La elaboración del personaje
Llamando don Quijote al personaje de que se trata, se ha incurrido en anticipación. Ese nombre no le cuadra todavía. Se empieza por no saber cuál es el suyo, el de pila y registro, a ciencia cierta. El narrador carece de informes fidedignos, y de los que propone, Quixada o Quesada, no está tampoco seguro. Un poco más adelante, una figura episódica informará de que el nombre verdadero y cabal es Alonso Quijano, cuyo sobrenombre de Bueno se conocerá más adelante todavía.
Este Alonso Quijano es un hidalgüelo manchego que se pasa las horas leyendo y que un buen día decide hacerse caballero andante. Si una operación así se cuenta de cualquier vecino o prójimo, una vez conocida y reída, engendra un inmediato desinterés, a menos que el que la cuenta lo haga con un arte tal que, en virtud de su magia, quede sujeta y cautiva la atención. Ya se ha dicho que el narrador la posee: es la que obliga a seguir leyendo, incluso a leer con más cuidado que el corriente.
En la mitad final del capítulo primero se informa de las «prevenciones» tomadas por el personaje para llevar a cabo su metamorfosis: indispensables, lógicas y perfectamente razonables. Es razonable que, para «ser otro», se empiece por parecerlo, se empiece por lo más aparente, por el traje. Y como lo que el hidalgo quiere es ser caballero andante y como la apariencia de los caballeros andantes se manifiesta en el porte de ciertas armas, Alonso Quijano se las procura, y ya está. Pero no, no está todavía. No solo el hábito hace al monje. El caballero andante requiere también, según los cánones, «un» nombre, «un» caballo y «una» amada. Alonso Quijano también se los procura, pero el modo como lo hace vale la pena de ser considerado con algún detenimiento. Tiene un rocín en su casa (se puede imaginar como uno de esos jamelgos que entristecen las plazas de toros), no muy apto, se ve a simple vista, para el oficio militar; entonces, lo «transforma poniéndole un nombre». El párrafo en que esta operación se narra hace sospechar que el operador está convencido de que el «cambio de nombre» implica un cambio de cualidades, un cambio incluso esencial. ¡La virtud mágica de la palabra![21]. Y como también busca uno para sí mismo e incluso para la mujer que va a ser dama de sus pensamientos, y como de esta operación nominativa las personas respectivas resultan tan cambiadas como el propio jamelgo, hay que preguntarse por las potencias que el hidalgo pone en juego. Las cuales no son tan mágicas ni tan nuevas como a primera vista parece, sino antiguas como el lenguaje organizado mismo. Procédase por orden: si el que «antes» era «rocín» se llama ahora «Rocinante», ¿qué ha pasado aquí? Pura y simplemente que Alonso Quijano «ha jugado con las palabras», se ha valido de un juego de palabras, de un retruécano, figura retórica harto conocida y usual. En virtud de ella, el jamelgo se transforma. Resulta que Alonso Quijano opera como los niños y los poetas. ¿Por esta sola vez? Su propio nombre, don Quijote, se obtiene por medios similares, aunque algo más complejos. Por lo pronto, porque entre «Quijada» o «Quijano», apellido del personaje, y «Quijote», pieza del arnés, hay unas letras comunes, cuatro: son la base fonética de una semejanza. Al mismo tiempo, el «Quijote» va a ser una parte de un todo, del futuro caballero andante. Es usual dar al todo el nombre de la parte. ¿Por qué no lanza, peto o espaldar, que también son piezas de la armadura y partes del todo? Porque carece del nexo de semejanza establecido por las cuatro letras. Se puede entonces concluir que el nombre de Quijote está elegido en virtud de una semejanza (metáfora) y de una relación de parte a todo (sinécdoque). Apurando el análisis, podría llegarse incluso al establecimiento de una relación de contigüidad metonímica entre la pieza del arnés y el que la lleva. Y, en ese caso, también es lícito afirmar que Alonso Quijano se vale de los recursos fundamentales de la retórica, los tropos, para inventar su nombre de guerra. Todo lo cual tendría una importancia secundaria si fuese accidental o casual, «si no se reiterase». Pero se confía en mostrar que no es así. Por lo pronto el nombre de su dama aparece después de una manipulación verbal muy parecida. La mujer real se llama Aldonza. Este nombre tiene en común con el adjetivo «dulce» unas cuantas letras, se parece a él en virtud de ellas. Son la d, la l y la z. En algunas de sus derivaciones, la e postónica del adjetivo se muda, al hacerse tónica, en i: dulcísimo, por ejemplo. La dulzura es una característica de la amada ideal: ¿por qué no hacerla entrar en su nombre, si una «semejanza de sonidos» lo propicia?, «Dulcinea». En la base de esta metamorfosis se halla, como en la de Quijano en Quijote, una semejanza de sonidos, de la que resulta una nueva metáfora. Esto, sin embargo, no basta para llegar a ninguna conclusión, ni siquiera provisional. La operación completa por la cual el hidalgo se transforma en caballero andante acontece en varios planos, si bien sea el primero el lingüístico. El narrador no ahorra detalles, y él sabrá por qué. Las varias operaciones que relata participan al mismo tiempo de la imaginación y de la voluntad: ésta sigue normalmente a aquélla y la realiza, aunque a veces, los trámites sean de intrincada elaboración. Lo que el narrador va diciendo es que el personaje tiene «una idea» y que hace lo posible por llevarla a cabo con los medios a su alcance. Pero esta idea no es creación suya, ni siquiera la ha formado con retazos de experiencias, sino que es más bien y enteramente un «reflejo» de sus lecturas: de las muchas figuras de caballero que ha conocido imaginativamente, ha extraído (ya se ha hecho referencia a ello) una «imagen abstracta», muy general, conveniente a todos los caballeros habidos y también a cuantos pueda haber. A esto se llama un «arquetipo», aunque ahora se prefiera el nombre de «modelo»: son compatibles. (Se da la circunstancia de que las condiciones morales constitutivas del arquetipo coinciden con las del sujeto concreto, Alonso Quijano, ¿será por esto por lo que se decide a asumir esta condición, o, al menos, será uno de los factores que colaboran en la elección?). La operación práctica de hacerse con unas armas, la lingüística de dar nombre al caballo, a la dama y al personaje mismo, la complementaria de inventarse la dama y el amor por ella, son trámites del proceso. El cual, no hay más que verlo, se parece tanto al de inventar un personaje literario que coincide enteramente con él. Si bien también sea cierto el parecido con la invención de un disfraz. Ahora bien: personaje literario y disfraz coinciden sólo en el «personaje teatral». El autor de la novela, por medio del narrador, inventa un personaje, Alonso Quijano, quien, a su vez, inventa a don Quijote, y disfrazado de éste, sale al campo en busca de aventuras. La relación entre él, Alonso Quijano, y el personaje, don Quijote, es semejante, en parte, a la que existe en el teatro entre personaje y actor. Pero, «sólo semejante», y en modo alguno igual, idéntica. El ligero error, quizá solo la exageración de Van Doren[22], obedece a no haber tenido en cuenta suficientemente este matiz. El hombre Alonso Quijano es el soporte indispensable de la figura o personaje literario don Quijote de la Mancha. Se objetará que él «cree ser» don Quijote y «cree ser» caballero andante, pero esto no está nada claro: la duda se infiere por lo pronto de esta frase, elegida entre otras semejantes por lo precisa y afirmativa, que se toma de la segunda parte de la novela, capítulo XXXI: «aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero y no fantástico». Lo cual quiere decir que antes no lo había creído. Las relaciones internas de esta compleja entidad personal no quedan, sin embargo, agotadas en lo dicho. Sin entrar en psicologías, menos aún en patologías, acaso puedan ser explanadas de la manera que sigue: un hombre entrado en años siente la necesidad de entregarse a la acción, cosa que en su ámbito real y con su nombre y apellidos no le resulta fácil, no sólo porque el tipo de acción elegida viene ya excluido de su contexto histórico y social, sino porque su edad y condición se lo vedan. La acción elegida, a tenor de sus informaciones, requiere un sistema de condiciones nada simple, que va de las meramente personales a las objetivas: sólo cierto tipo de hombres en cierto tipo de mundo (que quizás no haya existido nunca) puede llevarlas a cabo. Alonso Quijano se ve, pues, en la necesidad de «crear tal hombre» y «tal mundo»; lo que el narrador cuenta en el primer capítulo es sólo la primera parte, que se ha definido aquí como transmutación, pero también como disfraz; dotado de nombre, traje y situación idóneas, Alonso Quijano puede hacer lo que desea (en complicidad, acaso, con el estatuto normal del loco, por el que se le va a tener, y él lo sabe). De lo que se deduce el «carácter instrumental» de la máscara completa: nombre, traje y situación. Don Quijote de la Mancha es el «instrumento» de que se vale Alonso Quijano para sus fines. Pero, si se altera la perspectiva, si, —como hace pocas líneas— se ve el proceso desde Don Quijote, personaje, máscara, entonces, para que pueda ser posible, necesita, como se dijo, el actor que la soporte, y, así, el actor (Alonso Quijano) es el «instrumento» del personaje. Hay, pues, un doble juego de instrumentalidad que no se verifica en el teatro, que no pertenece a la estructura de la representación teatral: sin don Quijote, Alonso Quijano no puede ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban: sin el soporte físico de Alonso Quijano, don Quijote, como decisión y como acción, queda en mero fantasma imaginario.
Pero hay más. Alonso Quijano tiene una personalidad moral latente o, como se dice ahora, no realizada. Cuando, más adelante, se entera el lector de que lleva de sobrenombre «el Bueno», tiene ya elementos para una definición. Sin la «bondad», su necesidad de acción hubiera elegido otros derroteros; se hubiera dedicado, por ejemplo, al bandidaje, tan activo como la caballería andante y en modo alguno anacrónico, pero de signo moral contrario[23]. Al proponerse llevar a cabo acciones buenas, su personaje, su instrumento, tiene que recibir de él, de Alonso Quijano, intacta, la personalidad moral. Y la recibe. Pero un personaje así concebido no puede andar por el mundo sin una experiencia humana. Carece de pasado —al revés que los personajes literarios—, y, por ende, de experiencia: Alonso Quijano le presta la suya, que es como prestarle su voz. O, dicho de otra manera: el personaje asume enteramente al hombre que lo ha creado, porque lo necesita para andar por el mundo como tal personaje; con lo cual Quijano deja de ser actor. Don Quijote es igual a Alonso Quijano más la máscara…, pero sólo en el momento de la asunción. Porque al comenzar la acción del personaje, todo lo que se hace y dice pertenece ya a don Quijote, no a Quijano. (Sólo siendo así puede el protagonista «renunciar al personaje» y a todo lo que el personaje significa, como lo hace al final de la historia. Renuncia que, por otra parte, no está muy clara; no lo está, sobre todo, si se considera como recuperación de la cordura).
Las aventuras de don Quijote son, por tanto, una representación (usada la palabra en su sentido teatral, haciendo «representar» sinónimo de jouer y de to play). El narrador lo sabe y «lo dice»: he aquí el primer texto en que queda claro y explícito:
Viendo, pues, que en efecto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trujóle su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del Marqués de Mantua cuando Carloto lo dejó herido a la montiña. (…) Esta, pues, le pareció que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así, con muestra de grandes sentimientos, se comenzó a volcar por tierra y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del bosque.
Hablar de delirio a propósito de los hechos contados en este párrafo y de la situación descrita es salirse por la tangente. Tampoco vale argumentar con la falta de personalidad del protagonista a lo largo de los capítulos del Protoquijote, porque la personalidad y su estructura están ya trazados en sus líneas maestras. Más aún, esta situación y el modo de resolverla son ya típicos del personaje, y en su contextura interna se repiten, son uno de los vectores capitales de la novela. Se insiste, pues, en que el narrador lo sabía y sabía además su importancia: por eso lo dejó explícito y claro. Véanse las significaciones encerradas en el texto: «acordó acogerse a su ordinario remedio», implica dos connotaciones principales: la voluntad consciente (acordó) y el hábito (ordinario remedio), elemento éste «prospectivo», ya que por lo que se sabe hasta ahora, todavía no es «ordinario», pero lo será a lo largo de toda la narración en su primera parte. Lo cual se verá mejor si se trae a colación comparativa un episodio de significación opuesta, por ejemplo, la oreja cortada por el Vizcaíno: o no existe en los libros de caballerías nada semejante, o, de existir, don Quijote lo desconoce. Intenta incorporar a su papel el dolor de la oreja cortada, remitiéndose, por vez primera, al bálsamo de Fierabrás, pero aún no lo posee. Entonces, hasta que los cabreros se lo curan, le «duele la oreja con dolor real, personal», sin trasmutación posible (y trasmutar quiere decir aquí inserción de la situación real en lo literario). En una palabra, le duele a Alonso Quijano. Volviendo al texto citado, se deben considerar aún las expresiones «le pareció… de molde… con muestra de grandes sentimientos, se comenzó a volcar… y a decir», todo lo cual se corresponde a lo significado por los verbos más arriba traídos: «representar», jouer, to play; porque consiste en fingir acciones: «se comenzó a volcar» y a recitar un texto ajeno: el romance de Valdovinos.
Todo, hay que insistir en ello, de manera deliberada y consciente. Más adelante, cuando el vecino le socorre, asiste el lector a la sorprendente ocurrencia de una nueva metamorfosis, esta vez en el «Abencerraje» de la conocida narración anónima Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa. La respuesta del vecino inicia un nuevo vector, sistemáticamente repetido, aunque a cargo de Sancho Panza casi siempre: el que consiste en querer sacar a Don Quijote de la literatura y traerlo a la realidad. Entonces acontece la maravillosa respuesta–clave del molido don Quijote:
Yo sé quien soy… y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que todos ellos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.
Es, indudablemente, una de las frases de don Quijote más explotadas cuando se quiere averiguar su conciencia de sí mismo, de su propia identidad. No será, sin embargo, inútil interpretarla de nuevo, aunque no aislada del contexto, menos aún fragmentada. «Texto», aquí vale tanto como «situación». Don Quijote ha dicho de sí mismo que es Valdovinos y que es Abindarráez. Pedro Alonso le ha respondido que no, que es «el honrado hidalgo del señor Quijana». Por su afirmación don Quijote permanece dentro de su papel, aunque en una de sus variantes; con su respuesta, Pedro Alonso intenta sacarlo de él y devolverlo a su condición de Alonso Quijano. La respuesta, para el análisis, puede dividirse en tres partes. La primera es independiente de las otras; la tercera complementa a la segunda. Al decir «Yo sé quien soy», don Quijote, con una tautología (yo soy yo) elude la respuesta y descarta cualquier otra pregunta del mismo jaez, porque su tautología no admite réplica. «Yo sé quien soy» no quiere decir nada y quiere decirlo todo. Es una frase ambigua. El antecedente del «quién» es incierto y mudable: puede lo mismo ser «Alonso Quijano», que «Valdovinos y Abindarráez», que todos a la vez. El paralelismo de esta parte de la respuesta con la autodefinición de Jehová-Dios en el Génesis autorizaría la transferencia, a don Quijote, de tratados enteros de teología: impertinencia que, a la postre, no conduce a nada. La frase, por su posición y por su contenido, es una mera escapatoria. Pero ¿por qué? Porque Pedro Alonso, con su honesta ingenuidad, intenta desmontar el aparato imaginativo de Alonso Quijano; como se dijo antes, traerlo a la realidad desde la literatura. Es algo que va a suceder más veces a lo largo del relato y, como más adelante se explicará, lo único que puede destruir a don Quijote, «su gran peligro», del que, a juzgar por su conducta, es consciente. La situación repetida ofrece dos variantes: en una, el oponente (como es el caso de Pedro Alonso) ignora las claves que permiten interpretar a don Quijote como signo; en la otra, el oponente acepta el signo y lo interpreta, entra en el juego, pero, por alguna razón (siempre ocasional) se sale de él, «no da la réplica adecuada» y deja a don Quijote en evidencia. En ambos casos, y «siempre mediante palabras», Alonso Quijano «socorre» a su personaje; el socorro consiste en permitirle, o ayudarle a permanecer donde está, dentro del juego.
Los segmentos II y III de la respuesta están gramaticalmente organizados de modo que el primero sea «consecuencia» del segundo; pero esa ordenación de posiciones, esa «inversión», forma parte del ardid dialéctico de Alonso Quijano. La respuesta viene a decir: «Tú aseguras que no soy Valdovinos ni Abindarráez; yo te respondo que puedo ser ésos y cualesquiera otros» (primer segmento). «¿Cómo? De manera analógica o comparativa, o bien encontrándonos todos (ellos y yo) en la figura ideal del héroe, para lo cual sólo basta que todos (ellos y yo) hayamos realizados hazañas equiparables. Es así que “yo” voy a realizarlas…». Este es el contenido real de esta parte de la respuesta. Pero ¿qué sentido tiene en la situación? Solamente uno: la recuperación del papel que Pedro Alonso quiso arrebatar a Quijano diciéndole «quién es», es decir, la voluntad de mantenerse, pese a todo, dentro del juego aunque el oponente no lo acepte. Con esta respuesta, Alonso Quijano continúa la representación. Las palabras que dice a Pedro Alonso pertenecen, en realidad, a don Quijote.
Sin embargo, la cuestión no puede quedar así despachada, porque, como la palabra «actor», la de «representación» conviene de modo analógico, pero en modo alguno exacto y literal, tomada en su entera significación castellana. Visto desde fuera, Alonso Quijano «representa» a don Quijote, sí, pero en un escenario casi siempre real, lo cual introduce una novedad aplastante que confiere a la «representación» un matiz tan insólito que hace de ella un «caso único» (el protagonista, tan análogo, de Enrique IV, «representa» en un escenario falso, teatral, como representará don Quijote en el escenario falso, teatral, de la casa de los duques, «única vez» a lo largo de sus aventuras). Habría que hallar una palabra igualmente única para esta insólita situación, pero no existe, ni la inventó el autor del Quijote. Añádase lo antes dicho respecto a las relaciones internas entre el hombre real —Alonso Quijano— y el personaje de su invención, que no son, como queda indicado, las de actor-papel «por mucho que el actor viva su personaje». Ante todo, Alonso Quijano «vive» el «otro» que él mismo quisiera ser, y lo vive tan realmente que sufre en sus carnes las consecuencias. La representación se confunde con la vida. Y ¿qué palabra hay que designe esto de un modo inequívoco? El repertorio verbal hispano no ofrece más que la de «juego» que, casualmente, figura entre los significados del verbo francés jouer, lo mismo que del inglés to play. Alonso Quijano juega a ser don Quijote, y uno de los medios técnicos que «pone en juego», es la representación —despojada ahora de cualquier tipo de connotaciones, así escénicas como morales—. Se insiste, pues, quizás hasta la impertinencia, en dar el relieve necesario a este aspecto material, argumental, de la historia, que ya empieza a configurarse como la de un hombre que juega a ser otro; en principio, y al parecer, ante sí mismo, pero muy pronto ante los demás, ante testigos.
Sin entrar en psicologías, menos aún en patologías, es posible intentar una explanación del caso con la ayuda de un oportuno texto de Eugen Fink[24], que se traslada a continuación:
Les caractéres du personnage incarnés par les acteurs prédominent dans tout jeu où l’on se meut dans une auto–conception fictive, où l’on represente une «conduite irréelle» par une conduite réelle et où l’on éprouve plaisir et bonheur à se sentir transporté dans le royaume de l’«apparence». L’«apparence», cette forme instable et qui n’est rien du tout, possede la puisance mystérieuse de nous séduir, de nous élever au dessus d’une vie dominée par le souci en nous transportant dans un lieu où nous pouvons modeler la vie à notre gré sans qu’une décision nous enléve quelque possibilité que se soit. Nous vivons de la source inépuisable de l’imagination, mais cette vie spontanément créatrice qui ne rencontre aucune résistence, ne s’accomplit justement que dans la dimension peu couteuse du «comme si».
A primera vista, el texto es tan explícito y pertinente que las relaciones entre Quijano–don Quijote parecen comprendidas y explicadas por él. Y ¿quién duda que, también a primera vista, la dicotomía «conducta real–irreal» le conviene? Nada más fácil que atribuir a Quijano la «conducta real» del actor y, a don Quijote, la «irreal» del personaje. Téngase, sin embargo, en cuenta que el texto de Fink pertenece a un contexto en que se trata del juego teatral. La frase inmediatamente anterior lo dice: «Le théâtre est la forme la plus claire de cette catégorie de jeux, mais pas la seule» (Ibid.). Explica el caso del actor normal, y, en un grado más complejo, el del personaje de Enrique IV. Pero, en el Quijote, a pesar de la «apariencia», la dicotomía no se cumple, ya que la conducta de don Quijote «es también real», no sólo la de Alonso Quijano, y ya que la relación entre uno y otro, también a pesar de la apariencia, es distinta a la del actor, al menos en los siguientes aspectos: 1.°, el actor, en la mayoría de los casos, no inventa su papel, y Alonso Quijano, sí; 2.°, el personaje inventado por Alonso Quijano es una proyección imaginaria de lo que le hubiera gustado ser (según lícitas conjeturas) y, en este sentido, forma parte de él mismo; 3.°, la apariencia «don Quijote» no transcurre ni actúa en un mundo de ficción, sino en lo que el autor propone como «realidad»; sus acciones son reales: lo son las heridas del Vizcaíno del mismo modo que los magullamientos y cardenales de don Quijote; 4.°, la conducta suscitada en quienes le rodean por la acción del actor es tan ficticia como la suya; la de los personajes que se relacionan con don Quijote forma parte, en todos los casos, de las propias y personales realidades de cada uno, sin excluir el episodio de los duques, al menos en buena parte de sus aspectos. No hay, pues, dicotomía válida, sino dos planos «reales», aunque distintos, ya que uno de ellos está determinado por la «conducta real» de una «apariencia». Lo cual no es ninguna paradoja, ya que el sustantivo «apariencia» conviene sólo a las relaciones de Alonso Quijano con don Quijote, pero en modo alguno a las relaciones de esta doble entidad con el mundo y los hombres, como se acaba de ver.
Mantienen en cambio, todo su valor, referida al caso, la «inestabilidad» de las apariencias, de la que don Quijote se defiende constantemente, como se explicará con más detalle, así como su «misteriosa potencia seductora», y la no menos poderosa posibilidad de «modelar la vida a voluntad» gracias al «manantial inextinguible de la imaginación», nociones todas ellas que, ordenadas, darían una clave suficiente de la conducta de Alonso Quijano: quien, seducido por la posibilidad que la imaginación le ofrece de moldear su vida a su gusto, crea una apariencia (don Quijote) y la pone en marcha.