Los medios y los fines del personaje: donde se aplica el concepto del bien apetecido
La finalidad de lo acometido y realizado por Alonso Quijano pertenece, acaso, al orden de la realización personal, que tiene un lado ético y otro ontológico. Alonso Quijano quiere «ser otro» y hace lo que puede por conseguirlo; entre esto «que puede», figura «el bien» al modo caballeresco. Los mencionados órdenes quedan, pues, discernidos, y no hay más que hablar. Pero ¿se puede decir otro tanto de don Quijote, de «ese otro» que Alonso Quijano quiere ser y es? La cuestión no es tan baladí como parece, ni consiste en un nuevo juego de palabras, ni es la mitad de un pelo partida en dos: su propuesta y su respuesta quizá permitan dilucidar un elemento estructural básico de la narración, primordial en la primera parte y con graves repercusiones, de idéntica primordialidad, en la segunda.
Se acaba de decir que Alonso Quijano, para realizar su personalidad latente, inventa a don Quijote, se vale de él como instrumento; y que, una vez inventado el personaje, Alonso Quijano y sus fines desaparecen asumidos por don Quijote y subsumidos en él. Asimismo se ha dicho que, para don Quijote, Alonso Quijano tiene también valor instrumental, puesto que se sirve de él para «ser», y porque sin él «no puede ser». Finalmente se ha recordado que don Quijote se incorpora la personalidad moral de Quijano, la hace suya. ¿También sus fines? ¿Es el propósito de don Quijote realizarse? No lo parece, ya que, en cuanto personaje o máscara, la invención supone la realización, que acaso sean una y la misma cosa. Visto de otra manera, resulta que, como don Quijote fracasa, no se realiza, es un frustrado, y esto suele afirmarse, con olvido de lo que el personaje dice alguna vez y de todo lo que afirma de sí mismo. Porque don Quijote se realiza lo mismo en la aventura que en la derrota. No va detrás del éxito, no lo requiere para ser lo que es. En cualquier caso, y manteniéndose en ese punto de vista (que no es el que aquí se asume, aunque no se le niegue legitimidad), don Quijote es «ánimo y esfuerzo», no necesariamente «victoria».
Los tiros van por otro lado; el autor lo quiso así al concebir la novela, y el narrador, a este respecto, no falta al compromiso de fidelidad, si bien las secuencias informativas en que lo manifiesta sean de las «conjeturales», por cuanto consisten en un monólogo interior (sin influencia, esto es obvio, de Dujardin, y es lástima), cuya última responsabilidad habrá que atribuir a las «fuentes». ¿Lo hace esto sospechoso? No, ya que se ha dicho, o se piensa decir, que si se descarga la novela de los materiales de este orden hipotético, queda en un insulso esqueleto, desaparece la novela. Hay, pues, que aceptarlo como materia constitutiva con iguales derechos a ser tomada en cuenta que cualesquiera otras, y esto sólo porque se trata de una «ficción» y no de una «historia». La conjetura, la hipótesis, son ingredientes del juego ficticio.
La alusión apunta, como acaso se habrá adivinado, al capítulo segundo de la primera parte, al momento en que don Quijote empieza a vivir, como tal, o, si se quiere, a representar, provisto de su instrumental más o menos auténtico y completo: «… una mañana antes del día (…) se armó de todas sus armas (…) salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo». Son palabras del narrador, pertenecientes al sistema informativo. ¿Será lícito detenerse en ellas por el hecho de incluir una expresión —«su buen deseo»— por el que se puede averiguar cuál es el fin de don Quijote, cuál «es su bien apetecido»? Pero lo que inmediatamente se colige es que ha dado principio, y no «fin», a su buen deseo, a «su bien apetecido». Y si lo que ha comenzado —lo que acaba de comenzar y le alegra— es su carrera de caballero andante, ¿habrá que detenerse ya y ver en ello, en ser caballero andante, el perseguido bien? Quizás, sí. Pero «serlo» implica también nuevos fines —nuevos bienes apetecidos— que el narrador, al informar de lo que don Quijote va pensando, comunica. Recuérdese la página: hasta un cierto momento, el narrador refiere: a partir de él, presenta, es decir, ofrece la textualidad de lo que don Quijote va pensando, sin comentarios ni otra clase de intervenciones; y de ese texto tan íntimo y personal, se entresaca aquí algo que puede ser clave, algo que aquí se considera como tal, una de esas frases reveladoras que el narrador acostumbre a no escamotear, él, a quien tanto divierte jugar con el lector al escondite:
«Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: ¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos fechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera? (…) ¡Dichosa edad y siglo dichoso, aquel adonde salieran a la luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro! ¡Oh, tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser cronista desta peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!».
No hace muchas páginas que se ha mencionado la «gloria», una noción bastante abstracta. El narrador se ha tomado el trabajo, nunca suficientemente agradecido, de exponer las formas concretas que toma para don Quijote. Verlas expuestas en este párrafo recién transcrito, y comprender inmediatamente que ellas son el «bien apetecido», debiera bastar; pero, con ello, se perdería ocasión de hallar y expresar una fórmula quizá sólo nueva y arrogante, pero quizá valiosa. El párrafo se puede dividir en tres segmentos (téngase en cuenta que los puntos suspensivos entre paréntesis sustituyen a la imaginaria narración que don Quijote atribuye al «sabio encantador», el tan repetido «apenas había el rubicundo Apolo…» la cual, por sí sola, establece una división): todo lo anterior a los puntos suspensivos, el primer sintagma entre admiraciones, y el segundo. El primero y el tercero tratan de la misma materia: la supuesta historia escrita; el segundo ofrece otras formas de gloria: las que se logran con la colaboración de las artes plásticas. Es evidente (y podría probarse con abundantes citas de otras partes del texto) que don Quijote estima la «historia escrita» más que los mármoles y pinturas, entre otras razones porque la gloria ajena que él ha palpado por el camino de las letras le vino. Está claro, pues, que si Don Quijote, como héroe romántico (es decir, arcaico), actúa para conseguir la gloria, id est, la perseverancia en la memoria de los hombres, «al modo como» la lograron el Cid y Rolando, Amadís y Belianís (lo mismo da), el vehículo será la «historia escrita». En su caso, de esto no cabe duda, una historia de caballerías (para el lector moderno, una novela); en cualquier caso, «un libro». A lo que don Quijote aspira (lo que tiene por supremo bien apetecido, y claramente lo dice), es a ser «personaje de un libro». Lo cual, en orden a la interpretación de la figura —más adelante se verá— deja de ser la fórmula baladí, por otra parte obvia, que a primera vista parece. Conviene dar un paso más, y corregirla, o, más bien, precisarla. ¿Será el bien apetecido de don Quijote llegar a ser personaje «literario»? Pero ¿no es ya esto una exageración, no es un juego de palabras? Sin embargo, de atenerse al hecho indudable de que todo personaje histórico, en cuanto figura de una historia escrita, por ser ésta indiscutiblemente «literatura narrativa», tiene que someterse a las leyes del personaje quiéralo o no, no es ya tan exagerado, no es un simple y sofístico juego. ¿Qué más da, para la construcción del personaje, que la figura se apoye en documentos que en imaginaciones? Es preferible, sin embargo, dejar la cuestión aquí, ya que, según se acaba de indicar, se volverá a ella. Para zanjar inevitables disputas, quédese en «personaje de libro». Y adviértase que, desde la primera línea de la novela, ya «lo es», ya ha alcanzado su bien y su gloria.