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Hace un tiempo empezó a comerse las uñas. Al principio pensó que sería un tic pasajero. Pero se le hizo manía. En una revista científica lee que las especies más evolucionadas emplean los dientes y las zarpas como armas. Pues bien, al comerse las uñas, asustado por su violencia contenida, lo que en realidad hace, deduce, es comerse la propia agresividad. Una noche, acostados, la secretaria le observa que se está comiendo las uñas. Él le dice que lo hace para no rasguñarla en el fisting.
Cambiando de tema, le dice ella, no debe sentir culpa. Él pone cara de asombro. No sabe a qué se refiere. A la culpa, le contesta ella y lo mira por encima de sus lentes redondos. Comerse las uñas es un síntoma de culpa. Sigue sin comprender, le dice él. Que no debe sentir culpa por haber denunciado al compañero. A ella también le caía sospechoso. Él está por preguntarle cómo se enteró, pero no hace falta que le diga lo que imagina: a ella se lo contó el jefe. Ella se adelanta confirmándolo: se lo contó el jefe, le dice. Y debe sentirse orgulloso de lo que ha hecho. Porque el jefe tendrá en cuenta su colaboración. También ella está orgullosa de él, le dice.
Y ahora, le ruega, que cambie esa cara y siga con el fisting.
El enamoramiento es una enfermedad. Está enfermo de la secretaria. Y si está enfermo de la secretaria, se dice, ésta es la auténtica clave para explicar por qué se come las uñas. Ahora comprende por qué había pensado en matarla y, de inmediato, se empecinó en ahuyentar esta fantasía. Ahora entiende: se come las uñas por miedo. Cómo se puede amar a alguien que uno teme, se pregunta. Porque ella, se da cuenta, es más temible quizá que el jefe. Pero él no tiene ni tendrá el valor necesario para deshacerse de ella. Y no lo tiene porque, lo sabe, ya no podría vivir sin ella aunque sea una perra clonada.