que, ante tanta caballería y ceremonia, don Quijote se dejó ir, se dejó engañar hasta engañarse a sí mismo? ¿O será simplemente esta frase un elemento más del juego, lanzada por las buenas por el narrador para que el lector aumente sus confusiones y no encuentre salida? Porque es indudable que, durante la estancia en el castillo, hay ocasiones en que don Quijote da muestras de estar al cabo de la calle, de tener conciencia de la verdad de cuanto le rodea y sucede, y otras en que parece lo contrario. Sin el escollo de esta frase, esta larga secuencia narrativa podría muy bien interpretarse como que a don Quijote le agrada la situación, le hace feliz, y la aprovecha, aunque también la sufra, hasta que al final se desengaña porque descubre o sospecha sus entresijos. Pero la frase está ahí para reducirlo todo a conjeturas.