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La mujer lo despierta y lo arranca del sillón. Le ordena que vaya derechito al dormitorio y se desnude. Él no la contradice. Se desnuda despacio. Se cubre el pene, los testículos. Ella hurga en un cajón del ropero. Un correaje, unos broches metálicos. Que se acueste de una vez, le manda ella.
Hace tiempo que está muy misterioso, dice la mujer. A ver si anda buscando afuera lo que tiene en su hogar. Tantas horas extra y el regreso siempre de madrugada dan que pensar, dice. Es cierto que como marido no vale mucho y menos aún como padre, pero con tanta catástrofe alrededor lo que sobra en la ciudad son viuditas. A ver si alguna se lo quita. Más vale abrir el paraguas antes de que llueva. Lo ata a los barrotes de la cama. Que no tiemble, le susurra. Que le va a gustar.
Corpulenta, tosca, le parece verla por primera vez. El vello bajo la nariz. Los pelos en los pezones y las axilas. El pubis es selvático. Puede oler el sudor copioso de su calentura. Le aprieta las tetillas con los broches. Más le vale tener una erección, lo intima. Le pone la vagina en la cara, se la aplasta, y se lleva el pene a la boca. Parece que se lo va a devorar. Casi asfixiado él separa las nalgas de la mujer y la chupa. Tiene un gusto agrio ella. Cuando por fin él consigue una erección, ella se desprende del camisón y se lo introduce. A él lo avergüenza tener una erección prolongada como nunca tuvo con la joven.
Después, fumando, ella le dice que en estos días le resucitó el deseo. Así que mañana le conviene volver temprano. Sin duda, se dice, ella sospecha. Ahora el problema es qué le dirá a la joven. Cómo justificar que esta noche no la visitará, se pregunta. Se le ocurre decirle que uno de sus hijos, el más débil, está enfermo. Él se acongoja hablándole del viejito. La joven parece creerle. Al volver al hogar más temprano, la mujer lo está esperando otra vez. Y al día siguiente, en la oficina, debe disimular lo maltrecho que llega.
En la semana lo aqueja una gastritis fuerte, con una acidez insoportable. Otro trastorno es el dolor de cabeza constante. Están además los calambres, descargas eléctricas que le agarrotan las piernas. A él no le preocupa tanto que un calambre lo agarre en el escritorio como copulando con la joven. Pero lo peor de todo son esas ganas súbitas de orinar que le vienen últimamente. En la calle, en el subte, en el despacho del jefe, en el almuerzo con la secretaria. Tiene que salir corriendo a buscar un baño.
Al compañero no le pasan inadvertidas sus idas al baño. Una mañana, con esa sonrisita amistosa, se le acerca. Próstata, le pregunta. Es que no debería abusar del té, le contesta él. El compañero lo mira: no había reparado en que él tomaba té. El oficinista ahora lo mira con sorna: Debería ser más observador, le dice. El compañero comenta: Es tan ruso tomar té.
Después abandona el escritorio, va al baño, orina y al salir entra el despacho del jefe. Necesita hablar con él, le dice. Un asunto confidencial, murmura. Habla en voz baja, agitado. Su corazón es un tambor. El jefe se respalda en su sillón, le pide que se serene, que, si tiene algún problema cuya resolución está en sus manos, no debe preocuparse. El jefe lo tiene en el más alto concepto. El oficinista tiene las manos frías, húmedas. En el más alto concepto, repite el jefe.
Que no se trata de él, susurra el oficinista. Se trata del compañero.