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La mujer, con un cigarrillo en la boca, le pregunta qué está haciendo.
Es improbable que le sospeche un adulterio, piensa él.
Qué hace, le insiste ella.
Que no podía dormir, le contesta él. Insomnio, aclara.
La mujer mira seria la sangre en la pileta. Pasa un dedo por la sangre, se lo chupa. Lo radiografía: si está tramando alguna macana, mejor que antes tome las debidas precauciones. La mujer es enorme y el baño, reducido. Lo aparta para sentarse en el inodoro. Le echa el humo del cigarrillo en la cara. Si va a amasijarse, le dice, antes de rajar al más allá que pague sus deudas en el más acá, le dice. Él no contesta. Cuando ella se da cuerda, termina golpeándolo. Si ahora lo muele en una paliza, no será la primera vez. Tampoco la última. En más de una oportunidad él se arrodilla rogándole que se calme, que este cuadro es una pedagogía degradante para la cría y, además, los vecinos, todo un papelón. Pero la cría aplaude las tundas. El único que se recluye temblando cuando ella le pega es el viejito. Después de cada paliza, cuando vuelve a la oficina y sus compañeros le señalan un moretón, se sonroja inventando un accidente.
Una toalla rápida por la cara. Se escabulle. En el living hay un diván. Todavía le queda un rato antes de ir a la oficina. Necesita dormir. Quiere acordarse de cuándo fue la última vez que durmió a su lado en la cama matrimonial. Se pregunta qué fue de aquella joven que conoció hace años, de una delgadez que a él, por entonces, se le antojaba de una fragilidad encantadora. Se acuerda. Se acuerda de que soñaba con dormir abrazado a los pechitos de la joven. Pero una mañana, al abrir los ojos, a su lado roncaba eso. Vencido por la repugnancia, se pasó al sillón.
No es la diferencia entre lo que fuimos y lo que somos lo que nos abisma, piensa. Es la pereza con que nos abandonamos a la degradación.