El apoyo argumental de la segunda parte
La primera parte, como se ha insinuado, carece en apariencia de un motivo argumental que le dé unidad, salvo si se considera esa función como desempeñada por el cura y el barbero; en ese caso, su correlato de la segunda sería la intervención de Sansón Carrasco. La condición de «antagonistas ausentes» o, más bien, «latentes» de los unos y el otro, y la existencia en la segunda parte de un argumento «patente» que sirve de hilo conductor, generalmente visible, y, lo que es más importante, generador de hechos y situaciones, aconseja preferirlo como base unitaria del relato.
Es, por otra parte, uno de los vectores más comentados y discutidos de la novela, y tan capital en ella, que uno de sus momentos, el de arranque, sirvió para que Auerbach montase sobre él su interpretación de la obra en su conjunto. Como es sólito en los hábitos constructivos del autor, su aparición es relativamente tardía, aunque no tanto como —por ejemplo— la primera clave de la conciencia de don Quijote. Por su orden, es el segundo de la segunda parte (si se considera el del reconocimiento como primero). Y se halla en el capítulo X, si bien precedido de algunos otros hechos que lo preparan.
Ambos caminantes se dirigen declarada y voluntariamente (no es un azar) a la ciudad del Toboso,
«adonde tengo determinado de ir antes que en otra aventura me ponga, y allí tomaré la bendición y la buena licencia de la sin par Dulcinea…».
Conviene detenerse aquí unos momentos, porque la decisión de don Quijote lo merece. ¿Qué busca «realmente» don Quijote con este viaje? Porque él sabe que Dulcinea no existe, y que la presencia de Aldonza Lorenzo caso de llegar a ella, bastaría para desbaratar cualquier ficción como la suya, por bien fundamentada que estuviese. El lector que ha seguido con atención los meandros de la conducta de don Quijote y se ha percatado de sus ardides, piensa con razón que a los encantadores se les prepara una intervención de las más capitales y difíciles, ya que a ellos tendrá que acudir don Quijote para justificar, en ocasión tan solemne y decisiva, la falta de coincidencia entre su ficción y la realidad. La cual sobreviene inmediatamente en palabras de Sancho disfrazadas de recuerdos de su nunca verificada visita, pero no por eso menos ciertas:
«… tengo por dificultoso que vuestra merced pueda hablarla, ni verse con ella en parte, a lo menos, que pueda recibir su bendición, si ya no se la echa desde las bardas del corral…».
A lo que don Quijote opone, pertinaz, su habitual fantasía:
«¿Bardas de corral se te antojaron aquéllas, Sancho…? No debían de ser sino galerías, o corredores, o lonjas, o como las llaman, de ricos y reales palacios»[36].
Don Quijote parece olvidado de que, a su debido tiempo, supo la verdad de la mentira de Sancho, como sabe de sobra que la labradora Aldonza no vive en un palacio, y esta alusión al pasado, que es al mismo tiempo la recuperación de un tema fértil, descubre las raíces de lo que va a suceder y confirma un hecho al que ya se ha hecho referencia: si el autor trabaja con invenciones súbitas y no planeadas, no por eso deja de aprovecharlas, cuando son útiles, en subsiguientes invenciones. Y, así, la situación fundamental de la segunda parte tiene como base algo sucedido en la primera y aparentemente liquidado y olvidado.
«… otro día al anochecer descubrieron la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don Quijote y se le entristecieron a Sancho (…); finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche…» (Capítulo VIII, párrafo final).
Lo cual no deja de sorprender al lector. Si vislumbran la meta al anochecer, ¿qué razones hay para demorarse y llegarse a ella envueltos en tinieblas? En el diálogo que sigue entre el caballero y el escudero, no sólo se escuchan (aunque a la inversa) los ecos de aquel otro, imponderable de gracioso y eficaz, de la primera parte, sino que es claramente su consecuencia. Leído con atención, se entrevé como respuesta, por parte del amo, de la burla hecha por el criado, quien acaba confesando que jamás vio a Dulcinea; pero don Quijote afirma no creérselo. En este caso y situación, si se lo cree y lo reconoce, no hay más que retirarse y regresar al camino y a lo que el camino les depare. Pero, cada vez con más claridad, lo que don Quijote se propone es devolver la burla a Sancho: ya que me has mentido, a ver cómo sales ahora del aprieto. Sin embargo, como don Quijote no quiere, para este caso, publicidad, elige la noche, y, con ella, la soledad de dos. Quizá no deje de pensar también que, de noche, los gatos son pardos y, las mentiras, más fáciles. La burla fue entre ellos, entre ellos transcurrirá la contraburla. Es lo único que justifica la prontitud con que don Quijote acepta la invitación de Sancho a salirse del Toboso y esperar al día en cualquier escondrijo. A esta altura de la narración, se puede pensar con ciertos visos de acierto que, en la conciencia del autor, la situación empieza a dar de sí, a dilatarse y a convertirse en lo que va a ser. Pero el lector primerizo no alcanza a imaginar la inmediata etapa del desarrollo, menos aún su importancia temática como sostén argumental de la segunda parte. Si, en la primera, la genialidad poética asoma en el punto y momento en que Sancho Panza aparece a las puertas de don Quijote como candidato a su escudería, aquélla reaparece, por segunda vez, en el capítulo X. Una vez vista, parece sencillísima, casi trivial, en su procedimiento: una simple «inversión» de lo que el lector más avispado hubiera imaginado: «don Quijote tendrá que recurrir a los encantadores». Pues no es así. El que recurre es Sancho. Obligado a pechar con las consecuencias de su mentira, echa mano de los instrumentos de don Quijote y los usa por su cuenta… afirmación, una vez más, de su autonomía. Pero don Quijote —como el lector— no puede ni sospechar hasta donde llegarán el ingenio y la osadía de Sancho. Al despedirle, don Quijote repite el procedimiento usado en la primera parte: para que Sancho pueda quedar airoso le da los elementos de la respuesta. Si Sancho tiene que mentirle de todas maneras, que lo haga del modo que a don Quijote conviene. Las precauciones de don Quijote son además clarividentes: por si Sancho es incapaz de inventar el mensaje que don Quijote espera (o hace que espera), dice en su amistosa y tranquilizadora perorata:
«mira todas sus acciones y movimientos (…) que has de saber, Sancho, que entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa».
De modo que, cualesquiera que sean los «signos» traídos por la inventiva de Sancho, don Quijote, con su especial código, sabrá entenderlos e interpretarlos. Todo está previsto, menos lo que en realidad sucedió.
Ya está Dulcinea transformada. ¿Qué Dulcinea? La imaginaria, por supuesto, no la real Aldonza, que, en su ser, probablemente se parecería más a la labradora mal oliente que a la abstracción descrita, en ocasión memorable, por don Quijote. Sancho opera con el fantasma, no con el ser real. Y, lo que finge ver, es la Dulcinea imaginaria, sobre cuya inexistencia don Quijote le puso en autos. El soliloquio que esta trama prepara, además de ser un prodigio literario, muestra los puntos que calzaba la «mollera de poca sal» presentada, en la primera parte, por el narrador. Pero esto, de ser algo, puede llevar a la psicología, que no interesa. Mejor es ver la situación en «función de las funciones»: lo que hace Sancho es suplantar a don Quijote en la operación básica de transmudar la realidad. Con lo cual se engendra un desequilibrio.
La suplantación acontece también a nivel de la palabra. Con retazos de la retórica de su amo, Sancho pergeña una descripción convincente, de perfecto estilo quijotesco:
«… verá venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro. Todas son mazorcas de perlas, todas diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más diez de altos; los cabellos sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos de sol, que andan jugando con el viento, y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas (hacaneas) remendadas, que no hay más que ver».
Examinemos la respuesta de don Quijote a esta tirada: «Hacaneas, querrás decir, Sancho». ¿Es lógico pensar que, si don Quijote cree en la descripción que Sancho le hace, pare mientes en una confusión verbal —hacaneas, cananeas— y se detenga en su corrección? Se interpreta como un modo de desviar la atención de Sancho hacia un aspecto secundario de la cuestión y distraerlo de lo principal, que puede ser, cómo no, el rostro sorprendido, pero irónico, de don Quijote[37]. Ateniéndose exclusivamente a los datos transcritos por el narrador en la primera parte, y haciendo de momento caso omiso de la creencia en que don Quijote sea consciente de toda la realidad, el caballero no puede tomar en serio la descripción de Sancho, porque, dentro del mundo de don Quijote, es inverosímil. Pero puede, eso sí, aceptarla dentro de la ficción. En este momento, don Quijote no ha visto aún a las tres labradoras. Puede sospechar una continuación de la burla de la primera parte, pero nunca su contenido real. De todas maneras, va suficientemente apercibido, como buen jugador, a la respuesta de este nuevo envite de Sancho. Y, en efecto, la respuesta es la única correcta: si Sancho, con la suplantación de don Quijote, ha desequilibrado la situación y las relaciones mutuas (las funciones también, por supuesto, como se dijo), al asumir don Quijote la de Sancho, el equilibrio queda restablecido. ¿Ve Sancho «damas resplandecientes como el mismo sol a mediodía»? Pues don Quijote no verá sino «tres labradoras sobre tres borricos». Lo cual, por otra parte, responde a la previsión de Sancho:
«Cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más (…) o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que dicen que le quieren mal le habrá mudado la figura por hacerle mal y daño».
Que es lo que sucede. En la escena que sigue, Sancho resulta tan buen actor como su amo. El juego es perfecto[38] y su perfección tiene que aminorar el natural resentimiento de don Quijote, tan sensible a la belleza. Da la réplica a Sancho (y el juego queda constitutivamente aceptado) con estas palabras que lo sellan:
«Sancho, ¿qué te parece cuan mal quisto soy de encantadores?».
Estructuralmente, un nuevo juego está planteado. El que juzga a don Quijote desde una posición moral o psicológica, podrá decir que es rencoroso, y que, por mucha amistad que sienta hacia Sancho, no le perdona, ya que, en las posteriores etapas del tema, permite que se azote, le incita a hacerlo e incluso intenta una vez golpearle él mismo. Pero, si el juego ha de continuar, no puede ser de otra manera: caso bien visible en que la situación engendra el rasgo de carácter, y no viceversa. Retírense imaginativamente, del texto, no el tema hasta aquí desarrollado, sino sus consecuencias, y el rencor de don Quijote habrá desaparecido por falta de acción para manifestarse: con él, uno de los tinglados más ingeniosos y fértiles de toda la novela.