¿Tiene don Quijote una visión correcta de la realidad? La opinión canónica asegura que no, si bien admite que, en ciertos casos, la relación de don Quijote con la realidad es normal. Toda vez que el nombre del caballero suele venir —en el texto— acompañado del adjetivo «loco», que actúa casi con función de epíteto al mismo tiempo que de fórmula invariable (aunque las palabras con las que se expresa no sean siempre las mismas, así como quien las profiere), la opinión corriente lo admite y da por sentado. En consecuencia, dotado de tal marbete, la figura del caballero se convierte, sin más, en tema de investigación psiquiátrica, y los profesionales de la insania, a la vista de los datos suministrados por el texto (por todo el texto o por parte de él; no hace, de momento al caso), decretan que don Quijote está afectado por tal enfermedad mental, etc.
Nadie duda que los médicos tengan derecho a juzgar desde su punto de vista a un personaje de novela, a condición de que se reconozca al crítico literario un derecho idéntico a juzgar como piezas poéticas, v. gr., la obra entera de Freud. El estupor ante tal osadía sería general, y, en consecuencia, descalificado el crítico, al menos como hombre en su sano juicio. Pero ¿no existe por parte de los médicos extralimitación semejante al entretenerse en una figura poética como «caso clínico»? Adviértase que no se trata aquí de «los autores», sino a «sus figuras». Cuando Freud toma por su cuenta y somete a su análisis la obra literaria de Dostoiewski o de Shakespeare, o la pictórica de Leonardo, lo que busca su estilete es el corazón y la mente «del autor» a través de sus manifestaciones «consideradas como síntomas»; pero esto, por muy científico que sea, «no añade nada a la literatura», sino todo lo más a la biografía de los literatos. La «figura poética», en sí, es otra cosa. Para que una figura pudiese, sin extralimitaciones, servir de material a un psicoanalista, sería menester que la tal fuese reflejo fiel de lo real, como lo es o debe ser un informe clínico, lo cual no suele acontecer, unas veces por exceso, otras por defecto, y, las más, por variaciones estructurales. La figura poética llamada «personaje» es necesariamente «similar» a un hombre, pero no «idéntica». Y, con frecuencia, si se aplican al personaje los modos de investigación propios del hombre, lo que suele descubrir es «alguna que otra incoherencia» que estorba la recta interpretación o la trastorna por entero y que, con frecuencia, obliga al analista a «prescindir de datos» que, para el crítico, constituyen el personaje con el mismo derecho que los otros. Don Quijote es una de estas figuras. Para entenderlos cabalmente, o sea, para que coincidan con un patrón o modelo objetivo sacado de la ciencia médica, es menester previo abstraer de su totalidad elementos que embarazan o impiden la coincidencia entre la figura y el modelo (que sería, por ejemplo, la imagen abstracta del paranoico). Uno de ellos, el más importante, es «la conciencia de don Quijote», la que tiene «en todo momento» de la realidad en que se mueve. Porque, de aceptar tal conciencia, la definición de paranoico queda inservible. No se pretende sacar, sin más, la consecuencia de que don Quijote no sea un loco; lo cual, por otra parte, sólo interesa a quienes proyectan aplicarle inmediatamente adjetivos que lo sacan de su contexto literario, como «sublime» o «peligroso»; pero se suplica que se admita, no ya la posibilidad, sino la realidad de un escritor que, al inventar un loco, lo haga sin tener en cuenta las conclusiones de la ciencia. O, dicho de otra manera, que le invente una locura original e irreductible a modelos. De lo cual tampoco puede inferirse, sin más, la creencia de que don Quijote padezca una de esas locuras imaginarias o caprichosas; pero sí que, de ser un loco, tal y no otra sería su definición.
Acéptese, sin embargo, como hipótesis de trabajo, que don Quijote es un loco, de acuerdo con lo que el narrador y otros personajes dicen en toda ocasión, y que la piedra de toque de su locura es su confusión ante lo real, su visión incorrecta del mundo en que vive. Toma los molinos por gigantes y las ventas por castillos, etc. Y quede, de momento, la cosa aquí. Si bien no deja de ser oportuno traer a colación cierto texto de Ortega acerca del «realismo psicológico» de los personajes de Dostoiewski, o, con más exactitud, de su irrealismo: afirmación orteguiana que se acepta aquí y que sirve de base a alguna de las anteriores. Dicha con otras palabras, puede formularse así: la psicología de un personaje no tiene por qué ser real; basta que sea «convincente», y esta capacidad de convicción no se obtiene copiando o imitando lo real, sino poniendo en juego medios estrictamente literarios que cobran su sentido en el contexto total de la novela y del personaje.