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Conversará con ella. Le dirá una vez más que no le importa si la criatura que cobra vida en la oscuridad líquida de su vientre no le pertenece. Le revelará su plan. Si él ha venido en su busca, le dirá, es porque a su lado se siente mejor persona. La secretaria ha obrado el prodigio de hacerlo sentir mejor de lo que es. Si a su lado no se sintiera mejor de lo que es no habría elaborado un plan infalible.
En la otra cuadra está el kiosco, una luz amarilla que parpadea en la base del monoblock. A medida que se acerca aumenta el volumen de la cumbia. Divisa a los muchachos y a las chicas bailando, borrachos. Ya no le asusta pasar por el kiosco, cruzar la patota.
Camina resuelto, dispuesto al combate. Le gustaría que la joven pudiera verlo, los puños cerrados, sacando pecho, el paso firme. Un gladiador, se dice. Eructos. Puteadas. El gladiador desafía las risas que se mezclan con la cumbia. Está cruzando la patota, pero nadie se fija en él. Disminuye la velocidad, camina lento, los ojos inflamados por el coraje. Choca con una chica que baila sola, pero ella ni lo registra.
Que la patota lo ignore lo sobresalta. Si no existe para los otros, tampoco su coraje existe. Si su coraje no existe, deduce, lo que está viviendo es otro de sus sueños. Lo atormenta que esta noche pueda ser otro espejismo. Al pararse frente al monoblock mira hacia arriba esperando ver luz en su ventana.
Toca al portero eléctrico: dos timbrazos cortos. No tiene respuesta. Espera. Se muerde la cutícula del índice izquierdo. De nuevo: un timbrazo más largo. Se pregunta cuánto tiempo ha transcurrido entre los dos timbrazos cortos y el timbrazo largo. Da unos pasos en círculo. Tendría que haber tomado el tiempo. Cuenta por reloj tres minutos. Toca de nuevo: uno, dos, tres y uno más largo. Cuenta cinco minutos. Cinco minutos eternos. Se pregunta si ella está o no está. Y si está por qué no responde. Puede estar con otro tipo. Piensa en el jefe. Ella está embarazada del jefe, se dice. Seis minutos. Está embarazada del jefe y él la está convenciendo para que aborte. La espera es insufrible. Ocho minutos. Quizá ella ya abortó. Lo que explica la barrera que levantó entre ambos.
Vencer la ansiedad, se fija. Apartar toda idea negativa. Si a esta hora de la madrugada se ha atrevido a perturbar el descanso de la joven, se justifica, es por una causa noble: el amor. Acaso el amor no es una causa, se pregunta. No hay sentimiento más generoso, se contesta. Pero vuelve a dudar. Se pregunta si el amor no es acaso puro egoísmo, si acaso el no ama a la joven porque ella, engañándose, lo hace a su vez creerse mejor de lo que es. Ésta suele ser la razón por la que uno se enamora, piensa. Uno se enamora porque el otro lo hace sentir a uno mejor de lo que es. En el amor no importa el otro. Importa lo que el otro nos hace sentir. Sin el otro somos nada.
Después de este razonamiento, se dice, no debería tocar de nuevo el portero eléctrico. Debería marcharse en vez de llamar.
Pero toca otra vez.