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Hace un tiempo historiadores del arte investigaban en qué fecha Vincent van Gogh pudo pintar su Paisaje a la luz de la luna. Se sabía que la tela había sido pintada en 1889 pero no cuál había sido el momento preciso de su plasmación. Rastreando la correspondencia de Van Gogh a su hermano Theo y a su amigo Paul Gauguin los historiadores pudieron estimar que el artista había pintado la obra en el mes de mayo, poco después de haberse cortado la oreja e internarse voluntariamente en el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence, al sur de Francia. Desde allí, desde el sanatorio, Vincent había divisado el paisaje. Y en septiembre su hermano Theo había recibido la tela.

El oficinista lee esta historia en una de sus revistas científicas. Tanto le interesa el asunto que mientras lo lee corre el riesgo de pasarse de estación. Un grupo de investigadores de la Universidad de Southwest Texas, informa la revista, se dispuso a resolver el misterio de la fecha del Paisaje a la luz de la luna. Con ayuda de cálculos astronómicos, mapas topográficos, fotografías aéreas, registros climáticos y también algo de sentido común, los investigadores viajaron al sur de Francia, donde reconocieron el paisaje de la pintura. Tras calcular la posición del satélite natural de la Tierra con un software astronómico dedujeron dos días posibles en que la luna llena habría aparecido por encima del horizonte tal como Vincent la pintó. Como en la obra, a los investigadores ahora se les presentaba el trigo dorado. Determinaron entonces que la fecha exacta de la pintura correspondía al 13 de julio de 1889 a las 21:08. Pero lo que más les interesó y también le interesa al oficinista es que en menos de un mes la luna volvería a adoptar en el sur de Francia la misma posición que había inspirado a Vincent.

Él cierra los ojos. Se acuerda de la primera noche con la joven. Si el sistema solar entero pudiera repetir a su voluntad la rotación de la Tierra, el tiempo, el espacio, se dice, entonces él sería otro. A propósito del otro, piensa, todos somos otros. Cada vez está más convencido de que la secretaria es también otra. De día, una, la profesional toda cordialidad. De noche, la mujercita sinuosa que se extasía metiéndole a él un vibromasajeador rosado en el ano. Él cae boca abajo sobre los ositos de peluche que ella acumula en el sillón. Él no es quién para juzgar a la joven. Más atinado sería que revisara su propia conducta, se dice. Quién se cree que es, se pregunta una y otra vez. Nadie es de una sola forma, se consuela. Ahora sonríe y asiente, las lágrimas le afloran nublándole los ositos de peluche.

Al reaccionar de esta visión se pregunta cómo puede ser que ella lo ignore, que no le hable, que lo esquive. No obstante él le deja un mensaje en el contestador. Que está dispuesto a hacerse cargo si es el padre, le dice. Asumirá dichoso la paternidad, eso dice. Porque desde que se enamoró de ella, él es otro. Y si es otro, ese hijo será hijo del otro. Seguramente un varón. Campeón de kickboxing, le deja dicho en el contestador. En la oficina, acercándose, en un susurro él le pregunta si es el padre. Aunque no sea el padre está dispuesto a darle el apellido a la criatura. No le importa si se trata de un hijo del jefe. Él va a quererlo igual. Después de todo, le dice, el jefe no es un mal tipo. Tiene sus problemas el jefe, le dice. Y le pregunta si sabe que los hijos del jefe son adoptados. Ella ni lo mira. Que se ocupe de su vida, le dice. Pero es que él quiere saber, le dice el oficinista. Necesita saber.