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Está encogido en el diván, durmiéndose, pero lo despabila la descarga del tanque de agua, la puerta del baño y la mujer que se acerca bufando. En posición fetal, los párpados apretados, se esconde en el fondo de sí mismo. La mujer, en la penumbra, lo cubre con el sobretodo. A ver si todavía se pesca una gripe y debe faltar a la oficina. Lo único que falta, murmura, es que él pierda el empleo. No le va a quedar un huesito sano si lo ponen de patitas en la calle.

Por la ventana que da a la calle sube el tránsito ahora más intenso. La oscuridad perdura mientras la ciudad arranca. Tiene que apurarse a dormir antes de que la mañana ilumine las paredes manchadas de humedad y el departamento entre en actividad. Se empecina en dormir, pero no puede. Le duelen los ojos. Necesita un reposo. Siente la espalda endurecida. Otra vez los párpados apretados, procurando dormir. El amanecer se le viene encima. Una claridad grisácea empieza a definir el ambiente. Los muebles oscuros contra las paredes de un verde opaco. Entonces la secretaria acude en su rescate. Ella viene envuelta en una luz etérea. Una brisa agita su pelo como en un comercial de shampoo. Sonríe radiante. Ya no le falta el premolar.

El despertador vibra en todo el departamento.