Segundo caso típico (primera parte, capítulo XIX)

«Yendo, pues, desta manera, la noche oscura, el escudero hambriento, y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venía hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían…».

Es la aventura del cuerpo muerto. A las lumbres, que atemorizan a Sancho y asustan a don Quijote, se añade la circunstancia de que quienes las llevan van extrañamente vestidos, «encamisados», y que acompañan a una litera «cubierta de luto», etc. La descripción objetiva que hace el narrador de la situación insiste en los detalles terroríficos y en su efecto sobre Sancho, quien «no puede identificarlos» como es su oficio (función), porque, según los datos que el narrador ofrece, «de la apariencia no se deduce la esencia». Ahora bien: las apariencias, de por sí, bastan para que el caballero las tome voluntariamente en lo que son (como tales apariencias: que las tome «en lo aparente»), porque esa «apariencia», por sí sola y haciendo caso omiso de la esencia, sirve a sus fines, ya que todo lo fantástico le pertenece. O, dicho de otra manera, basta que una realidad «parezca» fantástica para que don Quijote la haga suya en lo que tiene de extraordinaria; es decir, que actúe en función de lo que «aparece» y no de lo que «es», asimismo sin introducir factores modificantes. He aquí, pues, otro caso en que don Quijote ve correctamente la realidad, aunque aproveche lo que en ella haya de engañoso. Y es en esto precisamente en lo que se diferencia el segundo tipo del primero. La apariencia de los dos monjes benitos, así como la del coche en que vienen las damas, permiten homologar a la de los descamisados la aventura del vizcaíno en su conjunto. En este caso que se estudia, el comportamiento de Sancho es inverso al de su habitual función: es justamente todo lo contrario (pertenece, pues, al mismo eje semántico). No así en el tropiezo con los monjes, o en la ganancia del yelmo de Mambrino. Lo esencial de este segundo tipo es: presencia de una realidad cuya apariencia enmascara de algún modo la esencia y acción de don Quijote como respuesta a lo aparente.

De estas aventuras en que don Quijote responde a una apariencia, como si fuera realidad, hay algunas que merecen consideración especial. Son, en la primera parte, las de Dorotea-Micomicona y todo el conjunto que rodea al encantamiento final: en la segunda, las dos apariciones de Sansón Carrasco (como caballero de los Espejos y como caballero de la Blanca Luna) y toda la tramoya de la casa de los duques. Por lo pronto, se trata de apariencias voluntariamente creadas como tales, y no azarosas, como las anteriores. Esto ya de por sí bastaría para formar con ellas un nuevo grupo. Pero lo que las diferencia sustancialmente de las anteriores es la conciencia que don Quijote tiene, no sólo de la apariencia, sino de la realidad que ésta esconde. Después de la lectura del capítulo de este ensayo titulado «La conciencia del caballero», se verán las razones en que se asienta esta tesis.

Añádase, si se desea, a las citadas, el conjunto de la recepción en Barcelona a don Quijote, si bien durante su estancia en la ciudad de los Condes se mezclan las de varias cataduras. No todo en ella es farsa y tramoya, como se recordará.