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Camina en la noche. Adentrándose en la niebla, piensa que Dios, si existe, tiene que acordarse de él. No merece lo que está viviendo. A menos que Dios lo esté sometiendo a una prueba. La esperanza es lo último que se pierde. Y él ahora espera un milagro. Un milagro que le salve el alma, pero que también le arregle la vida.
Una cruz incandescente surge en su camino. La cruz, su resplandor. Un templo. Puede oír el órgano, un coro. Voces infantiles y femeninas. Quando corpus morietur. Va a su encuentro. En los respiros del cántico, las invocaciones de una voz ronca con acento brasilero. Tiene su ritmo el sermón. Irmaos, clama una voz tronante. Cómo castiga Deus nuestros pecadus, pregunta. Y pronuncia Deus, pronuncia pecadus. El pastor se contesta: Excluyéndonos. Cuando pecamos Dios nos excluye del amor. No es lo mismo el amor, de naturaleza divina, que el deseo. El deseo es siempre carnal y egoísta. El deseo es el origen de todos los males, clama. El pastor pone un ejemplo: Antes que castigar las relaciones con la mujer del prójimo, el libro celestial castiga el deseo. El deseo de poder, el deseo de fama, el deseo de venganza. Todo deseo será castigado. Pero si uno se arrepiente, el Señor le concederá su perdón:
Escudríñame, oh Dios, y pruébame. Examina mis íntimos pensamientos y mi corazón.
El pastor cuenta que nació en la selva, allí donde el Maligno acecha escondido como una fiera. La fe lo apartó del vicio. La fe lo apartó de la bebida y la droga. La fe lo apartó del juego y del sexo. La fe le devolvió una vida nueva cuando entró en el templo de la luz. Si todos miramos al cielo, dice, y mira hacia lo alto, el cielo se abrirá. Si nos arrepentimos, el cielo se abrirá. Si todos nos confesamos, el cielo se abrirá. Si todos unimos nuestras manos en la plegaria, el cielo se abrirá. Si todos rezamos, el cielo se abrirá derramando la luz divina sobre la tierra.
Fe, grita el pastor. Y la grey repite fe. Un viento de voces envuelve al oficinista.
Con unción entra al templo. El pastor le abre los brazos:
Me he consumido a fuerza de gemir. Todas las noches inundo de llanto mi lecho. Riego mi cama con mis lágrimas. Mis ojos están gastados de sufrir.
Los feligreses se apartan con estupor. No es para menos si se repara en sus manchas de sangre. Pero la sangre parece estimular la pasión evangelizadora del pastor. Que se acerque al púlpito, lo invita. Que confiese sus pecados ante los hermanos y se arrepienta como ya hicieron todos los aquí presentes.
Divino es el origen de la culpa. Qué sería de nosotros sin culpa, pregunta. Y se contesta: Nada. Ser en la tierra es ser culpa. O nada. Nosotros, obra de Dios, entre la culpa y la nada elegimos la culpa.
El pastor se abre paso entre los hombres, mujeres y chicos que cantan y rezan. A pesar de las marcas que el dolor imprimió en sus caras, a pesar de la sencillez de sus ropas, a estos hombres, mujeres y chicos la fe los volvió invulnerables. Ya se siente un feligrés más. Ahora sí empieza a sentir que es otro. Y le gusta este otro que empieza a ser. La bondad lo purifica. Una renovación espiritual completa, como dice el pastor convirtiendo la s de espiritual en un sonido eshe y la t en th, con esa pronunciación brasilera. Ishpirichual. La mirada del pastor lo radiografía.
Acá entre los hermanos hay quien pegaba a su mujer y sus hijos, hay quien se travestía para saciar su sexo, hay quien perdió todo por la cocaína, hay quien robaba a su madre anciana. El pastor nombra un pecado. Y uno de los fieles grita pidiendo perdón. El pastor se acerca al pecador. El pecador se arrodilla. El pastor lo bendice. Después nombra otro pecado, salta otro fiel y también lo bendice. Si la palabra del cielo no tuviera esta fuerza divina no acudiría al templo un nuevo hermano cada noche.
El pastor se refiere a él, es el nuevo hermano y así como la fuerza divina lo acercó al templo, también lo iluminará la palabra celestial. El pastor cita a Jonás. En el vientre de la ballena Jonás le rezó a Dios:
En la tormenta me arrojaste al mar, tus olas me arrollaron y me hundí en lo profundo. Entonces dije: Moriré ahogado bajo tu mirada, pero aún veré tu santo templo. Las aguas me envolvieron hasta el alma. Me rodeó el abismo. El alga se enredó en mi cabeza. Sin embargo mi oración llegó hasta tu santo templo, Dios. Y Dios le dio una orden a la ballena y la ballena vomitó a Jonás sobre la tierra.
Porque la palabra celestial fue escrita para ser dicha, explica el pastor. Y una vez dicha, él será otro. Y el otro, al contar sus pecados, salvará su alma del fuego del maligno. El pastor lo recibe con los brazos abiertos. El órgano estremece el templo. Al abrazarlo el pastor lo agarra de la nuca, lo obliga a arrodillarse. Su mano es una tenaza. No coincide esa garra con la expresión dulzona del pastor. Todos esperábamos un milagro esta noche, dice el pastor. Y el milagro llegó. El milagro es el nuevo hermano. Debemos darle la bienvenida al nuevo hermano, un hermano arrepentido que Dios nos envía para demostrar su existencia. He aquí el milagro. Puede sentirse en todo el templo la energía del cielo, dice abarcando con sus brazos los hombres, mujeres y chicos que ahora entonan una canción suave, como un murmullo.
Él, el nuevo hermano, tiene que avergonzarse de su pasado, le aconseja el pastor. Y lo arrastra hacia el púlpito. Hay una palangana de agua. Tiene que lavarse la impureza, le dice el pastor. El oficinista se lava las manos. Pero al pastor no le basta con eso. Lo agarra de la nuca y le sumerge la cabeza en el agua. Tiene que sacarlo todo afuera, le grita el pastor. Tiene que entregarse al arrepentimiento y confesar sus bajezas, sus canalladas, sus debilidades, sus miserias. Tiene que enumerarlas, una por una, ante sus hermanas y hermanos, dice. Y le sumerge una y otra vez la cabeza en la palangana. También sus hermanas y hermanos fueron cerdos en el chiquero terrenal y ahora, merced a la fuerza luminosa del cielo, son renacidos en la energía divina. Que no tema, le dice el pastor, inclinándose sobre él. El oficinista siente otra vez la tenaza en la nuca. Que se arrepienta y confiese, le machaca el pastor. Está tan encima suyo el pastor que puede respirar su aliento, una brisa tibia y frutillada.
Él tiembla. El pastor lo sacude. Con la sacudida del pastor cree sentir convulsiones. Si quiere ser un hermano renacido, no debe temer al arrepentimiento sino al castigo del cielo, un castigo más terrible que el castigo de los seres humanos. Porque Deus es implacable. Que confiesi, le ordena. La voz brama en sus oídos. Llorando, esconde la cara entre las manos y unos espasmos le contraen el estómago. Sus lágrimas, interpreta el pastor, son un signo de redención. Que se arrepienta y confiesi, le exige, apretándole la nuca. La presión lo hinca de rodillas, pero se libera. En el templo hay ahora un silencio que puede tocarse. El pastor lo mira. Todos lo miran. Despacio se incorpora. El pastor lo mira y espera. Todos lo miran y esperan. El pastor tiene los ojos rojos. Los fieles tienen los ojos rojos. Sus bocas son fauces. Sus dientes se entrechocan. Él empieza a correr. Detrás, la voz del pastor lo llama renegado. Los fieles quieren atajarlo. Tiran de su sobretodo. Pero él no se detiene.
Corre. Corre y se pierde una vez más en la bruma.